«Sentencias arandinas» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 15/12/2019.
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Habría que empezar precisando que los futbolistas del Arandina condenados de forma exorbitante no son -como ellos mismos se han calificado- unos «pardillos», sino unos depravados. Sedujeron a una muchacha de quince años y mantuvieron con ella relaciones sexuales repugnantes. Su conducta constituye un flagrante delito de estupro, tal como está tipificado en nuestro Código Penal (tras la discutible elevación de la edad de consentimiento sexual hasta los dieciséis años), que puede conllevar penas, mediando acceso carnal, de entre ocho y doce años. Desde luego, tanto los futbolistas como su víctima son hijos envilecidos de una época enferma, que somete a nuestros jóvenes a constantes estímulos sexuales, en lugar de predicarles continencia, pudor, respeto y compromiso; y que, después de poner tronos a las causas de los males (después de auspiciar y promover la pornografía, la degeneración y la promiscuidad), pone cadalsos a sus consecuencias. Pero el estupro, en cualquier caso, es indiscutible, conforme a la ley vigente; y la depravación de los futbolistas manifiesta.

Ahora bien, la condena que se ha impuesto a estos depravados es a todas luces desproporcionada; o, más que desproporcionada, aberrante, como a continuación explicamos. Es aberrante, en primer lugar, porque soslaya el tipo penal que se ajusta como un guante a la conducta que se enjuicia (el estupro), para adaptarlo de forma forzada a otro tipo que no le corresponde (la agresión sexual), tan forzada que obliga a cualquier persona que no esté predispuesta ni ofuscada ideológicamente a una «suspensión de la incredulidad» (es decir, a dimitir del sentido crítico, pasando por alto percepciones que se desprenden muy claramente del relato de los hechos). Es aberrante también porque aplica una doctrina jurisprudencial (la llamada «doctrina de La Manada»), que constituye un artificio y una contorsión penosa del Derecho, perpetrada para rendir pleitesía a la ideología reinante, disfrazándola de demanda social. Es aberrante, asimismo, porque trastorna la jerarquía de los bienes jurídicos, que todo ordenamiento legal está obligado a custodiar: por muy odiosos que nos parezcan los crímenes sexuales, nunca pueden castigarse de forma más severa que los crímenes contra la vida, por la sencilla razón de que la integridad sexual es un bien menos valioso que la vida. Es aberrante, además, porque convierte la declaración de la víctima en prueba de cargo (¡a la vez que atribuye sus incoherencias y diferentes versiones a su «inmadurez»!), apoyándola en pruebas periféricas inconsistentes, todas ellas de tipo subjetivo, sin pruebas materiales que permitan determinar la etiología de la supuesta agresión. Y es aberrante, en fin, porque abunda en un deslizamiento jurídico peligroso que otras sentencias anteriores ya habían iniciado, que es considerar que se puede hablar de agresión cuando no existen vestigios de violencia física. No se trata de exigir a las víctimas una resistencia tan heroica como la de Lucrecia, ni tan siquiera una resistencia activa; pero, como cualquier persona con unos mínimos rudimentos de anatomía y fisiología sabe, los accesos carnales no deseados dejan siempre vestigios de violencia (pasajeros, pero perfectamente distinguibles cuando la denuncia es inmediata; por eso las denuncias retardadas deben analizarse con suma prevención y hasta con recelo).

Esta sentencia, en fin, nos vuelve a demostrar que muchos jueces se han convertido ya en jenízaros o mamporreros orgullosos de las ideologías reinantes, dispuestos a torcer el Derecho con tal de satisfacer todas sus imposiciones tiránicas, disfrazadas de espantajos políticamente correctos.

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