Quizás lo que hoy se llama España ya no tenga unidad alguna y la hipotética escisión de una de sus partes no sea más que el primer momento de su disolución. Bajo muchos puntos de vista, es posible que de nuestra Patria ya no quede sino un cadáver en putrefacción que, a pesar de su unidad aparente, está en trance de que cualquier viento extienda mundo adelante sus cenizas; o de que cualquier manada de bichos carroñeros absorba sus despojos sin reacción vital alguna por su parte.
Hablando de manera general, en la teoría política se distinguen dos maneras de concebir la unidad de una sociedad política. Una, la clásica, atiende al fin que persiguen los hombres al reunirse en sociedad. Se funda en la idea de que la sociedad es una multitud que coincide, como Aristóteles decía, en una misma concepción de lo bueno y de lo justo. La unidad se produce porque hay un fin último que une a los hombres en una acción conjunta. Ese fin, que se llama bien común, responde en principio a la naturaleza del hombre y para Aristóteles se halla en la vida buena, esto es en la virtud, que es la perfección o acabamiento de la acción propiamente humana. Ese bien, que se identifica con la felicidad de cada hombre, sólo puede alcanzarse viviendo en sociedad con otros hombres y, por ello mismo, Aristóteles sostiene que el hombre es naturalmente sociable y que la sociedad es una entidad natural. Y, como el bien de muchos es superior al bien particular, el bien supremo natural del hombre es el bien común que cada uno ha de preferir al bien propio. Cabe, sin duda concebir erróneamente la finalidad de la sociedad de otras maneras e identificar el bien común, no con la vida virtuosa, sino con el poder dominador, la riqueza o la vida placentera; pero, en todo caso, no hay sociedad, si falta una idea compartida de bien, pues, en su defecto, cada individuo y cada una de las sociedades inferiores dentro de la ciudad, tenderá a un fin diferente y, desaparecida la comunidad de acción, desaparecerá la unidad, surgirá la anarquía.
La otra fundamentación teórica de la unidad de las sociedades políticas viene a identificarse con la causa que ha originado la reunión de la multitud y la aceptación de una autoridad que las rija. El nominalismo que mantuvo la imposibilidad de conocer la naturaleza de las cosas y, por tanto, el fin acorde con ella, unido a la ruptura de la Cristiandad producida por la herejía protestante, llevó del racionalismo en adelante, a sustituir el conocimiento del fin por la desnuda y solitaria voluntad humana, entendida como espontaneidad, ajena a la deliberación prudencial de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Esa voluntad, en la sucesión de teorías políticas modernas, vino a atribuirse a diversas entidades abstractas, de las que supuestamente emana la decisión fundante de la unidad social. A la soberanía de los reyes del absolutismo defendido por Bodino, a los imaginarios individuos solitarios y bondadosos que, según Locke, hacen un pacto constituyente, a la voluntad general de Rousseau, al Estado, al pueblo, la raza, la nación o la clase de la teorías totalitarias, se les ha venido a atribuir una voluntad que, en realidad sólo es prerrogativa, de los hombres singulares y reales. Son ficciones engañosas que encubren y exonerar de responsabilidad a castas u oligarquías, que son las que toman realmente las decisiones sobre todos los entresijos de la vida social y a espaldas de ésta.
Ninguna de estas entidades insubstanciales y abstractas puede generar la adhesión ni la entrega del hombre, porque el amor apunta siempre a lo que es real y singular y siempre persigue un fin, un bien para eso que ama. Puede amar, desvivirse y sacrificarse por los miembros de su familia, de su pueblo o de su patria. Pero ¿quién siente afecto por el Estado, devoción por la voluntad general o por el pacto constituyente?¿Quién respeta y cumple la ley por la ley o el deber por el deber? A base de repetición y propaganda, esas entidades abstractas del pensamiento político moderno sirven para nublar la mente y apartar al hombre de sus amores y deberes naturales. Incapaces de provocar lealtad alguna, los substituyen por el egoísmo y el temor al poder. Que el hombre sea un lobo para el hombre no origina el Estado; es, al contrario, su resultado.
Rebaño de gatos con las fronteras por aprisco y la casta política por pastor, la unidad de la modernidad política se mantiene por el plato de leche o por la fuerza, pero carece de toda raíz en la multitud. Es un cadáver, momificado, sujeto por vendas y embalsamado, pero un cadáver. La comunidad política está de cuerpo presente desde el momento en que los individuos y las sociedades inferiores no anteponen el bien de la sociedad en su conjunto a su bien particular y consiguientemente no obran en favor del bien común y se conforman con exigir de la autoridad beneficios diversos para sí mismos.
La mayoría de las sociedades occidentales, con gobiernos que imponen su voluntad despótica, aunque se digan democráticos, son en realidad unos despojos de sociedad. Como los países de la unión europea y esa unión misma que ya emiten el nauseabundo olor de los muertos. Y, sin embargo, las cenizas de unos se disgregan antes que las otros. Si España parece haber quemado las etapas de ese camino, otros países mal que bien parecen mucho más unidos. ¿Por qué?
La naturaleza no deja de operar, aunque neguemos su existencia y la desconozcamos. De ahí que en algunos países teóricamente unidos porque el poder legisla y gobierna en nombre de la voluntad popular, lo que realmente une a los ciudadanos es un fin, un bien común, en el que consciente o inconscientemente creen hallar su perfección y felicidad. Ya dijo Aristóteles que siempre ha de haber un bien común, pero que ese bien común puede entenderse de varias maneras; y, quizás esas naciones ha mantenido un rescoldo vivificante que procede de una tradición ajena por completo a las teorías políticas en que oficialmente se sustentan. La sociedad anglosajona ha mantenido una unidad admirable porque sólo persigue una seguridad económica que la oligarquía dineraria y bancaria, triunfante desde las revoluciones del XVII, defiende frente a las restantes naciones con absoluta carencia de todo principio moral y de todo respeto al derecho de gentes. La católica Francia, siempre más Francia que católica, primogénita de la Cristiandad y también madre de la Revolución, mantiene su unidad, no por el afán de lucro, sino por su ancestral soberbia cultural, “la grandeur de la France”. Y Alemania, dentro de su corta tradición, parece unificada desde sus orígenes por una profunda e invencible vocación de expansión y dominio. El principio unificador, en todas ellas es, como dicta la naturaleza de la acción humana, la persecución de un fin asumido común y tradicionalmente y no el acatamiento de una voluntad fundante.
En España la cosa es diferente. Si la situación de esos países es similar a la del que padece un avanzado cáncer, la de nuestra Patria se asemeja al que ya está en cuidados paliativos, si no en el tanatorio.
La península ibérica, formada por razas y tribus de orígenes y costumbres diferentes, visitada, atravesada y conquistada por numerosos pueblos, con los cuales se mezclaron sus primitivos habitantes y de los cuales recibieron buena parte de su cultura ancestral, adquirió una unidad efectiva, una concepción común de lo bueno y de lo justo, bajo el signo de la cruz, tras la conversión de los reyes godos. Ese bien común que ya no es natural, sino trascendente no entra, según Santo Tomás, en contradicción con la noción de bien común natural del que hablaba Aristóteles, sino que lo perfecciona como la gracia a la naturaleza o la teología a la filosofía. Y precisamente porque ese bien fue el principio unificador de lo que hoy se llaman los españoles, los reinos que luego de la invasión musulmana se fueron formando, llegaron a una unificación, tras la expulsión de la morisma. Con ella, a diferencia de lo ocurrió en tiempos previos, nunca llegaron a mezclarse ni a constituir una sola sociedad. La destrucción de la Cristiandad por causa de la herejía protestante no le hizo mella y, hasta principios del s. XIX, mantuvo, como ninguna otra nación, la defensa de una Cristiandad reducida que daba unidad a la diversidad de los reinos y regiones gobernados por la misma corona.
Esa unidad fue echada por la borda a causa de las influencia francesa y anglosajona sobre una élite a la cual se oponía la mayor parte del pueblo español. La España oficial, convertida en mono de repetición que no entiende lo que hace, pero lo hace, adoptó desde entonces una unidad constitucional y se plegó a lo que se solía llamar el derecho nuevo. Aunque eso nunca llegó a ser admitido por grandes partes de la población que, una y otra vez, se enfrentaron bajo la bandera carlista, bien a la monarquía constitucional, bien a la república.
La situación de España es más grave que otras, porque la adopción de los principios políticos del constitucionalismo entran en directa contradicción con la unidad basada en el catolicismo que configura toda su tradición histórica. En los otros países han podido perdurar sus tradicionales modos de concebir el bien común junto a la inoperante fundación de la unidad sobre principios constitucionales. En cambio, en España, o una cosa o la otra. Los que quieren ver en la Constitución el fundamento de nuestra unidad, niegan por ello mismo la unidad tradicional española, abjuran de nuestra historia, desprecian nuestra grandeza y se convierten en adalides de nuestra leyenda negra, cosa sin parangón en país alguno. En cambio, quienes mantienen con orgullo nuestras costumbres, nuestra historia y exaltan la vocación católica que siempre la ilustró, necesariamente se oponen a los regímenes modernos, sean democrático s o totalitarios, como ha hecho el carlismo durante casi dos siglos. No hay mediación posible entre las dos españas.
Pero, como el carlismo ha perdido gran parte de su fuelle desde que los eclesiásticos del postconcilio abandonaron la doctrina sobre la sociedad que siempre mantuvo la Iglesia, sólo han quedado las teorías políticas del pensamiento moderno que destruyen la concepción del bien común propia de nuestra Patria, sin sustituirla por nada eficaz. Resultado: una sociedad donde cada cual busca su propio beneficio sin anteponer bien común alguno. Viene a ser lo que Humberto Eco, con engañosa terminología, llamaba el retorno a la Edad media. Es decir, la disolución de la sociedad en grupos de individuos que prestan incondicional homenaje a señores feudales, sean señores ideológicos, jefes de partido, señores de las finanzas, señores regionales o cabezas de lobbies delictuosos. Todos ellos ajenos al bien común de la Patria y tratando de atraer hacia sí todos los beneficios del Estado. Esto es, un cadáver de sociedad política, cuya putrefacción se ha manifestado en la común indiferencia ante el separatismo. Hasta que las cosas han estallado.
Recientemente, cuando ha estallado la sedición procurada por la Constitución y el egoísmo de los partidos, se han producido grandes concentraciones y manifestaciones favorables a la unidad de la Patria. Manifestaciones que, como todas, son negativas, van contra algo, contra la disgregación de España, pero cuya interpretación positiva y eficaz queda en una gran oscuridad que el gobierno y sus poderosos medios de comunicación aprovechan a su favor, es decir a favor de la España constitucional. Si el fondo psicológico que las anima fuera realmente ése y sólo ése; si el gobierno lograra lidiar la situación por medio de componendas o por medio de la fuerza, sólo habría una mejoría transitoria, como la que preludia a la muerte. Carente de vitalidad, el desmadejado sistema sólo se mantendría hasta que la colisión de intereses disuelva la sociedad en la anarquía o hasta que un poder violento la unifique a las bravas. Bien un poder totalitario nacido de su interior, bien un poder exterior que la absorba. Pero también cabe que esas manifestaciones estén sacando a la luz la pervivencia de un trasfondo abierto a la esperanza.
De una parte, el español sigue siendo profundamente tradicional y respetuoso de sus antecedentes familiares. Incluso el sucesor de Franco justificaba su doble y contradictorio juramento a los principios del Movimiento y a la Constitución alegando sus obligaciones familiares; Zapatero explicaba su ley de la memoria histórica con lo que le sucedió a su abuelito e Iglesias no evita referirse a su ascendencia izquierdista o al orgullo de su mamá por sus éxitos.
De otra parte, el pueblo español sigue siendo profundamente religioso. Como dice Vázquez de Mella, en España incluso los librepensadores y ateos colocan “la cuestión religiosa sobre todas las cuestiones (…) Un anticlerical español no tiene parecido con ninguno otro en el mundo. Es capaz de aplaudir a Almanzor porque trasladó a la Aljama de córdoba las campanas de Compostela; tienen un odio sin semejante; pero no les preocupa nada en el mundo como la cuestión religiosa; son, sin pretenderlo, teólogos al revés”.
No son signos muy alentadores, pero quizás no son peores que la fría indiferencia europea. Porque significan que lo que deja indiferentes a los españoles es la doctrina sobre la cual se asienta oficialmente el actual régimen político. Pero no lo que es verdaderamente importante, no su tradición católica que no sólo aflora, por oposición, en la incontinencia de los ataques a la religión por parte de los incrédulos, sino en la pasividad de los creyentes, sólo explicable por el respeto a los eclesiásticos actuales, cuya autoridad confunden con la de la Iglesia.
Pero cuando las cosas se pongan más feas, cosa bien posible, quizás muchos españoles se den cuenta de que esos eclesiásticos, educados en las ambigüedades conciliares, ignoran la doctrina natural y católica sobre sus deberes sociales. Sólo esa ignorancia puede excusar a los cientos de sacerdotes catalanes que se muestran favorables a su identidad, desconociendo lo que dice Santo Tomás sobre las sediciones. La sedición, caracterizada porque una parte de la sociedad siembra la discordia y se prepara para la lucha contra la utilidad o bien común de la sociedad, es, según Santo Tomás, un pecado especial contra la caridad y más concretamente contra la unidad y la paz, que constituyen una parte principalísima del bien común de la sociedad temporal. La sedición, es siempre un pecado mortal que cometen, ante todo, los que siembran la discordia, pero también los que les secundan. En cambio no lo cometen quienes defienden la unidad y la paz de la sociedad (S. T., II, II, 34, int.; 42, 1, c. y 2, c.).
Y desde el momento en que empiecen a cumplir sus deberes patrióticos, sin necesidad de recibir las bendiciones de sacerdotes descarriados o de los obispos que, hechas honrosísimas excepciones, se conforman con emitir vaguedades, entonces empezará a vislumbrarse hasta dónde puede llegar la vitalidad interior de nuestra sociedad en su propia defensa. Vislumbre orlado de esperanza que bien puede agostarse en muy breve plazo, si se piensa que con asistir a las concentraciones ya se cumplido con el deber. Porque esas manifestaciones son sólo un comienzo, una incitación, una toma de conciencia, que debe verse seguida de una acción costosa, de una entrega permanente, hasta lograr, como pide San Pio X en su novena de la Inmaculada, “que, en medio de tantos peligros, la Iglesia y la sociedad cristiana canten una vez más el himno de la liberación, de la victoria y de la paz”.
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