Fuente: Fuerza Nueva, Número 365, 5 Enero 1974, páginas 16 – 19.



La Historia lo confirma

VIGENCIA DE LA TRADICIÓN COMO FUERZA POLÍTICA

Porqués del divorcio entre la Tradición y el Estado actual (en la práctica)


La Tradición como fuerza política es accidental a la Tradición como sustancia: aquélla brota de la segunda para su defensa en circunstancias determinadas de tiempo y de lugar, y, una vez cumplida su misión, desaparece.

La Tradición como fuerza política tiene por objeto mantener a la Patria identificada consigo misma, a través del tiempo, en su personalidad nacional. De ahí que cuando esa personalidad se mantiene pujante y vigorosa, la Tradición como fuerza política desaparece, sumergida en su propia sustancia; por el contrario, cuando aquella personalidad nacional sufre eclipses en su identificación, cuando se trata de alterar o sustituir cualquiera de sus elementos sustanciales, brota la Tradición como fuerza política, como reacción del cuerpo vivo contra las sustancias que le intoxican.

La Historia confirma lo dicho:

a) Cuando Carlos I de España, influenciado por sus cortesanos flamencos, trata de imponer su real voluntad contra los intereses de las Comunidades de Castilla, Padilla, Bravo y Maldonado rectifican con su sacrificio y con su heroísmo la política regia, y el gran Carlos reconoce su error, se desprende de su querencia absolutista, expulsa a sus consejeros extranjeros, y termina identificado con los fueros y libertades de sus pueblos. La Tradición cumplió su papel como fuerza política y quedó nuevamente reabsorbida en la entraña de la comunidad nacional. La Tradición tuvo entonces un nombre: Comunidades de Castilla.

b) Cuando Juan de Lanuza, justicia mayor de Aragón, cobija a Antonio Pérez contraponiendo los Fueros de Aragón a los intereses supremos de las Españas, surge nuevamente la Tradición como fuerza política, y esta vez quien la representa es Felipe II, al establecer el orden natural de subordinación de los intereses forales al bien común nacional. Juan de Lanuza muere decapitado por proteger a un traidor: su celo por los Fueros Aragoneses le cegó, y así lo reconoció él mismo al morir, porque antepuso el interés de Aragón al interés de las Españas. Quien en aquel caso representa a la auténtica tradición española, es Felipe II, no Juan de Lanuza. Los aragoneses, como buenos españoles, no se fijaron en el error que padeció su justicia mayor, sino en el espíritu que le animó, la defensa –esta vez equivocada– de sus Fueros, y por ello le levantaron un grandioso monumento en Zaragoza. La Tradición, una vez más, cumplida su misión como fuerza política, vuelve a entrañarse en la vida nacional, sin contradistinguirse de la misma. La Tradición tuvo en aquel episodio histórico otro nombre: Felipe II.

c) Durante los reinados de los Austrias, salvo los brotes de centralismo descabellado del Conde Duque de Olivares, que ocasionaron la guerra de Cataluña y la desmembración de Portugal, la Tradición, sustancia de la Patria, no tuvo necesidad de manifestarse como fuerza política.

d) Al sobrevenir a España la Casa de Borbón con su afrancesamiento, absolutismo y centralización, con su visión administrativa y con su miopía política, surgen nuevos y esporádicos reflejos de la Tradición como fuerza política, pero aquella fuerza carecía de los arrestos de los comuneros y del justicia mayor de Aragón, y queda como disuelta entre los medios intelectuales, ahogada por el espíritu de la Enciclopedia y de la Ilustración.

e) Tiene que estallar la revolución liberal con la subversión subsiguiente de los valores humanos; con la exaltación y autonomía de la economía como árbitro supremo de la vida nacional; con su rebelión contra el Derecho Natural; tiene que producirse un incidente dinástico sucesorio, para que aquella fuerza política, soterrada en la Tradición, resucite con toda la pujanza de las guerras carlistas. El nombre de la Tradición fue entonces el Carlismo.

f) Y cuando la Segunda República traiciona las esencias de la Patria y se entrega en los brazos del Kremlin, se levanta nuevamente la Tradición como fuerza política, y esta vez tiene dos nombres: el Carlismo, de vieja solera, y su robusto retoño, que es la Falange de José Antonio. El portavoz doctrinal del Carlismo, Víctor Pradera, saluda y reconoce en «Bandera que se alza» (Acción Española), los valores tradicionales que encierra el discurso del teatro de la Comedia. (Nota. La Falange de José Antonio es sustancialmente tradicionalista: fue la reacción lógica de la Tradición para unas circunstancias excepcionales. La Falange «oficial» de los años posteriores, lo mismo que la Falange «socialista» de nuestros días, sólo tiene de común el nombre con la Falange auténtica de José Antonio).

g) Llegamos a 1973, y nos encontramos ante una situación de hecho que no responde a los Principios de la Tradición ni responde tampoco a la configuración de carácter tradicional que impregna a los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. Existe un profundo divorcio entre la sangre que fecundó el Alzamiento del 18 de Julio y el cuerpo social, político y económico que late bajo la estructuración administrativa de 1973.


Existe divorcio en el orden político:

1) Porque el poder estatal ha franqueado libremente las fronteras de su competencia, absorbiendo dentro de su órbita facultades y funciones que pertenecen a la sociedad a través de sus cuerpos intermedios. El Estado educador, asegurador, médico, agricultor, industrial, comerciante, etc., ha sustituido el cometido que corresponde por propia competencia y derecho a la familia, a sus delegaciones sociales y escolares, a las clases y cuerpos, oficios y profesiones, a los labradores, industriales, comerciantes, etc.

2) Porque la Administración ha centralizado de tal manera las funciones y los servicios públicos, que ha producido la anulación de los órganos regionales, provinciales y locales, extirpando su autonomía, su vida propia y su desarrollo.

3) Porque el poder público ejerce un control absorbente sobre casi todas las actividades de los ciudadanos. De ahí esa proliferación monstruosa y deforme de disposiciones oficiales, a tres mil por año –véase Colección Legislativa Aranzadi–, que ahogan la iniciativa y el ejercicio de las facultades naturales de la persona, a través de trabas, barreras, obstáculos, requisitos y murallas administrativas insalvables. (La apertura hoy de una industria –por ejemplo– constituye un auténtico calvario). De ahí también que el ciudadano, al carecer de una proyección propia y natural de orden municipal, comarcal, regional y social, que pueda eficazmente proteger sus intereses, se encuentra minúsculo y enano en su pequeñez frente a la acción directa del poder descomunal del Estado.

4) Porque, en contraste con aquella centralización administrativa, no ahoga en raíz los brotes de separatismo político que atentan contra la unidad de la Patria.

5) Porque –resumiendo– contra el principio tradicionalista «más sociedad y menos Estado» (Vázquez de Mella), hoy tenemos un Estado inmenso sobre una sociedad ridícula; o bien, un Estado tan social que la sociedad ha pasado a ser Estado.


Existe divorcio en el orden económico entre los Principios de la Tradición y la estructuración real y de hecho de la sociedad, porque lo que impera hoy sobre las estructuras sociales es el liberalismo capitalista (adueñado del poder político) que, mediante la exaltación sin control moral, social ni político de las fuerzas económicas, acapara todas las fuentes de la riqueza en los monopolios de unas pocas sociedades anónimas plurinominales y plurinacionales, reduciendo el campo de la propiedad a límites exhaustivos, depauperando las poblaciones agrícolas, extinguiendo la mediana y pequeña empresa, trasvasando el sector agrícola al industrial, saturando hasta la asfixia el cuerpo de la burocracia parásita y ampliando sin tasa y sin medida la llamada clase proletaria.

Esta divergencia política, social y económica entre las estructuras de hecho vigentes y los Principios de la Tradición se traduce en la reacción natural y espontánea de la sociedad contra los moldes artificiales que la aprisionan: esa reacción adoptará diversos nombres, se manifestará en diversos planos, constituirá agrupaciones diversas, admitirá diferencias accidentales, pero poseerá un «substratum» común: la defensa de los valores tradicionales, basados en el Derecho Natural, que en el orden político significan soberanía social frente a soberanía política y, por tanto, limitación del derecho del Estado por el Derecho Natural anterior de las sociedades y cuerpos intermedios que integran a la Nación; y en el orden económico comportan el equilibrio entre las dos funciones de la economía, la individual y la social, equilibrio que implica la negación tanto del capitalismo liberal como del socialismo en cualquiera de sus manifestaciones.

El conjunto de todos aquellos movimientos, que en última instancia traducen la manera auténtica de ser del pueblo español, constituye la fuerza política de la Tradición, y su misma existencia está demostrando que el orden jurídico positivo no coincide con el orden jurídico nacional. No son las estructuras legales artificiales la que crean y conforman a las estructuras naturales, sino éstas a aquéllas: cuando existe divergencia entre ambas, como son entre sí incompatibles, puesto que el campo de acción es el mismo, la Tradición sustancia, que es la personalidad nacional identificada consigo misma a través del tiempo, segrega en su apoyo y defensa a la Tradición como fuerza accidental necesaria, que podrá llamarse «Verbo» en el plano doctrinal, «Roca Viva» o «Iglesia-Mundo» en el plano religioso, «Qué Pasa» en el plano polémico, o FUERZA NUEVA en el plano político, etcétera. Las manifestaciones son diferentes, como diferentes son los planos de donde arrancan, el puramente doctrinal, el religioso, el polémico, el político, etc., pero todas defienden desde ángulos diferentes la sustancia de los valores tradicionales.

La Tradición, por consiguiente, como fuerza política subsiste y subsistirá hasta que sus Principios impregnen con su savia siempre nueva las instituciones patrias. En esa afortunada hipótesis la Tradición, como fuerza política, se sumergirá en la Tradición como sustancia. No se hablará de Tradición ni la Patria tendrá ningún apellido sobrepuesto. Se hablará sólo de España.


Julián GIL DE SAGREDO