Revista FUERZA NUEVA, nº 547, 2-Jul-1977
JURAMENTO PARA PERJUROS
Luis María Sandoval
España cambia. Todos los cambios, grandes, pequeños y minúsculos, abundan. Y no son los que parecen más pequeños los que resultan menos significativos. En conjunto, todos los cambios conducen a hacer de España un país sin religión, tradición ni gloria.
En “El País” del 17 de junio nos llega la noticia del último cambio significativo: el nuevo presidente de las Cortes bicamerales restauradas, Hernández Gil, al tomar posesión de su cargo, NO juró ante el Rey, los Principios del Movimiento, como prescribe el artículo 2 de la Ley Fundamental de Principios del Movimiento y los 19 y 43 de la Ley Orgánica aún vigentes. Con escrupulosa ausencia de legalidad, el juramento existente ha sido sustituido sin más, incluso sin Decreto-Ley.
La radio nos informó de que, desde ahora, siguiendo la fórmula estrenada, el juramento prescriptivo para la toma de posesión de cargos públicos se prestará “sobre los Evangelios y ante el Crucifijo, pero de pie”. La fórmula será la que empleó Hernández Gil, que reproducimos a continuación:
“¿Juráis en conciencia y por vuestro honor respetar la ley como expresión de la voluntad soberana del pueblo español, lealtad al Rey y el riguroso cumplimiento de las obligaciones de vuestro cargo? - Sí, juro”.
A estas alturas, esta sustitución puede parecer inocente, pero se presta a varias consideraciones sobre el carácter ideológico y moral de nuestras más altas autoridades.
Veamos...
1. No vamos a entrar en la sorpresiva sustitución de juramentos y si hubiera precisado alguna formalidad jurídica... por lo del Estado de Derecho. A estas alturas quizá convenga que se produzcan, repitan y destaquen signos de que en España se da una revolución de la legalidad y no una reforma en la legalidad.
Sí nos sorprende, en cambio, porque pensábamos que la Monarquía y el Rey, personalmente, tenían una particular vinculación histórica y emotiva, de causa y efecto, de agradecimiento, en suma, al antiguo juramento.
Piénsese que si la cesión de “derechos” dinásticos del pasado 14 de mayo (El equívoco acto en que D. Juan “cedió sus derechos” a Juan Carlos, rey “franquista”) sirve para satisfacer los sentimientos de la Familia Real, de hecho, el conde de Barcelona no podía transmitir sino el legado histórico que recibió de Alfonso XIII:
-Una monarquía abandonada por todos, incluso los “leales”, sin sombra de sentimiento, adhesión ni defensa, a la que renunció don Alfonso, el rey liberal, cuando plegó sus derechos a la voluntad popular.
-En 1936, don Alfonso sólo podía legar a don Juan, un destierro en Roma. A no ser que…
Paradójicamente fueron los carlistas, monárquicos de otra rama dinástica, y los falangistas, muy poco o nada monárquicos, los que en justa rebelión hicieron del Movimiento del 18 de Julio la nueva fuente de legitimidad de origen y de ejercicio, que Franco administró y transmitió a Juan Carlos I mediante su doble juramento ante las Cortes: el 23 de julio de 1969 y el 22 de noviembre de 1975:
“Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”.
En aquella segunda ocasión, millones de españoles fuimos testigos del juramento, por televisión. Particularmente, al completarse la fórmula, me llené de alegría por la continuidad del 18 de Julio… aunque creía por entonces que la lealtad a los Principios del Movimiento significaba también mantenerlos como objeto del juramento exigido para ser investido de cargos públicos.
Si los Principios del Movimiento le dieron al Rey acceso a un Trono al que de otro modo no habría podido llegar, se comprende el dolor que le debe haber costado asistir a la desaparición de una fórmula de recuerdo tan entrañable [IRONÍA].
No es un juramento
2. Porque, además, el nuevo juramento concentra en su treintena de palabras todos los defectos imaginables.
Para empezar, no es un juramento. Jurar es poner a Dios por testigo de un aserto o -en nuestro caso- como garantía de una promesa y es un acto a la vez jurídico y latréutico. Juramento era la antigua fórmula, explícitamente: “Juro por Dios…”, y por ese su carácter sacro se prestaba de rodillas, sobre los Evangelios y ante el crucifijo.
La nueva fórmula no sólo cambia el objeto de la promesa, sino que, de intento, sustituye la apelación divina por la conciencia y el honor (pobres y problemáticos sustitutivos). No es, por tanto, un juramento: todo lo más una promesa solemne.
Es de suponer que el nuevo ritual se debe un nuevo esfuerzo de homologación con el laicismo europeo, y a preparar un fácil acceso al poder a marxistas no creyentes, que se resistirían a admitir el prestar un juramento, absurdo por otra parte.
Pues bien, o se jura por Dios, de rodillas ante la Cruz y la Biblia, o se promete simplemente de pie y ante “el propio honor y conciencia”. Pero es inadmisible que en lo que únicamente constituye una promesa, se instalen las Sagradas Escrituras y la Cruz, en remedo o parodia del ritual del juramento.
Nos encontramos ante un Estado (Adolfo Suárez…) que no quiere ser católico, pero tampoco mostrarse como laico o ateo, y que pretende guardar unas formas tan contradictorias como el mantener los objetos sagrados y permanecer de pie, con no se sabe qué finalidad en el disimulo.
Doctrina Pontificia
3. Puesto que, además de no ser un juramento católico, sino tan sólo una promesa solemne, ni aun como tal puede un católico admitir el nuevo texto por su contenido.
Al pedirse en la promesa el “respeto a la ley como expresión de la voluntad soberana” se reclama nada menos que la sumisión a cualquier ley que dicte la voluntad popular, y esta admisión, basada únicamente en el hecho de provenir de la voluntad popular.
Esta concepción de la ley como emanada de la voluntad popular, que dictaminaría a su arbitrio qué es bueno y qué es malo de forma totalmente soberana e inerrante, está taxativamente condenada por la Iglesia. En la concepción cristiana sólo pueden considerarse leyes los preceptos que en sí mismos están acordes con la Ley Divina: natural y positiva.
Acerca de este punto se ha pronunciado siempre la doctrina pontificia, condenando la soberanía popular sin restricciones. Así, por ejemplo, León XIII condenó a los partidarios del liberalismo que atribuyen al Estado un poder despótico e ilimitado y afirman que hemos de vivir sin tener en cuenta para nada a Dios” (“Libertas”, 22) a partir del falso principio de que “el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda autoridad” (“Immortale Dei”, 1). O en nuestro siglo, Pio XII condenaba “el absolutismo del Estado… [para el que] la autoridad del Estado es ilimitada y frente a ella… no se admite apelación alguna a una ley superior moralmente obligatoria” (“Benignitas et Humanitas”, 29), precisando que daba lo mismo que “esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social” (“Summi Pontificatus”, 46).
Estos ejemplos bastarán para demostrar que un católico no puede admitir ningún legislador soberano, ni aun el pueblo, si no se compromete a respetar los límites morales de la Ley de Dios, sea positiva, sea impresa en la naturaleza de las cosas. Por lo tanto, un católico no puede prestar la promesa exigida actualmente sin ninguna restricción.
¿Conjunto de nulidades?
4. Y no es eso sólo. Es que, dentro de una argumentación puramente práctica, llegamos al siguiente dilema: o la promesa prestada no se cumple, o nos condenamos a hacer de nuestras autoridades un conjunto de nulidades, de cabezas vacías.
Porque un hombre puede prometer respeto a los Principios del Movimiento, a los dogmas del marxismo, o a la Declaración de los Derechos del Hombre, basta con que crea en ellos; pero nadie puede prometer lo que pide nuestro ultraliberal Estado: respeto a lo que en cada momento “haga ley” la voluntad popular. Puesto que esta voluntad “soberana” es tan voluble que tan pronto puede violar los Principios del Movimiento o incluso los derechos de Dios (que existen) como declarar abolida la libertad revolucionaria en nombre de la Igualdad o viceversa.
Así, nuestras autoridades futuras o harán de sus ideales más sagrados un límite a su promesa y entonces ésta es inútil: cada cual respetará la legislación según su criterio, o, con todo rigor, admitirán y respetarán toda decisión del legislativo. El empobrecimiento mental y moral sería espantoso: se habría sentado la base del escepticismo total, renunciando a poseer criterios propios, y con ello, cínicamente, se elevaría a virtud máxima el oportunismo.
“Prometer” es demasiado poco
5. El juramento promisorio nace del deseo de amparar en una fidelidad superior a toda garantía humana (la palabra empeñada ante Dios) el compromiso de los rectores de la sociedad de guardar fielmente su patrimonio espiritual y legal.
Se comprende que la posibilidad de incumplimiento subsiste, pero que la de aquel que se liga a su promesa bajo pena de triple pecado (contra el segundo mandamiento, contra la justicia por incumplimiento, y por escándalo) es la mayor de todas.
Es cosa de preguntarse si la renuncia a que se refuerce el compromiso con el juramento aumenta o disminuye las garantías de cumplimiento para la sociedad.
Prometer por la propia conciencia es demasiado poco, ya que la conciencia, aun honesta, es algo muy subjetivo y que puede ser erróneo.
En cuanto al honor, está por ver si no hay gente que no pone su ventaja inmediata por encima de su palabra. Y, además, que ante la sociedad ni todos los honores tienen el mismo valor, ni el de una persona es igualmente valorado por todos. Precisamente, en la actualidad, gran parte de la clase política española tiene en entredicho su capacidad de hacer honor a la palabra empeñada.
En resumen, la sustitución de juramentos debilita la fuente de legitimidad de la Corona, nos conduce a fórmulas no sólo laicas sino inadmisibles para un católico y supone un grave riesgo político y moral para la sociedad y sus futuras autoridades, respectivamente.
De hecho, lo único positivo del cambio será que los próximos cargos encontrarán muchas menos dificultades mentales y morales que antes -¡y ya es decir!- para transformar su “lealtad al Rey” presente, en promesa de servicio fiel a la República, que aguarda, agazapada, en la mitad de los escaños del Congreso.
Luis María SANDOVAL |
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