Discurso de José Miguel Gambra Gutiérrez en la cena de Cristo Rey
Alteza, Rvdos. Padres, Excmos. miembros de la Secretaría Política y miembros de la Orden de la Legitimidad Proscrita, Señoras y Señores: Esta noche volvemos a celebrar la Festividad de Cristo Rey que es, sin lugar a dudas, la más importante y profunda de las celebraciones que el carlismo realiza a lo largo del año. En esta ocasión nuestra celebración ha adquirido una especial relevancia porque S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, abanderado de la tradición, ha tenido a bien desplazarse desde París para presidirla. En nombre de la Comunión tradicionalista deseo ante todo agradecer, de la manera más calurosa, que Su Alteza haya afrontado las molestias de este viaje para honrarnos con su presencia. En esta ocasión me atrevo a repetir la frase de bienvenida que Manuel Fal Conde, en la reunión del Consejo Nacional de la C.T. de 1950, dijo a al Rey Don Javier I, por entonces regente: “Viene el Príncipe a saludarnos, a comunicar con nosotros y a darnos instrucciones que de antemano sabe que hemos de cumplir. Esta bienvenida tiene también el significado de una promesa. Sabe el Príncipe que los que aquí estamos, aquí seguiremos, dispuestos, si es preciso, a todos los sacrificios”. Las sociedades, como los individuos, envejecen y adquieren con los años la respetabilidad, la solera y la experiencia que no se da en las sociedades recientes; pero también pueden adquirir los defectos que hallamos en los viejos. El carlismo tiene ya muchos años, ahora ya más de los 175 que dan título al magnífico libro que debemos a los desvelos de Miguel Ayuso. A lo largo de ese tiempo, ha mostrado una admirable capacidad de revitalizarse cuando más falta hace. Con todo, como viejo que es, puede sucederle como a esos ancianos que van de una habitación a otra de su casa y, como al llegar, se han olvidado las razones de su desplazamiento, aprovechan la ocasión para charlar con el que encuentra o para beberse un vaso de leche. Como a veces me encuentro en esa tesitura, y pululo de una lado a otro de mi casa, lo que hago es repetirme por lo bajo a lo largo del trayecto la finalidad que persigo y así me voy diciendo “tomo XV, obras de Vázquez de Mella”, hasta que doy con ello, sin distraerme en el camino. De manera similar, y para no olvidar a qué hemos venido, siempre es bueno responder a las preguntas casi metafísicas ¿Qué defendemos? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Qué nos cabe esperar? Todos sabemos que nuestra doctrina se puede condensar en el lema cuádruple de Dios, Patria, Fueros y Rey. Lo que a veces se nos olvida es que esa doctrina es de carácter político, es decir práctico. No es la descripción teórica de un mundo inexistente, o definitivamente pasado e irrealizable, sino la exposición de algo operable, algo que puede hacer el hombre y más concretamente el hombre de nuestra patria. Este carácter se pone especialmente de manifiesto si se mira el tetralema como enumeración de las causas que deben concurrir a una acción eficaz: Dios representa la causa final, la Patria es como la causa material, que debe organizarse o adquirir la forma del régimen natural representado por la palabra “fueros” y el Rey es la causa eficiente, primera en lo humano, cuya función es la de dirigir la acción para alcanzar el fin. De estas cuatro causas la que primero se pone es Dios, pues sin saber el fin es imposible que se produzca acto racional alguno y, además, el fin es el que determina las otras causas. El fin último de la Comunión Tradicionalista es el restablecimiento de Nuestro Señor como Rey de nuestra Patria, es decir el acatamiento de Jesucristo no sólo como soberano del universo y de nuestra conciencia, o de nuestros actos personales, sino como rey de la sociedad en que nos ha tocado vivir. Acatamiento que conlleva el restablecimiento de la unidad católica, el reconocimiento público de la soberanía de Cristo y la reconstrucción del justo orden social donde los hombres puedan ejercer su papel gracias a las libertades en justicia debidas a los cuerpos intermedios, sin detrimento del poder que sólo al rey pertenece. Así pues, la realeza social de nuestro Señor, que hoy celebra la Comunión como su fin último, conlleva implícitamente el ordenamiento de nuestra patria, de sus hombres, de sus costumbres y de sus posesiones materiales según el orden político cristiano, enseñado de manera inmemorial por la tradición filosófica y cristiana de occidente. Pero, a todo esto le falta la causa agente, pues sin ella el fin el ideario carlista está condenado a quedarse en el cielo de la ideas sin realizar. Y esa causa agente primera sólo puede ser el Rey o, en su defecto, el abanderado, que debe ser legítimo por su origen, es decir conforme a la costumbre recogida en las leyes sucesorias, y por su ejercicio, lo cual es lo mismo que decir que tiene la intención efectiva de realizar el fin de la realeza de Cristo. Quede claro que con ello no me refiero a la monarquía en abstracto, porque las abstracciones ni mandan ni tienen intenciones, sino al hombre en que, según la sucesión y el ejercicio, le corresponde hacer ese papel. El cual -¡qué duda cabe a estas alturas!- no puede ser, como abanderado, sino S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, que nos honra hoy con su presencia. Rafael Gambra, en el que probablemente fue su último discurso político, señaló que el carlismo sin rey, anclado permanentemente en la monarquía abstracta, no se toma en serio a sí mismo. Por lo que he señalado, da lo mismo resumir nuestra doctrina diciendo viva Cristo Rey o diciendo viva el Rey. El fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución, decían los escolásticos y, al gritar viva Cristo Rey declaramos nuestro fin, es decir la realeza social de N. S., que involucra todo el orden político cristiano y el agente a cuyas órdenes hemos de ponernos para alcanzarlo; y al gritar viva el Rey, nos sumamos obedientemente a la acción del agente cuyo designio es la realización del fin. Por eso, ante quienes, en estos días previos a las elecciones, claman por la unidad de acción política, piden que dejemos nuestras particularidades y nos limitemos a los esencial (que ellos conciben unas veces como unos incoherentes principios innegociables, cuando no lo reducen a sólo la Patria) les respondemos que sólo tenemos una condición, según prefieran: la realeza de N.S. o ponerse a las órdenes del rey. Eso basta, nada más … ni nada menos.
Conocemos nuestra doctrina. Cabe ahora preguntarnos ¿Qué debemos hacer? ¿Cuál debe ser nuestra actitud de espíritu? Se puede tener un conocimiento teórico de un ideal societario, sin por ello desear su realización. Cabe conocer la sociedad babilónica, su estructura y las leyes contenidas en el código de Hammurabi, sin pretender su aplicación. Pero para ser carlista, aunque necesario, no basta con conocer así nuestro ideario: hace falta dar dos pasos más. El primero es desear la realización del ideario tradicionalista en nuestra sociedad, y a ese estado sólo se llega por amor a Dios, porque no puede desear la realeza de Cristo quien no le ama. El amor de Dios es el que nos mueve a desear el restablecimiento de sus derechos. No sin razón se ha dicho que sólo el católico puede ser carlista. El conocimiento de ese fin, incluso cuando va unido al deseo de que se realice, todavía es insuficiente. No podemos quedarnos en la actitud de quienes desean que “alguien” haga algo para llevarlo a efecto. El restablecimiento del reinado social de Cristo en nuestra Patria es obra de la comunidad cuyos miembros, conociendo el ideario y teniéndolo por bueno, tienen el propósito efectivo de realizarlo. Más eso no puede hacerlo cada uno por su cuenta y según su parecer. Los hay que quieren ellos mismos “hacer algo” sin saber bien cómo ni por dónde empezar y, a menudo, ponen manos a la obra por su cuenta. Como si los obreros pudieran emprender la reconstrucción de una casa, cada uno por un lado y según su propio plan de acción, hasta acabar estorbándose unos a otros y dedicando sus esfuerzos a impedir la labor unos de los otros. Hoy debemos dejar la teoría de la jarca y de las células independientes de acción que conducen a enfrentamientos, anulan la eficacia y producen el desánimo en todos. Este es una mal muy extendido entre los carlistas de los que se ha dicho que cada uno de ellos es su propio general, cuando no su propio rey. La verdadera y sensata actitud final que debemos adoptar en una obra como la nuestra, que sólo puede emprender una comunidad,es la de ponerse a las órdenes del agente primero, es decir del rey legítimo. Nuestra actitud no puede ser ni la del carlista arqueólogo de las ideas, ni la del triste carlista nostálgico, ni la del despreocupado carlista folklórico. Debe ser la misma actitud, si se me permite la comparación, de los judíos en la Pascua, “ceñidos los lomos, calzados los pies y el báculo en la mano”, dispuestos a ponernos en marcha en cuanto la ocasión nos lo permita. No estamos celebrando la festividad de Cristo Rey bajo las tiendas de campaña, a la espera de entrar mañana en combate, pero debemos tener esa disposición. Y esa disposición, para un carlista, no es sólo la del joven, sino la de todo hombre válido de cualquier edad. Siempre que el decaimiento de la edad hace mella en mí, como en todo el mundo, recuerdo la historia que narraba el general Redondo de aquel carlista navarro de 62 años, Severiano Arregui Olarquivil, que al principio del Alzamiento trató de alistarse en Algeciras y fue rechazado por su edad; no se desanimó ni se consideró ya justificado, sino que insistió y logró alistarse en el requeté de Sevilla. Murió al poco como cualquier joven requeté, en el asalto a Porcuna en Córdoba. En fin, tenemos que afrontar lo que muchos piensan de nosotros, cuando sólo consideran nuestra flaca y limitada existencia material y se olvidan de la inmensa grandeza de nuestro ideario: ¿qué pueden esperar éstos carlistas? Fijémonos en los movimientos sociales de nuestro tiempo. El hombre, alma inmortal en un cuerpo caduco, tiene, quiéralo o no, afán de lo inmutable y eterno. Ante problemas concretos y parciales adopta soluciones momentáneas que se, luego, convierte en concepciones del mundo con pretensiones de pervivencia definitiva. Así han nacido las ideología que han prevalecido en los últimos siglos: el liberalismo tuvo su origen -y obtuvo apoyo- porque era una teorización para resolver el enfrentamiento en la Europa de las guerras de religión. De lo cual surgió el capitalismo y el consiguiente problema social, que, a su vez, el comunismo trató de resolver con su doctrina economicista del hombre y de la sociedad. Y de los innumerables conflictos surgidos de estas ideologías nacieron otras mezclas doctrinales, en las cuales se han visto envueltos incluso los eclesiásticos desde la época conciliar, seguidores en buena medida del ideal maritainiano de la nueva cristiandad, que trataba de resolver, también definitivamente, el problema de los totalitarismos en la Europa de las guerras mundiales. Nada más peligroso que resolver problemas transitorios con soluciones permanentes, decía Gómez Dávila. Estas ideologías, así otras muchas nacidas de su combinación y evolución, y que sólo parecen tener en común el odio al cristianismo, se hallan sociológicamente caducas. No hace mucho se decía que la unión europea fallida a radice andaba a la búsqueda de un ideario que le diera unidad. Recientemente hemos visto cómo los medios modernísimos de comunicación han sido capaces de reunir grandes masas de población con slogans de mísero contenido, algunas veces no del todo desacertado. Y también cabe encontrar, en nuestro país, partidos que han cosechado notables éxitos sin disponer doctrina política que ofrecer a sus votantes. Todo ello es síntoma de la inanidad de las soluciones parciales y esclerotizadas a que se acogen los partidos de la democracia occidental. Y es que, en este desconcertante mundo globalizado, donde esas ideologías parciales han producido el enfrentamiento de todos contra todos y donde las potencias clásicas parecen verse desbordadas por potencias de nueva generación; en este mundo sobre el cual parecen cernirse todos los conflictos a la vez, internos y externos, políticos, sociales, económicos y religiosos, no cabe esperar nada de ideologías fabricadas para resolver tal o cual clase de enfrentamiento. ¿No será eso signo de que se acerca la hora del renacimiento de nuestro ideario, compendio de la sabiduría occidental que se ha enfrentado a toda clase de experiencias y dificultades y no sólo a una clase específica de problemas? Creo que en esta tesitura, no será malo recordar las sabias palabras del Rey Don Javier en su contestación a las de Fal Conde, durante el Consejo Nacional que cité al principio: Europa no es más que una debilidad militar y económica enfrente a tres continentes, y todos los pactos y conferencias, cada vez más numerosos, prueban la incapacidad de los hombres para dirigir al mundo. Demasiado pronto para la unión mundial y demasiado tarde para una unión europea. Y esto porque les falta el vínculo de unificación, y ese vínculo nosotros podemos facilitarlo: nuestra Unidad Católica. (…) Nuestro ideal monárquico es para muchos una utopía, un recuerdo del pasado que no puede volver. Para nosotros y para muchos, es una fe admirable por su fidelidad y constancia, y una fe parecida a una creencia religiosa que contiene una doctrina vieja como el mundo, que siempre puede ser adaptada a las circunstancias de los tiempos. (cf. Manuel de Santa Cruz, Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español 1933-1960, t. 12 , p. 35).
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