Fuente: La Voz de España, 19 de Octubre de 1937, página 16.
Maurras habla para “La Voz de España”
A nuestro corresponsal en París DANIEL MENAYA
Yo, que nunca he conseguido tener eso que se denomina una ideología política, padezco la debilidad de reverenciar anticipadamente a los hombres que admiran tenerla. Confieso, es verdad, que mi admiración dura poco. En esta cesta de ideólogos, cuando llega el trámite difícil de la exposición, se descubre en seguida al histrión o al tonto. Durante la etapa republicana, “el hombre de ideas políticas” abundaba mucho más en la masa analfabeta que entre las clases un poco cultivadas. Quizá por eso la ideología de la República está hecha a la medida intelectual de los albañiles y de los peluqueros. Pero a pesar de mis decepciones, he seguido admirando, con una devoción que se renovaba en cada desengaño, a cuantos lograban instalarse en esa categoría imposible de las ideas políticas. Había dentro de mí un fermento inalterable de votación admirativa. Como un presentimiento de que existía alguien en quien se reunían la honradez y la genialidad precisas para ser sólo y sustancialmente político, sin pecar de histrión ni de tonto. Al Charles Maurras que he descubierto en el hogar de “Action Fraçaise”, le había presentido hace mucho. Desde mis años universitarios del Derecho Constitucional.
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Porque a Maurras no basta leerle. Hay que oírle hablar; estar próximo al barboteo vertiginoso de su palabra. Más que un manantial, es un torrente desenfrenado. Sustituye en su discurso la puntuación, que tanto abunda en su prosa, por unas rápidas inspiraciones, hechas con premura, con el designio de no desperdiciar tiempo. En un instante, vuelca lo que yo imagino parte no pequeña de su pensamiento. Algo, por fin, con auténtico rango de ideario.
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Además de ser un político de ideas, Maurras tiene una virtud poco admirada, pero a la que no se puede negar jerarquía de virtud: es consecuente. No sé si por hábito o para facilitar mi labor, a cada idea que expone me señala el texto suyo en que puedo encontrarla desarrollada. Algunos de estos textos son de ayer. Otros, de hace cuarenta años. Maurras no se rectifica a sí mismo. Y esto tiene un mérito singular. Que un político español, aquí, donde lo revolucionario nunca ha sido más que un torpe postizo, conserve las cuatro o cinco concepciones elementales de nuestra buena tradición, no es cosa asombrosa. Pero en Francia la ortodoxia y la consecuencia de Maurras es un fenómeno excepcional. En nuestro país, el plagio enciclopedista no encontró más que Salmerones y Azañas, genios de rebotica. En Francia, los principios revolucionarios, por obra y gracia de Napoleón, su genial instaurador, se han filtrado en la propia sustancia nacional. Y frente a Napoleón, frente a su trinidad laica, sólo una figura se levanta en la Francia contemporánea: Maurras.
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Acompañado por José Le Boucher –el ilustre escritor que me ha facilitado esta entrevista con Maurras y a quien desde estas páginas de mi querida VOZ DE ESPAÑA expreso mi agradecimiento– espero el momento de pasar al despacho del jefe del nacionalismo francés. Entre tanto, construyo mentalmente unas cuantas frases delicadas, que pienso proferir a voz en cuello, pues ya estoy advertido de la sordera casi absoluta que sufre el que va a ser mi interlocutor. Pero mi proyecto se frustra. Inesperadamente, entra Maurras como una avalancha en la habitación en que estoy. Su cara es un puro alboroto de pelos blancos. Sin esperar a que medien presentaciones, estrecha mi mano, me cubre de palabras cariñosas y me lleva, casi en volandas, hasta su despacho. Apenas me ha dado tiempo para prevenir el lápiz y las cuartillas cuando empieza a hablar. Su libro “Napoleón”, que llevo entre las manos, y cierta indicación mía sobre un pasaje que le señalo, sirven de tema para sus primeras palabras:
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– Napoleón es la Revolución con botas. En su expresión violenta, la Revolución francesa se frustró desde su inicio. Pero luego vino el Emperador a instaurar en nuestra vida todas las ideas del ochenta y nueve. Napoleón puso al servicio de la Revolución el patriotismo y los sentimientos nacionales en contra de los intereses nacionales. Por eso “Action Française” busca la tradición nacional allí donde se perdió: antes del ochenta y nueve. En el régimen y en la dinastía que creó nuestra nacionalidad.
Maurras se inclina sobre la mesa, reclama mi atención con un gesto y dice con voz más cálida y persuasiva:
– Yo hablo siempre de una familia. Al hacerlo, aludo tanto a esa gran familia que constituye el pueblo francés, como a la otra que la cultivó como el campesino cultiva sus tierras, a la que le dio conciencia de sí misma. Su país y esa unidad por la que ustedes luchan son obra de los Reyes. Y la unidad francesa, la realidad de Francia, es también obra de la Monarquía, que unió las tierras e hizo la Patria. Y esa familia es la que ha querido destruir Napoleón. Confundió esa unidad, obra de los Reyes, con el uniformismo. Sacrificó al mito de la libertad nuestras queridas libertades.
Maurras se interrumpe y echa una ojeada sobre las notas que estoy tomando.
– Fíjese, por favor, que digo “libertades”. Es una palabra que nunca empleo en singular. Siempre, libertades. Claro es que libertades bien entendidas, con una rígida unidad de dirección.
– Tengo yo un amigo –continúa diciendo el jefe del nacionalismo francés–, descendiente del glorioso General De Charette, muy unitario y muy regionalista. Y cuando habla de la restauración de nuestras tradiciones dice siempre: “Yo concedería unas amplísimas libertades locales y regionales. Pero, al mismo tiempo, establecería un horrible suplicio como sanción para aquéllos que, en las corporaciones forales, tratasen temas de índole nacional”. Y así es cómo han de entenderse las verdaderas libertades; amplias, todo lo amplias que se quiera, pero ceñidas a su órbita natural. Otra cosa resultaría tan híbrida y nefasta como el centralismo napoleónico, que mató en la vida francesa, incluso la alegría de vivir. Sí. Antes Francia entera cantaba y reía. Hay un repertorio copiosísimo de cantos populares. Cada región y cada localidad tenía los suyos. Y todo el pueblo los cantaba, porque eran obra de su propio genio. Hoy, la vena lírica del pueblo francés sólo produce canciones de café-concert. Por eso el régimen que yo deseo para mi país, y también para el suyo, es el que supo hacer a nuestras naciones fuertes y alegres.
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Inicio una pregunta que Maurras ataja rápido:
– No sólo los nacionalistas franceses, sino todos los nacionales deseamos ardientemente la victoria de Franco. No hay que dejarse cegar por apariencias engañosas ni confundir a este noble país con esa indeseable pandilla de políticos profesionales. No, no son sólo los nacionalistas franceses. Toda la Francia real hace votos por vuestra victoria. Sé que usted podría hacerme una larga enumeración de grupos y de gentes que no son partidarios del glorioso Movimiento español. En política, esa lista alcanzaría desde algunos que se titulan a sí mismos demócratas cristianos hasta los asalariados de Moscú. Y en otras esferas, en la literatura por ejemplo, también tienen ustedes adversarios. Tanto ustedes como nosotros los conocemos bien. Son los mismos que, cuando la intentona revolucionaria de 1934 en Asturias, se apresuraron a adherirse a los rebeldes. Pero no hay que confundir a la verdadera Francia con esos personajes. Insisto una vez más. Francia, la Francia real, está absolutamente identificada con la España que lucha por redimirse. Y cuantos nos titulamos nacionales franceses hacemos votos por vuestra pronta victoria. Por otra parte, en la Cruzada española ha habido episodios de una fuerza tal que, sin necesidad de ponderaciones, convencen por sí mismos. La gesta del Alcázar ha sido seguida por Francia con atención anhelante. Y el propósito de los cadetes de Saint-Cyr, que quisieron honrar esa hazaña gigantesca dando a su promoción el nombre del Alcázar, aunque haya sido impedido por el Gobierno del Frente Popular, es expresión cabal de los sentimientos de la verdadera Francia. Ha habido un tiempo en que la propaganda roja, hecha toda ella a base de falsedades, tenía engañadas a muchas gentes ingenuas. Pero ese período ha pasado. La campaña desarrollada por el Frente Popular en torno a la decantada destrucción de Guernica fue el último bulo rojo que halló cierto eco en el área internacional. Ahora todo el mundo sabe ya a qué atenerse.
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– ¿El porvenir de Europa? Yo, a pesar de todo, soy optimista. Los males que ahora nos aquejan serán superados. Hay que llegar a una verdadera hermandad de las naciones europeas. Sin excluir a Inglaterra, claro es. Si esto se consigue habrá para el mundo un gran período de paz y de prosperidad. Yo no pretendo tener dotes proféticas, pero en alguna ocasión he vaticinado acontecimientos que no tardaron en tener realidad. Por ejemplo, el famoso augurio de Lenin de que España sería el primer país europeo que había de seguir el camino que iniciaba Rusia, lo formulé yo muchos años antes: en 1905. Yo no dije España, cierto es, sino la Península Ibérica. Pero que mi presagio no era del todo descabellado, lo confirmó la revolución portuguesa. En cuanto a su país, el período que se inicia en 1917 y, pasando por los acontecimientos de 1931 y 1934, culmina en la guerra actual es, con exactitud rigurosa, todo lo que yo había previsto.
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Se generaliza la conversación y alguien –quizá yo mismo– menciona a Acción Española. Maurras se levanta, va hacia una estantería próxima y vuelve con un libro entre las manos.
– Vea usted –me dice–. Es mi “Encuesta sobre la Monarquía”, traducida y editada por Acción Española. Un trabajo minucioso y magnífico. Además, Fernando Bertrán, el inteligente traductor, ha tenido el indiscutible acierto de incluir unos apéndices exponiendo concisamente los obligados antecedentes históricos que, aparte de revalorizar mi obra, demuestran el cariñoso cuidado con que se ha hecho esta edición. No quiero señalar afinidades intelectuales ni dar opiniones, que no serían muy autorizadas. Pero sí quiero decir que entre Acción Española y Action Française, existe una profunda simpatía, que el transcurso del tiempo no hace sino acrecentar.
Y las últimas palabras de Maurras son para hablarme de mi Caudillo.
– Franco es el hombre en quien se puede confiar. A sus magníficas dotes militares, une otras políticas muy estimables. Además, y por encima de todo, es quien asume la responsabilidad de reconquistar la Patria y quien, efectivamente, la reconquista. En su noble empeño debe contar con todas las adhesiones. No hay que descartar la posibilidad de que el día de mañana, ya lograda la victoria, surjan problemas y haya que conciliar criterios que no armonicen. Son reacciones previsibles. Pero Franco sabrá dar solución a todos vuestros problemas. Porque conoce el arte de gobernar. Que, en fin de cuentas, sólo consiste en mantener bien asidos los dos extremos de la cadena: autoridad y libertades.
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