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Tema: La defección de María Teresa de Borbón Parma, la "princesa" roja

  1. #1
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    La defección de María Teresa de Borbón Parma, la "princesa" roja

    Fuente: Reino de Valencia, número 4, Julio – Agosto 1997, páginas 3 – 4. (Los subrayados son del texto original)



    Carta abierta a Doña Mª Teresa de Borbón Parma



    SEÑORA:

    Tuve el privilegio de conocer a V.A. cuando pisó tierra valenciana por primera vez, acompañada de su hermana Doña Cecilia, allá por 1957. Fueron días inolvidables que viví muy próximo a VV.AA., al haberme sido confiada la misión de custodiarlas, encabezando la escolta que las rodeó en aquellas felices jornadas. Tuvimos así ocasión de dialogar ampliamente, y recuerdo el interés de V.A. por la implantación del carlismo en nuestro Reino, los problemas de nuestra economía, el grado de separatismo –entonces, prácticamente nulo–, etc. Y también nuestra conversación sobre las derechas políticas a las que califiqué de cobardes, y que V.A. matizó atribuyéndoles un endémico complejo de inferioridad. Mucho ha llovido desde entonces, y acontecimientos no deseados me han alejado de V.A. al permanecer fiel al ideario carlista que un día abracé voluntariamente, sin raíces familiares ni afectivas que facilitaran mi adscripción, mientras V.A. decidió seguir otros rumbos. He leído ahora vuestro libro con la ilusión de conocer un poco mejor a nuestro último Rey, y no puedo callar mi profunda decepción, pues entiendo que V.A. ha malogrado una formidable oportunidad de acercar a los lectores la riquísima y atrayente personalidad de Don Javier, que no necesita ser edulcorada para que resplandezcan sus auténticas virtudes, muy por encima de los defectos inherentes a la humana naturaleza, de los que nadie escapa.

    La verdad es, Señora, que con la imaginación de que V.A. ha hecho gala resulta fácil augurarle un más que brillante porvenir si resuelve dedicarse a la literatura. Muy especialmente, a la fantástica en cualquiera de sus posibles vertientes. Su texto, Alteza, dislocado, confuso, enmarañado, en el que confunde situaciones, episodios y épocas, se hará famoso no por lo que cuenta, sino por lo que silencia. La imposibilidad de rectificar todos los inefables errores, imprecisiones y despropósitos detectados, me constriñen a fijar la atención tan sólo en algunos de los extremos que juzgo más notables, no sin puntualizar antes, a modo de ejemplo, una extraña discordancia –una de tantas–, por llamarla de forma suave. En la pág. 67 y tras referirse al acto de Barcelona, de 1952, V.A. dice: «La reacción franquista no se hizo esperar. Arauz de Robles, que había aceptado un puesto del régimen y estaba por tanto expulsado del Carlismo, se hizo portavoz de Franco, y conociendo la gran bondad de mi padre dejó entrever amenazas más o menos veladas contra Fal y otros dirigentes carlistas…» Continúa la narración, y en la pág. 68 estampa que «mi padre resolvió las tensiones pidiendo a Fal que se retirara y nombrando a Valiente, Hernando de Larramendi y Sáenz-Díez». Señora, ¡menudo galimatías! Veamos:

    1º Las reacciones franquistas a que alude no tuvieron lugar en 1952, sino casi cuatro años después, en enero de 1956, a raíz de la declaración del Rey en el Consejo Nacional celebrado en Madrid en el mes de enero.

    2º Las amenazas –nada veladas– no vinieron de Arauz sino del entonces ministro de Justicia, Antonio Iturmendi. Arauz fue utilizado como informante por Iturmendi, y como mandadero por el propio ministro y por la Comunión Tradicionalista.

    La destitución de Fal Conde se produjo abruptamente en agosto de 1955, y el Rey no le pidió que se retirara. Don Manuel se enteró de su cese estando ya en Madrid, de regreso de su viaje a San Sebastián donde se había entrevistado con Don Javier. Hay documentos al respecto, que me sorprende no conozca V.A.

    El Secretariado Nacional –lo que V.A. llama, frívolamente, un trío– estaba formado por Valiente, Sáenz-Díez y Arauz de Robles (el expulsado, según V.A.). Diferentes Juntas Regionales protestaron por este inaudito nombramiento –dicho sea con el máximo respeto al Rey– pues eran harto conocidos sus fervores juanistas, rogando a Don Javier que lo sustituyera por Hernando de Larramendi. El Rey nombró a éste, pero no cesó a aquél, que se mantuvo en el cargo durante bastantes meses.

    Como observará V.A., tamizar su obra me llevaría poco menos que a escribir otro libro. Pero como ya anticipé, hay algunas cuestiones que no puedo dejar de comentar. Lo haré con toda la brevedad que me sea posible.

    A) Dice en la pág. 57: «Mi padre tenía un resuelto horror, desde sus convicciones de cristiano y de hombre libre, a todo lo que representaba el fascismo (…) pero mucho más al nazismo». Es cierto. Los carlistas, entonces, ahora y siempre, hemos compartido ese sentimiento de rechazo. Pero ni el Rey ni los carlistas abominan sólo del fascismo; también de todos aquellos regímenes totalitarios que reducen al género humano a la esclavitud, negando a hombres y mujeres su dignidad y condición de hijos de Dios. Por lo tanto, también al comunismo, lo que V.A. omite, tal vez por no haber tenido ocasión de consultar los múltiples textos de vuestro augusto padre que así lo testimonian, o por no herir los sentimientos de vuestras amistades políticas más recientes. Permitidme, en todo caso, una sola cita: «De la misma manera que en el año 1936 preparé al Carlismo para luchar contra el totalitarismo comunista; de la misma manera que me opuse a la implantación del totalitarismo fascista durante nuestra Guerra Civil, debo protestar ahora contra el intento de prolongar este mismo totalitarismo bajo una apariencia monárquica».

    B) No diré que V.A. pasa por la larga etapa de colaboracionismo (más o menos, desde 1956 a 1968) como sobre ascuas, porque lo bien cierto es que no pasa de ninguna de las maneras, empecinada –supongo– en velar una época de las más sombrías, penosas e indefendibles del reinado de vuestro augusto padre. Y es una pena. Porque bien pudo ilustrar ese período con las luminarias de las hogueras en que fuimos sacrificados los adversarios de la colaboración con Franco. Me encontraba entre ellos y sé de lo que hablo. Eran los momentos en que vuestro hermano afirmaba que «Ante el 18 de Julio no caben complicidades tácticas. Llevar el salvavidas puesto es preparar el abandono. Quienes buscan soluciones que no broten de él, aparte de cometer una traición o capitular, demuestran que son incapaces de percibir la hondura histórica de este hecho». ¿Qué le parece?

    C) En la pág. 68 escribe V.A.: «El saludo entre carlistas era a menudo “muera Franco”». Eso, Alteza, es sencillamente falso de toda falsedad. Pongo a Dios por testigo de que jamás utilicé, ni oí hacerlo a ningún carlista, semejante exabrupto. Los carlistas, Señora, combatimos a nuestros adversarios cara a cara, pero no les deseamos la muerte, y, no sólo por nuestros sentimientos cristianos, que también, sino por pura elegancia espiritual, no hacemos uso de tales expresiones. Ese lenguaje abyecto, ruin y cobarde descalifica únicamente a quien lo utiliza. Tal vez V.A. lo escuchó de labios de algún servidor de vuestro hermano, y lo ha confundido con los carlistas. Cuando se escribe del pasado con criterios del presente, no se hace historia sino política, tanto más deleznable cuanto más empeño se pone en componer la propia imagen.

    Créame, Señora, todas las diferencias ideológicas no han logrado enfriar mi afecto por V.A. Desde ese sentimiento, y con el dolor de no poder felicitarla ni por su obra ni por su trayectoria política, téngame a los RR.PP. de V.A.


    LUIS PÉREZ DOMINGO

  2. #2
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    Re: La defección de María Teresa de Borbón Parma, la "princesa" roja

    Fuente: Reino de Valencia, número 27, Septiembre – Octubre 2002.


    Andaba de puntillas…


    Sí, doña María Teresa de Borbón Parma, la princesa roja, cuando todavía no lo era, andaba de puntillas para no molestar a los demás. Lo cuenta con admiración contenida una de sus profesoras en los cursos de invierno dirigidos por las Misioneras Seculares [1]. Porque María Teresa, la princesa roja, cuando aún no lo era, mostraba una imagen amable, delicada, grácil, exquisita… Era, además, altamente respetuosa con las normativas franquistas, incluso más allá de sus compromisos objetivos. De ahí que no dudara en realizar el Servicio Social en la Escuela Nacional de Cumplidoras de la Sección Femenina, en la que, durante tres meses, recibió lecciones de labores, cocina, gimnasia… y formación política [2]. Una obligación, por cierto, que las jóvenes españolas, en una mayoría abrumadora, sorteaban como mejor podían. Y por aquellas calendas, María Teresa, la princesa roja, cuando todavía no lo era, compartía alegremente mesa y mental con las autoridades franquistas y las jerarquías del Movimiento. Como en las playas de Orihuela, donde logró sentar a su alrededor a tres gobernadores civiles: Luis Romeo, que lo era en funciones de Alicante, Adolfo Suárez, de Segovia, y Antonio Gómez, de Granada, además de a Carlos Iglesias Selgas, presidente del Sindicato Nacional de Enseñanza, Armando Muñoz Calero, consejero nacional del Movimiento, y otros [3]. Y esto sucedía –nada menos– en el verano de 1968. Ahora sabemos por su hermano Carlos Hugo –en el prólogo de un libro al que me referiré enseguida– que «Siempre se ha movido con pasión en la lucha por una transición de la dictadura a la democracia», con lo que parece querer inducirnos a suponer que la princesa roja era también un submarino navegando al acecho en aguas enemigas. Aunque mientras tanto, recordaba con evidente satisfacción «que en Sevilla partió el aviso hacia la República en aquel Quintillo del año 1934 cuando el Requeté veló sus armas» [4], y se lamentaba de que «hace no mucho se ignoraba el alma de España y se pretendía desconocer el sentido profundo de nuestra Cruzada y la espiritualidad de nuestro vivir» [5]. Y es que, doña María Teresa de Borbón Parma, la princesa roja, cuando aún no lo era, exhibía su personalidad «dulce, reflexiva y discreta», siendo «alta y lánguida como una princesa de cuento.» [6] El vendaval desatado por Franco en los últimos días de 1968, que dejó al descubierto no pocas miserias, transformó a la «princesa de cuento» en una princesa cuentista, cuya imaginación se disparó en todas las direcciones para enmascarar sus debilidades colaboracionistas con una brazada de medias verdades, descarados embustes y retorcidos inventos, que sólo la ignorancia, la conveniencia política y la voluntaria ceguera del entorno que le rinde culto, pueden digerir sin mayores daños. Tal vez porque, en el fondo, la suerte de la princesa roja les tiene completamente sin cuidado.

    Como los lectores ya habrán adivinado, el libro aludido es La princesa roja, compuesto al alimón por ese dúo fantástico (en la primera acepción del diccionario de la RAE, por supuesto) que forman María Teresa de Borbón Parma y el fabulador carlohuguista pertrechado de «gran sabiduría histórica» (María Teresa dixit) Josep C. Clemente, que figura como único autor, vaya usted a saber por qué. Hay en esta pieza algunos aspectos que conviene comentar, aunque no sea, precisamente, plato de gusto. Pero más inexplicable sería el silencio. En rigor, el libro que nos ocupa es la crónica simplona de varias frustraciones. La frustración de la autora, cuyos méritos, como subraya Clemente, no han sido reconocidos por «la democracia española», perdiendo los socialistas «la gran oportunidad de hacerlo». La frustración de don Carlos Hugo que se vio maltratado en las urnas «por falta de medios y del apoyo logístico de que disfrutaron otros.» La propia frustración electoral, donde faltaron, sobre todo, los carlistas, hastiados del empacho de utopía autogestionaria en que habían metamorfoseado los ideales del carlismo. Circunstancia que, naturalmente, no contemplan los autores, aunque parece que debería ser el primer dato a tener en cuenta en una reflexión obligada tras el sonado fracaso. Lo pasan por alto ahora, pero obraron en consecuencia entonces: abandonaron la nave para enrolarse en otras aventuras más prosaicas.

    Antes de llegar aquí, los autores han trazado la activa trayectoria de doña María Teresa en sus pujos democráticos. Reconocen que «Es difícil calibrar la importancia de nuestra aportación a la lucha por la libertad y la justicia, en el avance de España hacia la democracia.» No debió ser demasiado importante a juzgar por el escaso relieve alcanzado. Pero se apresuran a exponer sus méritos citando los congresos, reuniones, encuentros, asambleas, etc. en los que tomó parte, sin dejar de señalar que, en algún caso, al término de su intervención «los aplausos fueron estruendosos.» Y así, pasito a pasito, desgranan las etapas de su peregrinaje a Europa, deseando –como dice su hermano– «que el carlismo represente para las izquierdas una garantía de que el poder no siguiera por la vía de las exclusiones y de las divisiones históricas Y también para que los sectores conservadores no temieran que la izquierda cayera en un revanchismo y en los antagonismos históricos.» Estas enternecedoras páginas me recuerdan el supuesto coloquio de dos enamorados, cuando ella preguntaba sucesivamente: ¿verdad que tengo los ojos preciosos?, ¿verdad que mi figura es maravillosa?, ¿verdad que mi pelo es sedoso y rubio como el oro?, ¿verdad que…? Y el feliz amante contestaba a cada uno de los interrogantes con un escueto sí, que la damita remata exclamando: ¡Qué cosas tan bonitas me dices! Pues eso.

    Hasta el más modesto carlista es capaz de identificar en la reciente historia carlista la etapa que conocemos como colaboracionista. Muchos la vivimos y es difícil olvidarla. Tan difícil como elaborar interpretaciones vacuas e interesadas diferentes a la realidad tejida en la urdimbre de la memoria. Doña María Teresa, sin embargo, parece obsesionada por sumirla en impenetrables tinieblas, en su afán por maquillar la propia figura, la de su hermano y dos de sus hermanas, activas protagonistas en esta extensa secuencia histórica. De ahí que ensaye justificarse con desatentado atrevimiento afirmando que en esos años trataban de aprovechar la tolerancia del Régimen «para ganar tiempo y para que nos dejaran actuar.» Si tenemos en cuenta que en un libro anterior no dedicaba ni una línea al período, algo hemos ganado. No diré más, ya que me propongo estudiar el tema en una serie de artículos, porque va siendo hora de poner las cosas en su sitio. Sí he de hacer constar que en esta misma obra hallamos la réplica. Según el ilustre historiador, «para que el partido lleve adelante sus planes [¿qué planes?] necesita una nueva dirección», por lo que «El 11 de agosto de 1955, don Javier cesa a Manuel Fal Conde y nombra para sustituirle a José María Valiente.» Varios meses después, hay que añadir.

    Pues bien, para una tarea tan sencilla como ganar tiempo, es imprescindible «una nueva dirección». Y aunque no menciona la colaboración que se buscaba con Franco sí se congratula de que «Ante la nueva línea ideológica y política, el sector colaboracionista [al que no alude en ningún momento, insisto] va cediendo sus puestos.» Con el cese de Valiente el 6 de enero de 1968 termina «formalmente la etapa colaboracionista.» Pero… ¿cuándo empezó?, ¿cómo se desarrolló?, ¿qué episodios se inscriben en esos trece años?, ¿qué sucesos la jalonaron? Trece años ¿sólo para ganar tiempo? Pues vaya manera de malgastarlo… Lo verdaderamente paradójico es que el sesudo historiador no desconoce la realidad, ya que la sufrió y hace algunos años denunciaba que le «tocó vivir la época de colaboracionismo pleno y nadie sabe los desplantes e incluso los insultos que recibí de algunas jerarquías de entonces. Pero, sin renunciar a mi libertad, me callé. Me mantuve fiel y obedecí en todo momento a mis jefes. Jamás alcé bandera de discordia ni fomenté rebeldías. Mantuve mi compromiso personal y nunca salí de la disciplina.» [7] Bueno, bueno, no cabe duda de que la «época del colaboracionismo» iba en serio. No obstante, el fino historiador decide ocultar deliberadamente la naturaleza y fines de los planes que exigían el cese de Fal Conde. Es lógico. Esa larga etapa de trece años no encaja en la historia que lleva años inventando. ¿Cómo explicar a estas alturas que don Carlos Hugo, desde su aparición en la arena política, encaminó todos sus esfuerzos a revestirse con los oropeles de Príncipe del 18 de Julio? Son sus propias palabras, y Clemente lo sabe, aunque prefiera enterrarlas.

    Lo que sucedió luego es harto conocido. Cuando Franco acabó abruptamente con sus aspiraciones, el despecho lo lanzó a la izquierda y desde entonces planeó convertirse en el Príncipe de la Oposición, al tiempo que doña María Teresa dejó de andar de puntillas para pisotear sin contemplaciones, resuelta a que el régimen franquista se enterara de lo que vale un peine. Chanzas y vaticinios aparte, la realidad sentenció que todo estaba atado y bien atado. [8] Y don Carlos Hugo, tras pasar por el amargo trance de verse abandonado por todos, no tuvo otra opción que hacer mutis. Esta es la triste verdad, y no ese cuento que narra la princesa roja en primera persona y su aúlico fabulador.

    Quedan muchos aspectos sin el comentario que merecían. Pero un estudio exhaustivo y minucioso del contenido del libro exigiría un espacio del que nuestra modesta publicación no dispone. De cualquier manera, no sería coherente poner punto final sin traer a colación un par de cuestiones. La primera, si bien no la más importante, es el tufillo ridículamente maniqueo que desprenden sus páginas, donde quedan registradas las excepcionales cualidades que adornaban a los personajes de la izquierda que la princesa roja conoció en esta agitada parte de su biografía. Todos son excelentes, inteligentes, valientes, grandes, dignos y firmes, respetados, cultos y encantadores, seductores y corteses, fascinantes…, sin que altere tan rotundos y favorables juicios, las brumas que recientes investigaciones han proyectado sobre la conducta de algunas de estas esclarecidas personalidades. Cosas del destino, sin duda, pues ya en su juventud conoció a un muchacho comunista «simpático y fraternal», que contrastaba con otro joven, el único monárquico de derechas francés que cita, «bastante hostil y desagradable». ¡Ya es casualidad! Premonitoria, a lo que se ve.

    Y vamos con el segundo punto insoslayable. El erudito historiador cierra su nuevo libro con uno de esos resúmenes históricos (?) a los que es tan aficionado, y que son –en este caso también– un modelo de manipulación, silenciando lo que molesta, interpretando a su manera lo que no puede ocultar, imaginando lo necesario para rellenar lagunas y vacíos. Aquí podemos leer cosas tan inquietantes como ésta: «El propio conde de Rodezno ocuparía también el cargo de ministro de Justicia, y años más tarde, el 20 de diciembre de 1957, sería el primer firmante del Acta de Estoril, por la cual 44 tradicionalistas aceptaron la jefatura dinástica de don Juan de Borbón». No nos dice que médium intervino en el evento, pero obviamente debió haber alguno, ya que don Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno y ex ministro de Franco había fallecido cinco años antes, en agosto de 1952. Tal vez el docto historiador, mientras prepara otra versión de su libro de siempre, disponga de un rato para consultar la Historia de Melchor Ferrer. Allí encontrará el dato. Le adelanto, para evitarle fatigas (no hay de qué), que en Estoril sí hubo un conde de Rodezno. Pero era otro. Por cierto, y aunque sea irrelevante, no fue el primer firmante sino uno de los últimos. Que así, con ese rigor, escribe su historia el formidable y sabio historiador. Qué puede asombrarnos, si hasta equivoca la fecha del Consejo Nacional de la Comunión Tradicionalista reunido en Barcelona para proclamar a don Javier sucesor legítimo, que sitúa el 20 de mayo de 1952, cuando en realidad fue el 31. No cabe duda, prestar mayor atención a motivaciones políticas que a los acontecimientos históricos, como nos tiene acostumbrados el insigne cronista, suele proporcionar chascos desagradables y pifias imperdonables. Hasta el próximo libro, claro.

    LUIS PÉREZ DOMINGO

    -------------------

    [1] Güell, Lola, «María Teresa andaba de puntillas…», Vida Nueva, n. 149, 21.2.58.

    [2] Figueras, Josefina, «Doña María Teresa de Borbón hace el Servicio Social», Ama, n. 91, 1ª quinc. novbre. 1963, pp. 12 – 17.

    [3] Sánchez, Juan José, «La Infanta María Teresa finalizó su estancia», El Pensamiento Navarro, 5.9.68.

    [4] EPN, 25.6.68.

    [5] EPN, 8.6.63.

    [6] Irazazábal, «El Alcázar», citado por 18 de Julio, n. 2, enero-febrero 1959, p. 8.

    [7] Clemente, Josep Carles, «Lealtades de antaño y traiciones de hogaño», Esfuerzo Común, n. 181, 1.1.74, p. 23.

    [8] Suárez González, F. «Atado y bien atado», ABC, 2.12.95, es un artículo muy ilustrativo.

  3. #3
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    Re: La defección de María Teresa de Borbón Parma, la "princesa" roja

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    Reproduzco a continuación el texto del artículo de ABC al que hace referencia Luis Pérez Domingo en su artículo del anterior mensaje.




    Fuente: ABC, 2 de diciembre de 1995, página 74.


    ATADO Y BIEN ATADO

    Por Fernando Suárez González


    Contrasta vivamente el interés por la transición política española con la superficialidad de algunas interpretaciones. Cuando todo el mundo sostiene que, transcurridos veinte años, ya se puede contemplar el proceso con cierta objetividad, sorprende el talante excesivamente subjetivo con que a veces se narran los acontecimientos y la pretensión de mejorar la imagen de muchos protagonistas que siguen felizmente vivos, seleccionando del pasado aquello que mejor puede convenir a ese propósito y olvidando o disimulando discursos y actitudes que se compadecerían mal con esta aureola de «demócratas de toda la vida» que no pocos pretenden fabricarse. Alguna vez habrá que entrar a estudiar a fondo la nómina de los llamados «reformistas del Régimen» para atribuir con propiedad esa condición, pues empieza a ser escandaloso el olvido de muchos que verdaderamente lo fueron y la alegría con que aceptan esa catalogación otros que descubrieron su voluntad de reforma días, semanas o meses después del 20 de noviembre de 1975. Alguna vez habrá que analizar también la singularidad de un dictador que consintió que la prensa, la radio y la televisión oficiales estuviesen prácticamente copadas por sus enemigos, que lo fueran también las primeras figuras de los teatros oficiales y que hasta subsecretarios y directores generales resultaran a la larga antifranquistas clandestinos.

    No es ése mi propósito de hoy. En el afán de contribuir mínimamente a que los jóvenes que se interesan por nuestra reciente historia la conozcan con exactitud, deseo –si se me permite– puntualizar un extremo que, al paso que vamos, va a quedar aceptado por todos sin precisión mayor y que, sin embargo, desfigura no poco la realidad de los acontecimientos.

    Me refiero al «atado y bien atado» que se repite frecuentemente con ironía como frase de Franco, para poner de relieve lo equivocado que estaba en sus previsiones y lo poco que se tardó en desatar lo que él pensaba eterno e invariable. Lo curioso es que no son sólo comentaristas apresurados quienes utilizan ese célebre pasaje. Bien recientemente ha aludido a él una personalidad de tanto relieve como Serrano Suñer, según el cual «movido por su orgullo, Franco creyó realmente que dejaba todo atado y bien atado». Pero Serrano Suñer lo ha dicho coloquialmente y sin pretensiones de historiador. Paul Preston, en cambio, empeñado como está en contar a los españoles nuestra propia historia, no tiene la menor vacilación en escribir que «en su mensaje de fin de año del 30 de diciembre de 1969, el Caudillo había declarado con confianza, como iba a hacerlo muchas veces durante sus años crepusculares, que “todo ha quedado atado y bien atado”. Estaba, como sabemos ahora, completamente equivocado. El “todo” que se suponía estar “bien atado” era su legado, la perpetuación a largo plazo de su régimen después de su muerte».

    ¿Cómo es posible que un historiador escriba con la desenvoltura de un comentarista político y tergiverse el alcance de un discurso histórico para demostrar lo que le conviene? La frase completa de Franco en ese mensaje de fin de año es la siguiente: «Respecto a la sucesión a la Jefatura del Estado, sobre la que tantas maliciosas especulaciones hicieron quienes dudaron de la continuidad de nuestro Movimiento, todo ha quedado atado, y bien atado, con mi propuesta y la aprobación por las Cortes de la designación como sucesor a título de Rey del Príncipe Don Juan Carlos de Borbón. Dentro y fuera de España se ha reconocido, tanto con los aplausos como con los silencios, la prudencia de esta decisión trascendental». Si Preston tiene, como supongo, amor a la verdad, habrá de reconocer que «respecto a la sucesión a la Jefatura del Estado», no sólo quedó todo «atado y bien atado», sino que veinte años después los españoles, con porcentajes de adhesión jamás antes conocidos, han reforzado esos nudos hasta convertirlos en vínculo indisoluble.

    Es cierto que la frase parece sugerir también que esa sucesión implica «la continuidad de nuestro Movimiento». Pero no es menos cierto que las Leyes fundamentales contenían su propio mecanismo de modificación y que lo «permanente e inalterable por su propia naturaleza», de una parte había sido modificado por Franco mismo a lo largo de su mandato y, de otra, era modificable recurriendo al referéndum de la Nación, como tuvimos ocasión de demostrar en las Cortes españolas el 16 de noviembre de 1976. Es de una Ley fundamental de Franco la afirmación de que el referéndum nacional se instituía para garantizar que en los asuntos de mayor trascendencia o interés público la voluntad de la Nación no pudiera ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios. Es de una Ley fundamental de Franco, la afirmación de que no había contrafuero posible frente a la aprobación de una ley mediante referéndum. Y es del propio Franco la afirmación de que «en bien del futuro, creo necesario que os responsabilicéis con su refrendo –se refería a la Ley Orgánica del Estado– recogiendo y reteniendo en vuestras manos la seguridad de vuestro futuro, y que para modificarla o alterarla en el porvenir haya que acudir nuevamente a vuestro refrendo».

    El «atado y bien atado» tenía pues un sentido absolutamente claro y preciso: sólo el pueblo español podría en el futuro decidir adaptaciones, modificaciones o cambios. Y el muy sabio pueblo español decidió que, en materia de sucesión en la Jefatura del Estado todo se mantuviera «atado y bien atado» y que, precisamente para que Don Juan Carlos I pudiera efectivamente ser el Rey de todos los españoles, había que modificar las estructuras representativas y reconocer el pluralismo político que Franco había rechazado siempre.

    Cuando tantos se empeñan en presentar la transición como una auténtica ruptura y cuando no son pocos quienes ven en esa transición un cúmulo de traiciones, deslealtades y perjurios, conviene recordar a todos aquéllos que, por primera vez en su Historia, España pasó de un régimen a otro, respetando escrupulosamente las leyes del primero, gracias precisamente a lo que de verdad estaba «atado y bien atado».

    Al menos ese mérito se debería reconocer.

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