Fuente: El Correo Español, 16 de Junio de 1894, Eneas.

Visto en: León XIII, los carlistas y la Monarquía liberal (Tomo II). Máximo Filibero. Páginas 318 – 321.




La unión de los católicos

Por Eneas



Escribe ayer El Siglo Futuro un artículo, en el cual trata de reseñar y discernir las diferentes categorías de católicos que hay en España. En ese artículo, después de exponer el matiz característico de los mestizos, de los liberales y hasta de los resellados de la última hornada, hallamos el siguiente párrafo:

«Otros católicos quieren la unidad católica, quieren las tradiciones españolas, pero concordándolas con el carácter de las sociedades modernas, dando satisfacción a las aspiraciones del siglo XIX, que no es el siglo XVI, dejándolas en suspenso hasta que llegue la ocasión de tratar con el Papa y de que resuelvan las Cortes, subordinándolo todo al principio de la legitimidad y a la voluntad y al triunfo del Monarca legítimo, en que ellos ponen el principio de autoridad.»

Indudablemente en ese párrafo se refiere a los carlistas, y no porque los carlistas pensemos en semejantes enormidades, sino porque El Siglo Futuro se empeña en achacárnoslas, y a pesar de nuestras protestas, tijeretas han de ser.

Aunque las tijeretas fueran, no es buen comportamiento resucitar en estos momentos esas cuestiones antiguas, que ya nos parece están suficientemente discutidas, y nos extraña mucho que El Siglo Futuro lo haga, cuando él mismo ha atacado, y con razón, estos días a El Movimiento Católico porque se ha servido de la palabra del Papa con el objeto de encender la guerra entre los católicos y ahondar sus divisiones y enconar sus mal cerradas heridas.

Pero es el caso que hay notoria falsedad y no pequeña injusticia en atribuirnos «esas concordancias con el carácter (liberal se entiende) de las sociedades modernas», esa «satisfacción a las aspiraciones (también liberales) del siglo XIX» y «esa subordinación a la voluntad del monarca» ni de nadie.

Nosotros somos tan católicos, tan tradicionalistas, tan intransigentes con el error y la infidelidad y la herejía como pueda serlo el que más, como pueda figurárselo el íntegro más escrupuloso en semejante materia.

Mas si se habla de buena fe, sin propósito decidido de buscar diferencias donde no las hay, demasiado se comprende que si hic et nunc había de aplicarse el Gobierno tradicional a España, no era posible conservar en las Cortes, por ejemplo, los tres brazos antiguos, porque el brazo del pueblo se ha diversificado en tantas ramas, clases e industrias, que no era posible representarlas, v. gr., con los pocos procuradores de las ciudades que en lo antiguo tenían voto en Cortes. Y en este terreno, ¿quién, a no ser loco, no confiesa que el siglo XIX no es el siglo XVI? ¿Quién en su cabal juicio no comprende que era necesario concordar esas tradiciones, no con el liberalismo ni con ninguna aspiración malsana del siglo, que eso jamás lo haríamos, ni pensarlo, sino con las necesidades de la época presente, en eso que Silvela llama la materia gobernable, o, en otros términos, la sociedad española?

Y para concordar la tradición no era preciso desnaturalizarla, ni mucho menos: todo lo contrario. Lo que establece la tradición para la representación en Cortes es el principio de la representación corporativa, no individualista como quiere el parlamentarismo. Y aceptando ese principio salvador tendríamos que nuestras Cortes serían la representación de las clases y de los gremios, y con esto, y con el mandato imperativo y con quitar las discusiones públicas, aunque conservando, eso sí, la publicidad para las resoluciones, y con dar ampliación y vida en toda España al principio foral y a la autonomía de los Concejos y las regiones, y con afirmar la subordinación del poder temporal a la Iglesia en cuanto con la Religión y el último fin del hombre se relacionase, y restaurando como fórmula de esa subordinación y vínculo principalísimo de la nacionalidad la unidad católica con su sanción coercitiva, ¿no resultaría en el siglo XIX un Gobierno tradicional en toda su pureza, un Gobierno castizo, español y cristiano, no como el del siglo XVI, sino mejor aún que los de aquel siglo, puesto que alguna enseñanza habremos sacado de la amarga experiencia de tantas desventuras?

Queremos con esto la Monarquía y defendemos la legitimidad; pues es claro. La Monarquía es en España una tradición, y una tradición gloriosísima; ¿cómo era posible prescindir de esa tradición siendo tradicionalista? Y en cuanto a la legitimidad; ¿no es por ventura un principio tan sagrado como el derecho de propiedad en el orden civil?

Y suponiendo que no lo fuera, suponiendo que para un cristiano y un caballero valiese tanto y mereciese tanta consideración como un dueño legítimo un usurpador ambicioso, ¿por ventura nos da alguien en España el programa tradicional más que la Monarquía legítima?

Óiganlo los católicos españoles y déjense de cuestiones y minucias y bagatelas. ¿Quién, fuera de la Monarquía legítima, nos da la unidad católica? ¿Quién, fuera de la Monarquía legítima, nos da la subordinación del Estado a la Iglesia? ¿Quién, fuera de la Monarquía legítima, promete trabajar por la restauración del poder temporal del Papa? ¿Quién, fuera de la Monarquía legítima, promete la restauración completa de los fueros?

Pues si ésas no son bastantes razones para ser legitimistas, venga Dios y véalo. Y si la conducta y el programa de los carlistas merecen, no decimos anatema, pero ni siquiera la más ligera censura de nadie, dígalo todo hombre honrado con la mano puesta sobre su conciencia.

Vean, pues, los que se llaman íntegros cómo para volver a nuestro campo, para unirse por lo menos con nosotros como desea el Papa, ni tienen que abdicar en una tilde de sus principios, ni transigir con el siglo liberal ni con ninguna aspiración heterodoxa, ni anteponer personas a ideas, ni hacerse cesaristas, ya que el cesarismo es para nosotros tan odioso y maldito como el liberalismo, ni nada.

Y vean, por último, cómo este párrafo en que condensa El Siglo Futuro sus aspiraciones, diciendo que los íntegros quieren «la soberanía social de Jesucristo, la íntegra unidad de nuestras creencias, la inflexible intransigencia de nuestros padres con la infidelidad y la herejía, la reintegración absoluta de los principios católicos que la Santa Sede enseña en sus Encíclicas y que fueron causa de la grandeza de España y alma y vida de la Constitución tradicional española que nació en los grandes Concilios de Toledo y se desarrolló en toda nuestra gloriosa historia», refleja y expresa también las nuestras, y no como quiera, sino que en ese terreno cuanto más pureza mejor.

Entendemos que esto es lo importante, pues los otros que se llaman católicos y son o mestizos, o fusionistas, o republicanos, o conservadores, ni constituyen fuerzan en ninguna parte, ni nos darán nada bueno, ni contados todos llegan a tres y medio en España.