«El eterno femenino» por Juan Manuel de Prada para el ABC.
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La escritora y articulista catalana Llucieta Canyà fue notable, especialmente en los años 30, por su visión conservadora del feminismo.
Llucieta Canyà (1901-1980) había nacido en La Bisbal, capital del Bajo Ampurdán; y hasta el día de su muerte hizo gala de su origen, orgullosa de haber crecido en una tierra que imprime carácter como pocas. En una entrevista de Mercè Rodoreda para el semanario «Clarisme», allá por junio de 1934, Llucieta Canyà es descrita como una polemista incansable, y también como «una ampurdanesa con todas las cualidades y todos los defectos que tienen todos los ampurdaneses: simpática, franca, parlanchina… y un azogue. Un auténtico azogue». Había sido bautizada en la pila bautismal como Llúcia, tal vez en honor a la santa que se veneraba en una ermita del pueblo vecino de Sant Pol de la Bisbal; pero ella siempre firmó con el diminutivo de Llucieta, que era como por entonces se llamaba a las modistillas. Primogénita de tres hermanas, desde la infancia destacó por su carácter arrojado (un poco presuntuoso y mandón, si hacemos caso de sus detractores), que no rehuía la confrontación con sus padres, y por sus gustos «modernos», entre los que se contaban la hípica y la natación. Todavía en La Bisbal será socia del Escut Emporità, una sociedad cultural próxima a la Lliga Regionalista; y algunos años más tarde, ya instalada en Barcelona –donde cursará estudios de magisterio y Derecho– será la primera mujer admitida en el Ateneo.
Tal vez conociese allí a Miquel Poal i Aregall, un prolífico escritor y periodista que había sido director del «Diari de Sabadell», así como de la colección «La Novel·la d'Ara». Autor de sainetes y vodeviles, pero también de novelas y ensayos de asunto feminista –como «Glosses femenines» (1914) o «La responsabilitat femenina» (1916)–, Poal i Aregall era a la sazón el crítico teatral de «La Veu de Catalunya», órgano de prensa de la Lliga. Allí empezará Llucieta, a partir de 1928, a entrevistar a diversas personalidades políticas y culturales, desde Margarita Nelken a Santiago Rosiñol, pasando por Josep Maria de Sagarra, con quien hará muy buenas migas. Durante los siguientes años mantendrá en el mismo diario una sección muy controvertida, «Món Femení», donde polemizará lo mismo con los misóginos más cerriles que con las feministas más belicosas, siempre desde posiciones conservadoras. Así, por ejemplo, se enfrenta a Domènec de Bellmunt, defensor de la «fiesta de las modistillas», que Llucieta consideraba un exhibicionismo indigno que sólo servía para que los estudiantes se burlasen groseramente de las «llucietas». Arremete también contra el Club Femení i d’Esports, en el que militaban autoras de su generación tan valiosas como Ana María Martínez Sagi, Anna Murià o Maria Teresa Vernet, pues considera que «las entidades exclusivamente femeninas son tan absurdas como las entidades masculinas que cierran sus puertas al elemento femenino». Y desde la prensa esquerristase gana la animadversión de Rosa Maria Arquimbau, que lanza sus afilados y sarcásticos dardos contra el «feminismo de corsé y polainas» de la Lliga; y hasta llega a celebrar, desde su sección «Film & Soda» de «La Rambla», que la lluvia haya impedido la celebración de un ciclo de conferencias en el que Llucieta Canyà iba a disertar sobre las aspiraciones políticas de las mujeres. A juicio de la vitriólica Arquimbau, las damas de la Lliga sólo querían acceder a los despachos municipales para hacer en ellos grandes reformas, «instalando muchos espejos y muchas “chaises-longues” (puesto que, hoy por hoy, ya tienen lechos y bidés); y, de tanto en tanto, saldría un alto funcionario con la nariz teñida de “rouge”, porque es seguro que a las feministas modernas que les interesa ir al Ayuntamiento también les interesaría, de vez en cuando, teñir de “rouge” la nariz de los altos funcionarios».
En la redacción de «La Veu de Catalunya» Llucieta se convertirá pronto –como ella misma confía a Mercè Rodoreda– en diana de los donaires y eutrapelias de sus compañeros, que conociendo su miedo a la francmasonería le mandaban estrafalarios paquetes con escarabajos disecados y mensajes esotéricos o cabalísticos. Y su fama llega ser tanta que la prensa satírica –con «El Be Negre» a la cabeza– le propina constantes collejas, algunas muy fétidamente machistas. Entretanto, Llucieta se ha casado –en diciembre de 1930– con Poal i Aregall; y se prodiga en decenas de conferencias, en las que aborda siempre cuestiones candentes sobre el papel de la mujer en la sociedad de su tiempo. Sebastián Juan Arbó rememorará, muchos años después, la frenética actividad de nuestra autora: «¿Quién no la recuerda de aquellos tiempos heroicos con su figura menuda, su ademán nervioso, su hablar atropellado, siempre con prisas, entre el artículo y la conferencia, entre la entrevista y el libro?». Pero no será hasta 1934 cuando pegue la campanada con su obra «L’etern femení», una especie de oráculo manual para mujeres, dedicado a la pedagoga Francesca Bonnemaison, que cosechará al instante un estruendoso éxito.
En el prólogo del libro, Josep Maria de Sagarra dedica a nuestra autora los más encendidos piropos, espolvoreados de alguna malévola ironía (y también de alguna pulla dirigida, creemos, contra Pompeu Fabra), recordando las incursiones de Llucieta en al Ateneo, donde «quiere imitar a las golondrinas, charlando de mesa en mesa, lo que irrita a algún señor tristísimo que hace artículos para enciclopedias baratas». Sagarra, que confiesa sentir «cierta repulsión por la palabra “Feminismo” escrita con letras de trascendencia y terminando siempre con aquella cola de pescado de la vaguedad», afirma sin embargo que, «tratándose de Llucieta Canyà, el pánico que me suscita la palabra “Feminismo” se convierte en esa sonrisa que me producen los espectáculos en los que juegan como primeros actores la gracia, la travesura, la alacridad y, por qué no, las lágrimas, unas lágrimas fresquísimas que no llegan a alterar el rosado de las mejillas ni perjudican el “rimmel”». Considerando que Sagarra –como nos ha descubierto Julià Guillamon– fue amante de Rosa Maria Arquimbau, cuyo feminismo más mordaz tal vez suscitase en Sagarra pánico, no debemos descartar que las palabras de este prólogo admitan una lectura perversa o jocosa. Tampoco que, con sus ditirambos un tanto condescendientes a Canyà, Sagarra quisiese, en realidad, chinchar a Arquimbau.
Algunos capítulos de «L’etern femení» ya nos indican desde el mismo título las posiciones que defiende Canyà, poco acordes con el feminismo hoy en boga: «La maternidad, ideal supremo de la mujer»; «Si el marido tiene amantes, es porque la mujer quiere», etcétera. Pero la reproducción de algún pasaje del libro nos brindará una idea más atinada sobre su contenido: «Cuando el marido regresa –escribe Canyà–, necesita encontrar a la mujer dispuesta a halagarlo, a mimarlo si es necesario; para que así, al retornar al hogar, el marido vea la diferencia de trato con las personas que le ha tocado codearse durante las horas de trabajo. Para que el marido se dé cuenta de que allí, en su hogar, está el oasis magnífico donde sabe que diariamente podrá alegrar los ojos y todos los sentidos y donde hallará el reposo material y espiritual que le brindará nuevo arrojo para reemprender la lucha. ¡Ay de la mujer de un hombre sensible –casi todos los hombres buenos lo son– que no sigue las huellas espirituales del marido! ¡Ay de la mujer que se desentiende de las cosas del marido! ¡Ay de la mujer que no sabe escuchar al marido cuando éste se explica! ¡Ay de la mujer que no sabe callar en el momento oportuno!». Canyà se dirige a la mujer empeñada en imponerse a su marido, recomendándole que evite las escenas violentas y que se esfuerce en ser amable con él; de este modo –asegura–, «recibirás la recompensa con creces y tu marido hará lo que desees». Y recuerda a esa misma mujer que, «en la vida íntima matrimonial, los momentos que el marido subraya con apasionamientos quiere verlos correspondidos». «L’etern femení», que ofrece sus consejos a muchachas casaderas, esposas y madres, hoy se consideraría casi tan reprobable como ese fragmento de la Epístola de San Pablo a los efesios que los curánganos lacayunos no se atreven a leer en misa; pero en los años de la Segunda República constituyó un estrepitoso éxito que se prolongaría durante el franquismo, en multitud de ediciones, siempre en lengua catalana.
Tras la publicación de «L’etern femení», Llucieta abandonará la escritura por un tiempo, para dedicarse casi en exclusiva a la crianza de su hijo Joaquim. Sin embargo, a un periodista de «La humanitat» que la entrevista con motivo de la Diada del Libro de 1935, le anuncia que está a punto de publicar un poemario titulado «Mare», «que será un canto y una glorificación de la maternidad», así como «una novela muy atrevida, “Experiment de casada”, y un libro de cuentos que llevará por título “Parada d’encants”». Pero la muerte de su marido, en 1935, malogra todos estos proyectos, tal vez quiméricos o exagerados. En 1936, en cambio, publica «L’estudiant de Girona» (1936) una obra teatral de exaltación romántica, ambientada durante la invasión napoleónica, tal vez demasiado anticuada incluso para su época. Poco después se casará en segundas nupcias con un novio de la juventud, Santiago Manresa, un pediatra con el que se instalará desde 1937 en Reus, donde vivirá en sus propias carnes las angustias de los bombardeos de la aviación nacional y las levas desesperadas, mientras el frente catalán se hunde.
Tras la Guerra Civil, Llucieta mandará algunos artículos al «Diario Español» de Tarragona, donde por un tiempo firmó sus artículos como Lucía Cañá, antes de iniciar una colaboración asidua en «El Correo Catalán», el viejo diario fundado por Sardá y Salvany, que poco a poco iría evolucionando hacia un catalanismo moderado, hasta que el «molt honorable» Pujol lo hizo papilla. En 1954, mientras se suceden las ediciones de «L’etern femení», Canyà publica «L’Amor té cops amagats», una comedia (en catalán) dedicada a su segundo marido que al poco será estrenada (también en catalán) en el teatro Romea de Barcelona. En la edición de la obra, de asunto sentimental y diálogos tirando a tópicos, Canyá anuncia que está preparando una novela titulada «Les llàgrimes d’Angelina», en alusión jocosa al poema épico de Barahona de Soto, así como varias comedias y farsas cómicas; pero tales obras, como las anunciadas antes de la guerra, nunca conocerán la imprenta. En cambio, en 1957 Canyà publica «L’etern masculí», otro oráculo manual que trata de dar la réplica a su exitosísima obra de los años treinta, donde vuelve a diseccionar las relaciones entre hombres y mujeres desde posiciones muy recatadas –Xavier Cortadellas aventura que Canyà pudo pertenecer al Opus Dei, extremo que no hemos podido comprobar–, aunque en esta ocasión en un tono más festivo y dicharachero (y menos condescendiente con las flaquezas masculinas). El libro se clausura con una suerte de diccionario burlesco en el que se describen hasta veintitrés prototipos masculinos, entre los que se cuentan el «caradura», el «mujeriego», el «calzonazos», el «gamberro» o el «roncador»; y a todos ellos, por supuesto, los pone nuestra autora como chupa de dómine.
Todavía durante los años sesenta, Llucieta Canyà mantendrá una actividad trepidante, como conferenciante y locutora en la emisora barcelonesa de Radio Nacional, donde mantuvo un consultorio sentimiental por empeño de su subdirector, Joan Viñas Bona. Y en su vejez seguirá escribiendo incansablemente poemas que nunca se llegaron a publicar, así como algún cuento que en cambio alcanzaría gran circulación entre el público menudo, como« En patufet a Montserrat» (1976). Nunca perdió Llucieta Canyà su carácter nervioso y atropellado, tal vez un poco mandón, ni renegó de sus ideales, que la han condenado –también entre sus paisanos– a las mazmorras del descrédito. Pero no hay descrédito que sea eterno; y tal vez alguna mujer, allá en un futuro hoy inconcebible, vuelva a leer sus consejos, harta y escarmentada de otras propagandas que acaso la hicieron infeliz y asesinaron el eterno femenino.
El eterno femenino
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