Revista FUERZA NUEVA, nº 60, 2-Mar-1968
Mística de España
Carezco de títulos para establecer si el catalán Eduardo Marquina era un buen poeta, pero de algunas de sus estrofas yo no puedo hacer olvido.
No tengo más que una rudimentaria cultura musical, pero puedo opinar por mi razón y mi corazón sobre la letra del “Himno a Valencia”, que comienza cantando:
“Para ofrendar nuevas glorias a España, nuestra región supo luchar…”.
Pero por lo que yo no paso, ni puedo pasar, es con que haya alguien que pueda llegar a ser capaz de poner en tela de juicio el saber, el talento y la santidad de San Agustín. Y es el propio San Agustín quien dictamina que el amor a la Patria es superior en rango al que hemos de profesor a nuestros propios padres, y tan solo inmediatamente inferior al que debemos a Dios.
Sí. Ya sé que corren vientos iconoclastas, que el progresismo avanza con la fuerza efectiva que le da el viento del Este…; pero la verdad es que, gracias a Dios, nuestra Patria no es un dócil arenal, sino que está plagada de recias montañas que dificultan esa erosión producida por tales ventiscas.
Remontándome a mi niñez, uno de mis más remotos e indelebles recuerdos es el de haber visto llorar con expresión gozosa a mi padre. Y al inquirir -con la ingenuidad infantil- lo que sucedía para ello, aquél quedamente me contestó:
-¡Calla! Están hablando de Dios y de España.
Aquel día, en aquella iglesia de Burgos, merced a la palabra del padre Madariaga, de la Compañía de Jesús, comenzó a vivir en mí ya ese binomio inseparable, fundido -gracias a Dios- con mi propio ser. Y esto no es sensiblería barata, como habría quien arguyera, porque gracias a ese modo de sentir ambos ideales han sido segados, de los míos, dos hermanos en una semana, y también asesinados otros once más de mi familia en el largo de nuestra última guerra. Nada de esto es capaz de producirse por sensibilidad cursi y trasnochada, porque le sensiblería es cobarde y estas pruebas sólo pueden obtenerse merced a la fe y a la razón, bien firmemente sentidas, con un corazón que vibre para confesarlas.
“Viento del Este”… estepario y rojoide, ha ido infiltrándose por resquicios de puertas y ventanas, altas y bajas. Con la hábil experiencia obtenida tras muchos fracasos anteriores, se han cambiado los guanteletes de hierro por suaves mitones de seda; las hachas de leñador o de verdugo por barbitúricos aparentemente inofensivos; la descarada agresividad sincera, al menos, por la meliflua sonrisa maquiavélica. Y merced a todo ello es como sus emisarios y sus dóciles servidores, ciegos o aleves, van escalando puestos, infiltrándose en todas partes y hasta sustituyendo el mandil masónico con su triángulo cabalístico, con una pretextada nueva religiosidad abierta, esencialmente dialogada y complaciente, que entrega y pulveriza gratis las propias defensas salvadoras.
El hombre es el único animal de la creación que reiterativamente incurre en los mismos errores, sin lograr asirse al caudal salvador de la propia experiencia. Y cuando hemos visto desde siglos incontables que las importaciones de ideologías políticas, sociales y filosóficas de toda índole no nos acarrean más que auténticas calamidades, no hay medio de que nos separemos de esa viciosa costumbre, a pesar de que en nuestro propio acervo tenemos más y mejores soluciones para esos problemas, porque pudimos comprobar su éxito, y porque además están hechos a nuestra propia configuración e idiosincrasia.
En muchas, muchísimas cosas, cada día me siento más nacionalista. Y si me esgrimís la tónica de un Concilio, yo os esgrimiré también la de otros muchos más anteriores. Y si me agitáis el calendario para que recuerda la época en que estamos, yo os invocaré el recuerdo de nuestro Siglo de Oro, cimero en todo el orbe, y al que logramos llegar por ser nacionalistas antes que universalistas. No. No nos encerramos entonces en nuestro castillo roquero, sino que, con la Cruz en la mano, nuestros tercios, nuestros misioneros, nuestros hombres de ciencia, de letras y nuestros mercaderes y artesanos desbordaban incontenibles por el mundo arrollantemente, para su mejora integral a la sombra de España. Precisamente, cuando los primeros brotes de “importación” asomaron a nuestras tierras, éstas reaccionaron surgiendo los comuneros de Castilla, por ejemplo, y a poco, el gran Emperador Carlos prefirió ser español total, acabando por encerrarse voluntariamente en vida en Yuste, para aquí poder palpar más a Dios hasta su muerte.
Tras ello, volvieron al ataque los afrancesamientos, que culminaron con las explosiones de las ideologías nacidas en la Revolución Francesa, después de lo que nos llegó la invasión napoleónica, y entonces dieron motivo estas causas a nuestro levantamiento masivo, que derrotó al “invencible” emperador francés; otros intentos inmediatos hicieron surgir rebeldías de los pueblos españoles en América para no admitir sometimiento alguno a las influencias extranjeras en la metrópoli hispana. Y está aún bien reciente el ejemplo de nuestra última guerra y años posteriores (todo lo cual arroja el más potente alarido místico de españolidad), porque aquí, “tirios y troyanos” radicalmente hicimos fracasar toda clase en apetencias y bloqueos bajo el signo que fuere, para así poder seguir siendo nosotros SOLOS los únicos dueños de nuestros destinos, por tierras, mares y aires propios.
Todo esto a la ridícula suficiencia progresista parecerá incongruente y digno de archivarlo en un museo o en un manicomio. Pero creo que vale la pena recordar a este respecto que frente a las degeneraciones integrales que van proliferando en la mocedad como fruto humano de aquellas ideologías, nosotros podemos presentar como fruto de las nuestras a las juventudes hundiéndose en la cubierta del “Baleares” sin dejar de cantar a la Virgen y a España, o luchando numantinamente en el Cuartel de la Montaña o en el de Simancas, en el Alcázar de Toledo o en Santa María de la Cabeza, en Belchite, en Bujaraloz o donde fuere -incluso a cuarenta grados bajo cero en plena Rusia, con nuestra División Azul, o achicharrándose por el calor y por los ataques enemigos en pleno Sahara-, exactamente igual que van a misionar a América, al África o a la India; o a trabajar en Francia, Alemania o Bélgica, lo mismo que desfilando por las calles con nuestros uniformes militares, o en los campamentos, o a bordo de nuestros buques cantando a España y rezando a Dios.
Es aquí, en este binomio, en donde tan sólo tenemos la solución única para nuestros problemas. La pleitesía a lo ajeno inmolando los propios estandartes sin reciprocidad, es un gratuito regalo de la victoria a los de enfrente. Pero Diego de Silva Velázquez, el mágico pintor sevillano enmadrileñado, nos lo retrató de modo magistral en su cuadro de “La rendición de Breda”. Y es aquí cuando nuestro general Spínola, rodeado de sus tercios inmortales, supo vencer hasta en la paz, no humillando ni desdeñando al vencido, sino acogiéndole ya con sonrisa fraternal, reciamente española. Pero, eso sí, sin la propia claudicación.
De nuevo he de repetir cuánta gratitud debemos todos los españoles a quiénes en sus enseñanzas tenaces y pacientes en cuarteles, buques, aeródromos, academias militares y campamentos siguen sembrando ese ardoroso culto a España, sin acabar de darnos cuenta de que sin unas fuerzas armadas disciplinadas, eficientes y de tan alto espíritu patriótico como las que tenemos, no conservaríamos garantía alguna de subsistencia, al menos con un mínimo de dignidad espiritual y material. Y con ello no voy a referirme a una época alguna determinada, sino a esa estela que se pierde en la noche de los tiempos, y que cuando se ha querido denigrar ha brotado con más ímpetu.
Esa frase, recientemente lanzada como fórmula publicitaria, es verdad integral: “España es diferente”. Hay quien pretendió tachar a nuestra religiosidad de arcaica e inmovilista, y frente a ello aparece tercamente la verdad de tantos santos españoles, tantos mártires españoles, tantos misioneros españoles, tantos de los nuestros fundadores de Órdenes y Congregaciones religiosas y tantas víctimas caídas así en defensa de la religión, que no hay país alguno que nos iguale. Y si fuese verdad que nos habíamos ahora estancado en todo ello, convendría que se reconociera, al menos, que siendo de esa manera antes citada es como se produjo nuestro Siglo de Oro y nuestra grandeza completa, no claudicando, apostatando vergonzosamente ante los “aires de fuera”. Pero no. No es eso sólo. Es que hoy, hoy mismo, frente a los cuadernos claudicantes, surge una vida y una muerte como la del padre Huidobro y miles y miles de ejemplos más de la misma índole, desde José Antonio hasta el último que se ofrece por Dios y por España. (…)
Que todo lo antes expuesto no es error ni fascinación nos lo dice esa experiencia que no marra, y en ella no cabe espejismo alguno. Y cuando se pretende justificar el progresismo y hasta el comunismo por su ansia de justicia social, debe de recordarse que incumple como buen cristiano español el que tiene para el ajeno ausencia de caridad y auxilio. Se llame hoy como se llame, el “señorío” no era la mera posesión de bienes materiales, tierras y prosapia, sino la manera de elevar al humilde sin propio descenso. Y por fe y señorío los más altos monarcas agonizantes se humillaban de rodillas para recibir a Dios. (…)
Moraleja: Con mucha consideración hacia los demás “de fuera” volvamos ante todo hacia nuestros altares y rezando, rezando como nos enseñaron, apliquemos de verdad la oración del Padrenuestro, a la vez que sintamos cada vez más la alegría de ser español… que acaso sea lo único que vale ya la pena de ser en esta vida…
Abelardo DE CARLOS
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