Sobre espejitos de colores y la partitocracia argentina



Cruz y Fierro.
Desde muy pequeños, los niños argentinos son adoctrinados por el laicismo escolar en la siguiente “leyenda”. El 12 de octubre de 1492 el mercader genovés Cristóbal Colón, buscando la ruta a las Indias, dio a parar con América. Los aborígenes que allí vivían, en una suerte de paraíso terrenal, lo recibieron con los brazos abiertos y toneladas de oro. No teniendo nada que ofrecer, este Sr. Colón les ofreció cambiar su oro por espejitos de colores (sic). Los indios, que así los llamaron los incultos españoles, tan buenos como eran, fueron engañados por estos pérfidos europeos quienes no sólo buscaban robarles todas sus riquezas sino también usarlos de esclavos.

Con los años, aquel niño, devenido joven universitario, aprenderá que allí comenzó el imperialismo europeo y la dependencia del buen aborigen. Así, el 12 de octubre, de ser el Día del Descubrimiento de América, donde los tontos europeos que creían que la Tierra era cuadrada para caer en la cuenta que era redonda, pasará a ser un día de pesar en que conmemoramos la destrucción de la América, pura, santa e inmaculada.

Al acercarnos un año más a esta fecha, Día de la Hispanidad y de Ntra. Sra. del Pilar, debemos escuchar en los medios de (in)comunicación social la repetición, una y otra vez, de la leyenda negra anti española. Si a la mano viene, algún experto “historiador” proveerá las cifras exactas del genocidio; sino, deberemos escuchar a algún militante indigenista quien, desde su ONG subsidiada desde Europa o los EE.UU., nos presentará una vez más la interpretación marxista de la historia americana. Si no encontramos expertos o militantes, siempre viene bien un periodista –quien por el hecho de serlo, goza de toda autoridad moral para hablar sobre todas las materias, saberes y ciencias.



Hablando de medios y periodistas, no podemos dejar de escribir unas palabras acerca de los hechos sucedidos en Carmen de Patagones, bien al sur de la provincia bonaerense. En este sufrido pueblo en las puertas de la Patagonia atlántica –la ventosa y desierta que no interesa a los indigenistas mapuches-, un adolescente asesinó a tres de sus compañeros de secundaria e hirió a cinco más. Rápidamente los medios y los periodistas, tras buscar en el Atlas la ubicación de este histórico pueblo, se arremolinaron sobre la secundaria, los padres y los pobres adolescentes. El morbo se hizo patente y hasta ubicaron cámaras en los entierros de las jóvenes víctimas. Desde la Capital, otros periodistas, junto a “expertos” y opinólogos, emitían sus definitivos juicios acerca de las causas de tan terrible suceso.

Algunos aventuraban respuestas freudianas: lo hizo por enojo con sus padres. Otros, marxistas: su padre (oficial de prefectura) era simplemente un represor. No faltaron los que hablaron de posesión demoníaca o (menos escatológicos) de seguimiento de su ídolo Marilyn Manson. Y así se propagaban teorías, por medios serios, y de los otros...

A nadie, de entre los opinadores que tienen “llegada”, se le ocurrió que tal vez el problema es la educación laicista que soportan los niños, adolescentes y jóvenes hoy en casi todo el mundo occidental. La Argentina sufre esta situación desde la pérfida ley 1420 de fines del siglo XIX, con el agravante de la situación de los “trabajadores de la educación” (sic; el término maestro no es políticamente correcto), leyes federales, congresos pedagógicos, garantismos y un largo etcétera.

La escuela, aún las católicas, se esfuerza por borrar lo mucho o poco de bien que el niño aprendió en su casa para convertirlo en un buen demócrata (i.e. alguien que una vez cada año y medio debe concurrir a un colegio a elegir una lista de nombres -99% de los cuales no conoce- según el tolerante criterio del “mal menor” o, en su defecto, el que menos me perjudique individualmente).

Pero como hoy día con la escuela no es suficiente, tenemos a los educativos medios de (in)comunicación que complementan desinteresadamente nuestra educación con el fin de convertir a ese niño (también al adulto, por cierto) en un buen consumidor (i.e. alguien que acepta a-críticamente todo lo que recibe de los medios y actúa en consecuencia –obviamente, comprando- creyendo que sólo así será feliz en esta tierra).

Todo este cóctel explosivo termina instruyendo a los niños en las modernas virtudes (perdón, valores) del hedonismo, la superficialidad, el exitismo, la falta de compromisos y muchas otras “opciones de vida” que nuestros brutos ancestros no tenían. Pero cuando finalmente uno no logra esa felicidad que nos prometen... o yo estoy mal o los demás están mal. Si soy yo el que no encaja con los valores del mundo, entonces no vale la pena vivir en este mundo; y por eso tenemos los altísimos índices de suicidios juveniles en el “mundo desarrollado”. Pero si talvez se me ocurre pensar que los demás son quienes no encajan...

Un maestro mío decía frecuentemente que cuando Dios Padre ya no existe, el otro no es un hermano, sino un enemigo que compite por mi alimento. He aquí entonces la consecuencia de este mundo moderno que no cree en Dios, o vive como si no creyese, que es lo mismo.
Queda a los padres educar a sus hijos en el amor, la verdad, la fe, pero, por sobre todo, confiarlos a quien nos dijo: “Sin mí nada podéis hacer”.