Artículo de José Ignacio Escobar y Kirkpatrick a modo de prólogo
Fuente original del texto: El Correo Español-El Pueblo Vasco.
Visto en: Fuerza Nueva, Número 24; 24 de Junio de 1967. Página 36.
LA UNIDAD RELIGIOSA
España se enteró de la pérdida de América, tras la batalla de Ayacucho, apenas sin inmutarse. Con esta imputación, tantas veces repetida, se ha querido significar que el descenso del último peldaño en el curso de nuestra decadencia sorprendió a un pueblo indiferente a la defensa de su personalidad en el mundo. La generación del 98 vino, sin embargo, pronto a demostrar –sea el que fuere el juicio que merezca el tono que le dio al lamento– la equivocación de aquel diagnóstico y, por el contrario, lo profundamente que repercutió el suceso en nuestra sensibilidad.
Ahora acaba de producirse otro episodio que, aunque en un plano no tan espectacular como el de la pérdida de territorios, también significa una violenta desgarradura de nuestro ser: la pérdida legal de esa unidad católica que, desde Recaredo, había constituido el rasgo más acusado de nuestra nacionalidad.
La reciente ley de libertad religiosa, aprobada por la correspondiente Comisión de las Cortes, ha puesto, en efecto, punto final a una etapa de nuestra historia –una larga etapa, quizás toda nuestra historia–, a lo largo de la cual, según se ha dicho por plumas autorizadas, la verdadera conciencia de nuestra hermandad nacía de esa unidad de creencia. “Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra.” La afirmación es sobradamente conocida. ¿Se cumplirá el vaticinio subsiguiente: “el día que acabe de perderse (la unidad religiosa), España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o reyes de Taifa”?
Muchas son las sombrías señales que se dibujan en el horizonte. Se desarrolla, a ojos vistas, la infiltración en lugares vitales de agentes portadores de gérmenes de discordia. La consigna que intenta oponer “régimen” a “pueblo”, años atrás exclusivamente repetida, conscientemente o no, por los servidores de las instrucciones de Moscú, aparece hoy, casi a diario, en las primeras planas de los periódicos más cuidadosos de no ser tildados oficialmente como contrarios a la continuidad del 18 de Julio.
Son síntomas graves, pero el que me parece más penoso de todos ha sido el estilo que, en general, se ha dado a los comentarios periodísticos a este acontecimiento –júzguesele como se quiera, pero indiscutiblemente tan trascendental para España–, que significa el fin de su unidad religiosa desde el punto de vista jurídico. Este estilo lo sintetizaría en dos rasgos: total tergiversación de la postura adoptada por los procuradores que intentaron corregir determinados aspectos del proyecto de ley e intento de ridiculizarles.
El hecho está consumado, ya que ni cabe la impugnación ante el pleno de las Cortes del proyecto aprobado por la Comisión, ni es de suponer que, de modo espontáneo, se levanten a votarlo en contra en la sesión plenaria un número de procuradores suficiente para impedir su aprobación definitiva.
Con ello y todo queda margen para el comentario, sugerido por la observación de las actitudes que hasta ahora se intentaban mantener en una discreta penumbra y ahora se han visto obligadas a manifestarse abiertamente. Esta clarificación no dejará de producir sus efectos. También la rotunda afirmación de Azaña de que “España había dejado de ser católica” fue un rayo que iluminó muchas conciencias y contribuyó no poco a la reacción del 18 de Julio.
Debe despejarse, ante todo, el falaz supuesto de que la ley de libertad religiosa se haya limitado a aplicar en España los mandatos del Concilio. Recuérdese que esta ley estaba preparada, aproximadamente en sus mismos términos, hace unos diez años, o sea, en tiempos todavía de Pío XII, cuando ni remotamente se pensaba en convocar Concilio alguno. Pero el Vaticano II, no ha sido tampoco, como se ha pretendido hacernos creer por nuestra Prensa progresista, un Concilio convocado especialmente para aconsejar el remedio de una anómala situación de cosas existentes en España. Sus exhortaciones a respetar la dignidad del hombre no se dirigían a nuestros gobernantes, los cuales tuvieron siempre muy en cuenta esa dignidad, sino a otro tipo de hombres públicos, que son precisamente los que vienen hace tiempo procurando por todos los medios la ruptura de nuestra unidad interior y se habrán regocijado ahora mucho al ver logrados sus propósitos.
Resulta más doloroso –aunque quizás también revelador– el tono de los comentarios suscitados por la oposición al proyecto de ley. “Sombra de Torquemada”, “integrismo cerril”, “anticonciliarismo”, “inadaptación a las exigencias de los tiempos…”. Los hábiles manejadores de los “vientos de la Historia” habrán sonreído satisfechos ante estos improperios y sarcasmos tan fáciles. La consabida consigna de tildar como seres extravagantes y anacrónicos a los que intentan poner obstáculos a sus designios, ha sido perfectamente aplicada al caso. ¿Deliberada sumisión? No. Frivolidad tremenda e imperdonable. Radical desconocimiento de la verdadera índole de la cuestión debatida.
Cuando dentro de algunos años –si Dios no lo remedia– se haga perceptible el fruto de la intensificación de las enseñanzas acatólicas o anticatólicas en nuestros centros docentes por respeto a la conciencia de un posible disidente, pero sin ese mismo respeto a la conciencia de los católicos que se creían amparados por el principio de confesionalidad del Estado y por la misma declaración conciliar de reconocimiento de una religión verdadera, y cuando se produzca una indefensión del Estado frente a actos netamente políticos dirigidos contra él al amparo de un “derecho de reunión” en los cementerios, o de la “inviolabilidad” de ciertos centros dedicados a actividades religiosas de varia índole, declaraciones que no era preciso hacer en esos términos de tan elástica interpretación para que pudieran celebrarse los actos en cuestión con finalidades exclusivamente religiosas, es posible que se pronuncie un fallo no muy favorable sobre los que ahora han encontrado tan divertido que la ruptura legal de nuestra unidad católica haya suscitado alguna objeción.
Marqués de Valdeiglesias
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