«El hombre eterno» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 24/08/2020.
______________________
Una amable lectora de XLSemanal me pide que le recomiende, entre todas las obras de G. K. Chesterton, la que juzgo mejor. Ante todo, quisiera prevenir a mi corresponsal contra multitud de libros antológicos que circulan por ahí, ofreciéndonos un Chesterton ‘expurgado’, según la conveniencia del antólogo (así, por ejemplo, los antólogos neocones y presuntamente católicos de Chesterton suelen prescindir de su pensamiento económico, lo mismo que sus antólogos progres y esnobs esquivan su faceta apologética). El mejor modo de asomarse a Chesterton sin mistificaciones es leer sus libros completos, tal como fueron concebidos originariamente, y rehuir en la medida de lo posible las antologías ladinas o hemipléjicas que tratan de colarnos gato por liebre, presentándonos un Chesterton loncheado y deshuesado al gusto diletante del antólogo.
Y, entre todos los libros de Chesterton, me atrevo a recomendar El hombre eterno (1925), que no es un libro de teología, como su título parece sugerir; tampoco exactamente un tratado de filosofía de la Historia, ni un ensayo antropológico, ni una refutación del darwinismo. Siendo todas estas cosas a la vez, El hombre eterno es una mirada de águila, panorámica y penetrante, sobre el ser humano y su amistad con el Creador, que para hacerse todavía más firme fue sellada a través de la Encarnación. Escribiéndolo, Chesterton quiso rebatir un tostón pretencioso e infumable de H. G. Wells, Esquema de la Historia, en el que el célebre escritor fantacientíco se propuso demostrar petulantemente que el ser humano es el resultado aleatorio de la evolución; que Jesucristo no fue sino un hombre superior, al modo de Mahoma o Buda, cuyas enseñanzas luego degenerarían en religión; y, en fin, que las religiones (todas en general, pero muy específicamente la católica, que es la que de veras jode a los impíos) son incapaces de afrontar los retos del hombre moderno. Soliviantado por la lectura del bodriazo de Wells, Chesterton escribe este libro gozoso, incendiado de belleza, en el que nos propone su propio bosquejo de la Historia, ridiculizando las erudiciones de hormiga con que Wells pretendía legitimar sus hipótesis (erudiciones que, en gran medida, los avances científicos han probado falsas, o tornado obsoletas) y lanzando un par de tesis centrales: que el hombre no es fruto de la evolución, sino de la acción creadora divina; y que el hombre llamado Cristo era en verdad el Hijo de Dios.
Para Chesterton, el hombre no es producto de una evolución, sino de una revolución, de un puro milagro (e importa un ardite que ese milagro haya sido instantáneo o que haya durado miles de años). Y para demostrarnos que la aparición del hombre es fruto de un milagro, Chesterton nos pide que reparemos en las pinturas que nuestros antepasados dejaron sobre las paredes de las cavernas. Esas pinturas rupestres no fueron realizadas por monos que estaban evolucionando hacia un estadio superior, sino por hombres como nosotros, pues el hombre es el único ser de la Creación que puede ser a un mismo tiempo creador y criatura. Las hipótesis evolucionistas envuelven esta verdad desnuda en una madeja abstrusa, todo lo verosímil o delirante que se quiera; pero nunca podrán negar que hubo un día en que un ser nuevo se puso a pintar en una cueva; un ser que, siendo muy cercano morfológicamente a un chimpancé o a un gorila, era a la vez el ser más diverso del chimpancé y el gorila, porque hacía algo que el chimpancé y el gorila nunca podrán hacer, por mucho que evolucionen. El arte es el rasgo exclusivo de la personalidad humana, el modo en que Dios distinguió al hombre con su predilección.
En la segunda parte de El hombre eterno, Chesterton narra la segunda revolución de la Historia humana, que es la irrupción de un Dios que se hace carne. Y, además de ofrecernos una lectura pasmosa de la Navidad, glosa jocosamente todos los empeños modernistas por negar la divinidad de Cristo, a costa de presentarlo –al estilo de Wells– como el hombre más sabio y eminente que jamás haya pisado la Tierra. Pero ningún hombre eminente se proclama Hijo de Dios; sólo un orate al estilo de Calígula se le ocurre tal petulancia desquiciada. Conque, si Wells antes ha convenido que Cristo no es un orate, sino un hombre sabio y eminente, entonces… es que sin duda era el Hijo de Dios.
El hombre eterno es un libro burbujeante de ideas felices, de pasajes inspiradísimos, donde la profundidad del pensamiento y las delicadezas paradójicas de la expresión se funden en una amalgama irrepetible, destripando todos los lugares comunes del pensamiento moderno (si el oxímoron es tolerable) que salen a su paso. De este modo, su lectura se convierte en un festín de la inteligencia para lectores curiosos y sensibles.
https://www.xlsemanal.com/firmas/202...re-eterno.html.
«Capitalismo y antropología» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 31/08/2020.
______________________
Advertíamos en un artículo anterior contra los muchos intentos desfiguradores de la obra de G. K. Chesterton. Tales intentos se han producido tanto desde ámbitos ‘culturetas’ –donde se odia al Chesterton apologeta de la fe católica– como desde las posiciones de lo que nosotros hemos denominado jocosamente ‘catolicismo pompier’. Y casi todos los intentos de manipulación de este catolicismo pompier se han centrado en distorsionar el pensamiento económico de Chesterton, a veces mediante la pura y simple elusión, a veces mediante la tergiversación más descarada.
Como es bien sabido, Chesterton promovió el distributismo, que el catolicismo pompier presenta condescendientemente como una ‘doctrina económica’ insatisfactoria. Pero lo cierto es que Chesterton nunca pretendió formular una doctrina económica; sino que, simplemente, designó de esta manera al modo de organización económica basado en el reparto de la propiedad privada (frente a la concentración en la que se funda el capitalismo), que siempre había preconizado el pensamiento tradicional. Chesterton no se adentra en formulaciones técnicas, ni pretende elaborar un sistema al modo –pongamos por caso– de Friedman o Keynes; sino que se esfuerza por devolver a sus lectores el sentido de la cordura cristiana, señalando que el capitalismo «crea una atmósfera y forma una mentalidad»; es decir, que no se limita a organizar la economía, impone una agenda antropológica arrasadora.
A veces, para distorsionar las intenciones del pensamiento económico de Chesterton, se pretende que sus propuestas distributistas batallan por igual contra el capitalismo y el comunismo. Pero esto no es completamente cierto. Chesterton nos advierte que, con frecuencia, quienes más claman contra el comunismo son los mismos que aplauden las calamidades que nos ha traído el capitalismo: «Mientras ese viejo caballero ha estado gritando contra ladrones imaginarios a quienes llama socialistas –escribe en Los límites de la cordura–, ha sido atrapado y arrebatado realmente por verdaderos ladrones que no podía ni siquiera imaginar». Chesterton es consciente del error histórico que están cometiendo muchos católicos al defender el capitalismo, que está dispuesto –exactamente igual que el comunismo– a crear «una civilización centralizada, impersonal y monó-tona», capaz de destruir las más numantinas resistencias humanas. Y no se cansa de proclamar que «el capitalismo ha hecho todo lo que amenazaba con hacer el socialismo». Incluso se atreve a precisar que los «place-res permisivos» que ofrece el capitalismo son mucho más corruptores que los que ofrece el socialismo. El tiempo no ha hecho sino darle la razón: sin duda, el comunismo ha matado más cuerpos que el capitalismo, pero ni de lejos ha matado tantas almas.
Chesterton sabe bien que el capitalismo no es sólo una fórmula económica nefasta –consistente en «forzar a la gente para que compre lo que no quiere comprar, y en fabricar tan torpemente como para que lo fabricado se pueda romper, suponiendo que lo querrán comprar de nuevo, manteniendo la bazofia en una rápida circulación»–, sino también una antropología destructiva que, para lograr sus fines, necesita destruir las comunidades humanas, tanto en el aspecto material –forzándolas a la emigración– como espiritual –desbaratando su vida moral y las estructuras que la sostienen, empezando por la familia–. De ahí que capitalismo y antinatalismo sean, para Chesterton, el anverso y el reverso de una misma moneda; pues el capitalismo necesita estimular todas las modalidades de ‘religión erótica’ que impiden o dificultan la fecundidad. Por supuesto, esta labor de destrucción antropológica la hará de forma taimada, mediante coartadas emotivistas y presuntamente humanitarias, presentándose como paladín de aquellos movimientos sociales e ideologías que interesen a su fin primordial; pero todas estas coartadas buscan siempre el mismo fin: «Se impiden los nacimientos –escribe sin paños calientes en El manantial y la ciénaga– porque la gente desea estar libre para ir al cine o comprar un tocadiscos o una radio. Lo que me hace desear pisotear a esas gentes como si fueran felpudos es que usen la palabra ‘libre’, cuando con cada uno de esos actos se encadenan al más servil y mecánico sistema que haya sido tolerado por los hombres».
Pues ese sistema ‘servil y mecánico’ no se limita únicamente a organizar la economía, sino que es fundamentalmente un sistema de ingeniería social que ha destruido las comunidades humanas. Sospechen siempre de los católicos que se proclaman defensores del capitalismo.
https://www.xlsemanal.com/firmas/202...-de-prada.html.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores