Fuente: ABC, 15 de Febrero de 1970, página 3.
¿SINCERIDAD, O CINISMO?
Hay cosas que no se hacen en público. No sólo por respeto a los demás, sino también por respeto a nosotros mismos. Parece como si una serie de actos, de necesidades, que reciben ya el nombre de íntimos, no hubieran de mostrarse a la expectación ajena. En algunos casos, el hacerlos en público produce vergüenza, y el que los realiza sin cuidado y sin recato, a la vista de los demás, es porque no tiene vergüenza, porque es un “sin vergüenza”, o lo que es lo mismo, un “sinvergüenza”. La memoria acumulada en toda clase de documentos, desde los más remotos tiempos hasta nuestros días, no guarda testimonio alguno de que determinados hechos hayan sido realizados con publicidad, buscada o casual. Siempre se han hurtado a la curiosidad ajena.
Está claro que esta forma de actuar obedece a normas sociales, a pautas de conducta, que se han ido imponiendo con carácter general, por entenderse, como es lógico, que eran beneficiosas para la salud y el desarrollo de los distintos grupos sociales y de la sociedad como tal. O también por una repugnancia instintiva a su contemplación, por muy naturales y necesarios, desde el punto de vista fisiológico, que sean. Hasta su mera mención, sin emplear eufemismos o subterfugios, es desaprobada de forma general. No hace falta, para entenderse, llegar a emplear, radical y descarnadamente, términos que son excluidos del uso social. Todos sabemos que, para esto, no hay cuerpos o naturalezas exentas –santos– y que todos, absolutamente todos los mortales, tenemos la servidumbre que el cuerpo impone. Pero ni aun por ello se permiten licencias en este terreno.
Igual ocurre con los meros comportamientos sociales y con el lenguaje. Hay situaciones dadas, ambientes, en que se tienen como connaturales unas formas de estar, un vocabulario, que no pueden admitirse fuera de ellos. Como no se admiten iguales ejercicios, alimentos, o esfuerzos intelectuales, para personas de distintas edades. No es lo mismo el lenguaje que emplea una pandilla juvenil que el que se usa en el seno de la familia; no se puede estar con igual vestimenta en el campo que en el despacho de trabajo; no se pueden adoptar idénticas posturas en un club-discoteca que en un casino de personas maduras. Todo requiere un ritmo y una medida que da a la vida su variedad, que hace posible saber dónde estamos y quiénes somos.
Para ser realmente sinceros hemos de mostrarnos tal y como somos, y nos mostraremos tal y como somos cuando el otro, quien observa, aquel con quien tratamos o encontramos casualmente pueda, por cómo nos presentamos y actuamos, saber, realmente, es decir, verdaderamente, nuestra personalidad y lo que las circunstancias añaden a ella, que también forma parte de la personalidad. Ésta es la única sinceridad posible. El millonario vestido de harapos, la hija de papá disfrazada de vagabunda, el sacerdote con “mambo” de veraneante, como el campesino con chaquet, la criada con abrigo de pieles o el ateo con sotana son disfraces con los que, lo pretendan o no, equivocan o engañan a los demás, por lo que no cabe en ellos sinceridad, sino equívoco, y puro equívoco.
La sinceridad, de la que tanto se blasona hoy como atributo de los tiempos nuevos, tampoco tiene nada que ver con la grosería, el matonismo o el sacar a la luz pública lo que reclaman los instintos de cualquier género, para que todos vean cómo se satisfacen. Hay cosas que “se suponen”, como el valor en el soldado, sin que sea preciso demostrarlas a cada paso, porque no hay mayor verdad que la de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Podemos no escandalizarnos con palabras o relatos del género que sean, pero eso no quiere decir, como contrapartida, que nosotros escandalicemos, permitamos o protagonicemos exhibicionismos de dudoso gusto que sólo parecen pretender demostrar que se es capaz de hacer lo que todos, por el hecho mismo de ser hombres, son capaces de hacer o lograr: un ambiente general en el que las “hazañas” puedan ser impulsadas.
No, no es falta de sinceridad que las cosas que, desgraciada, o afortunadamente, por las causas que sean, son, permanezcan ocultas, no se blasone de ellas, no se expongan a la luz. Ese ocultamiento es producto más bien de respeto, de consideración, de la convivencia. Cuando en las calles o en los espectáculos públicos contemplamos escenas propias de reservados salones, cuando en los escenarios o en las pantallas vemos lo que hasta hace poco sólo bastaba insinuarlo para que fuera comprendido, cuando vemos a sacerdotes pasearse con camisas floreadas y pantalones vaqueros, cuando los alumnos discuten al profesor sus explicaciones sobre la materia en la que es maestro, cuando los hijos reprueban a los padres el que no les den dinero y libertad para vivir su vida, cuando vemos a venerables señoras lucir generosamente sus muslos, cuando los que deben aprender discuten acerca de lo que ha de enseñárseles, cuando todas éstas y muchas otras cosas más ocurren diariamente como acciones corrientes y naturales, al mostrar preocupación o indignación por ellas, se nos dice, con mucha calma, que tales actitudes son buenas, muy buenas, y dignas de elogio, porque son extremadamente sinceras. La defensa de esta supuesta extrema sinceridad, con la gratuita base de que ha sido vencida la hipocresía, es tan preocupante, o más, que los mismos hechos que envuelve, porque indica que la tesis empieza a tomar estado de naturaleza entre nosotros. Oímos todos los días a quienes nos dicen, con tono y expresión de suficiencia: “Sí, sí, lo que usted quiera, pero habrá de convenir que ahora hay mucha más sinceridad; ya nadie se oculta para hacer lo que antes se hacía en privado”. No dudo que en privado se hacía, y se hacen muchas cosas “privadas” que ahora, porque se hacen en público, parecen no serlo, pero me figuro que no habrá disminuido el número de los que lo hagan en privado por las facilidades que pueda dar esta ensalzada sinceridad. Estimo, por el contrario, que el ejemplo público y general de unos comportamientos, además de haber hecho perder la función de magisterio y ejemplaridad de quienes debían ejercerlo –es muy difícil sustraerse a la generalización–, da estímulos para que muchos otros se justifiquen diciendo: “si todos lo hacen, yo también puedo, ¿por qué no?”. Las consecuencias están a la vista. Las leyes de la imitación y el contagio llevan a una “sinceridad general”, cuyo fruto hemos de recoger muy pronto.
Nunca, como ahora, hay un afán de alabanza y elogio para las “virtudes” de que da muestra la sociedad. No hace falta aclarar a quién, pero aquí hay una adulación peligrosa, porque si ya es extremadamente bueno el comportamiento general, mejor que nunca, aún podremos permitirnos algunas licencias para no distanciarnos, con nuestra bondad, de los que nos precedieron. El “camino de perfección” parece haberse acabado al haber llegado a la meta. Hay muchos indicios para no creerlo así –las páginas de sucesos de los periódicos, por ejemplo, y las que no son de sucesos también–, pero como todo ocurre con sinceridad, en estado de “buena conciencia”, con los aplausos y bendiciones generales, no causa inquietud a nadie.
La sinceridad es la gran arma, y en su nombre todo puede hacerse, todo está permitido; basta con ser sinceros para atropellar, conducir salvajemente, maltratar a quienes no pueden defenderse, ofender a las mujeres, no cumplir con los deberes profesionales, no respetar actitud alguna… y muchas otras cosas.
Tanta sinceridad, ejercida como desafío general contra quienes no la practican en esa escala, empieza a parecer otra cosa, y es que estamos en la terrible confusión de calificar como “sinceridad” a lo que es, simple y lisamente, puro “cinismo”. Y si no, para no equivocarnos, acudamos al Diccionario de la Real Academia Española: “Sinceridad”: “Sencillez, veracidad, modo de expresarse libre de fingimiento”. “Cinismo”: “Desvergüenza en defender o practicar acciones vituperables. Afectación de desaseo y grosería. Impudencia, oscenidad descarada”.
Hablando se entiende la gente. Hablemos claro. Llamemos a las cosas por su nombre.
Santiago GALINDO HERRERO
Fuente: El Pensamiento Navarro, 12 de Marzo de 1978, página 3.
SINCERIDAD
Por CLARA SAN MIGUEL
La palabra sinceridad es un arma subversiva que está haciendo más daño que la goma-2.
Naturalmente, la primera réplica que salta al oír esto es la siguiente:
– Entonces, ¿usted prefiere la hipocresía?
Y si yo contesto que, a veces, sí, el mundo se me cae encima y ya no hay modo de continuar el razonamiento.
Aquí está el peligro: en la enorme carga explosivo-sentimental que llevan estas dos palabras. Hoy día, la mayor parte de los juicios de conducta se cuelgan de la una o de la otra. Por ejemplo:
Si un niño le suelta a su madre una insolencia hay que alabar su sinceridad. Reñirle sería fomentar su hipocresía.
Seguir unido un matrimonio cuando los cónyuges han dejado de quererse y se son mutuamente antipáticos, es hipocresía. Irse cada uno por su lado, es sinceridad. Este tipo de juicio lo oímos y lo leemos veinte veces por día.
Pero hay algo aún más grave: el test de la sinceridad se aplica también a los juicios de carácter ideológico:
Un jovencito anda por ahí con una hoz y un martillo en la solapa y dedica lo mejor de su tiempo a manifestaciones comunistas. Su padre dirá a los amigos que él respeta las opiniones de su hijo porque son sinceras.
Otro paso más es eso de «tu verdad» y «mi verdad», que suele aparecer en las discusiones de la gente joven. No hay que discutir: cada uno que se quede con «su verdad».
Lutero defendió su verdad y los nihilistas rusos murieron heroicamente por la suya y en nada se distinguen de los mártires cristianos. La mitad de mis alumnas llevan en sus carpetas pegatinas del Che Guevara: «Se le nota en la cara que era muy sincero».
Todo esto constituye una auténtica subversión psicológica que prepara las mentes para la subversión política y social. Y lo más grave es que está siendo fomentada deliberadamente por la mayor parte del clero y de la jerarquía eclesiástica. Concretamente, Lutero y Che son los santos de moda en las homilías y en los textos escolares de religión.
Es urgente, pues, desentrañar el significado verdadero de la palabra sinceridad, tal como hoy se la utiliza.
Tomemos, por ejemplo, el caso del niño que contesta mal a su madre. Indiscutiblemente, es sincero en el sentido de que siente lo que dice. Lo siente en la capa más superficial de su mente, en la que reacciona de un modo más inmediato y más egoísta. Pero también siente otras cosas. Si no es un anormal, siente amor hacia su madre. Y si no está totalmente pervertido por una mala educación, siente remordimiento de conciencia por estar haciendo una cosa mala.
En el caso del matrimonio que se separa, ambos cónyuges saben que están dando preferencia a sus impulsos más egoístas y ahogando los más profundos. A no ser que hayan asistido a una Semana de Estudios sobre el Matrimonio organizada por el Arzobispado de Madrid, en cuyo caso habrán perdido de vista lo que es el sacramento y lo que es el deber.
La raíz de esta confusión está en que se olvida la profunda dualidad [d]el ser humano: todos somos criaturas de Dios, que nos hizo para Él, y a Él aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser. Pero todos somos también herederos del pecado original, que corrompe nuestra naturaleza y nuestros instintos. Por eso nunca conseguiremos una perfecta armonía interior. Y por eso, en nosotros, una cierta sinceridad, expresión del impulso inmediato, puede oponerse a la lealtad, expresión del compromiso íntimo.
El otro uso abusivo de la palabra sinceridad es aún más nocivo porque después de invadir el campo de la moral desborda sobre el campo de la doctrina.
En qué medida fueron sinceros Lutero o Karl Marx, es decir, en qué medida fueron invencibles su ignorancia o su debilidad, sólo a Dios corresponde juzgarlo. Sus doctrinas son erróneas, su causa es una mala causa, sean cuales fueren los motivos psicológicos que tuvieron para abrazarlas. Esto es tan evidente que no parece que quepa confusión sobre ello. Y, sin embargo, tal confusión existe en muchas mentes.
Los niños no estudian ya su Astete ni su Ripalda y las insensateces de nuestra pseudocultura televisiva y sentimental no se tropiezan con ideas bien definidas que las frenen.
– Lutero defendía su verdad –me dice una alumna listilla, de las que leen cosas.
– Pues no, mira, hija: por mucho énfasis que le des al posesivo, esa frase tan mona no pasa de ser una tontería. Lutero defendía su error. Porque el error, sí, el error, puede ser de cada uno, distinto el de Lutero del tuyo y del mío. Pero la verdad, no; la verdad es como es por sí misma, con independencia de que tú, o yo, o Lutero, lo creamos o no.
Este olvido de la objetividad, esta sobrevaloración de lo subjetivo, no son en el fondo otra cosa que agnosticismo. Si no creemos en la Revelación ni en Dios, entonces nada podemos dar por seguro y cada uno puede crearse sus propias reglas de pensamiento y de conducta. Pero si tenemos fe y un poco de sentido común en seguida nos salta a la vista la falsedad de un montaje en el cual la trémula y turbia sinceridad del hombre pretende suplantar a la esplendente verdad de Dios.
Y, en contraste con todos estos perniciosos embrollos, la pobre y vieja hipocresía, que consiste en aparentar las virtudes que no se alcanzan, casi nos parece un síntoma de salud mental y, sobre todo, de salud social.
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