Fuente: Misión, Número 397, 24 Mayo 1947. Página 6.
Caleidoscopio
LOS INSCRITOS
En Argentina acaba de confeccionarse un censo de la población. Nadie sabía allí con exactitud cuántos seres moraban dentro de las fronteras, lo cual no obsta para que en cualquier tomo de Geografía figure el número de habitantes de aquella República. ¿Son cálculos a ojo? Seguro. La verdad es que en apartadas regiones nacían y morían millares de personas, sin dejar testimonio civil y oficial de su paso por este mundo, aunque no por eso fueron menos felices.
Las necesidades de la vida moderna imponen el Registro civil. Si hay necesidad, la discusión sobra. Pero ¿por qué sobreviene esa necesidad? En cuanto nace un chico sus padres lo apuntan en seguida en el gran libro del Juzgado municipal correspondiente, y cumplen así lo dispuesto por la Ley. Desde ese momento, el recién nacido ha perdido parte de su posible libertad para hacer en el futuro lo que le venga en gana. Esto es preciso para la buena marcha de las actividades modernas, uno de cuyos puntales es la estadística, como todos sabemos. Nuestro mundo se vendría abajo en su actual apariencia si la estadística desapareciese. La cosa se encuentra tan firmemente asentada, que un ciudadano no “inscrito” no existe oficialmente y, por consiguiente, carece de todo derecho a estudiar o a trabajar. Se han dado algunos casos en España de omisión. Un chico se presentó a hacer el ingreso en el Instituto de su provincia. El oficial administrativo del centro recogió su documentación y sentenció: “Aquí falta la partida de nacimiento.” El presunto estudiante había nacido, desde luego, pues allí estaba, bien visible y circunspecto. Pero alguna duda nació en su ánimo y marchó al Juzgado correspondiente. Otro funcionario abrió un formidable libro, y después de repasar algunas columnas de nombres, dijo a su vez: “Usted no ha nacido aquí.” “Sí, señor; nací en tal calle y en tal día”, contestó tímido. “Nada, nada, no figura en el libro. Su padre debe de estar equivocado.” En fin, a los pocos días se había convertido en un fenómeno, y la gente se paraba en la calle a mirarle, como a uno de esos macrocéfalos que extraen de memoria la raíz cúbica del número 445.007.472.215.
No se podía examinar. No había sido inscrito, y éste era el drama. Porque de figurar a no figurar en el Registro hay la misma diferencia que del drama al vodevil. Desde el punto de vista de la ciudadanía, no representaba más que un cero solitario, la expresión de la nada, del vacío absoluto, de la pura e inconcebible inexistencia. El problema era perfectamente claro: quería ingresar en el Instituto.
Naturalmente, los argentinos de regiones apartadas nunca han tenido seguramente esa pretensión. Vivían quizá de la ganadería, de la agricultura, por los procedimientos primarios ya conocidos en todas las formas aurorales de la sociedad, y al llegar el momento de morir, se morían de la misma manera que si estuviesen inscritos. No tenían tampoco veleidades electorales, ni necesidad de pasaportes o licencias del Estado para trabajar. En estas condiciones, el Registro resultaba prácticamente una institución inútil.
Pero desde ahora las cosas cambiarán para ellos. Se sabrá cuántos argentinos hay, cómo se llaman y la edad que tienen, y las estadísticas podrán confeccionarse no a ojo, como antes, sino de acuerdo con la realidad. Repentinamente ha aparecido la necesidad y se esfumó aquel confortable misterio, que si tenía inconvenientes, también tenía sus ventajas. Uno pierde mucho desde el preciso momento en que figura inscrito en algún lado. Ya no está en condiciones de moverse con independencia, sino que pasa a ser el satélite de un cuerpo con mayor masa, que determina la trayectoria de cada cual. En la práctica ningún ciudadano de ningún país se da cuenta –tanta es la fuerza de la costumbre– que sus sufrimientos comienzan en el momento en que se convierte en ciudadano oficial. Todos nos hemos habituado a esa obediencia de colaboración y miramos como a seres extraordinarios, casi como a marcianos, a los que murmuran: “Mi padre se olvidó de inscribirme en el Registro.” Les compadecemos en un primer instante de irreflexión; pero luego comenzamos a sospechar si el expediente que han promovido para obtener el certificado de que han nacido en tal ciudad y tal día no será la cárcel donde se agoste su –hasta entonces– incólume sentimiento de hombre primitivamente independiente.
ADOLFO PREGO
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores