«Podremos» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 19/XI/2018.
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Se habla mucho en estos días del desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos, al que se le pueden buscar razones más o menos banales, de tipo ideológico o sociológico, que no aciertan a explicar la raíz más profundamente política (incluso, si se quiere, antropológica) del fiasco, que aquí nos proponemos explicar sucintamente.

Podemos no nació como un partido político al uso, en torno a unas oligarquías ya consolidadas (como fue el caso de UCD o PP), o como resultado de una operación teledirigida por la plutocracia internacional (como ocurrió en la refundación del PSOE en Suresnes). Podemos nació de una efervescencia popular sincera, amasada de descontento y repudio hacia la «vieja política», que adquirió una visibilidad rotunda en las protestas del 15-M. Este movimiento espontáneo lo supieron aprovechar los líderes de Podemos al modo espartaquista preconizado por Rosa de Luxemburgo, presentándose ante esas masas de indignados como una herramienta de poder popular y regeneración democrática. El espontáneo impulso de cambio que latía en la calle fue brillantemente encauzado hacia el fin estratégico de la conquista del poder político por los líderes de Podemos, que así se convirtieron en vanguardia de aquella efervescencia popular, cuidando de que las masas siguiesen creyendo que la vanguardia no hacía sino dar forma a sus reivindicaciones y «poner las instituciones al servicio de la gente».

Pero, para llevar a cabo esta estrategia espartaquista de conquista del poder, los líderes de Podemos tuvieron que constituirse en partido. Y, constituyéndose en partido, entraron fatalmente en la dinámica descrita por Robert Michels, quien -¡hace ya un siglo!- nos demostrase con su célebre «ley de hierro de la oligarquía» que los partidos políticos son incompatibles con la democracia. Pues, en efecto, los partidos son organizaciones fundadas «sobre el dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores»; o sea, organizaciones oligárquicas cuyos líderes -citamos de nuevo a Michels-, «que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control». Este proceso, connatural a todo partido político, en el que «la estructura oligárquica aplasta el principio democrático básico», ha resultado sin embargo mucho más doloroso para los simpatizantes de Podemos, que eran sincera o ingenuamente demócratas y aspiraban a que su partido actuase como vehículo de expresión de sus anhelos.

Pero en el desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos subyace, sepultada por la hojarasca ideológica, la nostalgia de una política auténticamente democrática, en la que la representación política no se funde (como ocurre en la partitocracia) en el dominio de los elegidos sobre los electores, sino en el mandato de los electores sobre los elegidos. Sólo en un sistema de representación política mediante mandato los anhelos populares podrán encontrar voz en las Cortes y participación en los órganos gubernamentales. Pero, para que esta forma natural de representación política sea viable, primero hay que disolver los partidos políticos, oligarquías que fundamentan su dominio en la demogresca (o sea, en vanas confrontaciones por entelequias), a la vez que aplastan los anhelos genuinos del pueblo (o sea, las realidades concretas de la vida). En el desencanto de los votantes de Podemos hay, en el fondo, un afán de retorno a la comunidad política tradicional, que la partitocracia nunca, nunca, nunca va a satisfacer. Pues la partitocracia existe, precisamente, para destruir la comunidad de los hombres.

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