La Peste Negra y el síncope de la civilización – (Parte II) Ockham. La tradición herida de muerte
31 MARZO, 2020
Este es el segundo discurso de una serie cuya primera parte pueden leer aquí
Aunque tuvo precedentes, Guillermo de Ockham fue el que le dio el tiro de gracia a la metafísica en general, afirmando que los conceptos metafísicos (forma, materia, accidente, ser, relación…) eran purosinvestismos, y que lo único que valía era el individuo concreto (o la cosa concreta, o el chunche, el bolado…), sepultando así, de manera un tanto abrupta, siglos de disquisiciones intelectuales.
El poder destructor de la palabra
Ockham decía que los conceptos metafísicos eran sólo “voces”, palabrejas sin contenido real –pero indispensables en el hablar cotidiano–; y, tomando como base el principio de economía del pensamiento, lo reelaboró de la manera siguiente: “ya que tenemos que sacarnos de la manga ‘palabritas’ para explicarnos, que estas ‘palabritas’ sean las menos posibles”. Ockham elaboró, sobre esa base, una teoría del lenguaje que se fundamenta, en última instancia, sobre la función de suppositio personalis que desempeñan los términos o nombres del discurso, es decir que Ockham partía –y terminaba– suponiendo que los términos (las palabras) sólo podían significar individuos singulares (tal bolado en concreto o fulanito de tal en su individualidad…), y que –en consecuencia– las esencias o las naturalezas (la naturaleza humana, por ejemplo) eran en definitiva incognoscibles. Contradecía, con ese simplismo (tan en boga en nuestros días), la doctrina clásica del lenguaje y conocimiento humanos que establecen que las palabras significan tanto a los conceptos universales como a las cosas concretas y reales.Así como la peste segaba vidas humanas, las teorías gnoseológicas de Ockham “destruían”simultáneamente de raíz a la razón humana.
Para justificar semejante brutal amputación de la racionalidad, Ockam –como decíamos arriba– se escudaba en el principio de economía del pensamiento (utilizado magistralmente por Aristóteles), manipulándolo hasta extremos inapropiados. El principio de economía del pensamiento es la prudencia intelectiva que, para explicar las cosas, evita complicarse innecesariamente. Dicho de una manera más culta: “los entes (o los conceptos) no deben multiplicarse sin necesidad” o en latín: “…pluralitas non est ponenda sine necessitate…”.
Hay que entender algo: Ockam no inventó el principio de economía del pensamiento. Lo que hizo fue hacer un uso abusivo y erróneo del mismo. A esta aniquilación de los alcances y posibilidades de la razón humana se le dio en llamar a partir del siglo XIX la “Navaja de Ockham”. Luego en el siglo XX, la literatura de folletín y Hollywood se encargaron de persuadirnos de que la “Navaja de Ockham” es el signo distintivo de los “inteligentes cool”…
El artificial divorcio entre la fe y la razón
Para Ockham, por lo tanto, no sólo la metafísica (aristotélica, tomista, scotista o de cualquier otro cuño…) no era posible, sino que en consecuencia era imposible el conocimiento de Dios por la razón… El creía en Dios, aparentemente (era fraile, si eso es significar algo), así que –para salir de su laberinto mental– dio inicio a un resurgimiento del fideísmo, que es el rechazo del uso del intelecto para adherirnos a las verdades de fe, de lo que se sigue que hay que aceptarlas sólo porque Dios las propuso aunque fueran absurdas. Como ya dije en alguna ocasión, eso no es lo que la Iglesia Católica afirma. Lo que afirma la Iglesia Católica es que la razón sí tiene un papel que jugar en el desarrollo y aceptación de los misterios de fe: la fe y la razón sí son compatibles.
En términos generales, este fideísmo impulsado por Ockham preparó el camino a muchos pensadores y filósofos (destaca entre ellos Kant) que terminaron (o comenzaron) afirmando de variadas maneras, y con intensidades distintas, que la razón y la fe son incompatibles.
Insisto entonces en lo que comentaba en un discurso anterior: la Iglesia Católica Romana afirma y ha afirmado inmutablemente a lo largo de veinte siglos que los misterios no son absurdos, sólo sobrepasan a la razón limitada del ser humano. Claro está: para entender esto plenamente –enseña la Iglesia– hay que tener fe (y se refiere con ello a una virtud sobrenatural infundida gratuitamente por Dios y que, para tenerla, debe ser libremente aceptada por cada interesado).
Para tener fe, hay que querer tenerla.
La civilización en manos de las ratas, un fraile y una bacteria
En todo caso, decía que Guillermo de Ockham, a pesar de que vivía y se desplazaba en salones y corredores palaciegos, fue uno de los primeros clérigos víctima de la Peste Negra. Otros sacerdotes y religiosos, demasiados en realidad, le siguieron. Cumpliendo con sus obligaciones de llevar los últimos sacramentos a los moribundos, miles de sacerdotes (probablemente lo mejor de la Iglesia en ese tiempo) se infectaron con la enfermedad –al igual que los médicos– y murieron tras una más o menos larga, pero dolorosa agonía. Dos siglos tardaría la Iglesia Católica en recuperarse de esa pérdida: fue demasiado tarde.
No puedo dejar de pensar en cómo tanta tragedia debía hacer temblar la fe de los más devotos: las oraciones parecían no tener efecto… Dios parecía ausente.
La Peste y su cortejo de dolores y desgracias despertaron las más bajas pasiones y –a pesar de las indicaciones en contrario de la Iglesia Católica– los judíos fueron en algunos lugares culpados de la tragedia y perseguidos. Las supersticiones y las herejías (los flagelantes, los espirituales y algunas formas evolucionadas de los resabios cátaros-gnósticos) florecieron como alternativa popular a la aparente impotencia de los sacerdotes. La economía colapsó, las expediciones marítimas se detuvieron y las ciudades se despoblaron… Todo eso en sólo cinco años. En las décadas siguientes, rebrotes de la misma enfermedad asolaron aún más a Europa, y las consecuencias nos alcanzan.
La cristiandad (lo que ahora llamamos Europa) ya no fue la misma después de la Peste Negra. La Iglesia Católica, diezmada en sus filas, descuidó la formación de su clero en aras de la urgencia de reponerlo,y con la caída de su calidad humana preparó el camino hacia la ruptura de la cristiandad en ese torbellino de herejías que hoy llamamos la Reforma.Si bien la civilización clásica sobreviviría aún cuatro siglos más, podemos sin duda identificar la conjunción de Ockham y de la Peste Negra como el punto de inflexión a partir del cual aquella estuvo herida de muerte, sentando las bases del clímax crítico de los siglos XV y posteriores.
Continuará.
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