Fuente: La Voz de España, 20 de Marzo de 1938, página 12.
Palabras de autoridad
Nos complacemos en publicar el discurso que el Día de los Mártires pronunció por la radio el ilustre pensador don Luis Hernando de Larramendi, de antiguo abolengo tradicionalista. En él muestra su satisfacción de que la Fiesta de los Mártires, nacida en el manifiesto de un príncipe proscripto para la Comunión Tradicionalista, es hoy fiesta nacional establecida para cuantos alientan el glorioso Movimiento triunfante por el Generalísimo, que tiene la sagrada misión de llevarle por las vías del triunfo a la victoria decisiva.
España, en las horas presentes, gloriosamente trágicas, en tanto que desarrolla victoriosa la batalla decisiva por su independencia espiritual, celebra con magnificencia inusitada la solemnidad instituida el 5 de noviembre de 1895 por la mente iluminada y el soberano corazón del nunca bastante llorado Carlos VII.
No habría designación más acertada para titular esta conmemoración anual que la que tuvo desde el Manifiesto en que se instituyó: de los Mártires de la Tradición.
Porque la muerte y el dolor son comunes a todos los humanos, y ni el dolor ni la muerte dependen de nuestro propio arbitrio. Lo más abyecto de la sociedad puede causar el dolor público y privado, y el más infame asesino o la propia temeraria obstinación y locura pueden causar la muerte. Mas un malvado no es un mártir, y un suicida tampoco.
Lo que es peculiar del ánimo y elección suya exclusiva es el ofrecimiento del sacrificio y de la vida y la finalidad y sentido con que se ofrecen.
Los que todo lo arrostran y se lo sacrifican al bien común que la Patria por eterna naturaleza constituye, y a la vida civil en que consiste la perfectiva tradición de esfuerzos desinteresados y magnánimos que es la Civilización, ésos son mártires.
[…]
Como lo hace constar el maravilloso Manifiesto de Carlos VII al vincular la solemnidad que hoy celebramos en la persona de Carlos V, en el espíritu de la Guerra de la Independencia española de 1808, desde entonces, ofrendados especialmente a la tradición del país, la Causa eterna de la eterna España tuvo mártires magnánimos e innumerables.
Durante más de un siglo, en que la defección de muchos se entregaba a los caprichos imaginarios y exóticos de la Revolución francesa, del marxismo judaico, del comunismo ruso, rompiendo la unidad de la Patria al renegar de sus indestructibles lazos de identificación y filiación con el pasado, y al romper la comunidad de los presentes con mil partidos de locura que encendían y sostenían la guerra civil permanente destructora de la ventura pública y de la paz social; durante más de un siglo, los españoles que sentían la unidad de la Patria a través del transcurso de los tiempos y de las variedades de la integración territorial, los que no se apartaron jamás de la rotunda afirmación de la España de siempre, los que querían y sabían permanecer siendo los españoles y la España de siempre, lucharon, no para dañar fratricidamente, sino para impedir el fratricidio permanente de la lucha de los partidos; no para imponer por la fuerza un programa caprichoso, sino para defender a la Patria de las imposiciones arbitrarias de los mil programas caprichosos de los partidos de la Revolución; no para alcanzar personalmente los puestos y los mandos, sino para restaurar el poder en sus cuadros naturales de Derecho, en los cuerpos y estados naturales de la sociedad española.
En la Guerra de la Independencia, donde, como Zumalacárregui, el genio militar español del siglo XIX, hizo sus primeras armas, comenzó la gesta tradicionalista; en la guerra de los siete años; en las dos de Cataluña a mediados del siglo pasado; en la de la decena del 70; en el gesto de heroica protesta del catalán Soliva y su partida, al perderse Cuba y Filipinas; en el paseo victorioso de la bandera auténtica de España por las calles y ramblas de Barcelona hasta el Círculo de Portaferrissa, uno de los trece de aquella capital, ya en los días nefastos de la segunda República española; y en mil y mil otras ocasiones, hasta llegar a los días del feliz Movimiento Salvador en curso, en que los voluntarios de la Tradición han asombrado al mundo, siempre fueron constantes, heroicos e innumerables los mártires ofrecidos a la Tradición de la Patria, sin ambición personal y sin impulso que no fuese el imperativo de la Patria eterna, por los españoles auténticos, más fuertes que todas las sugestiones del ambiente.
Muerte, persecución, calumnia, ostracismo, ruina, todo cayó sobre ellos durante más de un siglo.
Millares de partidos, millares de programas, millares de espontáneos aficionados a hacer la felicidad de los demás, pero mandando ellos e imponiendo su capricho personal, hicieron presa de España durante ese siglo. Parecía que lo llenaban todo, que la Tradición había muerto.
Pero, ¿qué queda de tantos partidos? ¿Quién podría siquiera contar su número? ¿Quién se acuerda de sus nombres? ¿Quién sabe ya quiénes eran los Polacos o los Ayacuchos, los Unitarios o los Trinitarios y tantos otros más?
En cambio, apartados siempre de toda satisfacción que no fuese la de sus conciencias, perseguidos siempre durante el largo siglo, más fuertes a cada decenio, los fieles y magnánimos defensores de la Tradición española ven hoy que su sangre generosa y sus sacrificios y abnegaciones de todas clases, tienen la eficacia redentora de lo que no es servidumbre de la arbitrariedad, parto de la imaginación ni ardid de la malicia, sino fruto de vida que tiene su raíz en el Derecho de la naturaleza social, y en la segunda naturaleza para un pueblo de sus tradiciones históricas.
Las leyes del capricho las aguanta el papel; pero perturban la paz pública y no enraízan ni fructifican jamás.
Como ejemplo contrario puede apreciarse hoy, en la augusta conmemoración que celebramos, que lo que ayer fue institución nacida en el Manifiesto de un príncipe proscripto para la Comunión Tradicionalista, es hoy la fiesta nacional establecida para cuantos alientan el glorioso Movimiento triunfante por el Generalísimo, que tiene la sagrada misión de llevarle por las vías del triunfo a la victoria decisiva.
Honor eterno a los Mártires de la Tradición. A los de ayer y a los de hoy, con los del Ejército, Milicias y la muchedumbre de víctimas sacrificadas por la barbarie roja. Que el nombre de Dios, por el cual fueron y son mártires, reciba el fiel y profundo tributo de amor y reverencia de todo el pueblo español y que su Soberana Providencia asista a España en las horas críticas actuales y guíe siempre al Caudillo para que la Historia le salude con el homenaje y honor con que el auténtico pueblo español le sigue y le saluda.
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