Revista FUERZA NUEVA, nº 575, 14-Ene-1978
EL HONOR Y LA DISCIPLINA
Julián Gil de Sagredo
Con motivo de ciertos incidentes de tipo militar (1978), cuyas circunstancias prefiero silenciar, se han barajado entre periodistas y conferenciantes con cierta timidez los conceptos “honor” y “disciplina”, anteponiendo aquél a ésta en algunas ocasiones. (Ver: http://hispanismo.org/historia-y-antropologia/24696-la-domesticacion-del-ejercito-las-reales-ordenanzas-de-1978-a.html?highlight=)
El sentido político de las partes que han entrado en liza les obligaba a recortar las ideas y a limar los términos, sin pronunciarse de manera categórica y con carácter definitivo sobre el fondo de la cuestión. El sentido filosófico, por el contrario, tiene sobre el político la ventaja de dilucidar los problemas sobre un plano abstracto, que le permite, sin descender a ningún caso concreto, formular sus juicios con la misma contundencia que tiene toda verdad. Y eso es lo que vamos a intentar seguidamente.
Cabe definir el honor como la reputación que posee la persona por virtud del cumplimiento de sus deberes. En esa definición, que creemos aceptable sin excesivas pretensiones, observamos que el honor en su causa o raíz es el deber cumplido, y en sus efectos es la estimación o aprecio que engendra en los demás el cumplimiento del deber.
De lo dicho se sigue: primero, que el honor es una cualidad moral, por cuanto el deber por fuerza lo es;
segundo, que, por ser moral, trasciende a la persona en su vinculación inmediata con Dios;
tercero, que, por vincular al hombre de modo inmediato con su fin último, tiene categoría superior a aquellas obligaciones emanadas del Derecho Positivo cuya conexión con aquel fin fuese solo mediata; y
cuarto, que, por las tres razones expresadas, el honor es irrenunciable e inalienable. “Es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios”, como dijo uno de nuestros grandes clásicos.
Entre las diversas acepciones del concepto “disciplina”, podemos considerar como peculiar en el ámbito militar el cumplimiento de los reglamentos, la observancia de las ordenanzas y, por extensión, el acatamiento a las órdenes de la jefatura.
En esta definición advertimos que el concepto “disciplina” implica una relación entre dos términos: el que obedece y aquello que se obedece, el que presta sumisión y aquello a lo cual se presta sumisión. Se sigue de un leve análisis sobre esos extremos comparativos que la disciplina en su valoración moral, carece de carácter propio que la pueda definir como buena o como mala. Depende de su término, de su objeto, de las disposiciones que se obedecen, de las órdenes que se cumplen, de los mandos a quienes se presta sumisión. Si las disposiciones, órdenes o mandatos tienen fuerza moral de obligar, si no son intrínsecamente ilícitos, si no infringen una norma de índole superior, la disciplina tendrá valor positivo; si aquellas disposiciones, órdenes o mandatos violan o conculcan una ley superior, la disciplina tendrá valor negativo.
Comparando ahora ambos conceptos, podemos deducir varias conclusiones:
Primera. El honor es un valor absoluto en cierto sentido, por cuanto su raíz, que es el cumplimiento del deber moral, se vitaliza por una causa absoluta, que es Dios. La disciplina, por el contrario, es un valor relativo, porque, al depender su bondad o malicia de la bondad o malicia de las disposiciones, órdenes o mandatos a los cuales se vincula, no constituye un bien en sí misma.
Segunda. El honor, al poseer aquel valor absoluto, debe prevalecer sobre la disciplina “semper et ubique”, siempre y en todas partes, en el tiempo y en el espacio.
Tercera. De surgir conflicto entre el honor y la disciplina, hay obligación moral de salvar el honor aunque sea en contra de la disciplina, porque el cumplimiento del deber, que es la ley del honor, es anterior y superior a cualquier mecanismo disciplinario y a cualquier orden o mandato que infrinja aquella norma moral, aunque proviniera de la más alta jerarquía de la nación.
La traducción de esta doctrina de principios a casos reales y concretos fluye por sí sola. “Qui potest capere, capiat”.
Julián GIL DE SAGREDO
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