Hidalguía
por el Athonita
El otro día salió al pasar el tema de la alcurnia sobrenatural, esa nobleza que no procede ni de la carne ni de la sangre. Y pensaba: qué cierto es. Y también pensé: qué bello es que sea tan cierto y tan así.
Porque aquí lo curioso y maravilloso es justamente que se trate de una alcurnia verdadera, real. Y no de una falsa analogía, un equívoco, donde los términos analogados carecieran ya por completo de vínculo. No. No es de este mundo, no procede del abolengo terreno, es ajena a la estirpe de apellidos patricios, de un nobiliario por cultura, plata, fundos ni cosa por el estilo. No obstante si uno dijera que es absolutamente otra cosa, haría añicos la analogía y se quedaría con términos que suenan igual pero refieren a cosas por completo distintas. Como decir vino a la bebida y al pasado del verbo venir.
Pero no. Hay analogía.
Creer que lo que no es unívoco es equívoco, justamente es ignorar que existe esa finísima realidad llamada analogía, proscripta por el torpor geométrico universal. La analogía sea, tal vez, el arte más acabado de aquel “esprit de finesse” que mentara Pascal.
Es de distinguidos distinguir; como importa hacerlo entre lo cortés y lo cortesano, sin por eso disociar lo que los une en la raíz.
Mientras tanto, Cristo nos insiste en que somos reyes. De otro mundo, pero reyes al fin. De otro mundo, pero en este mundo. Reyes de un mundo invisible, con coronas y armiños invisibles, como expresa un bello sermón de Newman acerca de este tópico.
La analogía vale, pues esta alcurnia sobrenatural le otorga al portador un “algo” que tiene que ver con la nobleza de este mundo aunque sea de otro mundo. Ese garbo en el porte, esa gallardía en el trato, esa lozanía en los modales, e incluso lo hidalgo en su hablar y su vestir. Poco importa (qué digo poco: ¡nada importa!) su origen social, sus muchos o pocos estudios y apellidos: quien recibió de lo Alto esta pertenencia al linaje de una Raza elegida, de una Realeza divina, lo trasluce en todo, le sale hasta por los poros. Alcanza con ver cómo ese hombre hace su genuflexión (espalda erguida y rodilla contra talón), con qué decoro ha venido vestido a Misa, con qué aristocracia evita incluso cruzarse de piernas y brazos, cómo ha vestido a sus niños para el Culto, con qué señorío se sienta, se para, se arrodilla, y comulga…
Insisto: y es tan, pero tan bello y conmovedor saber y constatar que realmente no viene de la carne ni de la sangre… que uno entiende aquella conmoción del Señor en Betania: te alabo Señor porque hayas querido revelarte a estos pequeños. Te alabo, Señor, (agregaría uno) porque has querido que el campesino se viera como un refinado hijo de reyes, y la mundana baronesa como una torpe y bruta plebeya. Sí, Padre, porque así lo has permitido. Tornas heraldos caballeros a los simples que te heredan, y hundes en ordinaria grosería a la crema de ilustre prosapia cuando se aleja de Ti.
Y esto porque esta realeza nos viene de Cristo. Y sólo de Cristo. Y halla en Él al Modelo supremo. De allí que esta hidalguía se herede por filiación divina y se imite por empatía y cercanía. Quien mira con largura cómo el Señor habla, cómo se para, con qué señorío conjuga el gesto con la dicción, la mirada con el ademán… Quien mira con largura la hidalguía de sus augustos silencios, lo esplendente de su andadura… quien atiende hasta a los más ínfimos detalles de su estilo, accede a ésta, su majestuosa gallardía que late como un pulso viviente en cada escena evangélica, cual fuere.
Él es Rey, el Hijo del Rey. Suya es la Sangre noble que habla mejor que la de Abel. Su majestad habla en todo: ya durmiendo en la proa de la barca, ya rigiendo desde el Madero de la Cruz. En todo, hay señorío e hidalguía.
Sólo Él es el ingenioso Hidalgo sin mancha, el Rey de reyes, el Señor de señores. Pero de su genealogía, estirpe y oraciones, nosotros los manchados, somos sus príncipes y pajes, sus hidalgos servidores.
Por supuesto: que esta heredad no proceda ni de la carne ni de la sangre, avisa dos cosas y no una: tanto que no le pertenece por derecho propio a los nobles de este mundo, ni su contrario (pues entonces, otra vez, habría un vínculo causal con la carne y la sangre). Al proceder de otro origen, es por completo aleatorio el encontrarse con reseros hidalgos y con millonarios vulgares; hallar gente simple con esta fineza espiritual y gente geométrica de clase alta sin el menor decoro espiritual… como existen pobres vulgares y ricos egregios. Es por completo azaroso y todas las combinaciones son posibles.
No obstante (es inevitable), luce de un modo peculiar, conmociona de forma especial, cuando se hace patente el contraste de órdenes y la reyecía divina, el crístico linaje brilla en personas sin humana alcurnia, como tesoros en vasija de barro. Es el asombro que genera la hidalguía de una campesina elegante y decorosa rezando su rosario, frente a la ordinariez playera del grotesco de gran apellido. Es la conmoción ante el noble obrero con sus niños sumisos y educados, sentados en Misa, frente al pobre tipo de mucho linaje incapaz de controlar su prole, de ojotas y bermudas, atendiendo su histriónico celular en plena Misa.
Así como se empezó en su momento a hablar de “nuevos ricos” (personas sin abolengo llenas de plata), inevitable se torna hablar también de “nuevos ordinarios”: personas que por más abolengo que tengan ya no saben ni saludar, ni presentarse ni vestirse ni hacerse una señal de la cruz bien hecha.
El problema acuciante es que “su nombre es legión”. Sí; porque son muchos. Y de allí este aporte, y de ahí este grito de guerra contra lo grotesco. De ahí este acuciante empeño por “arrancar de la vulgaridad al alma” como dijera Genta.
Es bello recordar el origen de la voz ‘hidalgo’, del fidálicus latino. Que curiosamente no proviene de filius/hijo (la carne y la sangre) sino de ‘fides’ que en su vasta polisemia refiere no sólo a la Fe sino a la lealtad y fidelidad. Y de esa nobleza, de esa hidalguía trata nuestra estirpe.
Tiene esto que ver con la grandeza.
No con la ordinaria grandilocuencia, sino con la noble grandeza, que suele ser pequeña, como lo suelen ser las cosas finas. Grandeza que es magnanimidad; grandeza que es indiferencia ante la menudencia, ante el conflicto coyuntural, ante la pavada inmanente. Grandeza y galanura que se expresan en la donosa mirada alta, que sabe otear lejuras, que sabe ver totalidades. Grandeza que justamente por ser tal no gusta alardear; ni menos aún, adular. Grandeza que en definitiva es “testimonio de eternidad”. Pues sólo lo eterno es grande y sólo lo eterno centra y aploma.
Como decía Pemán, “raza sobria y fuerte el caballero”: ni los halagos lo inflaman ni los desprecios lo inquietan. Es altiva su sana indiferencia. Cercana tal vez a eso que los ingleses llamaron nonchalance y que es la aristocrática despreocupación o imperturbabilidad propia del señorío.
El hidalgo es genuino y ama todo lo que es tal; huye de lo artificial ya se trate de una flor, el hilo de un mantel de altar o la tabla sólida de la mesa de comedor.
El hidalgo es sobrio: y tan genuina es su sobriedad que hasta es sobrio para ser sobrio.
El hidalgo sabe honrar. Y lo sabe, porque tiene honra. Y así honra a sus mayores, honra su suelo y su cielo; honra la memoria, la gratitud, la reivindicación; honra sus deudas como honra la palabra dada; honra el secreto en custodia o la confianza recibida. Y honra el lenguaje, el idioma recibido.
El hidalgo sabe perder el tiempo y es tal sapiencia de los signos más elocuentes de señorío sobre el tiempo, ante el cual jamás se postra.
El gallardo reluce en su hidalguía tanto hacia arriba como hacia abajo, hacia los que están encima suyo con noble reverencia, como los que están por debajo, con gallarda compasión. Siempre y con todos: es gentil.
Como dice Guardini en su Ética, nadie le gana a Dios en esa exquisita cortesía con que trata al hombre, su siervo… pues es propio de los amos tratar a sus siervos como señores.
Tal vez la nota crucial del hidalgo es que sabe celebrar. El primer diente de un hijo, la cosecha del viñedo, la amistad, el amor correspondido, el triunfo de una guerra o los Misterios de Dios. Como decía Braulio Anzoátegui, la Liturgia cuando bien celebrada es “la cortesía del alma” y cuando no, “el más abyecto guarangaje”. Como se queja Bernárdez de las traducciones argentinas del Evangelio donde lo popular se torna chabacano y lo sencillo, plebeyo y vulgar.
En fin: el hombre hidalgo, apretando en una sola dicción todo este ramillete de condiciones, es medularmente aplomado. Y sea tal vez ese pondus, esa gravitas, la nota central y configurativa de todo lo demás dicho.
Esta nobleza obliga. Pero obliga por sí misma; no funda su obligatoriedad fuera de sí, en normas extrínsecas, en convenciones arbitrarias. Esta nobleza obliga en el ser. Obliga con el peso del ser.
Y para mejor ilustrarlo, digámoslo ahora de modo inverso: vulgar en definitiva es el hombre asfixiado en la diminuta coyuntura por lo superfluo; vulgar es el hombre marcado por la liviandad (en su porte y en sus juicios y en todo lo liviano que pueda darse entre ambos); vulgar es el apegado a lo transitorio, el que hace culto a la sustitución constante. Vulgar es quien denota una inclinación adictiva al cambio y la novedad. Vulgar es el que prefiere el fatuo neologismo o el vidrioso barbarismo al peso del lenguaje sólido; la voz casual al timbre grave; la expresión histriónica e invertebrada al robusto “sí, sí; no, no” de Nuestro Señor. El hombre vulgar grita pero no canta; arenga pero no proclama; viaja pero no peregrina; es fiestero pero no sabe celebrar; conoce la carcajada mas no la calma y feliz sonrisa. El hombre vulgar traga pero no degusta; consume información y repele la formación. Maneja datos, jamás poesía. Lo desvela el provecho y la ventaja. Lo rige lo funcional, lo utilitario, las aplicaciones: jamás, la gallarda gratuidad. Se obsesiona por estar a la altura del tiempo y de los hechos, no del ser y lo eterno. Le inquieta hasta el insomnio el parecer de los demás, su aplauso y aprobación. Todo lo mide, todo lo recuenta, todo lo calcula. El hombre vulgar, en razón de su liviandad, es intrínsecamente inquieto, agitado, nervioso, y es esa la exacta nota contraria al pondus del hombre aplomado.
Cuando en estas décadas de nefasta disolución (religiosa y cultural) se ha dicho en un lenguaje coloquial que el problema de la progresía es, básicamente, que es una “grasada”, aunque parezca un poco banal el juicio (y ramplona la expresión), hay que reconocer que hay miga en el asunto. No es un frívolo comentario snob. Sólo importará, por supuesto, entender todo lo que acabamos de distinguir más arriba. Pero sí, hay miga: pues lo que han devastado y demolido los ideólogos del populismo religioso es, en definitiva, una grandeza, una finura, un donaire, una cortesía que nos viene de Cristo. Progresía que infecta con idéntica efectividad a estamentos sociales de lo más variados, como lo hace cualquier virus. Así, una fe mundanizada, por mucha zona residencial que ostente, es inexorablemente grotesca, burda, vulgar. (Digamos también: progresía que viene en doble formato: el de vanguardia y el otro, que progresa con retraso, conservando la penúltima moda, y por tanto, la penúltima vulgaridad).
La decadente cultura actual y sus derivados ideológicos filtrados en la Iglesia, no sólo no cultivan la hidalguía sino que hacen una explícita y punzante vindicación de la vulgaridad; una empecinada apología de lo ordinario, de lo prosaico, de lo feo, de lo berreta si me permiten el brulote. Mezclándolo astutamente con la evangélica y necesaria opción preferencial por los pobres.
Curiosamente, a ninguna madre de nuestro querido Gualtallary se le ocurriría darle de mamar a su bebe en Misa. Ni se le pasa por la cabeza. Sólo una forzada (e ideologizada) promoción de lo vulgar podría imponerlo. Como que esta hidalguía espiritual hacía que hasta el más indocto gustara decir: “Lázaro sal fuera” o “mirad los lirios del campo”… cuando ahora se intenta imponer el “Lázaro salí para afuera”, “Miren los lirios”. Como el “no conozco varón” viró en un bizarro “no tengo relaciones”… y no frenarán hasta no alcanzar el tan pretendido “Hola María, llena sos de gracia” para el Avemaría. Y todo bajo el escueto y falaz argumento de que lo vulgar acerca lo divino, lo pedestre honra la Encarnación, lo ordinario rompe con una religión de élites… convencidos de que lo cortés quita lo valiente y quita incluso lo piadoso y creyente.
Todo el empeño por “arrancar de la vulgaridad” se ve así constantemente impedido por estas legiones populistas abocadas a “arraigar en la vulgaridad”.
Hay una elegancia, una excelencia, una alteza que procede de lo Alto y que se expresa en todo: en Misa, en el arreglo floral de la mesa dominguera, en el estilo de vacaciones, en el sonido con que suena mi celular, en la forma en que estiro la mano para saludar, en la manera en que rezo el Angelus, en que agarro los cubiertos, en el uso de emoticones o modismos del lenguaje y en un sinfín de asuntos más. En todo, o en casi todo, reluce la alcurnia divina, en palacio o en ranchito, en barrio cerrado o en precario, en catedrales o capillas de adobe. Y su triste inversa: en todo, o en casi todo, reluce la vulgaridad y el plebeyismo de quien reniega de la estirpe divina, ya en palacio o en rancho, en barrio cerrado o precario, en catedrales o capillas rurales. Lo mismo da.
Aunque la frase de Dostoyevski circula mucho y ha ganado ciudadanía, alguien tendrá que atreverse en algún momento a hacer pública su espejada verdad: la vulgaridad perderá al Mundo.
The Wanderer
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