Fuente: Revista Aparisi y Guijarro, Número 15, Julio-Septiembre 1974. Páginas 12 – 13.
AYER Y HOY DE MONTEJURRA
Por Luis Pérez Domingo
CUANDO MUEREN LAS ESPERANZAS,
AUN QUEDAN EN PIE LOS DEBERES.
APARISI Y GUIJARRO
Hace algunos años, una –entonces– personalidad carlista que por aquellas calendas gozaba del favor real –o principesco, si los lectores lo prefieren–, argumentaba en un artículo que publicó “El Pensamiento Navarro” las razones del crecimiento de Montejurra. “Montejurra –decía como conclusión– crece porque hay esperanza. Crece tan deprisa, se lo ve crecer, porque hay mucha esperanza.”
Nuestro Montejurra, en verdad, venía a ser el compendio, la síntesis, el resumen del año que había transcurrido, y el punto de arranque para las actividades que seguirían hasta el siguiente acto. Montejurra era el balance de nuestra fe, el crisol de nuestro permanente ideario, el tornavoz gigantesco y bravío de nuestros criterios, la atalaya de nuestro futuro, la representación palpitante y generosa de nuestra esperanza. Y la esperanza es siempre, por definición, alegre, ilusionada. Montejurra era un acto donde la alegría alcanzaba sus más altas cotas. Ni obstáculos, ni problemas, ni dificultades, conseguían poner sobre Montejurra una leve sombra de tristeza. Un Carlismo que cree y ama, no puede ser nunca, en rigor, un Carlismo triste.
Montejurra era un acto en constante y –para quienes no nos conocen o nos conocen mal– sorprendente crecimiento. Un simple vistazo a los titulares de prensa bastan para atestiguarlo. “Más de once mil boinas rojas hubo el domingo en la bendición del Vía-Crucis en el Montejurra” (“El Pensamiento Navarro”, 11 de mayo de 1954); “Ha sido la concentración más numerosa desde que se fundó el homenaje a nuestros mártires” (“El Pensamiento Navarro”, 7 de mayo de 1957); “Montejurra, concentración briosa de lealtades, de ideales, de recuerdos y sacrificios, estuvo como nunca” (“El Pensamiento Navarro”, 5 de mayo de 1964); “Entre Irache y Montejurra se estacionaron más de 100.000 carlistas” (“El Pensamiento Navarro”, 4 de mayo de 1965); “Muchos más que nunca” (“El Pensamiento Navarro”, 10 de mayo de 1966); “Cien mil requetés en Montejurra” (“Arriba”, 10 de mayo de 1966); “Montejurra: Un 20 por ciento más que la vez que más”, “En 134 años de Carlismo, la del domingo fue la mayor manifestación de masas” (“El Pensamiento Navarro”, 2 de mayo de 1967); “Montejurra, acto único, complejo y multitudinario. El número de asistentes se calcula en unos dos cientos mil” (“Levante”, 2 de mayo de 1967).
Pero Montejurra, nuestro Montejurra, ha terminado. Por ahora, Montejurra se ha convertido en un acto serio, triste. Se ha perdido la alegría, se ha desvanecido la esperanza. Asoman ahora, las aristas inhóspitas y desapacibles, los perfiles agrios, el odio, en una palabra. Y Montejurra, como ya no hay esperanza, ha dejado de crecer. Como ya no hay amor, se ha hundido en el abismo de su propio resentimiento. Montejurra –digámoslo de una vez– ha dejado de ser carlista.
De aquel acto, asombro de propios y extraños, de aquella formidable y jubilosa explosión de vitalidad carlista, no queda nada. No es que el Carlismo haya rendido sus banderas. Claro que no. ¡Qué más quisieran algunos! Es, sencillamente, que el actual Montejurra ha sido despojado de todo su, antaño, evidente poder de convocatoria, en manos hoy de un puñado de arribistas, maestros en el arte de la adulación a la Realeza que ejercitan como jugosa coartada, para mejor poder llevar adelante sus propios proyectos anticarlistas.
Que Montejurra hoy, carece de aliento popular, es algo que no admite discusión ni duda. Así se han visto obligados a reconocerlo hasta sus propios desafortunados fautores, bien es verdad que, curándose en salud, aseguran llenos de franciscana humildad y modestia que, si son menos cada vez, son los mejores, los comprometidos de verdad. Eso dicen. Para cualquier observador atento, la verdad es muy otra. Han trocado –aseguran– cantidad por calidad. Son los mejores, los más leales, los más comprometidos. No sabemos si también, los más buenos mozos. Desde luego, sí son los menos, si –democráticamente– se nos permite decirlo.
Por lo visto, los millares de carlistas que año tras año, acudían a Montejurra a dar público testimonio de su fe carlista, con sacrificios indudables, sin subvenciones de ninguna especie, sin más estímulo que el de su propio entusiasmo, no estaban suficientemente comprometidos. No se habían comprometido todavía, a pesar de haber arrostrado todas las fatigas de una guerra, después de haber plantado cara a una República sectaria que les había perseguido sañudamente. No estaban aún comprometidos, después de mantener su lealtad con envidiable firmeza, haciendo oídos sordos a todas las seducciones que se les plantearon. Su compromiso no era suficiente, aun cuando con su actitud atraían sobre sí las iras de un poder que jamás les regaló nada, ni tuvo para ellos el trato a que, por sus merecimientos, eran acreedores. Les faltaba ahora, para sellar definitivamente su compromiso, la injuria zafia y soez de un puñado de pigmeos encaramados en lo alto de la cucaña… real.
Lo lamentablemente cierto es que, Montejurra, multitudinario testimonio de gigantes, se ha empequeñecido hasta niveles de insigne ridiculez, convirtiéndose en un acto chato, raquítico, enano, del que ha desaparecido todo vestigio del Carlismo. Esta es la verdad. Nada tiene de singular que un buen amigo, dolorido y apenado, con un rasgo de discutible humor, haya calificado al último Montejurra, como un cuento ramplón y triste, interpretado sin gracia ni fortuna por Blancanieves y los siete enanitos… rojos.
Lo bien cierto –aparte el extraño humor de nuestro buen amigo– es que, entre aquellos Montejurras de “La Monarquía será Tradicional o no habrá Monarquía; he aquí, en frase feliz, la única fórmula política posible”, o “La instauración de la Monarquía Social hará realidad el principio de que la justicia es la función principal del poder político, encarnado en el Rey” a estos Montejurras de la “Monarquía Socialista” o del “Estado Socialista de Autogestión que tiene que ser el instrumento de autogestión global intercomunitaria”, media un profundo abismo de diferencia. Un abismo, que pretende ser salvado por el socorrido puente de eso que ahora llaman evolución. Evolución que, en el lenguaje castizo que entiende poco de tiquismiquis dialécticos y brumosas sinrazones, se le llama lisa y llanamente, chaquetear. Y aún cabría añadir que otros, no sé si más castizos, pero desde luego sí más rotundos, lo califican con gráficos y expresivos términos que el respeto a nuestros lectores nos veda reproducir aquí. Aunque bien mirado, tampoco es preciso hacerlo.
No faltan –nunca nos han faltado– almas “caritativas”, inquietas por nuestra suerte, atormentadas por nuestro presente, atentas a nuestro futuro. Almas siempre dispuestas a comentar nuestras cosas, a regalarnos sus consejos. Dios se lo pague. El último Montejurra se les ha clavado en el mismo centro de sus dolientes corazones, angustiados ante el riesgo de que “allí se conduzca al error, a la mixtificación, al embrollo y acaso a la más pura herejía a un pueblo carlista que ha sabido dejar constancia de una fe tan desdichada como noble y sincera”.
Queremos tranquilizarles –favor por favor–, no vaya a ser que, de tanto angustiarse terminen sus días víctimas de un infarto. Pueden ahorrarse sus temores. Al pueblo carlista no se le conduce al error, ni a la mixtificación, ni al embrollo, ni a la herejía. Ni tampoco se le lleva bajo las banderas que, como contera de sus desinteresados consejos, tremolan al viento de sus cosquilleantes apetencias. Si su miopía no les permite distinguir entre las aspiraciones e ideales del pueblo carlista que son, hoy, los mismos que fueron ayer, y las puras insensateces de un vociferante grupúsculo, lo mejor que pueden hacer es dedicarse a comentar temas deportivos o de modas –pongamos por caso–, para los que, al parecer, no se necesitan especiales conocimientos.
Todavía no ha nacido quien sea capaz de mover de su sitio, de apartar de su senda, al Carlismo de ayer, de hoy, de siempre. Ni aún la traición de la Realeza que, de producirse, podría quebrantarnos, si se quiere, pero jamás hundirnos. ¿Es necesario recordar las vicisitudes de la Historia carlista? ¿Es necesario hacer mención de los gravísimos acontecimientos vividos por el Carlismo?
Montejurra sufre un eclipse tristísimo, increíble. Esto es cierto y evidente. Pero circunstancial. Lo que no es menos evidente y cierto. Montejurra, como proyección que siempre ha sido del más auténtico Carlismo –vigente y vivo a pesar de todo y de todos–, renacerá de nuevo y en su cima ondeará con ilusión y fe la Bandera nunca arriada, jamás vencida. Así será, con la ayuda de Dios. Tiempo al tiempo.
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