Fuente: Reino de Valencia, número 4, Julio – Agosto 1997, páginas 3 – 4. (Los subrayados son del texto original)



Carta abierta a Doña Mª Teresa de Borbón Parma



SEÑORA:

Tuve el privilegio de conocer a V.A. cuando pisó tierra valenciana por primera vez, acompañada de su hermana Doña Cecilia, allá por 1957. Fueron días inolvidables que viví muy próximo a VV.AA., al haberme sido confiada la misión de custodiarlas, encabezando la escolta que las rodeó en aquellas felices jornadas. Tuvimos así ocasión de dialogar ampliamente, y recuerdo el interés de V.A. por la implantación del carlismo en nuestro Reino, los problemas de nuestra economía, el grado de separatismo –entonces, prácticamente nulo–, etc. Y también nuestra conversación sobre las derechas políticas a las que califiqué de cobardes, y que V.A. matizó atribuyéndoles un endémico complejo de inferioridad. Mucho ha llovido desde entonces, y acontecimientos no deseados me han alejado de V.A. al permanecer fiel al ideario carlista que un día abracé voluntariamente, sin raíces familiares ni afectivas que facilitaran mi adscripción, mientras V.A. decidió seguir otros rumbos. He leído ahora vuestro libro con la ilusión de conocer un poco mejor a nuestro último Rey, y no puedo callar mi profunda decepción, pues entiendo que V.A. ha malogrado una formidable oportunidad de acercar a los lectores la riquísima y atrayente personalidad de Don Javier, que no necesita ser edulcorada para que resplandezcan sus auténticas virtudes, muy por encima de los defectos inherentes a la humana naturaleza, de los que nadie escapa.

La verdad es, Señora, que con la imaginación de que V.A. ha hecho gala resulta fácil augurarle un más que brillante porvenir si resuelve dedicarse a la literatura. Muy especialmente, a la fantástica en cualquiera de sus posibles vertientes. Su texto, Alteza, dislocado, confuso, enmarañado, en el que confunde situaciones, episodios y épocas, se hará famoso no por lo que cuenta, sino por lo que silencia. La imposibilidad de rectificar todos los inefables errores, imprecisiones y despropósitos detectados, me constriñen a fijar la atención tan sólo en algunos de los extremos que juzgo más notables, no sin puntualizar antes, a modo de ejemplo, una extraña discordancia –una de tantas–, por llamarla de forma suave. En la pág. 67 y tras referirse al acto de Barcelona, de 1952, V.A. dice: «La reacción franquista no se hizo esperar. Arauz de Robles, que había aceptado un puesto del régimen y estaba por tanto expulsado del Carlismo, se hizo portavoz de Franco, y conociendo la gran bondad de mi padre dejó entrever amenazas más o menos veladas contra Fal y otros dirigentes carlistas…» Continúa la narración, y en la pág. 68 estampa que «mi padre resolvió las tensiones pidiendo a Fal que se retirara y nombrando a Valiente, Hernando de Larramendi y Sáenz-Díez». Señora, ¡menudo galimatías! Veamos:

1º Las reacciones franquistas a que alude no tuvieron lugar en 1952, sino casi cuatro años después, en enero de 1956, a raíz de la declaración del Rey en el Consejo Nacional celebrado en Madrid en el mes de enero.

2º Las amenazas –nada veladas– no vinieron de Arauz sino del entonces ministro de Justicia, Antonio Iturmendi. Arauz fue utilizado como informante por Iturmendi, y como mandadero por el propio ministro y por la Comunión Tradicionalista.

La destitución de Fal Conde se produjo abruptamente en agosto de 1955, y el Rey no le pidió que se retirara. Don Manuel se enteró de su cese estando ya en Madrid, de regreso de su viaje a San Sebastián donde se había entrevistado con Don Javier. Hay documentos al respecto, que me sorprende no conozca V.A.

El Secretariado Nacional –lo que V.A. llama, frívolamente, un trío– estaba formado por Valiente, Sáenz-Díez y Arauz de Robles (el expulsado, según V.A.). Diferentes Juntas Regionales protestaron por este inaudito nombramiento –dicho sea con el máximo respeto al Rey– pues eran harto conocidos sus fervores juanistas, rogando a Don Javier que lo sustituyera por Hernando de Larramendi. El Rey nombró a éste, pero no cesó a aquél, que se mantuvo en el cargo durante bastantes meses.

Como observará V.A., tamizar su obra me llevaría poco menos que a escribir otro libro. Pero como ya anticipé, hay algunas cuestiones que no puedo dejar de comentar. Lo haré con toda la brevedad que me sea posible.

A) Dice en la pág. 57: «Mi padre tenía un resuelto horror, desde sus convicciones de cristiano y de hombre libre, a todo lo que representaba el fascismo (…) pero mucho más al nazismo». Es cierto. Los carlistas, entonces, ahora y siempre, hemos compartido ese sentimiento de rechazo. Pero ni el Rey ni los carlistas abominan sólo del fascismo; también de todos aquellos regímenes totalitarios que reducen al género humano a la esclavitud, negando a hombres y mujeres su dignidad y condición de hijos de Dios. Por lo tanto, también al comunismo, lo que V.A. omite, tal vez por no haber tenido ocasión de consultar los múltiples textos de vuestro augusto padre que así lo testimonian, o por no herir los sentimientos de vuestras amistades políticas más recientes. Permitidme, en todo caso, una sola cita: «De la misma manera que en el año 1936 preparé al Carlismo para luchar contra el totalitarismo comunista; de la misma manera que me opuse a la implantación del totalitarismo fascista durante nuestra Guerra Civil, debo protestar ahora contra el intento de prolongar este mismo totalitarismo bajo una apariencia monárquica».

B) No diré que V.A. pasa por la larga etapa de colaboracionismo (más o menos, desde 1956 a 1968) como sobre ascuas, porque lo bien cierto es que no pasa de ninguna de las maneras, empecinada –supongo– en velar una época de las más sombrías, penosas e indefendibles del reinado de vuestro augusto padre. Y es una pena. Porque bien pudo ilustrar ese período con las luminarias de las hogueras en que fuimos sacrificados los adversarios de la colaboración con Franco. Me encontraba entre ellos y sé de lo que hablo. Eran los momentos en que vuestro hermano afirmaba que «Ante el 18 de Julio no caben complicidades tácticas. Llevar el salvavidas puesto es preparar el abandono. Quienes buscan soluciones que no broten de él, aparte de cometer una traición o capitular, demuestran que son incapaces de percibir la hondura histórica de este hecho». ¿Qué le parece?

C) En la pág. 68 escribe V.A.: «El saludo entre carlistas era a menudo “muera Franco”». Eso, Alteza, es sencillamente falso de toda falsedad. Pongo a Dios por testigo de que jamás utilicé, ni oí hacerlo a ningún carlista, semejante exabrupto. Los carlistas, Señora, combatimos a nuestros adversarios cara a cara, pero no les deseamos la muerte, y, no sólo por nuestros sentimientos cristianos, que también, sino por pura elegancia espiritual, no hacemos uso de tales expresiones. Ese lenguaje abyecto, ruin y cobarde descalifica únicamente a quien lo utiliza. Tal vez V.A. lo escuchó de labios de algún servidor de vuestro hermano, y lo ha confundido con los carlistas. Cuando se escribe del pasado con criterios del presente, no se hace historia sino política, tanto más deleznable cuanto más empeño se pone en componer la propia imagen.

Créame, Señora, todas las diferencias ideológicas no han logrado enfriar mi afecto por V.A. Desde ese sentimiento, y con el dolor de no poder felicitarla ni por su obra ni por su trayectoria política, téngame a los RR.PP. de V.A.


LUIS PÉREZ DOMINGO