Tontería, sinceridad y culpa

JUAN MANUEL DE PRADA



DECÍA César González-Ruano que, cuando se tienen cincuenta años, si uno no es sincero es porque es uno tonto. A Zapatero, mientras gobernaba, lo tildaron muchas veces de tonto; y no de tonto raso, sino superlativo, según aquella hilarante clasificación de Leonardo Castellani, que dividía a los tontos en cinco grupos, atendiendo al grado de conciencia que tenían sobre su tontería: 1) Tonto a secas, esto es, ignorante; 2) Simple, esto es, tonto que se sabe tonto; 3) Necio, esto es, tonto que no se sabe tonto; 4) Fatuo, esto es, tonto que no se sabe tonto y además quiere hacerse el listo; y 5) Insensato, esto es, tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar a otros. Harto tal vez de que lo tomen por insensato y cincuentón corrido, Zapatero ha publicado un libro en el que rememora los «600 días de vértigo» que pusieron fin a su mandato, procurando alcanzar la «máxima sinceridad». A mí, de todos libros que he leído, el que más me ha aburrido son «Las 120 jornadas de Sodoma», del Marqués de Sade; pero sospecho que los sincerísimos y vertiginosos 600 días del título zapateril tienen que hacer de aquella tediosa relación de aberraciones sadianas un prodigio de amenidad.
La «máxima sinceridad» de Zapatero consiste, primeramente, en afirmar que él no fue el culpable de nuestra ruina económica, que es algo un poco surrealista, más o menos como si la cigarra de la fábula de Esopo escribiera un libro para decirnos que ella no es la culpable de que cada año llegue por sorpresa el invierno (¡pero sí de no precaverte contra sus rigores, cabrita!). Y, después, en hacerse perdonar que accediera a convertirse en el perro caniche de la plutocracia internacional, acatando todos los recortes que le impusieron. Sólo que, a la vez que pide perdón, Zapatero nos asegura que jamás nos mintió sobre la crisis, aunque callara paternalmente algunos de sus aspectos más escabrosos, por no cortarnos el buen rollo. Pero un penitente que, a la vez que pide perdón, se justifica no cumple con los requisitos de la confesión válida.
Observaba Chesterton que lo más morboso que había en el mundo era no confesar los pecados; de ahí que, aunque los moralistas protestantes abolieran el confesionario, llegaran luego los psicoanalistas para restaurarlo, aunque sin una sola de sus reconocidas garantías, porque en el confesionario el pecador se reconoce como tal, sin excusas pusilánimes ni subterfugios adolescentes, a diferencia de lo que ocurre en el diván del psicoanalista, donde uno puede descargarse de responsabilidades y llamarse a andana, inventándose traumas infantiles. La misma función sucedánea del confesionario que antaño desempeñaba el diván del psicoanalista la cumplen ahora, en el gremio de los presidentes y ministros jubilados, los libros de memorias, en los que ya sus autores no quieren sincerarse —a riesgo de que los tomemos por fatuos; o sea, por tontos que no se saben tontos y además quieren hacerse los listos—, sino tan sólo descargarse de sus culpas, atribuyéndoselas a otros entes más o menos difusos (Solbes a Zapatero y Zapatero… a nadie, salvo al viento).
Escribió Quevedo una pragmática contra «los poetas güeros, chirles y hebenes» que debería aplicarse ahora a ese «género de sabandijas» de los presidentes y ministros jubilados, despedazadores de vocablos y volteadores de razones a quienes habría que hacer recoger, como antaño se hacía con las malas mujeres durante la Semana Santa. Y, para que purguen sus pecados, deberían ponerles en su encierro un confesionario con un cura trabucaire que les tundiese las costillas antes de darles la absolución. Así dejarían de darnos la tabarra con sus libracos exculpatorios y muchos árboles se salvarían de la tala.

Tontería, sinceridad y culpa - Kioskoymas.abc.es