Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 309, 29 Noviembre 1969. Página 17.
El crecimiento de Madrid
Por J. Ulibarri
Se comenta estos días la inminente concesión de la matrícula de automóvil «M-800.000», que va a coincidir, afortunadamente, con la terminación de los pasos a distintos niveles en algunas calles de la capital, que forman una especie de circuito de circunvalación. Son obras costosísimas que el alcalde, señor Arias Navarro, ha concebido y ejecutado con presteza para salvar el tráfico urbano de un colapso, incubado por largos años de imprevisión y falta de coordinación de otras personas; han aumentado su prestigio y le han retenido junto a sí hasta su puesta en servicio, quizá impidiéndole con ello, paradójicamente, ascender por el momento a puestos de mayor responsabilidad. Si su gestión, en vez de ser acertadísima, hubiera sido un fracaso, tampoco hubiera sido promovido por lógica; verdaderamente, hay situaciones en la vida en que no se sabe cómo acertar. Por otro lado, se ven construcciones de casas en todas partes y la población sigue aumentando rápidamente.
Pero estas obras impresionantes, puentes, túneles y «escalextric» callejeros, no pueden hacer, en el mejor de los casos, más que disimular a duras penas un problema político de mucha más envergadura, que se les escapa. La cuestión de fondo que queremos señalar es ésta: Una monarquía tradicional no puede tener una capital de tres millones y medio de habitantes. Si es verdad, como se dice, que vamos a construir una monarquía tradicional, entonces hay que considerar el crecimiento de Madrid como una señal de alarma, utilizando la terminología de los planes de desarrollo; no tan nítida y matemática como la de éstos, por la naturaleza del asunto, pero precisamente por eso más respetable. Algo ha fallado, contemplada la situación desde una concepción tradicionalista, cuando un español de cada diez vive en Madrid, y sique fallando mientras la ciudad sigue creciendo. Monarquía tradicional y capital monstruosa son antitéticas. ¿Por qué?
Porque la primera característica política de una monarquía tradicional es el predominio de la sociedad sobre el Estado; dicho sea con algún sacrificio del rigor a la pedagogía, ya que el concepto moderno de Estado es históricamente posterior y distinto de la monarquía de nuestros buenos tiempos. El poder ejecutivo se limita en ella a defender, fomentar e impulsar las organizaciones naturales y espontáneas de la sociedad y a coordinarlas, haciendo cumplir las reglas de juego de su dinámica, para que no se devoren unas a otras con detrimento de la libertad, del bien común, y naufragio del sistema. En este punto hay que señalar la inspiración tradicionalista del actual Tribunal de Defensa de la Competencia.
La emigración del campo a las ciudades, y de éstas y de las regiones, a Madrid, es la primera y más elemental manifestación de la muerte de la vida local y social. Si se hubieran respetado y ampliado las atribuciones y los recursos de financiación de los cuerpos sociales naturales, éstos hubieran sido respecto de los individuos como los pinos que fijan la arena de las dunas. La capital y la Corona forman en la monarquía tradicional el vértice afilado y pequeñito de una pirámide cuya base es la sociedad. Si se invierte la pirámide, la capital monstruosamente ancha hace gravitar su poder político sobre tan reducidas estructura sociales que las revienta; niega a los notables naturales de los núcleos dispersos de población la libertad aún en cosas accidentales que para nada rozan el núcleo sagrado e intangible constitutivo de la nación, y así los desanima, les invita a desertar de su docencia y gestión y produce una verdadera tala de dirigentes, asociaciones y estructuras; los supervivientes tratan de refugiarse en la administración del Estado, que crece sin cesar.
Inversamente, el fomento del asociacionismo propio de la monarquía tradicional hace florecer la vida local y la regional. Y cuando en ella la industria moderna y la complejidad y la especialización de los servicios exigen grandes concentraciones, si éstas se hacen naturalmente y siguiendo el principio de subsidiariedad, buscan emplazamientos geográficos en los que la naturaleza haga una valiosa aportación inicial: costas, puertos, minas, recursos naturales, saltos de agua, proximidad a otros centros de consumo, etcétera. Pero no se instalan artificialmente en el centro de una zona árida, como Madrid. Tampoco buscan la proximidad a unos centros políticos que, en la monarquía tradicional ni les interfieren, ni necesitan una vigilancia y una presión política permanentes, porque sencillamente ni siquiera existen. Esto se ve claramente en los Estados Unidos, donde la capital, Washington, es pequeña e independiente de las famosas grandes ciudades, sin más actividad que la oficial y poco más. Y es que, según me explicaba el profesor Wilhelmsen, los Estados Unidos son un país mucho más tradicional de lo que parece y nos figuramos los tradicionalistas españoles.
En cuanto a la coordinación de esos cuerpos sociales, hay que recordar que sólo compete a la Corona, en la auténtica monarquía tradicional, a partir de un cierto nivel, por lo cual, su aparato burocrático está más descargado que el jadeante que pretende, en vano, coordinarlo todo. La coordinación en la que intervienen las Cortes Españolas es una alta coordinación que presupone la liquidación de problemas menores en Cortes regionales. Cuando se instituyeron las actuales Cortes, algunos creyeron una calificación innecesaria llamarlas «españolas»; nada más preciso, sin embargo, para los tradicionalistas que esta denominación, porque su justificación tiende a sugerir que haya unas Cortes catalanas, valencianas, etc., que las liberen de infinitas cuestiones, y así, a Madrid, de la enorme población flotante que le presta una vida artificial y estéril. La presencia de estos cien mil españoles siempre aquí de paso es otra señal de alarma que apunta a una usurpación de funciones.
Nuestros grandes reyes eran respetuosísimos con esas Cortes regionales. Los fueros son conceptos políticos no solamente referentes a asuntos geográficos. Por eso, la descentralización que se prevé en la tarea de instaurar la monarquía tradicional no es una mera dislocación topográfica de material de oficina, sino de una restitución de la participación en el poder. Es conocida la anécdota de Felipe II en las Cortes Catalanas. Al final de una larga sesión en la que le explicaron, con cierta impertinencia, una larguísima serie de cuestiones de las que debería abstenerse, dijo que tenía calor y que agradecerían que abrieran una ventana; «si no es contrafuero», añadió reticente. Por cierto, que no es ninguna casualidad, sino todo un símbolo, que el primer recurso de contrafuero en nuestros días, el que ahora se debate en las Cortes referente a la ley de funcionarios, lo haya sido gracias a un ilustre pensador tradicionalista, el profesor Elías de Tejada.
¿Cómo atender a esta señal de alarma? Desde luego, no sería tampoco nada tradicionalista gobernar a revolcones y bandazos. Hay que proceder por suave evolución. Por lo pronto, empezar limitándose a conseguir, pero seriamente, que Madrid deje de crecer.
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