1 ABRIL, 2020
Este es el tercer discurso de una serie cuya primera parte pueden leer aquí y su segunda aquí.
Mientras hubo tiranos, la Iglesia y su jerarquía fueron siempre una molestia de la que había que deshacerse o a la que había que someter.
La barbarie intelectual del anticlericalismo
Pero, es que eso siempre ha sido así. Desde los emperadores romanos, Constancio, Juliano el apóstata,… a los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico Enrique IV, Federico II (el Stupor Mundi), etc., siempre los aguijoneó la tentación de imponerse por las amenazas y la violencia al pontificado para intentar destruirlo (recordemos cómo el primer papa Pedro fue crucificado), o para convertirlo en un sumiso instrumento de su política mundana como parece estar ocurriendo ahora.
Los defectos de nosotros los católicos nunca ayudaron a que, en tales conflictos, la Iglesia saliera siempre bien parada, sin embargo, mal que bien, esos tiranos –a la larga– terminaban fracasando. Pero esos fracasos, lejos de desanimar al siguiente poderosito de turno, lo envalentonaba más.
Ese fue el caso del rey capeto Felipe IV el Hermoso quien decidió secuestrar al papado para trasladarlo a Avignon, a su patio trasero. Para hacerlo, envió en 1303 a dos representantes: al cripto-cátaro Guillermo de Nogaret y al matón mafioso italiano Sciarra Colonna. Estos dos embajadores fueron tan diplomáticos que después de golpear físicamente al anciano papa Bonifacio VIII con una manopla de hierro, le causaron la muerte. Como fuera, Felipe IV el Hermoso logró por las malas que los papas abandonaran la caótica ciudad de Roma (que estaba en manos de seculares y mafiosas familias aristocráticas seguidas de turbas insolentes) y se instalaran en Avignon de 1305 a 1378.
El Bávaro, un tirano sibarita y práctico
El siguiente tirano fue Luis IV de Wittelsbach, el Bávaro, a quien le tocó el turno de querer domesticar a la brava a los papas. Para ello –por supuesto– dispuso de la fuerza de las armas a partir de 1328, año en el que fue electo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.Así como a algunos monarcas les gustaba coleccionar rarezas, a Luis de Baviera le dio por coleccionar plumas pagadas para que escribieran loas suyas e invectivas en contra del soberano pontifice de ese entonces.
Los plumíferos cortesanos del emperador no eran ningunossencillos: uno de ellos era el arrogante Guillermo de Ockham quien elaboró parte de sus teorías para glorificar a su majestad imperial, y de quien ya hablamos aquí. Ockham no era el único genio de la colección: uno de los más destacados fue el renombrado intelectual Marsilio de Padua (renombre que no evitó que al final de su vida fuera desechado como basura por su ingrato protector).
Cuatro años antes de que su patrón Luis el Bávaro fuera coronado emperador en Roma de la mano del matón Sciarra Colonna, Marsilio de Padua escribió en 1324, con ayuda de Johannes de Janduno, el tratado de política titulado Defensor pacis. El tratado en cuestión es un perfecto ejemplo de averroísmo político: partiendo de la distinción de los dos fines del hombre (temporal y eterno), Marsilio de Padua distingue dos modos de vida correspondientes a esos fines: la vida temporal, regulada por los príncipes conforme a las enseñanzas de la filosofía, y la vida eterna, a la que los hombres son conducidos por la Iglesia y la Revelación Divina.
El germen infeccioso del totalitarismoPara Marsilio de Padua, la preeminencia la tiene la “vida temporal” y, por consecuencia, la preeminencia corresponde a los príncipes (Luis IV de Baviera, para ser precisos). La “vida eterna” –para Marsilio de Padua– sólo tiene una importancia accesoria en la medida en que domestica a los fieles para obedecer sumisamente a su emperador.
Sin embargo para que ese paraíso en la tierra dirigido por su majestad imperial funcione fluidamente, Marsilio de Padua hace notar la necesidad de que los curas y los papas estén a sueldo y bajo la obediencia del emperador. Si el clero deja de ser sumiso y no se limita a “enseñar el evangelio” para facilitar el trabajo de la policía… si los curas empiezan a volverse críticos contra el tirano… entonces la Iglesia se convertiría –según Marsilio de Padua– en una“peste perniciosa y destructiva de la paz”.
El refinado intelectual no se ahorra elaborados términos para manifestar lo que opinaba de las motivaciones del sumo pontífice de su época. En Defensor Pacis, Marsilio de Padua dice que el Papa está inspirado por:
“drago ille magnus, serpens antiquus, qui digne vocari debet diabolus et sathanas, quoniam omni conamine seducit et seducere temptat universum orbim”
“el gran dragón, por la serpiente antigua, que más bien debe ser llamada diablo y satanás pues con todas sus fuerzas seduce e intenta desvirtuar al orbe entero”
Para Marsilio de Padua, en suma, el Estado debe someter a la Iglesia. Con ayuda del terminismo Ockhamiano, aniquila incluso la posibilidad racional de aprehender la Ley Natural, de tal manera que el príncipe (El Estado) se hace autosuficiente y absoluto, preanunciando así el Estado totalitario.
José Pedro Galvão de Sousa, Filósofo del Derecho de nacionalidad Brasileña y miembro de la “Academia Brasileira de Ciências Morais e Políticas” subrayó que Marsilio de Padua…
“…fue quien, por primera vez, enseñó la plenitud absoluta del poder, sin la cual no existiría el totalitarismo (…) Finalmente, por su manera de entender la legalidad con base en el monismo jurídico, y por el fondo inmanentista de su pensamiento, dejó delineada una teoría del Estado totalitario…”
O totalitarismo nas origens da moderna teoria do Estado, São Paulo, 1972, p. 212-213
Hoy por hoy, en la literatura de folletín de cuarta mano, Marsilio de Padua es presentado como un visionario y sabio prócer de la Libertad. Lo cierto es que, insisto, la ruptura de la cristiandad es, desde este momento, un hecho seguro, aunque todavía latente.
Continuará.
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