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Tema: Artículos de Luis Hernando de Larramendi en “La Voz de España”

  1. #1
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    Artículos de Luis Hernando de Larramendi en “La Voz de España”

    Fuente: Así se hizo Mapfre, Ignacio Hernando de Larramendi, Editorial Actas, Madrid, 2000, página 31.


    Alguna vez, viejo y triste, [Luis Hernando de Larramendi] pensaba que había fracasado y yo le señalaba: «¿cuántas personas hay en este mundo que siempre han dicho lo que han querido y que no se han sujetado a ningún yugo exterior de cualquier clase?». Éste fue su verdadero éxito. En algunas ocasiones fue demasiado enérgico con los que querían utilizarle; un caso digno de recordar es cuando abofeteó en plena Guerra Civil, en San Sebastián, a las dos de la tarde, en el Café Madrid, a Julio Muñoz Aguilar, marqués de Salinas, director del periódico La Voz de España (después Jefe de la Casa Civil del Jefe del Estado), porque añadió a un artículo suyo un elogio de Franco. He continuado algo en esa línea, pero mucho menos, y lo que tengo de ello es su herencia.

  2. #2
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    Re: Artículos de Luis Hernando de Larramendi en “La Voz de España”

    Fuente: La Voz de España, 3 de Octubre de 1936, páginas 1 y 7.



    ESPAÑA ETERNA


    Por LUIS HERNANDO DE LARRAMENDI


    En el juicio, que es una apología, de la sin par proeza de Navarra se tiene presente, repitiéndose de continuo, que Navarra apenas ha padecido el yugo de la tiranía republicana. Su respuesta inmediata y unánime al movimiento salvador de España es más pura y desinteresada precisamente por eso.

    Si se considera que los atentados del ilegítimo poder republicano se han estrellado, inútiles, contra Navarra, resulta cierto que es la región que menos ha padecido. Pero, en la prontitud y unanimidad de su respuesta al resurgimiento patriótico, se echa de ver que, aun cuando haya sido más espiritual que material su padecimiento, forzosamente ha debido ser Navarra la entraña española que más honda, real y sensiblemente ha devorado las angustias de la Patria. Quien con mayor rapidez y desinterés ha acudido al sacrificio de la lucha, ha tenido que ser quien más profundamente ha padecido en el espíritu las amarguras de España.

    Aceptar un hecho tan notorio, no basta; precisa analizar la naturaleza de sus raíces. Porque, si Navarra ha sido más fuerte e inaccesible para el mordiente corrosivo de la agresión revolucionaria y más apta y generosa en su totalidad para la defensa de la Patria, en las raíces de su excepcional vitalidad política se ha de hallar, asimismo, el fundamento de la salud pública de España entera.

    Y al más somero examen se tropieza inmediatamente con una observación capital que diferencia a Navarra de las demás regiones: Navarra es la región más carlista de España.

    Poca monta tendría la observación si bajo la palabra carlismo no se contuviera otra sustancia que la de un partido más. Pero el carlismo, nombre o denominación vulgar, quiere decir comunión en todos los principios legítimos de la tradición española. Partido, es lo que rompe en partes una unidad social. Comunión, es lo que se funda en unidad social la variedad natural de elementos integrantes.

    Principio legítimo es el que establece la ley divina, la ley natural, la ley biológica de la Historia, la autoridad indiscutible y perdurable, superior por fuerza a las veleidades caprichosas del arbitrio humano y que no puede quebrantarse sin daño público y general.

    Tradición española es la realidad viva y permanente a través de los siglos, la formación y conservación de nuestra Patria, fiel siempre a los principios de legitimidad inmutable, en comunión de todos los españoles auténticos, cualesquiera que sean sus variedades de naturaleza, de actividad, de condición y hasta de tiempos.

    Mientras el espíritu de la Revolución –separatista y disolvente de la familia, de la profesión, de la continuidad biológica en la Historia, de la coordinación social y hasta de la rectitud mental y moral de la conciencia humana– todo lo rompía en partidos, el carlismo, resto de la España de siempre, sustentaba la comunión de todos los españoles pasados, presentes y futuros en la sustancia viva y progresiva de la tradición española. Y por eso, mientras España se disolvía en mil partidos, plagios insípidos y alborotadores de extraña inspiración, flores de un día todos, que perecían apenas nacidos sin dejar más rastro que escepticismo, confusión y perplejidad en los ánimos, faltos de verdadera raíz, Navarra subsistía, con la fortaleza de las virtudes inmortales de la España gloriosa, más fuerte que todos los embates de la tiranía revolucionaria, y apercibida espiritualmente para vencerlos.

    Por eso, mientras el liberalismo revolucionario, en las mil diversidades y cambiantes propios de su naturaleza errónea, ya pretendía defender la unidad española exterminando las libertades legítimas de la intangible realidad foral, ya alardeando de redimir la libertad regional, llegaba ciegamente por absurdos derroteros a encontrarse entregándola en manos de tenebrosos poderes internacionales, Navarra, la carlista, la más perseverante y tenaz tierra foral de España, se ha erguido de un golpe y como un solo hombre, con el vigor y la arrogancia tradicionales, para dar su sangre generosa por la salvación de España entera –en Somosierra, en Huesca, en Andalucía, en Guipúzcoa– con la misma decisión y entusiasmo con que defiende por siempre sus viejas libertades forales.

    Testimonio irrecusable de que la naturaleza y la Historia están acordes en que existan navarros y andaluces, gallegos y castellanos, comulgando hasta la muerte en la unidad española.

    Testimonio también de que donde se resquebraja, resiente y blandea la unidad española es allí donde se rompe y separa el pasado del porvenir y a unos de otros españoles, con la locura liberal revolucionaria del partidismo, la división en clases, la injerencia de modas extranjeras, la veleidad de las ambiciones y vanidades individuales que se sobreponen a la majestad inviolable y sagrada de la comunión de la España eterna.

    Quien dice España, dice siglos de comunión tradicional o no dice cosa que no sea caprichosa, convencional y vana.

  3. #3
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    Re: Artículos de Luis Hernando de Larramendi en “La Voz de España”

    Fuente: La Voz de España, 21 de Octubre de 1936, página 1.



    No hay progreso sin tradición


    Por Hernando de Larramendi


    De dos maneras se usa políticamente la palabra “revolución”. Una, la más vulgar, quiere decir, el cambio de lo que existe por otra cosa diferente. Este significado es superficial e insignificante ya que en tal sentido la revolución puede ser para bien o para mal.

    Pero cuando se habla de la revolución y del espíritu revolucionario, con alguna expresa referencia a la vida política y social desde fines del siglo diez y ocho hasta ahora, la palabra “revolución” se usa como la oposición y el ataque a toda la obra de las generaciones anteriores, a los principios sobre los cuales se formaron y engrandecieron durante decenas de siglos los grandes pueblos de la civilización cristiana: es decir que la “Revolución” se hizo y es lo contrario de la “Tradición”.

    Por eso toda la “Revolución” es antitradicionalista y también por lo mismo no hay “contra-revolución” verdadera y eficaz más que en la Tradición.

    Para enmascarar esta realidad tan clara se ha usado todo lo más manido y vacuo del ingenio humano.

    La necedad que ha estado siempre al alcance de las inteligencias mediocres, consiste en atribuir a la “tradición” el significado de antigualla y vejez, y en cambio, inventar la palabra “progreso” como contraria y atribuirse todos los adelantos de la aplicación científica, tales como el telégrafo, el avión, etc., como novedades del progreso reñidas con la tradición.

    En cuanto a vejez, nada tan viejo y tan fecundo como el sol. Y como el sol, de siglos, viejos y fecundos, son muchos principios fundamentales de la tradición.

    Pero, además, tradición es todo lo contrario de estatismo y de quietud, porque tradición quiere decir “traer” el fruto de una generación y sus adelantos a otra, para que el esfuerzo de ésta, aumentando las perfecciones, “traiga” a su vez a la siguiente el conjunto de las aportaciones, repitiéndose así la “tradición” de generación en generación a través de los siglos, para beneficio creciente de la humanidad.

    Como se ve, sin tradición no puede haber progreso. Es decir, que si se usa la palabra “progreso” es por el odio revolucionario a la palabra “tradición”.

    Los revolucionarios pretenden, para establecer alguna diferencia, que el progreso es indefinido y se produce forzosamente cualquiera que sean las atrocidades que haga la humanidad. La tradición exige, por el contrario, que para no volver a la barbarie, se ha de eludir hacer tonterías, se han de respetar los principios inmutables y los esfuerzos útiles de las generaciones pasadas.

    Y si el orden científico, natural y matemático, ha seguido en sus aplicaciones obteniendo adelantos, ha sido porque en esas disciplinas no se ha permitido opinar a los ignorantes y al que pretendiese sostener que en nombre del libre pensamiento dos y dos eran seis, se le hubiese echado a patadas.

    Cosa que desgraciadamente no ha ocurrido en el mundo político, donde cualquier plagio y cualquier tontería se creen novedades.

  4. #4
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    Re: Artículos de Luis Hernando de Larramendi en “La Voz de España”

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: La Voz de España, 20 de Marzo de 1938, página 12.


    Palabras de autoridad


    Nos complacemos en publicar el discurso que el Día de los Mártires pronunció por la radio el ilustre pensador don Luis Hernando de Larramendi, de antiguo abolengo tradicionalista. En él muestra su satisfacción de que la Fiesta de los Mártires, nacida en el manifiesto de un príncipe proscripto para la Comunión Tradicionalista, es hoy fiesta nacional establecida para cuantos alientan el glorioso Movimiento triunfante por el Generalísimo, que tiene la sagrada misión de llevarle por las vías del triunfo a la victoria decisiva.



    España, en las horas presentes, gloriosamente trágicas, en tanto que desarrolla victoriosa la batalla decisiva por su independencia espiritual, celebra con magnificencia inusitada la solemnidad instituida el 5 de noviembre de 1895 por la mente iluminada y el soberano corazón del nunca bastante llorado Carlos VII.

    No habría designación más acertada para titular esta conmemoración anual que la que tuvo desde el Manifiesto en que se instituyó: de los Mártires de la Tradición.

    Porque la muerte y el dolor son comunes a todos los humanos, y ni el dolor ni la muerte dependen de nuestro propio arbitrio. Lo más abyecto de la sociedad puede causar el dolor público y privado, y el más infame asesino o la propia temeraria obstinación y locura pueden causar la muerte. Mas un malvado no es un mártir, y un suicida tampoco.

    Lo que es peculiar del ánimo y elección suya exclusiva es el ofrecimiento del sacrificio y de la vida y la finalidad y sentido con que se ofrecen.

    Los que todo lo arrostran y se lo sacrifican al bien común que la Patria por eterna naturaleza constituye, y a la vida civil en que consiste la perfectiva tradición de esfuerzos desinteresados y magnánimos que es la Civilización, ésos son mártires.

    […]

    Como lo hace constar el maravilloso Manifiesto de Carlos VII al vincular la solemnidad que hoy celebramos en la persona de Carlos V, en el espíritu de la Guerra de la Independencia española de 1808, desde entonces, ofrendados especialmente a la tradición del país, la Causa eterna de la eterna España tuvo mártires magnánimos e innumerables.

    Durante más de un siglo, en que la defección de muchos se entregaba a los caprichos imaginarios y exóticos de la Revolución francesa, del marxismo judaico, del comunismo ruso, rompiendo la unidad de la Patria al renegar de sus indestructibles lazos de identificación y filiación con el pasado, y al romper la comunidad de los presentes con mil partidos de locura que encendían y sostenían la guerra civil permanente destructora de la ventura pública y de la paz social; durante más de un siglo, los españoles que sentían la unidad de la Patria a través del transcurso de los tiempos y de las variedades de la integración territorial, los que no se apartaron jamás de la rotunda afirmación de la España de siempre, los que querían y sabían permanecer siendo los españoles y la España de siempre, lucharon, no para dañar fratricidamente, sino para impedir el fratricidio permanente de la lucha de los partidos; no para imponer por la fuerza un programa caprichoso, sino para defender a la Patria de las imposiciones arbitrarias de los mil programas caprichosos de los partidos de la Revolución; no para alcanzar personalmente los puestos y los mandos, sino para restaurar el poder en sus cuadros naturales de Derecho, en los cuerpos y estados naturales de la sociedad española.

    En la Guerra de la Independencia, donde, como Zumalacárregui, el genio militar español del siglo XIX, hizo sus primeras armas, comenzó la gesta tradicionalista; en la guerra de los siete años; en las dos de Cataluña a mediados del siglo pasado; en la de la decena del 70; en el gesto de heroica protesta del catalán Soliva y su partida, al perderse Cuba y Filipinas; en el paseo victorioso de la bandera auténtica de España por las calles y ramblas de Barcelona hasta el Círculo de Portaferrissa, uno de los trece de aquella capital, ya en los días nefastos de la segunda República española; y en mil y mil otras ocasiones, hasta llegar a los días del feliz Movimiento Salvador en curso, en que los voluntarios de la Tradición han asombrado al mundo, siempre fueron constantes, heroicos e innumerables los mártires ofrecidos a la Tradición de la Patria, sin ambición personal y sin impulso que no fuese el imperativo de la Patria eterna, por los españoles auténticos, más fuertes que todas las sugestiones del ambiente.

    Muerte, persecución, calumnia, ostracismo, ruina, todo cayó sobre ellos durante más de un siglo.

    Millares de partidos, millares de programas, millares de espontáneos aficionados a hacer la felicidad de los demás, pero mandando ellos e imponiendo su capricho personal, hicieron presa de España durante ese siglo. Parecía que lo llenaban todo, que la Tradición había muerto.

    Pero, ¿qué queda de tantos partidos? ¿Quién podría siquiera contar su número? ¿Quién se acuerda de sus nombres? ¿Quién sabe ya quiénes eran los Polacos o los Ayacuchos, los Unitarios o los Trinitarios y tantos otros más?

    En cambio, apartados siempre de toda satisfacción que no fuese la de sus conciencias, perseguidos siempre durante el largo siglo, más fuertes a cada decenio, los fieles y magnánimos defensores de la Tradición española ven hoy que su sangre generosa y sus sacrificios y abnegaciones de todas clases, tienen la eficacia redentora de lo que no es servidumbre de la arbitrariedad, parto de la imaginación ni ardid de la malicia, sino fruto de vida que tiene su raíz en el Derecho de la naturaleza social, y en la segunda naturaleza para un pueblo de sus tradiciones históricas.

    Las leyes del capricho las aguanta el papel; pero perturban la paz pública y no enraízan ni fructifican jamás.

    Como ejemplo contrario puede apreciarse hoy, en la augusta conmemoración que celebramos, que lo que ayer fue institución nacida en el Manifiesto de un príncipe proscripto para la Comunión Tradicionalista, es hoy la fiesta nacional establecida para cuantos alientan el glorioso Movimiento triunfante por el Generalísimo, que tiene la sagrada misión de llevarle por las vías del triunfo a la victoria decisiva.

    Honor eterno a los Mártires de la Tradición. A los de ayer y a los de hoy, con los del Ejército, Milicias y la muchedumbre de víctimas sacrificadas por la barbarie roja. Que el nombre de Dios, por el cual fueron y son mártires, reciba el fiel y profundo tributo de amor y reverencia de todo el pueblo español y que su Soberana Providencia asista a España en las horas críticas actuales y guíe siempre al Caudillo para que la Historia le salude con el homenaje y honor con que el auténtico pueblo español le sigue y le saluda.

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