¿QUÉ LIBERTAD DE EXPRESIÓN?, por Juan Manuel de Prada

(Artículo publicado en ABC el 6 de febrero de 2016)


Por gentileza de la Asociación Colombiana de Juristas Católicos hemos venido hasta Bogotá para hablar de libertad de expresión. El problema originario de la libertad de expresión, como el de otras libertades modernas, está en su propia naturaleza; pues en nuestra época la libertad ha dejado de ser un medio (aquel “precioso don que a los hombres dieron los cielos”, según Cervantes) que nos ayuda a encontrar la verdad y se ha convertido en un fin en sí misma, una libertad sin responsabilidad que no se ciñe a la realidad objetiva de las cosas (puesto que la subjetividad se convierte en medida del mundo y proclama su derecho a percibir las cosas según su deseo), hasta degenerar en libertad sin criterio, pura decisión ex nihilo, afirmación absolutista de un yo soberano. Chesterton lo expresaba magníficamente: “La modestia se ha mudado del órgano de la vanidad para instalarse en el órgano de la convicción. El hombre estaba destinado a dudar de sí mismo, no de la verdad de las cosas; pero ha sucedido exactamente lo contrario. Actualmente, la parte de sí mismo que el hombre proclama con orgullo es exactamente la parte que no debería proclamar: su propio yo. Y la parte que pone en duda es exactamente la parte de la cual no debería dudar: la razón divina”.


De este modo, en aras de la exaltación del yo, se acaba postulando una libertad errática, emancipada de la realidad. Pues, como nos recordaba Castellani, “la libertad no es un movimiento, sino un poder moverse; y en el poder moverse lo que importa es el hacia dónde”. Una libertad sin rumbo favorece dos procesos destructivos: por un lado, al negar la verdad objetiva de las cosas y absolutizar la subjetividad, se favorece un enjambre de opiniones dispares que propician el caos (puesto que todas las opiniones acaban valiendo lo mismo; o sea, nada); por otro, la libertad sin responsabilidad acaba convirtiéndose en libertad para elegir las ideas más perversas, en libertad para exaltar las pasiones más torpes, incluso en libertad para dañar, calumniar, ofender y blasfemar, en libertad para sembrar el odio y propagar la mentira, en libertad para inclinar a otros hombres hacia el mal. Esta es la libertad que jaleaban las masas lloriqueantes que repetían como loritos: “Je suis Charlie Hebdo”.


Pero esta libertad de expresión perversa que, aparentemente, permite todas las opiniones, necesita (¡oh sorpresa!) prohibir algunas. Pues toda forma de organización, por nihilista que sea, requiere para su propia supervivencia de un núcleo dogmático que la salve del caos y la confusión del hormiguero. Inevitablemente, en una época que ha hecho de la exaltación del propio yo y de la negación de una razón divina su núcleo dogmático la visión cristiana de la naturaleza y del hombre es cada vez más anatemizada. Y, mientras esto ocurre, mediante mecanismos de propaganda y control social refinadísimos, se modela una “opinión pública” en la que algunas opiniones han sido por completo vetadas (tal vez porque son demasiado verdaderas) y en la que triunfa aquello que Marcuse denominó “la dimensión única de pensamiento”. Así se explica que en este supuesto paraíso de la libertad de expresión nadie pueda expresar más opinión que la oficial sobre ciertas “cuestiones espinosas”; y así, por ejemplo, se establecen penas para el réprobo que ose bromear sobre la sodomía, o se execra al profeta que se atreve a advertir de los peligros del multiculturalismo, o se estigmatiza académicamente al científico que pone en entredicho las hipótesis darwinistas. Porque se ha alcanzado tal nivel de control sobre las almas –citamos de nuevo a Marcuse—que “toda contradicción parece irracional y toda oposición imposible”.
Y entretanto, las masas se juntan en interné, a retuitear la alfalfa sistémica con que previamente han tupido sus meninges y matado sus almas, y se creen más libres para expresarse que nadie en la Historia. ¡Cuitados!









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