Fuente: Reino de Valencia, número 27, Septiembre – Octubre 2002.
Andaba de puntillas…
Sí, doña María Teresa de Borbón Parma, la princesa roja, cuando todavía no lo era, andaba de puntillas para no molestar a los demás. Lo cuenta con admiración contenida una de sus profesoras en los cursos de invierno dirigidos por las Misioneras Seculares [1]. Porque María Teresa, la princesa roja, cuando aún no lo era, mostraba una imagen amable, delicada, grácil, exquisita… Era, además, altamente respetuosa con las normativas franquistas, incluso más allá de sus compromisos objetivos. De ahí que no dudara en realizar el Servicio Social en la Escuela Nacional de Cumplidoras de la Sección Femenina, en la que, durante tres meses, recibió lecciones de labores, cocina, gimnasia… y formación política [2]. Una obligación, por cierto, que las jóvenes españolas, en una mayoría abrumadora, sorteaban como mejor podían. Y por aquellas calendas, María Teresa, la princesa roja, cuando todavía no lo era, compartía alegremente mesa y mental con las autoridades franquistas y las jerarquías del Movimiento. Como en las playas de Orihuela, donde logró sentar a su alrededor a tres gobernadores civiles: Luis Romeo, que lo era en funciones de Alicante, Adolfo Suárez, de Segovia, y Antonio Gómez, de Granada, además de a Carlos Iglesias Selgas, presidente del Sindicato Nacional de Enseñanza, Armando Muñoz Calero, consejero nacional del Movimiento, y otros [3]. Y esto sucedía –nada menos– en el verano de 1968. Ahora sabemos por su hermano Carlos Hugo –en el prólogo de un libro al que me referiré enseguida– que «Siempre se ha movido con pasión en la lucha por una transición de la dictadura a la democracia», con lo que parece querer inducirnos a suponer que la princesa roja era también un submarino navegando al acecho en aguas enemigas. Aunque mientras tanto, recordaba con evidente satisfacción «que en Sevilla partió el aviso hacia la República en aquel Quintillo del año 1934 cuando el Requeté veló sus armas» [4], y se lamentaba de que «hace no mucho se ignoraba el alma de España y se pretendía desconocer el sentido profundo de nuestra Cruzada y la espiritualidad de nuestro vivir» [5]. Y es que, doña María Teresa de Borbón Parma, la princesa roja, cuando aún no lo era, exhibía su personalidad «dulce, reflexiva y discreta», siendo «alta y lánguida como una princesa de cuento.» [6] El vendaval desatado por Franco en los últimos días de 1968, que dejó al descubierto no pocas miserias, transformó a la «princesa de cuento» en una princesa cuentista, cuya imaginación se disparó en todas las direcciones para enmascarar sus debilidades colaboracionistas con una brazada de medias verdades, descarados embustes y retorcidos inventos, que sólo la ignorancia, la conveniencia política y la voluntaria ceguera del entorno que le rinde culto, pueden digerir sin mayores daños. Tal vez porque, en el fondo, la suerte de la princesa roja les tiene completamente sin cuidado.
Como los lectores ya habrán adivinado, el libro aludido es La princesa roja, compuesto al alimón por ese dúo fantástico (en la primera acepción del diccionario de la RAE, por supuesto) que forman María Teresa de Borbón Parma y el fabulador carlohuguista pertrechado de «gran sabiduría histórica» (María Teresa dixit) Josep C. Clemente, que figura como único autor, vaya usted a saber por qué. Hay en esta pieza algunos aspectos que conviene comentar, aunque no sea, precisamente, plato de gusto. Pero más inexplicable sería el silencio. En rigor, el libro que nos ocupa es la crónica simplona de varias frustraciones. La frustración de la autora, cuyos méritos, como subraya Clemente, no han sido reconocidos por «la democracia española», perdiendo los socialistas «la gran oportunidad de hacerlo». La frustración de don Carlos Hugo que se vio maltratado en las urnas «por falta de medios y del apoyo logístico de que disfrutaron otros.» La propia frustración electoral, donde faltaron, sobre todo, los carlistas, hastiados del empacho de utopía autogestionaria en que habían metamorfoseado los ideales del carlismo. Circunstancia que, naturalmente, no contemplan los autores, aunque parece que debería ser el primer dato a tener en cuenta en una reflexión obligada tras el sonado fracaso. Lo pasan por alto ahora, pero obraron en consecuencia entonces: abandonaron la nave para enrolarse en otras aventuras más prosaicas.
Antes de llegar aquí, los autores han trazado la activa trayectoria de doña María Teresa en sus pujos democráticos. Reconocen que «Es difícil calibrar la importancia de nuestra aportación a la lucha por la libertad y la justicia, en el avance de España hacia la democracia.» No debió ser demasiado importante a juzgar por el escaso relieve alcanzado. Pero se apresuran a exponer sus méritos citando los congresos, reuniones, encuentros, asambleas, etc. en los que tomó parte, sin dejar de señalar que, en algún caso, al término de su intervención «los aplausos fueron estruendosos.» Y así, pasito a pasito, desgranan las etapas de su peregrinaje a Europa, deseando –como dice su hermano– «que el carlismo represente para las izquierdas una garantía de que el poder no siguiera por la vía de las exclusiones y de las divisiones históricas Y también para que los sectores conservadores no temieran que la izquierda cayera en un revanchismo y en los antagonismos históricos.» Estas enternecedoras páginas me recuerdan el supuesto coloquio de dos enamorados, cuando ella preguntaba sucesivamente: ¿verdad que tengo los ojos preciosos?, ¿verdad que mi figura es maravillosa?, ¿verdad que mi pelo es sedoso y rubio como el oro?, ¿verdad que…? Y el feliz amante contestaba a cada uno de los interrogantes con un escueto sí, que la damita remata exclamando: ¡Qué cosas tan bonitas me dices! Pues eso.
Hasta el más modesto carlista es capaz de identificar en la reciente historia carlista la etapa que conocemos como colaboracionista. Muchos la vivimos y es difícil olvidarla. Tan difícil como elaborar interpretaciones vacuas e interesadas diferentes a la realidad tejida en la urdimbre de la memoria. Doña María Teresa, sin embargo, parece obsesionada por sumirla en impenetrables tinieblas, en su afán por maquillar la propia figura, la de su hermano y dos de sus hermanas, activas protagonistas en esta extensa secuencia histórica. De ahí que ensaye justificarse con desatentado atrevimiento afirmando que en esos años trataban de aprovechar la tolerancia del Régimen «para ganar tiempo y para que nos dejaran actuar.» Si tenemos en cuenta que en un libro anterior no dedicaba ni una línea al período, algo hemos ganado. No diré más, ya que me propongo estudiar el tema en una serie de artículos, porque va siendo hora de poner las cosas en su sitio. Sí he de hacer constar que en esta misma obra hallamos la réplica. Según el ilustre historiador, «para que el partido lleve adelante sus planes [¿qué planes?] necesita una nueva dirección», por lo que «El 11 de agosto de 1955, don Javier cesa a Manuel Fal Conde y nombra para sustituirle a José María Valiente.» Varios meses después, hay que añadir.
Pues bien, para una tarea tan sencilla como ganar tiempo, es imprescindible «una nueva dirección». Y aunque no menciona la colaboración que se buscaba con Franco sí se congratula de que «Ante la nueva línea ideológica y política, el sector colaboracionista [al que no alude en ningún momento, insisto] va cediendo sus puestos.» Con el cese de Valiente el 6 de enero de 1968 termina «formalmente la etapa colaboracionista.» Pero… ¿cuándo empezó?, ¿cómo se desarrolló?, ¿qué episodios se inscriben en esos trece años?, ¿qué sucesos la jalonaron? Trece años ¿sólo para ganar tiempo? Pues vaya manera de malgastarlo… Lo verdaderamente paradójico es que el sesudo historiador no desconoce la realidad, ya que la sufrió y hace algunos años denunciaba que le «tocó vivir la época de colaboracionismo pleno y nadie sabe los desplantes e incluso los insultos que recibí de algunas jerarquías de entonces. Pero, sin renunciar a mi libertad, me callé. Me mantuve fiel y obedecí en todo momento a mis jefes. Jamás alcé bandera de discordia ni fomenté rebeldías. Mantuve mi compromiso personal y nunca salí de la disciplina.» [7] Bueno, bueno, no cabe duda de que la «época del colaboracionismo» iba en serio. No obstante, el fino historiador decide ocultar deliberadamente la naturaleza y fines de los planes que exigían el cese de Fal Conde. Es lógico. Esa larga etapa de trece años no encaja en la historia que lleva años inventando. ¿Cómo explicar a estas alturas que don Carlos Hugo, desde su aparición en la arena política, encaminó todos sus esfuerzos a revestirse con los oropeles de Príncipe del 18 de Julio? Son sus propias palabras, y Clemente lo sabe, aunque prefiera enterrarlas.
Lo que sucedió luego es harto conocido. Cuando Franco acabó abruptamente con sus aspiraciones, el despecho lo lanzó a la izquierda y desde entonces planeó convertirse en el Príncipe de la Oposición, al tiempo que doña María Teresa dejó de andar de puntillas para pisotear sin contemplaciones, resuelta a que el régimen franquista se enterara de lo que vale un peine. Chanzas y vaticinios aparte, la realidad sentenció que todo estaba atado y bien atado. [8] Y don Carlos Hugo, tras pasar por el amargo trance de verse abandonado por todos, no tuvo otra opción que hacer mutis. Esta es la triste verdad, y no ese cuento que narra la princesa roja en primera persona y su aúlico fabulador.
Quedan muchos aspectos sin el comentario que merecían. Pero un estudio exhaustivo y minucioso del contenido del libro exigiría un espacio del que nuestra modesta publicación no dispone. De cualquier manera, no sería coherente poner punto final sin traer a colación un par de cuestiones. La primera, si bien no la más importante, es el tufillo ridículamente maniqueo que desprenden sus páginas, donde quedan registradas las excepcionales cualidades que adornaban a los personajes de la izquierda que la princesa roja conoció en esta agitada parte de su biografía. Todos son excelentes, inteligentes, valientes, grandes, dignos y firmes, respetados, cultos y encantadores, seductores y corteses, fascinantes…, sin que altere tan rotundos y favorables juicios, las brumas que recientes investigaciones han proyectado sobre la conducta de algunas de estas esclarecidas personalidades. Cosas del destino, sin duda, pues ya en su juventud conoció a un muchacho comunista «simpático y fraternal», que contrastaba con otro joven, el único monárquico de derechas francés que cita, «bastante hostil y desagradable». ¡Ya es casualidad! Premonitoria, a lo que se ve.
Y vamos con el segundo punto insoslayable. El erudito historiador cierra su nuevo libro con uno de esos resúmenes históricos (?) a los que es tan aficionado, y que son –en este caso también– un modelo de manipulación, silenciando lo que molesta, interpretando a su manera lo que no puede ocultar, imaginando lo necesario para rellenar lagunas y vacíos. Aquí podemos leer cosas tan inquietantes como ésta: «El propio conde de Rodezno ocuparía también el cargo de ministro de Justicia, y años más tarde, el 20 de diciembre de 1957, sería el primer firmante del Acta de Estoril, por la cual 44 tradicionalistas aceptaron la jefatura dinástica de don Juan de Borbón». No nos dice que médium intervino en el evento, pero obviamente debió haber alguno, ya que don Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno y ex ministro de Franco había fallecido cinco años antes, en agosto de 1952. Tal vez el docto historiador, mientras prepara otra versión de su libro de siempre, disponga de un rato para consultar la Historia de Melchor Ferrer. Allí encontrará el dato. Le adelanto, para evitarle fatigas (no hay de qué), que en Estoril sí hubo un conde de Rodezno. Pero era otro. Por cierto, y aunque sea irrelevante, no fue el primer firmante sino uno de los últimos. Que así, con ese rigor, escribe su historia el formidable y sabio historiador. Qué puede asombrarnos, si hasta equivoca la fecha del Consejo Nacional de la Comunión Tradicionalista reunido en Barcelona para proclamar a don Javier sucesor legítimo, que sitúa el 20 de mayo de 1952, cuando en realidad fue el 31. No cabe duda, prestar mayor atención a motivaciones políticas que a los acontecimientos históricos, como nos tiene acostumbrados el insigne cronista, suele proporcionar chascos desagradables y pifias imperdonables. Hasta el próximo libro, claro.
LUIS PÉREZ DOMINGO
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[1] Güell, Lola, «María Teresa andaba de puntillas…», Vida Nueva, n. 149, 21.2.58.
[2] Figueras, Josefina, «Doña María Teresa de Borbón hace el Servicio Social», Ama, n. 91, 1ª quinc. novbre. 1963, pp. 12 – 17.
[3] Sánchez, Juan José, «La Infanta María Teresa finalizó su estancia», El Pensamiento Navarro, 5.9.68.
[4] EPN, 25.6.68.
[5] EPN, 8.6.63.
[6] Irazazábal, «El Alcázar», citado por 18 de Julio, n. 2, enero-febrero 1959, p. 8.
[7] Clemente, Josep Carles, «Lealtades de antaño y traiciones de hogaño», Esfuerzo Común, n. 181, 1.1.74, p. 23.
[8] Suárez González, F. «Atado y bien atado», ABC, 2.12.95, es un artículo muy ilustrativo.
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