Fuente: Boletín de Información de la Comunión Tradicionalista de Andalucía Occidental, Mayo 1966, número 38, página 4.
Los cauces legales de una restauración monárquica
Por Rafael Gambra
En una encuesta que realiza el diario «Madrid» sobre la Monarquía, publicaba días atrás la opinión de Don Alberto Martín Artajo. Según el ilustre ex ministro, la conjunción de la monarquía con un sistema presidencialista en el gobierno sería una solución viable –y aún urgente y necesaria– que aseguraría por igual la continuidad y la renovación, la autoridad y la representatividad. Las líneas generales que allí se trazaban de tal régimen eran, en general, ponderadas y podrían contar con un margen muy amplio de aceptación y de eficacia.
La defensa que de la monarquía hace el señor Martín Artajo se apoya únicamente en razones de utilidad práctica en orden a la sucesión y continuidad del poder. Es cierto que la mayoría de la nación no puede entender ya más que un tal lenguaje, incluida en ella muchos de los que se consideran monárquicos y pertenecieron al ambiente de la última monarquía constitucional. No es menos cierto que una monarquía no puede sostenerse –ni menos restaurarse– sin monárquicos, esto es, sin gentes que la sirvan y defiendan por motivos de lealtad íntima, no de utilidad circunstancial. Monárquicos de este género no existen hoy más que entre los carlistas, pero al menos con ellos se cuenta en España, y constituirían un apoyo humano eficaz para la monarquía con tal de que ésta lo fuera verdaderamente.
Esto nos coloca ante el eterno nudo de la cuestión monárquica, que es el problema dinástico. No voy a entrar aquí en los orígenes ni aún en los términos de tal pleito histórico, que es sobradamente conocido, ni voy a negar cuán deseable sería para todos su resolución en términos sinceros y honorables. Quiero limitarme aquí a recordar su situación actual en una doble vertiente: la existencia en España de dos distintas legalidades monárquicas, y la relación histórica y aún jurídica que une al vigente régimen político con las mismas.
Una de esas legalidades sostiene los derechos de la rama dinástica que aceptó el régimen parlamentario y el origen constitucional del poder monárquico. Sus actuales representantes no han abjurado de esta significación histórica ni de esa herencia directa como fuente de sus derechos, por más que hubieran podido enlazar con distinto origen y reivindicar otra línea de herencia. La otra legalidad –y la otra rama dinástica– sostiene el antiguo derecho puramente monárquico, hereditario, tradicional y religioso.
Una y otra legalidad se excluyen mutuamente en virtud de una antigua ley de Partidas, que niega el derecho de sucesión a los Príncipes que hayan hecho armas contra sus reyes legítimos, así como a sus sucesores. Por esto la monarquía constitucional –vigente con eclipses entre 1833 y 1931– excluía de la sucesión a don Carlos y sus descendientes en caso de recaer en ellos el derecho hereditario, y la misma exclusión pesa para los príncipes rebeldes al derecho tradicional por parte de la legitimidad carlista.
La otra afirmación –puramente de hecho y actual– que pretendo hacer es la de la relación jurídica e histórica que une al régimen político vigente hoy en España con una y otra legalidad monárquica. A este respecto podría condensarse la situación en estos puntos que estimo incontrovertibles:
– La rama dinástica que reinaba (constitucionalmente) en España en 1931 abdicó de su función por la misma razón que se consideró constituida en el reinado de Isabel II: la Voluntad General, allá constituyente, aquí destronante.
– El partido que después de aquella abdicación constitucional siguió reivindicando los derechos de esa rama dinástica no formó parte como tal del Alzamiento Nacional de 1936, por más que muchos de sus miembros lucharan heroicamente en el mismo dentro del Ejército o dentro de las fuerzas políticas alzadas.
– Estas fuerzas combatientes de la España Nacional fueron exclusivamente el carlismo y el falangismo, la Falange y el Requeté. Con referencia a ellas, y sólo a ellas, se legisló durante la guerra en orden a su integración práctica. De esas fuerzas, la Falange no era monárquica, aunque tampoco fuera opuesta a la monarquía; sólo el Requeté era monárquico.
– El régimen actual recibe su legalidad de la necesidad y legitimidad de aquel Alzamiento Nacional, y sólo de él.
– Por lo mismo, si de una solución monárquica se trata (restauración, quiérase o no), tal régimen no puede dirigirse más que a la única de aquellas fuerzas originarias y constituyentes del mismo que era monárquica: la del Carlismo. O lo que es lo mismo: realizar cualquier intento de restauración monárquica a través de la legalidad que no contribuyó al Alzamiento, y de espaldas a la única fuerza monárquica que lo realizó, es obrar sediciosamente, contra sus propios principios y contra el sentido de su propia legitimidad.
– Es, por lo tanto, a don Javier de Borbón al único que –tratándose de monarquía– puede dirigirse el actual régimen español sin traicionar a sus propios orígenes legales e históricos.
Ignoro si las personas reales podrían hoy llegar a un arreglo dinástico mediante los acuerdos y abdicaciones necesarias. Pero en cualquier caso, el depositario de la legitimidad monárquica, el responsable y el cauce de cualquier solución, no puede ser otro para el régimen actual que el abanderado de la Comunión Tradicionalista.
Fuente: Montejurra, Número 43, Agosto de 1964, página 3.
Instaurar es restaurar
Por ALVARO D´ORS
Abro el Diccionario de la Real Academia y leo: «Instaurar. (Del latín instaurare). Transitivo. Renovar, restablecer, restaurar». Naturalmente, ya en latín era así: nada de implantar un régimen nuevo, sino de restaurar o renovar uno antiguo. Y las palabras tienen su fuerza, una fuerza que arrastra las cosas, porque son fiel reflejo de las cosas mismas.
Así es, en efecto, con la monarquía. No se puede innovar una monarquía. Puede sí fundarse una nueva monarquía donde no la hubo, convirtiéndose un vencedor en rey y aceptándolo su pueblo, aunque a estas alturas de la Historia eso resulta tan difícil como descubrir nuevas tierras. Pero la monarquía es ante todo un régimen de sucesión en el poder: el sistema de la sucesión familiar. Más que forma de gobierno es forma de sucesión. Y la única, pues cuando no hay monarquía no hay sucesión, sino accesión al poder.
Me explicaré: en las verdaderas repúblicas, pero también en las otras formas menos puras, que no son monárquicas, como las dictaduras, no hay sucesión en el poder porque el poder de cada jefe deriva directamente del pueblo, o de otra circunstancia histórica, pero nunca deriva del poder del jefe precedente. El poder no viene allí del antecesor: es un poder nuevo y personal, que ni se hereda ni se transmite por herencia, sino que se conquista, por los votos o por las armas. Tan sólo en la monarquía el poder del rey es heredado, pues en la monarquía el poder no es de la persona sino de la dinastía. Sólo allí puede hablarse, pues, de verdadera sucesión. Y esta diferencia clara entre poder nuevo o de accesión y poder heredado o de sucesión se refleja en las mismas palabras griegas de «cracía» o poder sin más y «arquía» o poder derivado de un principio regente: por eso decimos demo-cracia pero mon-arquía. Porque sólo en la monarquía hay sucesión, y es ambiguo hablar del «problema de la sucesión» cuando no hay un rey a quien suceder. En otras palabras: un rey sólo puede suceder a otro. Los otros empalmes son fraudulentos.
Por lo mismo, cuando se habla de instaurar una monarquía, de lo que se trata en realidad es de restaurar una monarquía preexistente: de la sucesión del «último» rey. Y así las cosas no pueden estar más claras: se trata de ver a qué rey hay que suceder.
El pueblo español parecía haber llegado en nuestra Cruzada a la conclusión de que la usurpación liberal de 1833 era ilegítima, aunque hubo una apariencia dinástica liberal hasta 1931 al lado de una dinastía en el destierro que se regía y rige por las leyes de la legitimidad. Ese pueblo de nuestra Cruzada no era después de todo muy distinto del pueblo de 1931, que manifestó su protesta contra la monarquía liberal. No había contradicción esencial entre los dos momentos, sino superación positiva del primero por el segundo. Ahora, todo consiste en decidir si debemos entroncar con la sucesión ininterrumpida, aunque desterrada, de la dinastía Carlista o debemos recaer en la restauración de la dinastía desaparecida en 1931, a pesar de todo, o, en fin, si debemos optar por una forma republicana. No se trata (y esto es importante) de una alternativa «monarquía o república», que sería un planteamiento falaz y malintencionado del problema, sino de una triple alternativa, pues la verdad es que la monarquía carlista dista mucho más de la monarquía liberal que de la república, y que si se presentara aquella falaz disyuntiva de lo uno o lo otro, quizá habría que optar por la república; por una república «instrumental» se entiende que, por lo menos, no se disfraza con el ropaje de la monarquía y, por tanto, no confunde, ni desacredita a ésta, antes bien la hace deseable por contraste.
Como carlista que soy, me reconozco eminentemente «popular», y creo que no se puede imponer a un pueblo una forma de gobierno que él no quisiera. Por eso yo admito la «hipótesis» de la república, si es que el pueblo español la quiere realmente. Pero sospecho, con harto fundamento, que ese republicanismo aparente de muchos españoles es simple olvido de la legitimidad, ignorancia de lo que puede ser hoy la monarquía popular de la Tradición, o simples ganas de imitar lo que hacen otros pueblos extranjeros; sólo en una mínima parte, creo yo, hay en España verdaderos republicanos.
Pero todo es posible, y del mismo modo que el régimen liberal se impuso en 1833 por intrigas palaciegas y de las logias contra la clara voluntad del pueblo español, también puede haber hoy quien intrigue para favorecer una restauración liberal. Pero conviene que quienes la propugnan se percaten de lo que hacen: que no sueñen –si es que hay quienes sueñan esto– en que van a conseguir una monarquía popular, al modo carlista, que mantenga los ideales del 18 de Julio. Que acepten el liberalismo con sus partidos, su Parlamento y todas sus consecuencias, y que no finjan. De hecho, así lo entienden muchos republicanos, que saben lo que quieren, y ven en una restauración liberal la mejor vía para llegar pronto a la república que ellos desean. De hecho también, cuántos llamados antes tradicionalistas, [que] claudicaron de la legitimidad, tentados por el falso posibilismo, y se acercaron mendicantes a la línea liberal, son hoy liberales como el que más, y lo reconocen. Era inevitable, pero es lamentable.
Ya lo anunciaron algunos perspicaces observadores extranjeros, que dijeron: España empezará a liberalizarse en lo económico y acabará liberalizándose en lo político. Hay trazas de que así puede ocurrir, y de que se cancele el 18 de Julio.
Pero no lo olvidemos: el Carlismo no claudica. Tiene la razón y no abdicará como abdicaron los que no la tenían. El Carlismo lleva mucho más de un siglo en la oposición. Desea que llegue el día en que España pueda gobernarse a sí misma según la sabia tradición política de su pueblo, pero no desfallece ante las adversidades: al revés, se crece ante ellas, y cuando la adversidad llega a poner en riesgo a la Patria, como siempre puede volver a ocurrir, no duda en llegar a los remedios heroicos.
El Carlismo es el bien político de España, el bien que España puede ofrecer a un mundo desquiciado. El mundo está empezando a darse cuenta de ello. Sería necio no perseverar. Y mucho más necio y, además, injusto, desconocer al Carlismo en la sucesión de la Corona de España.
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