A favor de la pena de muerte (y III)
Christopher Fleming
En la primera parte de este artículo hice un resumen del Magisterio de la Iglesia sobre la pena de muerte, basándome en las Sagradas Escrituras, los escritos de los Padres y Doctores de la Iglesia, y la enseñanza de los Papas. Demostré que el Magisterio apoya de manera clarísima la licitud de la pena de muerte. Por esta razón los Estados Católicos siempre han actuado en consecuencia con esta doctrina, ejecutando a los peores criminales. En la segunda parte expuse varios argumentos abolicionistas y traté de refutarlos. Terminé con la conclusión prudencial de que en determinadas circunstancias no conviene aplicar la pena capital, por los abusos que pueden surgir, especialmente en la persecución contra los católicos. En esta tercera parte buscaré respuestas a porqué la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II, pasó de apoyar sin reservas la pena de muerte a promover campañas para su abolición en todo el mundo. Para ello será conveniente hacer un breve resumen de la historia del abolicionismo.
Santo Tomás de Aquino, el "Doctor Angélico", firme partidario de la pena de muerte
En la Edad Media los primeros que se opusieron a la pena capital fueron un grupo de exaltados llamados valdenses a los que el Papa Lucio III excomulgó en 1184. Estos herejes, apodados “los pobres de Lyons”, quisieron volver a la pobreza evangélica que vivieron muchos de los primeros cristianos, rechazando la mundanidad del clero de aquella época. Pero, a diferencia de la reforma de las ordenes mendicantes llevada a cabo por los santos Francisco y Domingo en el siglo XIII, los valdenses no se sometieron a la autoridad de la Iglesia y cayeron en el error doctrinal. Predicaron la libre interpretación de las Escrituras, rechazaron la veneración de imágenes y reliquias, la transubstanciación, la existencia del Purgatorio, la devoción a María, la comunión de los santos, y la confesión sacramental. Por todo ello se pueden considerar como precursores de Lutero, el cual por cierto sintió gran admiración por ellos. Como ya expuse en la primera parte de este artículo, el Papa Inocencio III ratificó la licitud de la pena de muerte ante la herejía de los valdenses de esta manera:
El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente pero con la solicitud debida.
La herejía valdense sin duda influyó a los albigenses o cátaros, una secta gnóstica del medievo, que alcanzó su cénit a principios del siglo XIII, cuando el Papa Inocencio III convocó una cruzada contra ella. Estos herejes también predicaron el pacifismo, condenando todo uso de la pena de muerte.
Pedro Waldo, hereje proto-protestante y abolicionista
Con la rebelión protestante del siglo XVI la frágil unidad política y religiosa de la Cristiandad se rompió en pedazos. Entre las muchísimas ramas del protestantismo, creado por el heresiarca Martín Lutero, ha habido diversidad de opinión sobre la pena de muerte. La libre interpretación de las Escrituras, uno de los nuevos dogmas de Lutero, ha resultado ser una verdadera caja de Pandora, porque ha permitido que cada protestante llegara a sus propias conclusiones sobre los dogmas y la moral. Juan Calvino, otro heresiarca protestante de la época, ejecutó a Miguel Servet en Ginebra por negar la doctrina de la Santísima Trinidad, y luego escribió en 1554 una apología de la pena de muerte para los herejes (¡lástima que no se reconociera en este término!) Sin embargo, Lutero opinó que no era lícito que el poder secular ejecutara a alguien por herejía, mientras que en su Confesión de Augsburgo afirmó que por otros crímenes sí lo era. [1]
La disgregación del protestantismo en sectas cada vez más extravagantes y opuestas entre sí, cada una con una “conexión directa” con el Espíritu Santo, gracias a la libre interpretación de las Escrituras, propició que algunos pensadores que se opusieran frontalmente a la pena de muerte; no a la aplicación del castigo máximo a ciertos delitos, sino a su licitud en sí. La secta de los anabaptistas, en particular la rama de los menonitas, fundada por Menno Simons [2], un sacerdote católico que apostató en 1536, siempre ha sido pacifista, por lo que se opone dogmáticamente a la pena de muerte y a cualquier guerra, por muy justa que sea la causa. Los anabaptistas abrieron la puerta al pacifismo y al movimiento abolicionista, pero siempre han sido minoritarios dentro del protestantismo, y han sido el objeto de sangrientas persecuciones, incluso por los mismos herejes protestantes. Los cuáqueros y los amish, que a partir del siglo XVII emigrarían a América, huyendo de dichas persecuciones, descienden de la rama menonita. Aún hoy en día estas sectas profesan un pacifismo incondicional.
Menno Simons, sacerdote apóstata, hereje protestante y abolicionista.
La razón de su relativamente poca influencia en el curso de la Historia, como apunta Plinio Correa de Oliveira en Revolución y Contra-Revolución, es seguramente debido a que se adelantaron a su tiempo. Con la perspectiva histórica podemos apreciar que los anabaptistas en sus diversas manifestaciones fueron una premonición de las grandes plagas de la época contemporánea: el comunismo, el llamado “amor libre”, y la autonomía absoluta de la conciencia individual. En el siglo XVI la Revolución anti-cristiana aún no estaba madura para los delirios de los anabaptistas, por lo que sus excesos fueron sofocados rápidamente, y tardarían al menos dos siglos en resurgir.
Cesare, Marqués de Beccaria, liberal y abolicionista
En los siglos XVII y XVIII la pena de muerte encontró el apoyo intelectual de los filósofos liberales, con John Locke (1632-1704) a la cabeza, de los idealistas alemanes como Immanuel Kant (1724-1804) y de los philosophes de Francia, incluyendo a Montesquieu y Rousseau. El primer pensador que abogó a favor de la abolición de la pena de muerte desde principios filosóficos fue Cesare Beccaria (1738-94), quien hoy en día es considerado el padre intelectual del abolicionismo moderno. El pensamiento de Beccaria era profundamente liberal, con los filósofos “ilustrados” como referencia. Sin embargo, en su libro De los Delitos y las Penas de 1764, fue mucho más allá que éstos, al argumentar que la pena de muerte no se puede justificar prácticamente nunca, porque atenta contra el “contrato social”. Esta teoría contractualista rousseauniana afirma que toda autoridad se deriva exclusivamente del hombre, que racionalmente decide vivir en comunidad, no de Dios y la Ley Natural. Con la falsa premisa de que el supuesto contrato social existe para salvaguardar los derechos individuales (que se suelen oponer a los derechos de Dios), llega a la errónea conclusión de la inviolabilidad de la vida humana, tristemente tan en boga hoy en día. El libro tuvo una enorme repercusión entre los intelectuales de la época, hasta el punto que el celebérrimo Voltaire escribió un comentario anónimamente para la edición francesa. En dicho comentario Voltaire, un converso para la causa abolicionista, escribió lo siguiente:
Desde hace mucho tiempo se observa que un hombre no vale para nada después de ser ahorcado, y que los castigos inventados por el bien de la sociedad deberían ser útiles a la sociedad. Es evidente que un puñado de ladrones forajidos, condena a una vida de servicio público, podrían servir al Estado con su castigo, y que ahorcarlos sólo beneficia al verdugo.
Voltaire, libertino, anticlerical, ateo y abolicionista.
Todo el énfasis está en la utilidad del castigo, algo típico de la visión moderna y materialista de la vida; se ignora completamente la imperiosa necesidad de hacer justicia, de cumplir con las obligaciones hacía Dios, y de la expiación del mal. Esta es la línea que sigue otro abolicionista, Jeremy Bentham (1748-1832), padre intelectual del utilitarismo, el sistema de ética que desecha por completo cualquier noción objetiva del bien y del mal, y los sustituye por cálculos acerca del placer y del dolor. El utilitarismo niega cualquier Ley Natural; hasta la monstruosa Declaración de los Derechos del Hombre de los revolucionarios franceses le pareció demasiado “piadosa” a Bentham, por su referencia a una verdad trascendente. Es la auténtica anti-moral que trata a las personas como si fuésemos animales irracionales sin alma. Este filósofo agnóstico también abogó a favor de la separación total entre la Iglesia y el Estado, la decriminalización de la homosexualidad, y fue un pionero en cuanto a los derechos de los animales. Su influencia en Inglaterra, y posteriormente en EEUU, fue enorme.
Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, agnóstico, anticlerical y abolicionista.
Con este resumen histórico queda patente que la corriente filosófica abolicionista es todo menos católica. Sus raíces son profundamente anticatólicas y revolucionarias. He querido detenerme en hacer este repaso a la historia del movimiento abolicionista para contestar a los católicos liberales de hoy en día que hablan de una conciencia moderna de la “dignidad humana”, que supuestamente deslegitima la pena de muerte. Estos falsos católicos (no se puede ser auténticamente católico y liberal a la vez) no sólo asumen un aire de superioridad moral difícilmente soportable cuando nos aleccionan sobre el “barbarismo” de la pena de muerte (que la Iglesia ha defendido durante casi 2000 años), sino que generalmente desconocen por completo la proveniencia del carro abolicionista al cual alegremente se han subido. Nuestro Señor ya sentenció hace mucho tiempo: ningún árbol malo puede dar buenos frutos. Ahora los católicos liberales pretenden convencernos de que algo bueno puede surgir de las ideas repugnantes de los heresiarcas y filósofos liberales arriba mencionados, que han sido objeto de tantas condenas de la Iglesia. Y no sólo eso; pretenden que creamos que la doctrina y praxis de la Iglesia pueden ser mejoradas gracias a la influencia del pensamiento mundano, herético, liberal y materialista de dichos personajes.
Ya he mencionado en la primera parte de este artículo el Pacto de Letrán de 1922 entre el Vaticano e Italia, que estipulaba la pena de muerte para cualquiera que atentara contra la vida del Sumo Pontífice. Así fue hasta 1969. ¿Qué ocurrió para que esta situación se diera la vuelta? La respuesta rápida es que ocurrió el Concilio Vaticano II. Antes del Concilio, de ningún modo se puede decir que los católicos clamaban día y noche a favor de la abolición de la pena de muerte, sino más bien al revés; el movimiento abolicionista provenía desde fuera de la Iglesia, impulsado por fuerzas irreligiosas, materialistas y liberales, como ya he explicado. Lamentablemente, con el Concilio estas fuerzas del mundo entraron de lleno en la Iglesia, y lo que antes se había condenado y combatido, gracias al Concilio, se convirtió en doctrina oficial. Un buen ejemplo de esto es el primer catecismo publicado tras el Concilio, el Catecismo Holandés de 1966. A pesar de poner en duda dogmas de fe, como la virginidad perpetua de María, el sacrificio propiciatorio de la Santa Misa, o la infalibilidad papal, no tuvo reparos en condenar de manera fulminante la pena de muerte. [3]
El cambio de mentalidad dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica respecto a la pena de muerte se consagró y el abolicionismo adquirió estatus oficial gracias fundamentalmente a una figura: el Papa Juan Pablo II.
Juan Pablo II. Consagró el abolicionismo dentro de la Iglesia Católica.
Juan Pablo II logró consolidar el abolicionismo en la Iglesia, primero por su magisterio y luego por su ejemplo. Veamos primero lo que enseñó oficialmente sobre este tema, que se resume básicamente en dos documentos: el Catecismo que se redactó bajo su mandato y la Encíclica Evangelium Vitae.
En cuanto al Catecismo de Juan Pablo II, es interesante notar la evolución de las distintas ediciones. La primera edición provisional salió en 1992. En ella, en el artículo 2266, se pudo leer la doctrina tradicional, que decía:
La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de castigar a los malhechores mediante penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa.
Lo curioso es que cuando salió la edición en latín cinco años más tarde, el artículo sobre la pena capital había sido sustancialmente “retocado”, sin duda debido a la publicación en 1995 de la Encíclica Evangelium Vitae. Las palabras en negrita fueron omitidas, y de esta manera la frase sobre el valor retributiva de los catigos no se refería a la pena de muerte como antes. En defensa de la pena de muerte no quedó más que esto:
La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.
La condición sine qua non que se dio para la aplicación de la pena de muerte es cuanto menos problemática, ya que da a entender que la pena de muerte sólo tiene una finalidad; la protección de las vidas inocentes. No podemos dar el beneficio de la duda a los autores del Catecismo, pensando que quizá fue un desliz desafortunado pero indeseado, porque, como ya he explicado, en la versión primera de 1992 la doctrina se expuso de manera plenamente tradicional. La conclusión es inevitable: se falseó la enseñanza tradicional para que casara mejor con la novedad abolicionista introducida por Juan Pablo II en Evangelium Vitae.
Además, a renglón seguido el Catecismo cita Evangelium Vitae:
Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana… los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “suceden muy raramente … si es que en realidad se dan alguna vez.”
Hoy en día es un error muy extendido entre católicos creer que ser “pro-vida” implica necesariamente ser abolicionista. Los liberales argumentan que los católicos “conservadores” que apoyan la pena de muerte carecen de autoridad moral para reprenderles por sus políticas abortistas, equiparando en términos morales el aborto, que es el asesinato de un ser humano inocente, con la ejecución de un criminal convicto. Hay que reconocer que en esta confusión, tan hábilmente aprovechada por los enemigos de la Iglesia, Juan Pablo II tiene una responsabilidad clarísima, ya que su encíclica Evangelium Vitae hizo precisamente esto; metió ambos asuntos, el aborto y la pena de muerte, en el mismo saco.
En sus declaraciones extra-oficiales Juan Pablo II fue incluso más allá de estos dos documentos en su ideología abolicionista, sobre todo hacía el final de su larguísimo pontificado. Durante una visita a EEUU en 1999 dijo estas palabras:
Constituye un signo de esperanza el reconocimiento creciente de que por su dignidad la vida humana nunca debe quitarse, por grande que sea el mal cometido. La sociedad moderna dispone de medios de protección suficientes para no negar definitivamente a los criminales la oportunidad de reformarse. Renuevo la llamada que hice en las anteriores navidades e invito a un consenso que permita abolir la pena de muerte, tan cruel como innecesaria.
Y durante una visita a la cárcel en Roma en el año 2000, pronunció esta oración tan inquietante:
Que la pena de muerte, un castigo indigno aún utilizado en algunos países, sea abolida en el mundo entero.
¿Ahora resulta que la pena de muerte es “cruel” e “indigno”? El Papa no hablaba de un método específico de ejecución, como la silla eléctrica o la horca, ni de la aplicación de la pena capital en determinados casos, sobre lo que un católico puede perfectamente tener sus reservas, sino del concepto en sí de dar muerte a un criminal, algo que en absoluto admite debate en la moral católica. Esto es chocante para cualquiera que conoce el auténtico Magisterio de la Iglesia sobre este asunto, porque con estas palabras Juan Pablo II se pone en directa contradicción con la Tradición Católica; es decir, los Padres y Doctores de la Iglesia, con el Magisterio de los Papas durante siglos y la praxis de los Estados Católicos desde tiempos inmemoriales. Supuestamente la postura abolicionista de Juan Pablo II se debe a una mayor concienciación de la “dignidad humana”, que le permite entender la malicia intrínsica de la pena de muerte. Pero cuesta mucho creer que Juan Pablo II, un hombre infectado de filosofía humanista, tenga una visión más católica sobre el asunto que todos sus predecesores.
Aparte de sus declaraciones, el ejemplo pernicioso de Juan Pablo II sirvió sin duda la causa abolicionista. Dio discursos ante la ONU (y donde hiciera falta) en apoyo de una moratoria de la pena de muerte. Tras el atentado sobre su vida en 1981 conmovió al mundo diciendo que había perdonado a su agresor, Ali Acga. Es muy loable y una muestra de caridad cristiana perdonar a los enemigos, incluso alguien que ha intentado matarte. Sin embargo, una figura pública y un jefe de estado, como es el Papa, tiene que anteponer el bien común a sus sentimientos privados, porque en mi opinión, en este caso el deseo de misericordia para el criminal en la práctica eclipsó cualquier voluntad de justicia, sobre todo si pensamos que tan sólo 12 años antes el turco hubiera sido ejecutado, según las leyes del mismo Vaticano. Hablo de este incidente, porque no es un hecho aislado; a lo largo del pontificado de Juan Pablo II la misericordia fue ensalzada hasta el punto de eclipsar la justicia.
La Divina Misericordia
Esto enlaza con su promoción incansable de la Divina Misericordia de Santa Faustina Kowalska. No voy a condenar esta devoción, que veneran muchos católicos piadosos y hasta tradicionalistas, y que nada tiene de herético. Simplemente noto que el uso que se ha dado a esta devoción encaja muy bien con el indiferentismo religioso que impera hoy en ambientes mundanos. También noto que Juan Pablo II trabajó (intencionadamente o no) a favor de este indiferentismo, con las reuniones interreligiosas sacrílegas de Asís. En dichas reuniones el Papa se limitó a hablar de la paz y el amor (siempre en un sentido genérico, que nada tiene que ver con el sentido auténticamente católico), omitiendo la Verdad y la Justicia de Dios. De esta manera nadie quedó ofendido, sino que todos fueron a casa contentos, confirmados en sus falsas creencias por el Vicario de Cristo. Hablar al mundo de la Misericordia de Dios, silenciando la otra cara de la moneda, que es su infinita Justicia, es un gran engaño que puede llevar a muchas almas a la condenación eterna. Sobre este engaño San Alfonso María de Ligorio dice estas palabras:
El Demonio intenta engañar al hombre de dos maneras para llevarle a la ruina. Antes del pecado, el Demonio anima al pecador a confiar en la Misericordia Divina; después del pecado, le empuja a la desesperanza, mostrándole los rigores de la Justicia Divina. La primera forma de seducción es mucho más perniciosa que la segunda. “Dios es misericordioso”, dice el pecador obstinado cuando le hablan de la necesidad de convertirse. Sí, Dios es misericordioso, pero de la manera en que la Sabiduría se expresa en el Cántico de los Cantares: “su misericordia es para los que le temen.” Nuestro Señor ejercita la misericordia hacía los que temen ofenderle, no hacía los que usan Su misericordia como pretexto para insultarle… Dios es misericordioso, de eso no hay duda, pero también es justo. El pecador quisiera que fuera misericordioso sin ser justo, pero esto es imposible.
De un modo similar advierte San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia:
Ten cuidado, cuando el Demonio (y no Dios) te promete Misericordia Divina con el fin de hacerte pecar.
La Unión Europea, una institución apóstata, secularista, genocida y abolicionista.
Ya hemos visto que el génesis del movimiento abolicionista es clarísimamente herético. Si esto no fuera suficiente para ponernos en guarda contra el movimiento abolicionista, podríamos considerar quiénes son los grupos que ahora están promoviendo esto, y veríamos que no son buenas companías para un católico (mucho menos para un Papa). Un ejemplo del abolicionismo humanista hoy en día es la Unión Europea. La abolición de la pena de muerte es un requisito para entrar a formar parte de este club de naciones, un auténtico dogma de fe para los sin-Dios. Es la misma UE que reniega de sus raíces cristianas, impone una ideología secularista, legaliza el genocidio de los no-nacidos, y promueve el aberrosexualismo. Difícilmente me podrán convencer de que la UE prohíbe la pena de muerte porque ha alcanzado un sensibilidad moral superior. Más bien parece todo lo contrario. [4]
La ONG pro-derechos humanos, Amnistía Internacional, fundada por el periodista católico británico, Peter Benenson, en 1961, adoptó el abolicionismo en el año 1977. Desde entonces realiza campañas por una moratoria mundial sobre la pena de muerte, que no duda en calificar como “la forma más extrema de tortura”. Es típico de la bajeza moral de los liberales que AI se preocupe tanto por la ejecución de terroristas, asesinos y violadores, a la vez que trabaja a favor de la legalización del aborto en todo el mundo. Pena de muerte para los culpables no, pero para los inocentes sí. En el fondo, la postura abolicionista de AI y de todos los grupos humanistas afines, se debe a una visión atea de la vida. Lógicamente, si no somos más que animales evolucionados, si Dios no existe, y si no hay Cielo ni Infierno, la muerte natural es lo peor que nos puede pasar. Sin embargo, los que creemos en Dios y hemos recibido la inmensa gracia de profesar la fe católica, sabemos que, como cantan los soldados, la muerte no es el final.
NOTAS
[1] La aplicación de la pena de muerte a la herejía es un tema muy interesante, aunque se escapa un poco del alcance de este artículo. Basta decir que ha habido divergencia de opiniones en este punto, hasta entre santos católicos. San Martín de Tours, por ejemplo, se opuso radicalmente a la ejecución de los herejes priscilianos en su día, mientras que Santo Tomás de Aquino justificó la ejecución de los herejes en bien de la sociedad. Esta divergencia se puede explicar fácilmente por la diferencia de épocas, y en ningún modo supone una contradicción en materia de fe. San Martín vivió en la era patrística, con un Imperio Romano aún fuerte, cuando los cristianos acababan de salir de las catacumbas; mientras que Santo Tomás pertenece a la era de la Cristiandad, la Edad de Oro del cristianismo, cuando todas las leyes y costumbres de Europa estaban orientadas hacía Jesucristo. Hay que recordar dos cosas respecto a esto. Primero, la Iglesia se limitaba a dictar sentencias, a determinar quién era hereje y quien no. Luego, era el poder secular que castigaba al hereje según sus leyes, dado que la herejía se consideraba un delito, no solamente un pecado, en los estados de la Cristiandad. Segundo, la aplicación de la pena de muerte a un delito u otro no es lo mismo que poner en duda la licitud de la pena de muerte en sí.
[2] La doctrina de este heresiarca fue tan nociva que el Emperador Carlos V ofreció una recompensa de 100 monedas de oro por su cabeza, y un indulto total a cualquiera que lo entregara.
[3] Este catecismo herético da una idea de por dónde pretendían llevar la Iglesia los obispos más liberales, aunque encontró resistencia en algunos obispos más conservadores. El Santo Oficio, capitaneado por el Cardenal Ottaviani censuró este catecismo y mandó a sus autores una larga lista de errores contra la fe que corregir. Con todo el descaro del mundo, los obispos holandeses se limitaron a incluir la nota como un anexo al final del catecismo. Y todos sabemos quien se lee los anexos de un libro…
[4] Ahora hasta la cárcel es demasiado “cruel” para los criminales, según el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. ¡Es el mundo al revés! A este ritmo el Estado va a tener que dar medallas a los asesinos.
A favor de la pena de muerte (y III) | Tradición Digital
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