Si lo que se censura es el error y el vicio, como se hacía en España bajo Franco, es un ejemplo de buen uso de la censura, algo conforme al Magisterio y la práctica bimilenaria de la Iglesia, a lo que ningún católico puede objetar. En cambio, si la censura se utiliza para acallar la Verdad y el bien, como se hace hoy en día en España, es el colmo de la perversidad. En este caso sería preferible que no existiera ningún filtro en absoluto, porque así al menos la Verdad y el error, el bien y el mal, estarían en igualdad de condiciones.
Lo que se confirma es que sólo a partir de una religión de origen sobrenatural se puede fijar lo que es el vicio y la depravación y más aún tener dignidad y capacidad para condenarlo. Solo partiendo de un Dios santo y trascendente al mundo pueden fijarse verdades morales en él basadas.

Se comprueba, por si no estaba ya suficientemente claro en los manuales de Teología de antaño, que si se olvida o niega la realidad del pecado original en la sociedad y en cada individuo, la propia naturaleza humana, hundida hasta los tuétanos en ese mismo pecado queda irremisiblemente ciega para delimitar moralmente el bien del mal y se convierte en guía de una humanidad ciega (y hasta endemoniada).

Es grato comprobar que la verdad existe, aunque solo sea viendo su lado negativo: o los derechos son de Dios (como la Iglesia reconoció hasta el Vaticano II) o son del hombre. Si se apuesta por éstos últimos no hay escape y la conclusión es la que estamos sufriendo: derechos solo para el mal y obviamente contra la ley de Dios.
No hay ni habrá jamás alternativa: apostar por los (falsos) derechos del hombre lleva a esto. Y me alegra que la Jerarquía eclesial lo compruebe y sufra en sus carnes, tras haber apostado por ellos desde hace 50 años. En otros tiempos esto se sabía y no se daba pie a ningún experimento para comprobarlo. Simplemente, ahora sufrimos el otro lado de esa santísima verdad.