La manía juvenilista
Juan Manuel de Prada
Allá en los comienzos de mi carrera literaria, recibí muchos desdenes por no allanarme a las corrientes literarias entonces en boga, que a los escritores en edad juvenil demandaban «lenguaje descarnado» (o sea, un léxico párvulo, entre Tarzán y un indio sioux) y «realismo sucio», que es como misteriosamente dio en llamarse al costumbrismo de discoteca. Como yo era escritor barroco y no frecuentaba antros nocturnos, dieron en decir de mí que «nunca había sido joven», también que mi «visión del mundo era propia de un anciano», que «escribía de forma anacrónica» y no sé cuántas majaderías más, por supuesto siempre rociadas con los mismos epítetos archisabidos: que si pedante, que si desfasado, que si antiguo, que si patatín, que si patatán. Pero la dura realidad es que casi todos aquellos modernos tan tremendos que hace veinte años se burlaban de mi estilo viejuno y mis temas apolillados yacen arrumbados en la chatarrería de las modas periclitadas; y los pocos que aún se mantienen en el machito es a costa de hacer literatura sistémica, atufada por toda la morralla ideológica que el sistema exige a sus plumíferos lacayos: feminismo de garrafón, antifranquismo de charanga y pandereta, desmemoria histórica, etcétera.
Es incontable la gente desnortada que se obsesiona con mantener una fachada juvenil, con imitar las modas juveniles, con pretender a toda costa retener una juventud fiambre. A veces esta manía juvenilista desemboca en auténticas tragedias; aunque mucho más frecuente es que depare episodios de un patetismo sonrojante. Da mucha penica esa gente que pierde el decoro en el atuendo por aparentar juventud; o que adopta aficiones impostadas (generalmente gilipollescas) y se adhiere a "tendencias" en boga, temerosa de delatar su verdadera edad si las repudia; o que no sale del quirófano, en su vano afán por «vestir el gusano de confite», que diría Quevedo. Yo he llegado a conocer, incluso, a empresarios (esto es muy frecuente en el mundo editorial) que, en su anhelo desquiciado de complacer a una fantasmagórica clientela juvenil, diseñan estrategias publicitarias o adaptan sus contenidos hasta hacerlos irreconocibles, logrando tan sólo espantar a su clientela real. Y esta manía juvenilista se ha acentuado mucho últimamente, con la apoteosis de las llamadas «nuevas tecnologías» (más viejas, en realidad, que Carracuca), que fuerzan a quienes no quieren quedarse «fuera de juego» a zascandilear mucho en las redes sociales, para ver si a fuerza de aprenderse todos los trending topics de la semana logran aparentar que son unos tíos à la page.
Podríamos pensar que esta manía juvenilista es una tendencia natural en los seres humanos, o al menos en el sector más botarate de los seres humanos, que tiene miedo a envejecer y cree que imitando deplorablemente la conducta juvenil exorciza la muerte; y, sin duda, este miedo actúa en sociedades desnortadas como la nuestra, que han dejado de creer en un infierno ultraterreno para traer el infierno a la Tierra. Pero esta tendencia inevitable en personalidades débiles no basta para explicar la manía juvenilista que se ha extendido a modo de epidemia en nuestra época; que, por lo demás, no se distingue por favorecer demasiado a los jóvenes (aunque los halague de las formas más indecentes y empalagosas), como demuestran las estadísticas del paro. Inevitablemente, hemos de preguntarnos si esta manía juvenilista no será una tendencia inducida por el sistema. Pues está probado que la edad juvenil, bajo su aureola de rebeldía, es la más gregaria de las edades humanas (y no hay más que reparar en el mimetismo con que los jóvenes se adhieren a las modas musicales o indumentarias); o, si se prefiere, la edad humana en la que el ambiente más contribuye a moldear la personalidad, que sin embargo se cree ilusoriamente dueña de sí. Y al sistema le interesa que las masas cretinizadas vivan en este espejismo paradójico: creyéndose por un lado libres hasta la exaltación del capricho, como chiquilines emberrinchados; pero por otro lado dúctiles y fáciles de pastorear, dispuestas a tragarse todos los anzuelos y a asimilar todos los injertos emocionales y clichés ideológicos que el sistema introduzca en sus cerebros (que además confundirán fatuamente con ideas propias e irrenunciables). Pues una sociedad juvenilizada es el paraíso de la ingeniería social; y en ella cualquier disidencia se juzgará de inmediato muy molestamente anacrónica.
Nosotros prometemos mantenernos siempre fieles a nuestro estilo viejuno y a nuestros temas apolillados, que abrigan mucho en invierno. Son las ventajas de no haber sido nunca jóvenes; quiero decir, los jóvenes que al sistema le interesa que seamos.
La manía juvenilista
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