«El futuro que viene (I)» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 13/04/2020.
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Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan (todas ellas muy aguerridas y resistentes al coronavirus) me piden que trate de imaginar el mundo que nacerá de las ruinas del que ahora se desploma. Y, aunque nos gusta poco ejercer de profeta (sobre todo porque solemos acertar, granjeándonos el odio de buenrrollistas y soplagaitas), probaremos suerte. En general, ante una casa reducida a escombros, los hombres pueden hacer dos cosas: enterrarse entre los escombros o utilizarlos para construir una nueva casa. Si nuestra civilización decidiera enterrarse optaría, naturalmente, por ahondar las formas de vida que nos han conducido hasta la bancarrota humana que el coronavirus no ha hecho sino acelerar; si decidiera construir una casa, debería naturalmente prescindir de los planes del arquitecto que diseñó la casa hoy reducida a escombros.
Hay quienes, a la vista de las medidas disciplinarias decretadas por nuestros gobernantes, auguran que caminamos hacia una dictadura comunista. Pero lo cierto es que el comunismo –como el capitalismo– es una fase superada de la dialéctica hegeliana, incluso en aquellos lugares donde teóricamente rige (o sobre todo en ellos), como demuestra el caso chino, en donde el comunismo sólo es un ingrediente más en un guiso mucho más amedrentador. La nueva forma de tiranía que se está tramando –mucho más interesada en matar las almas que los cuerpos– ya fue anticipada por Donoso Cortés: «En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora; y sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, porque los Estados eran pequeños y las relaciones universales imposibles de todo punto. Hoy las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso… Ya no hay resistencias ni físicas, ni morales, porque todos los ánimos están divididos, y todos los patriotismos están muertos».
Y esta tiranía gigantesca fusionará capitalismo y comunismo en íntima amalgama, pues –como nos enseña Castellani– ambos «coinciden en su núcleo místico», que no es otro sino el «mesianismo tecnólatra y antropólatra». Para alcanzar esta síntesis de comunismo y capitalismo es para lo que trabajan nuestros gobernantes, cuyo objetivo primordial no es –como piensa el anticomunista obtuso– ‘expropiar’, sino más bien hacer desaparecer la pequeña propiedad repartida entre muchos, lo que redundará en destrucción de muchos puestos de trabajo. Entonces aparecerá, cual solícito buitre, la plutocracia transnacional, que a los pequeños propietarios y autónomos arruinados les comprará sus negocios quebrados a precio de ganga y a los trabajadores despedidos les ofrecerá trabajos extenuadores de repartidores de pizzas en globo o de empaquetadores de pedidos amazónicos o delicias semejantes. Y, mientras la plutocracia devora todo el tejido económico devastado, los gobernantes, en efecto, podrán desarrollar retóricas ‘comunistas’ demagógicas, repartiendo limosnas (¡renta mínima universal!) y derechos de bragueta a unas masas cada vez más alimañizadas, haciéndoles creer además que son justicieros que corrigen las desigualdades, cuando en realidad no serán otra cosa sino peleles al servicio de una plutocracia bulímica que saquean a las menguantes clases medias hasta exterminarlas por completo. Por supuesto, esta plutocracia bulímica no renunciará a las directrices de su catecismo económico (crecimiento económico infinito, elefantiasis de la economía financiera, etcétera) y antropológico (exaltación de una nueva religión que, a la vez que exalte la lujuria, prohíba la fecundidad). Ciertamente, después de la hecatombe coronavírica, los gobernantes peleles tendrán que imponer ciertas limitaciones en sus ensueños de una ‘sociedad abierta’ que abre sus puertas a todo bicho viviente (incluidos los virus), para facilitar la ‘movilidad laboral’ y la circulación de capitales. Pero serán limitaciones cosméticas, que se podrán escamotear fácilmente; pues para entonces contarán con unas masas mucho más obedientes y gregarias, tras el largo confinamiento, y dependientes de trabajos ínfimos y limosnas estatales.
El objetivo común de estos gobernantes peleles y de la plutocracia oneworlder será un Estado Mundial ateo (o de un sincretismo religioso de enjambre, que para el caso es lo mismo), que se impondrá sin grandes aspavientos, con la misma discreción con la que durante esta crisis se ha privado de sacramentos a los agonizantes y sus cadáveres han sido enviados al horno crematorio. Esto es, más o menos, lo que nos espera si nos resignamos a que nos entierren con los escombros de este mundo; en un artículo próximo probaremos (si Dios nos da salud) a explicar lo que tendríamos que hacer si nos animásemos a levantar una nueva casa.
https://www.xlsemanal.com/firmas/202...-de-prada.html
«El futuro que viene (y II)» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 20/04/2020.
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Si en verdad deseáramos construir una nueva casa con los escombros de la antigua, habría que empezar renegando del globalismo y de todas las relaciones políticas, económicas, culturales y humanas que ha generado. Como recientemente escribía Hasel Paris, hay que recuperar «el vínculo entre territorio y comunidad»; y yo añadiría que también los vínculos intracomunitarios.
Pero, como decíamos en un artículo anterior, no se podrá encomendar la construcción de la nueva casa a quienes diseñaron la que hoy yace reducida a escombros. Durante los próximos años, todos los lacayos del globalismo –tanto la izquierdita caniche como la derechona sanbernarda– disfrazarán su alma oneworlder bajo el soniquete de una vuelta a la casa común del ‘Estado nación’. La plaga del coronavirus ha mostrado a las claras las consecuencias de sus destrozos: ‘reconversiones’ y ‘deslocalizaciones’ industriales, desmantelamiento de la agricultura y la ganadería, dependencia de materias primas remotas, entrega de la soberanía financiera y monetaria, etcétera. Así que ahora estos pollos van a ensayar muchos aspavientos jeremíacos, afectando arrepentimiento, para que volvamos a picar el anzuelo que nos tienden. Y así, mientras se insultan cansinamente entre sí («¡comunista!», «¡fascista!», etcétera), y bajo proclamas aparentemente encontradas, volverán a colarnos toda su morralla; que, a la postre, se resume en entrega de la riqueza nacional a la plutocracia globalista y fomento de la degeneración moral de los pueblos, que así quedan inútiles para cualquier esfuerzo vital y se tornan cada vez más infecundos y sumisos, incapacitados para formar familias y luchar por su dignidad laboral (no puede haber una cosa sin la otra).
Cualquier esfuerzo reconstructor deberá mandar al basurero de la Historia a la izquierdita caniche y la derechona sanbernarda, que son los mismos perros con distintos collares aunque se peleen mucho entre ellos, para tener a las masas aturdidas y provocar en ellas antagonismos paulovianos. Y en ese esfuerzo reconstructor deben participar por igual personas de izquierdas y derechas, con tal de que estén dispuestas a romper con las plurales formas de desvinculación que nos han arrasado. En primer lugar, desde luego, contra la desvinculación antropológica (a veces bajo coartadas seudofeministas que defienden el sopicaldo penevulvar o los vientres de alquiler). Y, a continuación, contra las plurales formas de desvinculación entre comunidad y territorio; desde el separatismo solipsista hasta el cosmopolitismo inane que arrasa fronteras y devasta recursos naturales, a través de la exaltación del turismo, la tecnología, el comercio electrónico y el consumismo desaforado. La nueva casa tendrá que construirse sobre la base de una autarquía que garantice, ante una nueva catástrofe, la vida y la seguridad de las personas que la habitan, fomentando una economía autosuficiente, con una industria y una agricultura de cercanías que nos abastezcan de productos básicos y nos nieguen los caprichos propios de las sociedades decadentes que, a la vez que destruyen la naturaleza, lloriquean y hacen postureo ecológico. Para que tal cosa sea posible, habrá primeramente que lograr una independencia financiera y monetaria que permita una auténtica independencia política; lo que exigirá soltar amarras con los quilombos globalistas que, bajo la coartada del europeísmo, nos han convertido en colonias. Por supuesto, esta autarquía de base no significará aislamiento; pero las alianzas políticas o económicas que se entablen en este hipotético futuro deberán regirse por nuevos criterios, fraternos y a la vez respetuosos de la idiosincrasia de cada pueblo, que naturalmente tendrá que defender su tradición cultural y religiosa. Lo cual no significa que todos tengamos que creer en Dios por decreto, sino reconocernos en una identidad civilizatoria propia que, naturalmente, podrá aliarse con otras identidades, en sincera y recíproca amistad.
Como no nos chupamos el dedo, sabemos que las posibilidades de que prospere esta reconstrucción son escasas. En el Apocalipsis se nos cuenta que, después de sufrir una plaga, los hombres, en lugar de renegar de los pecados que la provocaron, reinciden en ellos. Y nunca en la Historia ha habido una generación más envenenada por el soma de la degeneración moral ni por los antagonismos paulovianos que azuzan sus lacayos de izquierdas y derechas que la actual. Así que en cuatro días tendremos a la izquierdita caniche y la derechona sanbernarda, cada una en su negociado, conduciendo a los españoles hasta los rediles de la demogresca que interesan al globalismo.
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