Fuente: A Don Jaime de Borbón, en la Festividad de los Santos Reyes, la Juventud Jaimista, 6 de Enero de 1911, Tuy, Pontevedra, páginas 3 – 4.
QUIÉNES SOMOS
Parece mentira que, después de 70 años de existencia como partido político, y habiendo defendido nuestras ideas con las armas en la mano en tres guerras y varios alzamientos que no llegaron a formalizarse, seamos aún desconocidos en nuestra propia casa, y se cometa con nosotros la iniquidad de pintarnos, no como somos, sino como a nuestros enemigos conviene que seamos. De donde la necesidad de este escrito para difundirlo gratis entre propios y extraños.
No somos absolutistas, aunque sí partidarios de una monarquía cristiana en la esencia y democrática en la forma; es decir, de una monarquía católica, representativa, limitada y fuerista, porque el absolutismo consiste en que el Rey o supremo imperante haga lo que le dé la gana, lo pueda todo menos convertir a un hombre en mujer y a una mujer en hombre, como se dice del Parlamento inglés, y cuya voluntad soberana y caprichosa sea la fuente única de la ley y del derecho; señor de vidas, haciendas, y del territorio nacional, árbitro único y supremo de la guerra y de la paz, verdadero y despótico tirano o amo, en una palabra, de la nación y de sus habitantes todos: semejante monarca o César, a usanza pagana, no es el rey de nuestras ilusiones.
Los jaimistas queremos un Rey que reine y gobierne, es verdad, cuya autoridad sea genuina representación de la autoridad divina; que reine y gobierne por la gracia de Dios, y no por el capricho de cuatro vividores ambiciosos, o revolucionarios descamisados, que hacen y deshacen dinastías y barricadas a su antojo y en su propio provecho; pero un Rey que sea responsable de sus actos ante Dios, ante la Historia, y ante su pueblo; que reine y gobierne, no para sí, para su familia, para sus deudos o privados, pues no es el reino para el Rey, sino el Rey para el reino; y que reine y gobierne con las limitaciones naturales que a todo supremo magistrado imponen la Religión católica, la moral cristiana, las Leyes Fundamentales del reino, las Cortes, los Consejos Supremos, los fueros, franquicias y privilegios de los pueblos y regiones, y los buenos usos y costumbres tradicionales de la nación. ¿En dónde hay aquí ni sombra siquiera de absolutismo? Por consiguiente, los que nos llaman absolutistas, o proceden de mala fe calumniándonos a sabiendas, o no nos conocen ni por el forro.
En las monarquías parlamentarias y democráticas que hoy se estilan, por el contrario, no hay que ahondar mucho para dar con la omnipotencia y absolutismo más completos de esos Jefes de Partido que turnan en el Poder y que hacen y deshacen dinastías, Ministros, Senadores, Diputados, Generales, títulos de Castilla, empleados de todo orden y categoría, y hasta pobres y ricos, a su antojo; de esos Ministros prepotentes que han autorizado al pueblo liberal para convertir la antigua frase absolutista en esta otra: allá van leyes do ministros quieren, pues, aunque el poder legislativo reside en la Cortes con el Rey, por medio de Decretos y Reales Órdenes derogan leyes siempre y cuando les place, las modifican o adulteran, y hasta imponen su autoridad despótica a regiones y pueblos que viven bien administrados y tranquilos al amparo de sus franquicias y leyes paccionadas con la nación; y de esos caciques de campanario, señores a la moderna de horca y cuchillo, de cuyas manos pende la libertad, la hacienda, la honra, y a veces hasta la vida de los míseros habitantes del campo. Si el partido jaimista fuera absolutista, que no lo es, aun así y todo, entre el absolutismo de los zafios electores y el de los nacidos en doradas cunas y criados en un Trono, la elección no es dudosa. Precisamente porque queremos barrer tanta ignominia del patrio suelo, se nos persigue y calumnia llamándonos absolutistas.
Tampoco somos enemigos de la libertad, del verdadero progreso y de la civilización moderna; antes al contrario, somos sus defensores más entusiastas y partidarios más acérrimos. Como vivimos en la nación de los viceversas y en tiempos de confusión y de malas inteligencias, se han invertido los términos, adoptando el nombre de liberales los que, so capa de libertad y cubriendo sus tiranías con este santo nombre, se permiten todo género de despotismos y desafueros.
Los verdaderos liberales somos nosotros, sólo que hasta le hemos cogido asco a palabra tan hermosa, porque los jaimistas somos partidarios como nadie de la verdadera libertad liberal, sino de la libertad para todo lo bueno, para todo lo provechoso, para todo lo conveniente y hasta para todo lo arbitrario, con tal que sea justo, legal y honesto; y la queremos tanto, que no la reservamos para nuestro particular uso poniendo en práctica la ley del embudo, sino deseamos que todos disfruten de ella, y ante la santa libertad se postren de hinojos.
La libertad para la irreligión, para la inmoralidad, para lo pornográfico, para la difusión de las malas ideas, para lo antisocial, para el crimen, no es verdadera libertad, sino anárquico y hediondo libertinaje, y regalamos a los liberales semejante preciosa conquista, porque sabida cosa es que el liberalismo es la falsificación de la libertad, como el filosofismo es la moneda falsa de la Filosofía.
Nosotros no incurrimos nunca en el contrasentido irritante de perseguir a los católicos y amordazar a los predicadores del Evangelio, en nombre de la libertad religiosa; de disolver los gremios, las congregaciones religiosas, y otras corporaciones populares y benéficas, en nombre de la libertad de asociación; de obligar a los padres católicos a que eduquen a sus hijos en establecimientos laicos, ateos y disolventes, en nombre de la libertad de conciencia, de la libertad de la ciencia y de la libertad de enseñanza; de apoderarse de los llamados bienes nacionales, desamortizando lo que estaba muy vivo, y prohibiendo adquirir y retener a la Iglesia, a los establecimientos benéficos y de enseñanza, y a los pueblos y otras entidades jurídicas, en nombre de la libertad económica; y de obligar, por último, al trabajador, al industrial, comerciante, y demás ciudadanos que no han querido dedicarse a la magistratura, y ni saben, ni pueden, ni quieren administrar justicia, a ejercer de jurados, bajo multas, por cada juicio a que falten, desde cincuenta a quinientas pesetas, en nombre todo de la libertad disfrazada del más negro despotismo.
La verdadera cultura o civilización de los pueblos, en el orden físico, intelectual y moral, como el verdadero progreso científico, artístico, agrícola, industrial y comercial, nos encantan, y, para dotar a España de tan preciados bienes, haríamos todo género de sacrificios; pero detestamos, en cambio, el liberalismo en todas sus heréticas manifestaciones, y esos mal llamados progresos y civilización moderna condenados por Pío IX, de feliz recordación, en la proposición 80 del Syllabus.
Tampoco somo retrógrados, obscurantistas, enemigos de las luces, ni sacristanes y católicos fanáticos. No queremos resucitar tiempos que pasaron para nunca más volver; antes, al contrario, somos hijos de nuestra época y de nuestro siglo, y aceptamos con orgullo todo lo que encontramos de bueno y bello en los tiempos que corren, sin que por nuestra mente haya pasado nunca la idea estúpida de rechazar el vapor, el telégrafo, el fonógrafo, el microscopio, el telescopio, y demás prodigiosos inventos modernos, con las manifestaciones todas brillantísimas de las ciencias matemáticas y físico-químicas: amantes de la verdad, de la luz y de la ciencia, deseamos su difusión y desenvolvimiento en todos los órdenes, y para nosotros, tan dignas de protección y de cultivo son las ciencias naturales como las religiosas, filosóficas, morales, históricas y sociales.
Tampoco somos sacristanes, aunque en la Iglesia de Dios todos los cargos son honrosos, y con gusto se ponen los jaimistas al servicio de las sacristías; pero, como no tienen misión alguna para inmiscuirse en los oficios sagrados, respetan al clero en su santo ministerio, distinguen entre la política y la Religión, sin olvidar sus relaciones, como es justo; saben dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César, sosteniendo con el Cardenal Cayetano «que la potestad secular no está del todo supeditada a la potestad espiritual, por donde en las cosas civiles es más de obedecer el Gobernador de la ciudad, y en las militares el Capitán General, que no el Obispo, el cual no debe ingerirse en semejantes cosas temporales».
Pero como por la misericordia de Dios somos católicos, apostólicos, romanos, y a nadie cedemos en amor entusiasta a la Religión de nuestros padres, ni a la Iglesia nuestra madre, por cuyos sublimes ideales más de una vez hemos derramado nuestra sangre en los campos de batalla, tenemos el deber de enarbolar la bandera católica a los cuatro vientos; y si así no se quiere, nadie puede negarnos el derecho, que a los mismos masones se concede, de defender a nuestro Dios y a la Iglesia nuestra madre, como todo buen hijo defiende a la suya, de palabra y por escrito, en los Municipios, Diputaciones y Parlamentos, y hasta con las armas en la mano si necesario fuere.
En virtud de este acendrado amor religioso, y como no queremos ni debemos ser más papistas que el Papa, obedecemos ciegamente sus mandatos y hasta sus consejos; respetamos los Concordatos, y quisiéramos que se cumplieran fielmente en su espíritu y en su letra, sin inquietar conciencia alguna; y dispuestos estamos a restaurar la Unidad Católica en nuestras leyes: que no es justo, ni conveniente, ni digno, que, unos 30.000 disidentes que hay en España, extranjeros en su mayor parte, impongan la ley a 18 millones de católicos españoles, precisamente cuando en todas partes imperan las mayorías, única fuente de la soberanía y de la ley según el derecho nuevo.
No se infiera de aquí que intentamos imponer a nadie, en el fuero interno de las conciencias, ni aun en lo privado del hogar doméstico, por la convicción de la fuerza bruta, nuestra Sacrosanta Religión, que únicamente quiere ser profesada por la fuerza de la convicción y del amor.
Enemigos somos también del sistema parlamentario, corruptor y corrompido, hasta el extremo de que ya reniegan de él los mismos padres de la criatura; pero queremos Cortes a la española y tradicional usanza, es decir, Cortes como las que se han celebrado siempre en Castilla, Aragón, Cataluña, Navarra y Valencia para votar los impuestos, exponer las necesidades de los pueblos, y procurar remediarlas con peticiones al Rey; pero de ninguna manera perder miserablemente el tiempo charlando de cosas que únicamente interesan a los retóricos que las ventilan, no en provecho de la patria, sino de sí mismos, que convierten la tribuna política en escabel de su fortuna; y queremos Cortes, por sufragio restringido elegidas, en las que no solamente tengan verdadera representación los antiguos brazos o estamentos, sino también los gremios, las diferentes clases sociales, y todas las fuerzas vivas del país, puesto que a todos toca de cerca la tributación y manera de hacerla efectiva.
Queremos descentralización administrativa, fueros y franquicias para las regiones que los han tenido siempre y los consideran aún como alma de su vida, y anhelamos la autonomía del Municipio y de la Región, si necesario fuere, pero sin incurrir en el absurdo separatismo que nos achacan los partidarios de la omnipotencia centralizadora del Estado, esa hidra de siete cabezas con sus correspondientes bocas, dispuestas siempre a engullirse con apetito insaciable la nación entera.
Y para trabazón fuerte y armónica de las regiones todas, queremos que al frente del Ejército nacional, y con el carácter de Jefe efectivo, no puramente honorario, se ponga el Rey, único y verdadero Capitán General de los Ejércitos de Mar y Tierra, que, hasta por conveniencia personal y dinástica, esté siempre dispuesto a sacrificarse por el reino y por la honra de la nación, tantas veces escarnecida y pisoteada por advenedizos sin responsabilidad y sin patriotismo.
Queremos crear la escuadra que a España corresponde como potencia marítima, y que España necesita para su dignidad e independencia; queremos reorganizar el Ejército y atenderle como la fuerza armada, principal garantía del orden, de la libertad y de la honra nacional, se merece; queremos proteger la agricultura, la industria y el comercio, hasta lograr que España compita en riqueza con otras naciones europeas menos ricas en bienes naturales; queremos, no reformas y planes de estudios que, flores de un día, aparecen por la mañana para quedar marchitas por la tarde, sino enseñanza [de] verdad que consista principalmente en que los maestros enseñen y los discípulos aprendan; y queremos, por último, resolver, hasta donde sea posible, la gravísima cuestión social, protegiendo a los obreros, a las mujeres y a los niños que a labores se dedican, sin perjudicar a los capitalistas, logrando que en todas las clases sociales imperen la caridad cristiana, la justicia y la legalidad, sin las que no hay, ni puede haber, bienandanza terrena.
Y queremos todo esto, no a fuerza de dinero forzosa e irreflexivamente recaudado, sino teniendo muy en cuenta la potencia tributaria de la nación, que el contribuyente no puede ya con la carga de ese bárbaro Presupuesto de mil millones, y que las naciones pobres han de vivir pobremente, dando este saludable ejemplo desde el Rey hasta el último funcionario público.
Esto somos y esto queremos, y nadie califique de utopías tan levantadas aspiraciones, porque bastaría para convertirlas en hechos el mancomunado esfuerzo de todos los verdaderos católicos, amantes de su Dios y de las tradiciones religiosas de sus mayores; de todos los verdaderos españoles, amantes de su patria y de las tradiciones políticas, administrativas, económicas y sociales de esta tierra hidalga; y de todos los verdaderos monárquicos, amantes de su Rey y de las gloriosas tradiciones militares del reino.
D. P. R.
Manuel Polo y Peyrolón
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