«Banderitis» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 08/06/2020.
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Siempre me ha provocado gran desasosiego la aversión que en ciertos sectores de la llamada ‘izquierda’ provoca la bandera española. Cuando he tratado de entender las razones de esta aversión me he tropezado con izquierdistas ingenuos que afirman que la bandera rojigualda representa una concepción de España con la que no pueden identificarse, o incluso detestan (por centralista o abusona de las minorías o sumisa hacia formas políticas con las que ellos no se identifican). Pero lo cierto es que la concepción de España que estos izquierdistas ingenuos detestan también puede resultarme detestable a mí por alguna de esas razones o por otras que ellos ni siquiera atisban; mas no por ello siento aversión alguna hacia la bandera, que como símbolo se sobrepone a la concepción concreta de España que en cada coyuntura se impone. «¡Es que nosotros ya tenemos la bandera que simboliza la concepción que tenemos de España, que es la bandera de la Segunda República!», me alegan entonces estos izquierdistas ingenuos. Pero yo también tengo una bandera –la Cruz de Borgoña– que simboliza la concepción que tengo de España y además no es una bandera inventada o refritada de la rojigualda (a diferencia de la republicana), sino una bandera verdaderamente histórica y distintiva; y, sin embargo, no tengo aversión alguna a la bandera rojigualda, a pesar de que, en el siglo XIX como en el XXI, la hayan podido enarbolar quienes predican orgullosos la destrucción de la España que me gusta, o envenenan su memoria, para tornarla grotescamente irreconocible.

No puede olvidarse que el hombre es un ‘animal simbólico’ que ‘llama a las cosas por otro nombre’ y condensa las realidades más vertiginosas e inabarcables en objetos muy sencillos que las aluden; y así, puede simbolizar el amor en un anillo o la patria en una bandera. El hombre necesita símbolos que lo sostengan y lo protejan contra el horror vacui; y los pueblos, cuando destruyen los símbolos que los unen, no tardan en acudir rugientes, como jaurías enviscadas, a la llamada de la selva, para despedazarse entre sí. Sospecho que esta es la razón última por la que cierta izquierda –ya no ingenua, sino revirada y de colmillo retorcido– profesa tan furibunda aversión a la bandera rojigualda, en la que percibe un símbolo que, una vez sepultado u oscurecido, puede facilitar la sepultura u oscurecimiento de la realidad que simboliza, subsistente a través de las épocas y las vicisitudes políticas. Una realidad que, además, no es puramente material, sino también (y sobre todo) espiritual. Decía el Marqués de Sade que, cuando se quiere apartar a los hombres de las realidades espirituales, la destrucción de los símbolos resulta mucho más eficaz (y también más modosita y atildadamente democrática, añadimos nosotros) que las matanzas. Pues, despojados de los símbolos, los hombres se vuelven ciegos a las realidades que esos símbolos invocan.

Pero a la ceguera, que se llega a través de las tinieblas, se puede llegar también a través de una borrachera de luz. También la saturación simbólica conduce al oscurecimiento de la realidad que el símbolo invoca. A veces, a esta saturación simbólica se llega exhibiendo la bandera de España en todas nuestras prendas, desde la gorra visera hasta las bragas; o haciéndola ondear frenéticamente en las más variopintas demandas públicas, aunque se reclamen cuestiones que nada tienen que ver con la subsistencia de la patria. Esta banderitis es al patriotismo como la exhibición constante de estampas religiosas, escapularios, medallitas milagrosas y reliquias a la religiosidad. Y es que que el patriotismo, como la religiosidad, sin soslayar nunca la expresión sincera y gallarda, debe rehuir el exhibicionismo descarado y presuntuoso, en el que siempre hay un componente de fetichismo e idolatría, aderezado además con las pasiones del orgullo, la vanagloria y la jactancia. Y en ciertas expresiones de supuesto patriotismo, caracterizadas por una banderitis atosigante, más que amor a la patria, se descubre una idolatría fetichista que, por momentos, puede adquirir expresiones grotescas. Y ya se sabe que las idolatrías siempre acaban cegando –por exceso de luz– todas las vías hacia las realidades espirituales y extendiendo una fe ciega en entelequias sustitutorias. Así actúa, por ejemplo, la idolatría llamada ‘constitucionalista’.

Huelga añadir que a nadie gustan más estos alardes de banderitis que a quienes sienten una aversión revirada y de colmillo retorcido hacia la bandera española y hacia la realidad espiritual que esa bandera invoca. Pues saben que la saturación simbólica genera un empalago y un rechazo instintivos que luego podrán utilizar pro domo sua.

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