«El arte de injuriar» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 24/XI/2018.
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Molesta a la presidenta del Congreso que la llamen «institutriz», por considerarlo término misógino; pero más bien es término eufemístico, pues las institutrices tienen a su cargo niños y Ana Pastor tiene a su cargo gran cantidad de mastuerzos muy talluditos. Además de mujer inteligente y con sentido del decoro, Ana Pastor tiene más paciencia que el santo Job, prenda que sin duda le permite sobrevivir en ese barrizal de mediocres que preside; y también pasar sin mojarse por esa charca de ranas analfabetas de Twitter, donde la han tachado de censora cuando anunció que retiraría del «Diario de Sesiones» unos torpes insultos que se habían cruzado los mastuerzos a su cargo.
Para insultar con arte hay que tener ingenio, que es exactamente lo que les falta a los mastuerzos que Ana Pastor pastorea. Injuriar, nos recordaba Borges, también puede ser un arte; pero para ello el vituperio tiene que ser memorable, muy elegantemente malvado, como aquella insidia que Samuel Johnson dirigió a un detractor, en mitad de una discusión: «Su esposa, caballero, con la excusa de que trabaja en un lupanar, vende género de contrabando». Y el caso es que en el Congreso hubo en otro tiempo notables insultadores. Allá en la Segunda República, por ejemplo, mientras José María Gil Robles peroraba desde la tribuna, Indalecio Prieto lo increpó, acusándolo de señoritismo: «Su señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda»; a lo que Gil Robles repuso: «No podía imaginarme que su esposa fuese tan indiscreta». Treinta años más tarde, el ministro José Solís (que era natural de Cabra) defendió desde la misma tribuna que se aumentasen las horas escolares dedicadas a la gimnasia, en detrimento de las lenguas clásicas; y remató su discurso con una pregunta que se pretendía retórica: «Porque, díganme sus señorías, ¿para qué demonios sirve hoy en día el latín?». A lo que Adolfo Muñoz Alonso le soltó desde su escaño: «Pues, de entrada, señor ministro, para que a su señoría lo llamemos egabrense y no otra cosa más fea». Tal vez el último maestro de la injuria que tuvimos en el Congreso fuese el feroz Alfonso Guerra, que llamaba a Adolfo Suárez «tahúr del Misisipi», a Tierno Galván «víbora con cataratas», a Verstrynge «liendre con gafas», a Soledad Becerril «Carlos II disfrazado de Mariquita Pérez», a Leopoldo Calvo Sotelo «marmolillo de calle peatonal», a Loyola de Palacio «monja alférez» y a José María Aznar «un híbrido de Onésimo Redondo y Escrivá de Balaguer». Alfonso Guerra tenía esa mala leche revirada del hombre feo y genial que -al estilo de Quevedo o Francesillo de Zúñiga- escupe su desdén sobre el mundo, denigrando cuanto se cruza en su camino con tanta gracia como crueldad.
Yo soy de los que piensan, con Freud, que el primer hombre que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización. Y soy de los que piensan que el arte de injuriar es tan necesario al político de raza como el arte de la esgrima al espadachín. Pero para insultar con arte hay que ser de ingenio afilado, hay que dominar la preceptiva literaria, hay que tener mano izquierda y colmillo retorcido. Y los mastuerzos que pastorea nuestra presidenta del Congreso no pueden insultar con arte: lo suyo es el improperio burdo, la descalificación vulgar, el aspaviento chulesco. Repiten como papagayos insultos propios de gente indocta, aferrada fatalmente al lugar común y el pensamiento inerte. Y Ana Pastor hace muy requetebién en dejar sus palabras señaladas en el «Diario de Sesiones», para que las generaciones venideras se asombren viendo que España estuvo secuestrada por una patulea de ignaros, topiqueros y rufianes.
https://www.abc.es/opinion/abci-arte...9_noticia.html.
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