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Tema: La pena de muerte

  1. #61
    jopifa está desconectado Miembro novel
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    01 jun, 05
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    Re: La pena de muerte

    Hola, no se si ya se ha recogido en algun otro mensaje el texto del que Josefo hace referencia, lo copio y pego.
    Aqui esta tambien el enlace:
    La cobardía es un pecado, y en algunos casos muy grande

    Saludos
    jopifa

    El parrafo de la entrevista al Padre Castellani donde se refiere a la Pena de Muerte:
    -Otras de sus famas, padre Castellani, es que usted, cosa rara en un intelectual, aprueba la pena de muerte.
    -Sobre esto escribí, y me repito: bien mirada la pena de muerte es más “cristiana” que la prisión perpetua, que no hace sino pudrir al criminal y no lo convierte ni mejora. Jesucristo no reprobó la pena de muerte. Al fin y al cabo para un cristiano es preferible la salvación del alma del injusto que la conservación de su vida para que la pierda. Ahora bien, aquí ahora en la Argentina la pena de muerte me parece discutible y peligrosa. Puede servir para cualquier cosa. Para aplicarla hace falta poseer el sentido de lo sagrado, cosa disminuida y pereciente entre nosotros.
    Hyeronimus dio el Víctor.

  2. #62
    Avatar de Kontrapoder
    Kontrapoder está desconectado Miembro graduado
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    29 mar, 05
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    Re: La pena de muerte

    Cita Iniciado por Alejandro Farnesio Ver mensaje
    Yo sí estoy a favor de la pena de muerte en los delitos de sangre, porque además la Iglesia Católica dice que es legítima y desde la propia Biblia como bien han dicho arriba se deduce que es legítima para garantizar la vida de los ciudadanos. Además, no se trata de matar a un inocente, sino de alguien que ha matado a otra persona que sí es inocente.
    En teoría la pena de muerte está proscrita desde el famoso catecismo naranja de Juan Pablo II.

    Ahora bien, en los últimos días nos hemos enterado de que existen excepciones. A tenor de las declaraciones de diversos representantes de la Iglesia, la tortura, sodomización y posterior asesinato de Gadafi no sólo es un hecho lícito sino que también es digno de aplauso.
    Última edición por Kontrapoder; 27/10/2011 a las 20:10
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

  3. #63
    Avatar de Irmão de Cá
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    08 sep, 08
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    Re: La pena de muerte

    Que la pena de muerte sea legitima a la luz de la doctrina y magisterio de la Iglesia, o mismo del derecho natural nadie lo puede dudar. Mismo hoy, no veo el Vaticano criticar a los estados americanos que aplican la pena de muerte y menos a China y otros países que también lo hacen. Legitima es, obligatoria no. Es una prerrogativa de los gobiernos legítimos aplicarla o no. No siendo una cuestión de fe o tampoco de moral, cabe a cada uno su propia opinión sobre el asunto. Yo voté en contra y siempre votaré en contra. Una condena errada, mismo cuando proferida de forma fundamentada y consciente, puede siempre ser reparada y compensada si el condenado no estuviere muerto. Además, la finalidad de la sanción penal no es solamente punir para inhibir que otros prevariquen; también es garantir la paz civil y, si posible, regenerar el criminal. Para mi, la pena de muerte no es solución para ningún de los objetivos mencionados - como también no es la pena de prisión perpetua. Trabajos forzados, sí.
    res eodem modo conservatur quo generantur
    SAGRADA HISPÂNIA
    HISPANIS OMNIS SVMVS

  4. #64
    Avatar de Hyeronimus
    Hyeronimus está desconectado Miembro Respetado
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    16 ene, 07
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    Re: La pena de muerte

    La pena de muerte

    Publicamos un extracto de un artículo del moralista Marcelino Zalba sobre la pena de muerte en la doctrina católica. Nos parece una ayuda para poner en claro algunas verdades oscurecidas por una nube de tonterías repetidas hasta el hartazgo en medios católicos. Tonterías que son fruto de una "sensiblería personalista", que con apelaciones indiscriminadas a la dignidad humana ha logrado imponer un criterio casi uniforme y políticamente correcto sobre el tema. Además, las consideraciones de Zalba permiten distanciarse del uso demagógico de la pena capital que aprovecha la repulsa popular que producen los crímenes horrendos. Esperamos que ayude a una interpretación superadora de algunos excesos de la era juanpablista.
    6. ¿Cambio del juicio moral?
    No podríamos hablar de cambio de la "doctrina" moral. Una "doctrina" profesada universalmente por mucho tiempo en el pueblo de Dios, aunque no tenga el refrendo claro de la revelación o de una definición infalible de la Iglesia, difícilmente puede sufrir un cambio. Aunque su proposición sea en sí falible, puede suceder que su contenido sea infaliblemente verdadero por consideraciones de otro orden, en último término por la intervención garantizada del Espíritu de verdad en semejantes proposiciones.
    Pero sí cabe hablar de cambio del juicio moral, incluso contradictoriamente, haciéndose lícito lo que antes era ilícito. Esto puede suceder con proposiciones doctrinales cuyo valor y verdad dependa de determinadas circunstancias o hipótesis; de suerte que lo que resulta verdadero en fuerza del cumplimiento de una condición, sea falso cuando no se realiza esa condición. En estos casos no hay cambio alguno de la doctrina, de los principios doctrinales; lo que cambia es su aplicación en los casos concretos.
    Se menciona hoy frecuentemente como cambio del "imperativo ético", permaneciendo invariable la "norma moral", el caso del préstamo con interés. Pero, a nuestro parecer, erróneamente. No ha cambiado la norma moral general "no robarás", pero tampoco el imperativo ético "no harás un préstamo que, como tal, sea oneroso para el prestatario". Este lo solicita por necesidad de su prójimo. Y el prójimo, con su sacro deber de amar al hermano necesitado, está obligado a no explotar su necesidad sino remediársela, a lo menos en cuanto pueda hacerlo sin menoscabo de sus bienes. Este es precisamente el caso en el contrato del préstamo en cuanto tal. Es extraño que, hablando tan elocuentemente del deber de amor sacrificado hacia el prójimo, ciertos autores propongan el caso del préstamo con interés como típico de evolución de la doctrina moral en sí misma. Por lo demás, para evitar tal afirmación errónea, les bastaría leer la norma canónica con base doctrinal que está expresada en el canon 1543. Lo que ha cambiado no es el imperativo ético sobre el préstamo con interés, sino el mundo económico en el cual, hoy, no hay prácticamente ningún préstamo que no suponga un daño para el prestamista, al revés de lo que sucedía en otros tiempos. Por razón de ese daño, habitualmente ahora, como circunstancialmente en el pasado, se puede exigir un interés compensatorio, porque el amor cristiano no obliga hasta imponer un perjuicio al prestamista en beneficio del prestatario.
    Con la pena de muerte puede suceder algo semejante. El Estado no tiene derecho absoluto para sancionar con esa pena ni siquiera los delitos de sangre. En principio tiene que proteger la vida de todos sus ciudadanos; y nunca puede disponer de ella cuando no se ha hecho indigna de ser conservada por enormes crímenes que hacen del criminal, difícilmente controlable, un ser altamente peligroso para el orden social. Esto quiere decir que la aplicación de la pena de muerte a delincuentes es inmoral, mientras no sea insustituíblemente necesaria para el bien común. Otras razones que pudieran alegarse, concretamente el ejercicio de la justicia vindicativa sancionadora de los crímenes de mayor cuantía, no serían suficientes.
    La cuestión sometida a examen es, por consiguiente, si el mantenimiento de la pena de muerte contra malhechores insignes es "hoy" insustituiblemente necesaria para la seguridad de los ciudadanos inocentes y para el orden público. Si lo fuera, no se podría apoyar razonablemente la opinión pública de los ciudadanos y la labor parlamentaria de los políticos a favor de la abrogación de la pena de muerte, que se está imponiendo en Europa. Debería subsistir el punto de vista tradicional: "La pena de muerte, como todas las otras penas, no es legítima sino porque y en cuanto corresponda a la legítima defensa de la sociedad. No está justificada como en fuerza de un derecho del Estado a disponer de la vida de los ciudadanos, sino solamente en fuerza de un derecho a defenderse. El derecho a la vida del ciudadano permanece en todo caso inviolable también para el Estado como para los particulares".
    Al tratar de examinarla, debiera hacerse en primer lugar una observación que generalmente pasan por alto los autores. El "hoy" debiera ser completado con el: "y en un país determinado". Si se oye criticar sin fundamento la aplicación de la moral europea (o romana) a los pueblos africanos, como si la ética natural estuviera sustancialmente en función de las culturas históricas, sorprende que esos mismos críticos igualen condiciones culturales y sociales muy diversas, siendo así que, de la realidad de esas condiciones, depende el mantener uno u otro criterio respecto de la aplicabilidad de la pena de muerte. Lo primero que se debe tener presente, por consiguiente, en la reflexión sobre este problema es que las situaciones pueden ser muy diversas, y que no cabe simplificar la cuestión de ese modo. A nuestro parecer existen hoy muchos países en vías de desarrollo, cuyas condiciones político-sociales y culturales no son muy diferentes de las que tenía presentes la tradición católica cuando aceptaba hipotéticamente la muerte, dando por descontado que la hipótesis era real y verdadera.
    Pero enumeremos aquí, sin perjuicio de una respuesta posterior más explícita, las objeciones que se le hacen hoy a la pena de muerte. Se dice, entre otras cosas, que en un Estado moderno no es indispensable para salvaguardar el bien común; que las instituciones civiles y sociales tienen actualmente dispositivos suficientes de defensa contra los delitos; que la historia demuestra que la pena de muerte no es operante y eficaz como intimidatoria y preventiva contra el multiplicarse de nuevos delitos; que la justicia distributiva no la requiere, sino que, más bien, la rechaza; que el juicio humano, esencialmente falible, no la puede imponer, siendo posible el error en su juicio e irreparables las consecuencias del mismo, si se lleva a efecto la sentencia.
    Concedemos fácilmente que la sanción de pena capital no es exigencia de la justicia humana, ni como castigo del delincuente ni como acción preventiva de nuevos delitos por intimidación de los malintencionados. Negamos valor al último reparo, porque una sentencia de muerte se pronuncia generalmente en nuestra sociedad culta y humanizada con todas las garantías de certeza moral; y ésta es suficiente aun para decisiones trascendentales, como lo demuestra la experiencia de cada día. Queda por considerar la otra objeción, según la cual no es hoy necesaria, al menos en muchos países, puesto que existen otros medios menos inhumanos suficientemente comprobados para garantizar la seguridad y el orden que un Estado tiene que garantizar a favor de sus ciudadanos.
    Puede suceder que en un país de elevada cultura, con largo entrenamiento y experiencia de vida ciudadana ordenada y pacífica, próspero y con buenas leyes sociales, la posibilidad de aplicar la pena de muerte deje de tener sentido, porque la responsabilidad de los buenos ciudadanos, en caso de ser necesaria su colaboración y apoyo a las fuerzas del orden público, asegura suficientemente la paz y el ejercicio de los derechos cívicos. Es, sin embargo, significativo que precisamente la nación que en un pasado no muy lejano conoció acaso como ninguna otra esa situación —pienso en Inglaterra— presente un proceso pendular entre abrogación y restablecimiento de la pena de muerte, alegando los antiabolicionistas el motivo de que la abolición aumenta la criminalidad y el sacrificio de muchas vidas inocentes por salvar pocas personas criminales.
    Será tal vez supuesto, y no real, este motivo, porque los intereses afectivos nublan muchas veces la claridad de los razonamientos. Pero lo mismo puede suceder a los abolicionistas, quienes sin duda exageran al afirmar que "hoy el Estado tiene, indiscutiblemente, otros modos y medios de organizar eficazmente la autodefensa de la sociedad". El supuesto no está suficientemente comprobado; y el aprecio de la realidad, a falta de estadísticas suficientes bien comprobadas, pertenece a las autoridades responsables del bien público. ¿Por qué se discute tanto en los parlamentos, si la cosa es clara? Desde luego no se puede generalizar, como se hace en la observación, cual si fuera válida a escala mundial, cuando es muy posible que dos países limítrofes se encuentren en diversa situación, a lo menos transitoriamente.
    También parece muy discutible y mal demostrada la afirmación complementaria: que la vigencia de la pena de muerte no refrena la criminalidad; que ésta suele ser sensiblemente igual con pena de muerte y sin ella. Para poder convencerse de ello sobre buena base y prudentemente habría que comparar entre sí períodos de vida político-social-económica bastante largos, atendiendo al mismo tiempo al clima moral del país- objeto de estudio comparativo.
    Sólo entonces cabría fiarse de los datos materiales. Y casi no es posible que la comparación se haya hecho en esas condiciones.
    Parece bastante claro que una determinada situación de terrorismo, en países políticamente poco maduros y con gobiernos débiles, la pena de muerte ejemplarmente aplicada evitaría el sacrificio de muchas vidas inocentes. Y en cuanto a la afirmación general, basta pensar en los países de régimen totalitario comunista o tiránico para ponerla en duda. Gracias a la pena de muerte se pudo mantener la tiranía de Stalin y se mantiene la de Amín sin demasiadas conspiraciones.
    7. Respuesta a algunas objeciones más corrientes
    a) Existen en la sociedad actual medios suficientes para aislar a los delincuentes, de suerte que se ha hecho ya innecesaria la pena de muerte. Respuesta: Teóricamente es claro que la sociedad actual tiene medios suficientes para aislar a los delincuentes. Pero esos medios existían también en los tiempos pasados. Por añadidura eran más eficaces, porque existían muchas menos posibilidades de evasión de las antiguas mazmorras, con cooperación del exterior o sin ella. Así, pues, la pena de muerte no es hoy menos necesaria por este capítulo. Y aún menos, si se tiene en cuenta que antiguamente no existían fáciles esperanzas de indultos por diversos motivos, presiones irresistibles por parte de la autoridad democráticamente intervenida, movimientos de opinión pública hábilmente manipulados para conmemorar con mayor regocijo popular eventos faustos de la nación con una amnistía generosa.
    b) A la conciencia moderna, tan abierta y sensible a los valores del hombre, a la conciencia de su dignidad, al derecho a ese bien primario fundamental que es la vida para el hombre, le repugna la pena de muerte como procedimiento inhumano, primitivo y bárbaro, que pudo mantenerse en el pasado gracias a la condescendencia del pensamiento cristiano, al amparo de las condiciones socio-culturales del tiempo y de una filosofía discutible. Resp. Existen todavía sociólogos, hombres políticos y filósofos cristianos favorables a la doctrina tradicional sobre la pena de muerte bajo condiciones bien precisas. Según queda dicho, al criminal no se le priva del derecho a vivir, porque él mismo lo ha sacrificado con su conducta. La pena capital, aunque revuelve sentimientos humanitarios instintivos, no es en realidad inhumana y menos aún antihumana, cuando se aplica en sus debidos límites y condiciones. En realidad la dictan el respeto y la estima genuina de la vida, que reclaman la protección del inocente cuando está en peligro por la conducta impenitente del culpable. No se debe olvidar la reacción, también ella instintiva, de la gente, cuando pretende linchar o pide que se ejecute a ciertos criminales en el momento del delito.

    c) En la actualidad tenemos una conciencia mucho mayor que antes de la dignidad de la persona humana, y comprendemos la sinrazón y la injusticia que supone un atentado contra su vida. Resp. Es bien dudosa, y aun manifiestamente falsa, esta afirmación, si la examinamos con mente serena y ánimo desapasionado. De la verdadera dignidad de la persona humana se ha pensado mejor, realmente, cuando se la consideraba teniendo en cuenta los criterios de fe que la hacían ver en su origen divino y en su carácter trascendente, que inspiraban tantas vocaciones al servicio humanitario y religioso del prójimo. Y lo mismo se puede decir respecto a la sinrazón e injusticia de los atentados contra la vida. Porque vida humana indudable es la del feto de seis o siete meses (queremos abstraer de posibles cuestiones sobre el momento de la animación racional), con toda la configuración de una persona, cuando se la sacrifica en un aborto provocado, para evitar a sus padres la dolorosa experiencia de tomar en sus brazos un hijo irremediablemente tarado. Vida humana es la del enfermo incurable o la del anciano decrépito, de los que se desembarazan a veces familiares y aun médicos con escándalo cada vez menor de la opinión pública. Vida humana es la de centenares de ciudadanos inocentes que perecen por culpa de una decena escasa de criminales, y vida que el Estado tiene obligación de proteger eficazmente con medios oportunos. Sobre la oportunidad de tales medios es él el juez más competente. Decir que hoy el Estado no está a la altura de su misión, que se degrada echando mano de la pena de muerte para salvaguardar el bien común es prejuzgar, sin autoridad y sin datos, arbitrariamente, situaciones que no son ni fijas ni iguales las unas con las otras. Y no hay que olvidar la distinción entre vida humana inocente y vida humana delincuente, que es fundamental en esta cuestión.

    d) Siendo cierto que toda decisión humana está sujeta a error, ¿tiene el hombre derecho a creerse infalible de tal manera que pronuncie una sentencia cuyo carácter impide toda posibilidad de revisión?. Resp. Hemos de admitir la posibilidad de errores judiciales, que en el caso serán irreparables, si se ejecuta la sentencia. Ello quiere decir que jamás se podrá "aventurar" una sentencia, fundándola solamente en gravísimas sospechas; que siempre deberán obtenerse pruebas del delito sancionado con pena de muerte con verdadera certeza moral para poder pronunciar la sentencia. Pero cuando esa certeza existe, aunque no excluya absolutamente un peligro remotísimo de equivocaciones, se puede sentenciar. En mil ocasiones tomamos resoluciones prudentes que no excluyen absolutamente un peligro de la vida propia y aun de la ajena sometida a nuestras órdenes.
    e) El carácter irrevocable de la pena de muerte impide ciertamente toda rehabilitación del ser humano y viene a suponer una solución fácil que evita la búsqueda de sistemas y medios racionales y eficaces de prevención. Resp. Si estuviera demostrado que existen, al menos con grande probabilidad, medios eficaces de prevención de nuevos atentados contra el orden público y la seguridad de los ciudadanos, el Estado no podría aplicar la pena de muerte hasta haber comprobado la ineficacia de aquellos medios. Repetimos que es él quien tiene que juzgar de la posibilidad de tales medios. En cuanto a imposibilitar la rehabilitación, adviértase que no es la autoridad, sino el propio delincuente, quien radicalmente se la ha imposibilitado o puesto en inminente peligro de ello. La rehabilitación para la vida social terrena se impide ciertamente con la ejecución, pero antes de inculpar al Estado por ello habría de demostrarse que tiene obligación de mantener la posibilidad en beneficio del criminal, aun a pesar del riesgo de los inocentes.
    Por lo demás, si la esperanza de la rehabilitación para la sociedad terrena viene a frustrarse en la pena capital, no pocas veces esa situación dolorosa es la providencial ocasión para que se produzca una habilitación mucho más valiosa para la sociedad celestial.

    f) La conducta de Jesucristo con los pecadores delincuentes (mujer adúltera, buen ladrón) así como su doctrina sobre la misericordia y el perdón están indicando que la pena de muerte está fuera de lugar, a lo menos en una sociedad cristiana. Resp. Cristo aplica la misericordia y la propone a sus discípulos para los delincuentes sinceramente arrepentidos; para los obstinados en sus delitos tiene palabras de terrible amenaza. El pecador sinceramente arrepentido que, merced a ese arrepentimiento, ha cancelado en cierto modo sus delitos y se ha rehabilitado ante Dios, encuentra acogida en el Señor. Pero si se aduce el caso del buen ladrón, no se olvide que también existe el del mal ladrón, que no obtuvo excusa ni defensa en igual ocasión. Y téngase presente que ante el juez humano la promesa de buena conducta en el futuro por parte de un criminal no sólo puede ser fingida, sino que también, aunque sea sincera, nunca ofrece garantía segura a la autoridad humana.

    Nada indica en el Evangelio, como se ha dicho, que Jesús llegó a tomar partido contra la pena de muerte, prescrita por la ley de Moisés, en el caso de la adúltera.
    g) Algunos criminales escapan a la condena, otros a la ejecución. ¿No es ésta una sorprendente diferencia de trato entre criminal y criminal? Semejante desigualdad ¿no ofende al sentido de la justicia? Resp. Es indudable que algunos criminales escapan a la persecución de la policía o a la sagacidad de los jueces que buscan diligentemente las pruebas de sus crímenes. Es ésta una limitación que padece la sociedad humana, y ninguno puede achacársela a culpa. La diferencia real de trato aludida no puede ser, por tanto, objeto de reproche en este caso, cuanto a la evasión de la condena. Respecto a los condenados que escapan a la ejecución, hay que admitir que una amnistía arbitraria y partidista no tendría justificación. Pero la concesión de gracia a favor de algunos, mientras se la deniega a otros, si se funda en buenos motivos, en modo alguno ofende al sentido de la justicia. Al juez que tiene poder para hacer justicia y para aplicar misericordia no se le puede acusar de falta de equidad cuando, por motivos razonables, sin faltar a sus deberes, aplica generosamente la misericordia en algunos casos en los cuales hubiera podido aplicar la justicia. Habría de probársele que no tiene autorización para ser misericordioso, aunque con la misericordia no perjudique al orden y seguridad pública.
    Si se apurara esa consideración, que no es admisible la desigualdad en el castigo de los que han cometido crímenes, ¿qué habríamos de decir de la economía misteriosa de salvación que tiene lugar en la suerte de los hombres? En conclusión, Dios sólo es el dueño de la vida humana, y El solo dispone siempre directamente de toda vida de hombre inocente. La Iglesia lo ha tenido que proclamar así repetidamente en los últimos decenios frente a métodos racistas, abusos de poder, actitudes terroristas y experimentos abusivos de la ciencia en campos de prisioneros y en ciertos hospitales y laboratorios.
    Pero en cuanto a la ejecución capital de peligrosos delincuentes, cuya continuación con vida compromete la seguridad pública y daña al bien común a juicio de la autoridad competente, el Estado puede ejecutarla cuando no encuentra otro medio suficiente — y éste lo considera eficaz— para reprimir los atentados criminales que perturban profundamente el orden y sacrifican vidas inocentes.
    Al aplicar en esos casos la pena de muerte el Estado no dispone de un derecho del criminal a la vida, sino que le priva del bien de la vida en expiación de los delitos por los que él renunció al derecho a vivir, y para poder de esa manera cumplir su deber de mantener el orden público.

    Un criterio prudente y sabio en esta materia nos parece el que acepte o rechace la aplicación de la pena de muerte hipotéticamente: si se demuestra, y en tanto y en la medida en que se demuestre, necesaria y eficaz para proteger el orden público y la seguridad de los buenos ciudadanos. Es mejor que sean ejecutados unos pocos delincuentes de cuyo posible arrepentimiento no se tiene seguridad, y que vivan en tranquilidad, sin peligro de ser asesinados, en mayor número otros ciudadanos inocentes. Precisamente la conciencia y estima creciente de la dignidad de la persona humana que no se degrada ante la sociedad es la que debe inducir al Estado a protegerla eficazmente, echando mano para ello, en cuanto sea necesario, del extremo escarmiento y prevención que es la pena de muerte aplicada a quienes se hayan hecho indignos de permanecer en la sociedad humana siendo un peligro para ella.



    Tomado de:

    ZALBA, M. ¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte?, en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.

    infoCaótica: La pena de muerte
    Alejandro Farnesio dio el Víctor.

  5. #65
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    Re: La pena de muerte

    A favor de la pena de muerte (I)

    Christopher Fleming

    La Tradición de la Iglesia es clarísima; el estado tiene el derecho, si lo estima oportuno, de dar muerte a los criminales, que tras un juicio justo, son declarados culpables de ciertos crímenes gravísimos que ponen en peligro la convivencia pacífica del pueblo. La doctrina y la Historia no dejan resquicio para la duda; la Iglesia Católica, a lo largo de casi 2000 años, ha respaldado, en la teoría y en la práctica, la pena capital. Sin embargo, hoy en día muchos prelados hablan de la pena capital como si fuera una violación de los derechos humanos, y tristemente la gran mayoría de católicos se ha unido al movimiento abolicionista que abandera la progresía. Los “teólogos” del buenismo liberal nos dicen que la pena de muerte es cruel e innecesaria, y que ningún católico puede estar de acuerdo con ese barbarismo, propio de tiempos más primitivos. Es decir, como buenos modernistas nos quieren hacer creer que lo que antes estaba bien ahora está mal.
    En la primera parte de este artículo quiero examinar en qué nos basamos los católicos para afirmar que es lícito que el estado de una nación ejecute a los criminales más sangrientos. En la segunda parte propongo refutar los argumentos de los abolicionistas, y en la tercera buscaré respuestas a por qué en este tema la Iglesia Católica ahora se posiciona al lado de los enemigos de Jesucristo, y qué ha ocurrido para provocar este giro de 180 grados.
    La Iglesia Católica siempre ha defendido sin titubeos la pena capital para los crímenes más graves, apoyándose en las Sagradas Escrituras, la doctrina de los Padres de la Iglesia, la obra de los grandes teólogos y su propio Magisterio. Primero, veamos brevemente lo que dicen las Escrituras respecto a la pena de muerte.

    En el Antiguo Testamento la Ley Mosaica nombra hasta 36 delitos penados con la muerte, incluyendo la blasfemia, el incesto, la sodomía, la falta de respeto hacía los padres, y trabajar el sábado. Evidentemente desde la muerte redentora de Cristo muchos de estos pecados ya no deben conllevar la pena máxima, porque la Ley Evangélica es un yugo más ligero, y tenemos el ejemplo de Jesucristo mismo que perdona a la adúltera. Sin embargo, no se puede decir en absoluto, como argumentan muchos católicos liberales, que con la Nueva Alianza la pena capital queda obsoleta. Se reserva para crímenes especialmente aborrecibles, en particular el asesinato.
    Leemos que, mucho antes de la Ley de Moisés, cuando Noé sale del Arca, Dios hace una alianza con toda la Humanidad, diciendo: “Nunca más maldeciré la tierra por causa del hombre, pues veo que sus pensamientos están inclinados al mal ya desde la infancia. Nunca más volveré a castigar a todo ser viviente como acabo de hacerlo.” (Genesis 8:21) En el siguiente capítulo aparece la contrapartida de esta promesa; que se dé muerte a los que vierten la sangre de los inocentes. “Quien derrame sangre del hombre, su sangre será también derramada por el hombre, porque Dios creó al hombre a imagen suya.” (Genesis 9:6) Por lo tanto, ya en el Antiguo Testamento la pena capital se aplica sobre todo para el asesinato.
    En el Nuevo Testamento no hay mucho sobre la pena capital, quizá porque en su tiempo no era ni siquiera una cuestión polémica y sus autores daban por hecho su licitud. Lo más explícito es lo que escribe San Pablo en su Carta a los Romanos: “Porque la autoridad es un instrumento de Dios para tu bien. Pero teme si haces el mal, pues no en vano lleva espada: es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal.” (Romanos 13:4) [1] Aparte de esta cita de San Pablo, de los textos del Nuevo Testamento podemos inferir que el Señor de ninguna manera se opone a la pena capital, sino que la aprueba. No podía ser de otra manera, ya que Él es el mismo autor de las leyes de la Antigua Alianza; por eso dijo que “no [había] venido para abolir la Ley.” En el Sermón del Monte el Señor cita con aprobación el Cuarto Mandamiento, con la dura sentencia: “El que maldice a su padre o a su madre, será condenado a muerte“. (Éxodo 21:17) En ningún momento el Señor disputa la autoridad de Pilato para condenarlo a muerte, dado que “viene de lo alto“, y cuando el Buen Ladrón reconoce que su sentencia de muerte es el justo castigo por sus pecados, el Señor le contesta: “hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lucas 21:41) Como conclusión, no hay absolutamente ningún pasaje en las Sagradas Escrituras que reprueba la pena de muerte, y sí hay muchos que la justifican.

    La opinión de los Padres de la Iglesia es unánimamente a favor de la pena capital. San Agustín respondió en La Ciudad de Dios a los que en su día argumentaban que el Quinto Mandamiento “no matarás” invalidaba la pena de muerte, ya que este mandamiento tiene excepciones, como una guerra justa y la ejecución de criminales. San Agustín explicó:
    el agente que ejecuta la sentencia no comete homicidio; es tan solo un instrumento, como una espada en la mano, y por tanto de ninguna manera es contrario al Mandamiento “no matarás” luchar en una guerra justa o que los representantes de la autoridad pública den muerte a criminales.
    San Ambrosio pidió que los clérigos no actuasen como verdugos, pero se mostró claramente a favor de la pena de muerte. San Basilio expresó horror ante el derramamiento de sangre que causaban las guerras imperiales de su época, hasta el extremo de pronunciar una pena de excomunión de tres años para los cristianos que hubieran luchado en el ejército. San Martín de Tours, que en el momento de su conversión era soldado imperial, era tan consciente de la contradicción entre el cristianismo y las guerras de su época que solicitó su licencia del ejército para poder bautizarse. Hay que puntualizar que en la era patrística aún no estaba consolidada la doctrina sobre la guerra justa; en relativamente poco tiempo el cristianismo pasó de ser perseguida por el Imperio a ser la religión oficial del mismo, y es comprensible la poca estima que tenían muchos cristianos por el Imperio como entidad política, el mismo Imperio que había ejecutado a Nuestro Señor y a tantos miles de mártires, por el mero hecho de ser cristianos. En todo caso, nos debería hacer reflexionar que que ninguno de los Padres de la Iglesia, con el martirio de incontables cristianos bajo los emperadores paganos de Roma aún fresco en su memoria, predicó en contra de la pena capital. [2]
    Durante la Edad Media, con el auge de la Cristiandad, la pena capital nunca fue cuestionada por los teólogos y doctores de la Iglesia. El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, estaba claramente a favor de la pena de muerte, como demuestra este pasaje de su Summa Theologica:
    Todo poder correctivo y sancionario proviene de Dios, quien lo delega a la sociedad de hombres; por lo cual el poder público está facultado como representante divino, para imponer toda clase de sanciones jurídicas debidamente instituidas con el objeto de defender la salud de la sociedad. De la misma manera que es conveniente y lícito amputar un miembro putrefacto para salvar la salud del resto del cuerpo, de la misma manera lo es también eliminar al criminal pervertido mediante la pena de muerte para salvar al resto de la sociedad.
    También en la Era Moderna era firme partidario de la pena de muerte el gran “Doctor de la Moral”, San Alfonso María de Ligorio. En su opus magnum, la célebre Theologia Moralis, que hasta hace poco era obligatorio en la formación de los seminaristas de todo el mundo, tratando el Quinto Mandamiento, dijo lo siguiente:
    DUDA II: si, y en qué manera, es lícito matar a un malhechor.
    Más allá de la legítima defensa, nadie excepto la autoridad pública puede hacerlo lícitamente, y en este caso sólo si se ha respetado el orden de la ley…
    A la autoridad pública se ha dado la potestad de matar a los malhechores, no injustamente, dado que es necesario para la defensa del bien común… Pecan los que matan, no por celo de justicia, sino por odio o por venganza personal.

    En su libro Instrucciones para el pueblo, una versión simplificada de su Theologia Moralis, San Alfonso fue más allá, y afirmó no sólo la licitud de ejecutar a los criminales, sino la grave obligación de hacerlo:
    Es lícito que un hombre sea ejecutado por las autoridades públicas. Hasta es un deber de los príncipes y jueces condenar a la muerte a los que lo merecen, y es el deber de los oficiales de justicia ejecutar la sentencia; es Dios mismo que quiere que sean castigados.
    Si hiciera falta alguna prueba más de la licitud de la pena de muerte, en más de una ocasión el Papa se ha pronunciado sobre la cuestión, como por ejemplo Inocencio III (1198-1216), que ante los herejes valdenses declaró:
    El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente pero con la solicitud debida.
    San Pío V no vaciló en proponer la pena de muerte como solución al escándalo de homosexualidad y efebofilia entre el clero que en el siglo XVI sacudía la Iglesia. [3] En Horrendum illud scelus de 1568 el Papa santo fue así de contundente:
    Por lo tanto, el deseo de seguir con mayor rigor que hemos ejercido desde el comienzo de nuestro pontificado, se establece que cualquier sacerdote o miembro del clero, tanto secular como regular, que cometa un crimen tan execrable, por la fuerza de la presente ley sea privado de todo privilegio clerical, de todo puesto, dignidad y beneficio eclesiástico, y habiendo sido degradado por un juez eclesiástico, que sea entregado inmediatamente a la autoridad secular para que sea muerto, según lo dispuesto por la ley como el castigo adecuado para los laicos que están hundidos en ese abismo.

    A los católicos liberales del siglo XX que protestaban contra la pena de muerte en los países católicos, argumentando que suponía una violación del derecho a la vida, Pío XII dijo estas palabras aclaratorias:
    Incluso en el caso de la pena de muerte el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Más bien la autoridad pública se limita a privar al delincuente de la vida en expiación por su culpabilidad, después de que él mismo, con su crimen, se ha privado del derecho a la vida.
    Para terminar este resumen de la doctrina tradicional acerca de la pena de muerte, sólo faltaría echar un vistazo a los catecismos autorizados por Roma (anteriores al Concilio Vaticano II, por supuesto). Por no cansar al lector, sólo consideraré dos. Primero, el Catecismo del Concilio de Trento, que dice lo siguiente:
    Otra forma de matar lícitamente pertenece a las autoridades civiles, a las que se confía el poder de la vida y de la muerte, mediante la aplicación legal y ordenada del castigo de los culpables y la protección de los inocentes. El uso justo de este poder, lejos de ser un crimen de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el asesinato.
    El segundo es el Catecismo de San Pío X de 1908. A la pregunta: “¿Hay casos en los que sea lícito matar?” responde:
    Es lícito matar cuando se lucha en una guerra justa; cuando se ejecuta una sentencia de muerte por orden de la autoridad suprema; y finalmente, en casos de necesaria y legítima defensa de la propia vida contra un agresor injusto.
    La práctica sigue la teoría en relación a la pena capital. Esto es evidentísimo si consideramos la Historia de la Cristiandad y los estados católicos en la Era Moderna. Todos los reinos católicos, sin excepción, han dado muerte a los asesinos convictos, con el beneplácito del Episcopado y de Roma. Reyes que ahora son santos canonizados, como San Luis de Francia o San Fernando de Castilla, sancionaron en buena conciencia la pena de muerte. Tanto es así que hasta el propio Estado del Vaticano, en su Pacto de Letrán de 1929 entre Pío XI y Mussolini, estipulaba la pena de muerte para cualquiera que atentara contra la vida del Papa. Dicho castigo se mantuvo hasta que en 1969 Pablo VI, de infeliz memoria, tuvo a bien abolirlo para “adaptar” las leyes de la Iglesia al mundo moderno. Afortunadamente, durante ese periodo no se produjo ningún atentado contra el Papa, pero si el turco Ali Agca hubiera disparado contra Juan Pablo II tan sólo 13 años antes, el Vaticano, en aplicación de su propio código penal, lo hubiera ejecutado.
    Espero haber demostrado que tanto las Sagradas Escrituras, como la Tradición y la Historia de la Iglesia se decantan de manera abrumadora a favor de la licitud de la pena de muerte.

    NOTAS
    [1] Muchas traducciones modernas cambian el sentido de esta advertencia de San Pablo, que tradicionalmente se ha entendido como un respaldo a la pena de muerte, quitando la palabra “espada”. En la versión “Pueblo de Dios”, por ejemplo pone: “porque ella no ejerce en vano su poder“. Es un buen ejemplo de cómo los prejuicios liberales de algunos biblistas les llevan a adulterar la Palabra de Dios. En la Vulgata de San Jerónimo pone claramente: “non enim sine causa gladium portat.”
    [2] Evidentemente, las ejecuciones de los mártires cristianos fueron ilícitas, porque no eran culpables de ningún delito real. Cuando la ley civil es contraria a la Ley Divina, como enseñan los doctores de la Iglesia, no es verdaderamente ley.
    [3] ¡Qué pena que hoy en día, en lugar de ejecutar a los curas desviados, se les promocione!

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  6. #66
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    Re: La pena de muerte

    A favor de la pena de muerte (II)

    Christopher Fleming

    Tras dejar claro en la primera parte de este artículo que la licitud de la pena de muerte es refrendada por las Sagradas Escrituras, por la doctrina de los Padres y los doctores de la Iglesia, por el Magisterio de los Papas, y por la práctica más que milenaria en la Cristiandad y los Estados Católicos, en esta segunda parte propongo exponer y refutar algunos argumentos en contra de la pena de muerte. Finalmente, en la tercera y última parte, examinaré el giro de 180 grados que ha dado la Iglesia Católica en su posición en esta materia.
    Primer argumento abolicionista: La pena de muerte es inhumana porque pone al Estado al mismo nivel que un asesino. Nadie tiene derecho a matar.
    Respuesta: No es lo mismo ejecutar a un criminal sangriento tras un juicio justo, que asesinar a una persona inocente. Todos tenemos un sentido inherente de justicia, porque Dios ha inscrito Su Ley en cada corazón humano. Por ello sabemos que cada uno debe recibir lo que se merece. Algunos criminales se merecen la muerte, mientras nadie podría decir lo mismo, por ejemplo, de un niño que es brutalmente asesinado. Sin embargo, los abolicionistas suelen cerrar los ojos ante esta obviedad y olvidar la diferencia esencial entre los asesinos y sus víctimas. El Estado debe ejecutar a los criminales, no por sed de venganza, sino por hacer justicia; es decir, dar a cada uno lo que se merece.
    Segundo argumento abolicionista: La pena de muerte es cruel, porque priva al individuo de la posibilidad de rehabilitación.
    Respuesta: El derecho a la rehabilitación, si es que existe realmente, no es un derecho absoluto, sino que tendrá que conjugarse con otros imperativos. Lamentablemente hoy en día en muchos países occidentales (incluyendo España) la rehabilitación de los delincuentes se ha convertido en el fin primario del sistema penal. Esto es una aberración, porque invierte la jerarquía de fines de la Justicia. La primera consideración de la Justicia debe ser dar a cada uno lo suyo; a las víctimas hay que darles retribución acorde a su pérdida, y a los criminales hay que darles castigo acorde a su crimen. Además, se debe hacer todo a la luz pública, para que los ciudadanos vean que el crimen recibe su justo castigo, y así disuadir a cualquiera de cometer actos delictivos. La Justicia también debe velar por el orden público. No pueden dejar sueltas a personas que suponen un peligro para la sociedad. Sólo después de estas consideraciones se puede tener en cuenta una posible rehabilitación del delincuente.
    Los irreligiosos hablan mucho de la rehabilitación del delincuente, pero nada les importa su alma. Cuando un asesino convicto tiene que enfrentarse a la muerte por ejecución, si es acompañado por un sacerdote y se arrepiente de sus pecados, tiene casi garantizada la salvación de su alma, a la manera del Buen Ladrón; mientras el que se pudre año tras año en la cárcel probablemente endurecerá su corazón, dejando el arrepentimiento para un “más adelante” que nunca llega. El periodista Vittorio Messori habla de esto en su libro, Leyendas Negras de la Iglesia Católica, y cita un proverbio: De cien ahorcados, uno condenado. Messori también cita a Santo Tomás de Aquino, quien enseña que la pena de muerte puede obrar en beneficio del criminal:
    La muerte que se inflige como pena por los delitos realizados, levanta completamente el castigo por los mismos en la otra vida. La muerte natural, en cambio, no lo hace.
    Tercer argumento abolicionista: Ahora sabemos que la vida humana es sagrada porque es de Dios, por lo que nadie, ni siquiera el Estado, tiene potestad para quitarla.
    Respuesta: Este argumento típico de los católicos liberales parte de una premisa anti-católica que hay que desenmascarar. Es la idea del Progreso, en el sentido evolucionista hegeliano. Para los liberales todo está en continuo progreso; de esta manera lo que antes se decía que estaba bien, ahora se puede decir que está mal, y vice-versa. Todo lo que leemos sobre la pena de muerte en las Escrituras, todo lo que enseñaron los Padres de la Iglesia, para los liberales queda superado, porque según ellos la Humanidad ha entrado en un nivel superior de conciencia. Para ellos no existen unas verdades inmutables, ni una moral objetiva; todo depende de las circunstancias. Pero si aplicamos sus teorías a la exégesis bíblica, llegamos a conclusiones que sólo se pueden calificar de blasfemas. ¿Cómo pudo Dios declarar a la Humanidad por medio de Noé que se diera muerte a los que vierten sangre inocente, si ahora resulta que esto es un crimen contra los Derechos Humanos? ¿No fue precisamente porque las personas estaban hechas “a imagen de Dios” que el asesinato conllevaba un castigo tan severo? [1]
    La noción del “derecho inviolable a la vida” es algo que usan los liberales para argumentar en contra de la pena capital. Las palabras de Pio XII, que cité en la primera parte del artículo, dan respuesta a esta objeción:
    Incluso en el caso de la pena de muerte el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Más bien la autoridad pública se limita a privar al delincuente de la vida en expiación por su culpabilidad, después de que él mismo, con su crimen, se ha privado del derecho a la vida.

    Cuarto argumento abolicionista: La pena de muerte es inútil, porque no disuade a los criminales. La mayoría de asesinatos se cometen en arrebatos de ira, cuando el individuo no es capaz de pensar en las consecuencias de sus actos.
    Respuesta: Lo primero que hay que decir es que los datos no son concluyentes. Es muy difícil establecer el efecto disuasorio que tiene la pena de muerte, porque hay muchísimos variables, y no se pueden comparar países o épocas distintos. Se han realizado muchos estudios; algunos parecen demostrar que sí funciona el efecto disuasorio, y otros no. Pero aunque se pudiera demostrar definitivamente (cosa que dudo) que la pena de muerte no tiene efecto disuasorio alguno, no sería un argumento irrebatible en contra de su uso, porque aparte de disuadir a los delincuentes de cometer sus fechorías, la pena de muerte tiene el fin principal de hacer justicia; dar a cada uno lo que se merece.
    Es verdad que muchos asesinatos se cometen en un estado de ira incontrolable, y es verdad que hay personas que sufren momentos de enajenación transitoria y por tanto no son dueños de sus actos. Todo esto se tiene que evaluar en un juicio, con la ayuda de expertos en la materia. Sin embargo, esto no es aplicable a los asesinos que están integrados en organizaciones terroristas o mafiosas y matan profesionalmente. Las personas que viven del crimen organizado y friamente calculan el coste de matar a otros seres humanos evidentemente prefieren un país donde las penas son menores. Es por esta razón, entre otras, que las mafias se vienen a España, donde la Justicia es blanda con los criminales y dura con las víctimas.
    Quinto argumento abolicionista: La pena de muerte es innecesaria, porque hoy en día, en la gran mayoría de países, hay cárceles muy seguras donde recluir a los delincuentes más peligrosos. La cadena perpetua es suficiente para que no supongan una amenaza para la sociedad.
    Respuesta: Igual que el argumento que versa sobre el efecto disuasorio, este argumento es falaz, porque sólo plantea uno de los fines de la pena capital, como si no hubieran otros. Aparte de proteger a los ciudadanos de delincuentes peligrosos, la pena capital tiene la función de restituir el mal que se ha cometido, de rendir justicia; dar a cada uno lo suyo. Esto evidentemente no tiene nada que ver con la existencia de cárceles seguras.
    Un problema con la cadena perpetua es lo que se ha visto hace poco en España con la sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la “doctrina Parot”. Es decir que unos terroristas asesinos que fueron condenados a cientos de años de cárcel son soltados, porque un tribunal extranjero dicta que vulnera sus “derechos humanos” estar tantos años recluidos. Si en España hubiera existido la pena de muerte en los años 80 y 90, hoy no tendríamos este problema; a Inés del Río y sus compinches de la ETA se les hubiera condenado a morir por sus crímenes y hoy en día nadie estaría hablando de ellos. ¡Quizás hasta se hubieran arrepentido de sus pecados antes de morir y hoy estarían en el Cielo!
    Además, el argumento de la cadena perpetua es un poco absurdo, porque supone que antes no existían cárceles donde hacer desaparecer a la gente. Los castillos medievales estaban dotados con mazmorras que poco tienen que envidiar a las cárceles modernas en cuanto a seguridad.

    Sexto argumento abolicionista: La pena de muerte es inadmisible porque personas inocentes pueden ser ejecutadas por errores policiales o por fallos en el sistema judicial.
    Respuesta: Este argumento como principio es falso, pero circunstancialmente podría ser cierto. Como principio no se puede descartar una ley sólo porque su aplicación podría crear injusticias no deseadas; depende de la magnitud de dichas injusticias, y si son compensadas por el bien que hace la ley. Si un gobierno se echara hacía atrás por temor a cualquier consecuencia negativa, nunca aprobaría ninguna ley. Por la misma lógica habría que abolir los impuestos, porque Hacienda se puede equivocar en el papeleo. Sin embargo, cuando las consecuencias negativas de una ley, que en teoría es justa, superan sus beneficios, es mejor no implantarla. No conviene ser dogmático en esto, porque es un tema prudencial que hay que considerar en cada caso. Imaginemos un país donde se ejecutan a mil personas en cien años, y a posteriori se descubre que dos de ellas son inocentes. En mi opinión, la pena de muerte aún sería plenamente justificada; primero, por los 998 criminales ejecutados merecidamente; y segundo, por el bien que estos castigos ejemplarizantes lograrían en la sociedad. Si, por otro lado, de aquellas mil personas resulta que la mitad son inocentes, evidentemente mejor sería no tener la pena capital.
    Si un determinado país tiene un cuerpo policial manifiestamente corrupto, como México, donde según tengo entendido la policía está totalmente controlada por los carteles de la droga, y si el sistema judicial no da suficientes garantías de un juicio justo, es preferible que no exista la pena de muerte. En España creo que no se dan estas circunstancias, porque la mayoría de policías son básicamente honrados (siempre hay excepciones), y el sistema judicial, a pesar de ser muy lento y muy intervenida por la casta política, aún no es totalmente corrupto.
    Argumento católico contra la pena de muerte en determinadas situaciones: La pena de muerte puede ser utilizada contra los católicos en la persecución contra la Iglesia.
    Respuesta: En una sociedad anti-católica donde la religión mayoritaria no es la católica, o en una sociedad oficialmente atea, es mejor no tener la pena de muerte. En España, igual que en muchos países occidentales, hay brotes de anticlericalismo peligrosos, y todo indica que esto irá a más. Por lo tanto, podría ser contraproducente introducir la pena de muerte en España, porque de hacerlo no es descabellado vaticinar que se usaría como una arma más en la sistemática persecución de los católicos, promovida por el Poder. Naturalmente, por los mismos motivos, en los países islámicos y comunistas, por norma general es preferible no tener la pena capital.
    Como conclusión a esta segunda parte, diría que en principio estoy a favor de la pena de muerte, igual que los Padres de la Iglesia, los grandes teólogos y Doctores, y los reyes de la Cristiandad. Sin embargo, dado que hoy la sociedad occidental se encuentra en plena descomposición, y de iure y de hecho ha dejado de ser católica para convertirse en atea , creo que prudencialmente puede ser mejor que el Poder no disponga de la pena de muerte, pensando en un tiempo no muy lejano, cuando se desate la persecución abierta contra los católicos.
    NOTAS
    [1] La alianza entre Dios y Noé fue con la Humanidad entera, dado que todos descendemos de los tres hijos de Noé. Los estudios antropológicos confirman esta alianza; no hay una sola nación o tribu a lo largo de la Historia que no haya utilizado la pena de muerte para el asesinato, mostrando que es una ley inscrita en el corazón humano, sean cristianos o infieles. (Nuestra sociedad post-moderna es una excepción muy notable en este punto). Otra cosa son los incontables abusos que se han cometido con la pena capital. Pero no debemos olvidar que el abuso de una norma no deslegitima una norma en sí.

    A favor de la pena de muerte (II) | Tradición Digital
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  7. #67
    Avatar de Jose Antonio Venegas
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    Re: La pena de muerte

    La Pena de Muerte es un acto de legítima defensa de la sociedad.
    El problema es el sistema judicial actual, que podría poner en el cadalso a muchas personas inocentes.

    En pocas palabras la Pena de Muerte es lícita, pero actualmente creo que no es conveniente.

  8. #68
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    Re: La pena de muerte

    A favor de la pena de muerte (y III)

    Christopher Fleming

    En la primera parte de este artículo hice un resumen del Magisterio de la Iglesia sobre la pena de muerte, basándome en las Sagradas Escrituras, los escritos de los Padres y Doctores de la Iglesia, y la enseñanza de los Papas. Demostré que el Magisterio apoya de manera clarísima la licitud de la pena de muerte. Por esta razón los Estados Católicos siempre han actuado en consecuencia con esta doctrina, ejecutando a los peores criminales. En la segunda parte expuse varios argumentos abolicionistas y traté de refutarlos. Terminé con la conclusión prudencial de que en determinadas circunstancias no conviene aplicar la pena capital, por los abusos que pueden surgir, especialmente en la persecución contra los católicos. En esta tercera parte buscaré respuestas a porqué la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II, pasó de apoyar sin reservas la pena de muerte a promover campañas para su abolición en todo el mundo. Para ello será conveniente hacer un breve resumen de la historia del abolicionismo.
    Santo Tomás de Aquino, el "Doctor Angélico", firme partidario de la pena de muerte

    En la Edad Media los primeros que se opusieron a la pena capital fueron un grupo de exaltados llamados valdenses a los que el Papa Lucio III excomulgó en 1184. Estos herejes, apodados “los pobres de Lyons”, quisieron volver a la pobreza evangélica que vivieron muchos de los primeros cristianos, rechazando la mundanidad del clero de aquella época. Pero, a diferencia de la reforma de las ordenes mendicantes llevada a cabo por los santos Francisco y Domingo en el siglo XIII, los valdenses no se sometieron a la autoridad de la Iglesia y cayeron en el error doctrinal. Predicaron la libre interpretación de las Escrituras, rechazaron la veneración de imágenes y reliquias, la transubstanciación, la existencia del Purgatorio, la devoción a María, la comunión de los santos, y la confesión sacramental. Por todo ello se pueden considerar como precursores de Lutero, el cual por cierto sintió gran admiración por ellos. Como ya expuse en la primera parte de este artículo, el Papa Inocencio III ratificó la licitud de la pena de muerte ante la herejía de los valdenses de esta manera:
    El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente pero con la solicitud debida.
    La herejía valdense sin duda influyó a los albigenses o cátaros, una secta gnóstica del medievo, que alcanzó su cénit a principios del siglo XIII, cuando el Papa Inocencio III convocó una cruzada contra ella. Estos herejes también predicaron el pacifismo, condenando todo uso de la pena de muerte.
    Pedro Waldo, hereje proto-protestante y abolicionista

    Con la rebelión protestante del siglo XVI la frágil unidad política y religiosa de la Cristiandad se rompió en pedazos. Entre las muchísimas ramas del protestantismo, creado por el heresiarca Martín Lutero, ha habido diversidad de opinión sobre la pena de muerte. La libre interpretación de las Escrituras, uno de los nuevos dogmas de Lutero, ha resultado ser una verdadera caja de Pandora, porque ha permitido que cada protestante llegara a sus propias conclusiones sobre los dogmas y la moral. Juan Calvino, otro heresiarca protestante de la época, ejecutó a Miguel Servet en Ginebra por negar la doctrina de la Santísima Trinidad, y luego escribió en 1554 una apología de la pena de muerte para los herejes (¡lástima que no se reconociera en este término!) Sin embargo, Lutero opinó que no era lícito que el poder secular ejecutara a alguien por herejía, mientras que en su Confesión de Augsburgo afirmó que por otros crímenes sí lo era. [1]
    La disgregación del protestantismo en sectas cada vez más extravagantes y opuestas entre sí, cada una con una “conexión directa” con el Espíritu Santo, gracias a la libre interpretación de las Escrituras, propició que algunos pensadores que se opusieran frontalmente a la pena de muerte; no a la aplicación del castigo máximo a ciertos delitos, sino a su licitud en sí. La secta de los anabaptistas, en particular la rama de los menonitas, fundada por Menno Simons [2], un sacerdote católico que apostató en 1536, siempre ha sido pacifista, por lo que se opone dogmáticamente a la pena de muerte y a cualquier guerra, por muy justa que sea la causa. Los anabaptistas abrieron la puerta al pacifismo y al movimiento abolicionista, pero siempre han sido minoritarios dentro del protestantismo, y han sido el objeto de sangrientas persecuciones, incluso por los mismos herejes protestantes. Los cuáqueros y los amish, que a partir del siglo XVII emigrarían a América, huyendo de dichas persecuciones, descienden de la rama menonita. Aún hoy en día estas sectas profesan un pacifismo incondicional.
    Menno Simons, sacerdote apóstata, hereje protestante y abolicionista.

    La razón de su relativamente poca influencia en el curso de la Historia, como apunta Plinio Correa de Oliveira en Revolución y Contra-Revolución, es seguramente debido a que se adelantaron a su tiempo. Con la perspectiva histórica podemos apreciar que los anabaptistas en sus diversas manifestaciones fueron una premonición de las grandes plagas de la época contemporánea: el comunismo, el llamado “amor libre”, y la autonomía absoluta de la conciencia individual. En el siglo XVI la Revolución anti-cristiana aún no estaba madura para los delirios de los anabaptistas, por lo que sus excesos fueron sofocados rápidamente, y tardarían al menos dos siglos en resurgir.
    Cesare, Marqués de Beccaria, liberal y abolicionista

    En los siglos XVII y XVIII la pena de muerte encontró el apoyo intelectual de los filósofos liberales, con John Locke (1632-1704) a la cabeza, de los idealistas alemanes como Immanuel Kant (1724-1804) y de los philosophes de Francia, incluyendo a Montesquieu y Rousseau. El primer pensador que abogó a favor de la abolición de la pena de muerte desde principios filosóficos fue Cesare Beccaria (1738-94), quien hoy en día es considerado el padre intelectual del abolicionismo moderno. El pensamiento de Beccaria era profundamente liberal, con los filósofos “ilustrados” como referencia. Sin embargo, en su libro De los Delitos y las Penas de 1764, fue mucho más allá que éstos, al argumentar que la pena de muerte no se puede justificar prácticamente nunca, porque atenta contra el “contrato social”. Esta teoría contractualista rousseauniana afirma que toda autoridad se deriva exclusivamente del hombre, que racionalmente decide vivir en comunidad, no de Dios y la Ley Natural. Con la falsa premisa de que el supuesto contrato social existe para salvaguardar los derechos individuales (que se suelen oponer a los derechos de Dios), llega a la errónea conclusión de la inviolabilidad de la vida humana, tristemente tan en boga hoy en día. El libro tuvo una enorme repercusión entre los intelectuales de la época, hasta el punto que el celebérrimo Voltaire escribió un comentario anónimamente para la edición francesa. En dicho comentario Voltaire, un converso para la causa abolicionista, escribió lo siguiente:
    Desde hace mucho tiempo se observa que un hombre no vale para nada después de ser ahorcado, y que los castigos inventados por el bien de la sociedad deberían ser útiles a la sociedad. Es evidente que un puñado de ladrones forajidos, condena a una vida de servicio público, podrían servir al Estado con su castigo, y que ahorcarlos sólo beneficia al verdugo.
    Voltaire, libertino, anticlerical, ateo y abolicionista.

    Todo el énfasis está en la utilidad del castigo, algo típico de la visión moderna y materialista de la vida; se ignora completamente la imperiosa necesidad de hacer justicia, de cumplir con las obligaciones hacía Dios, y de la expiación del mal. Esta es la línea que sigue otro abolicionista, Jeremy Bentham (1748-1832), padre intelectual del utilitarismo, el sistema de ética que desecha por completo cualquier noción objetiva del bien y del mal, y los sustituye por cálculos acerca del placer y del dolor. El utilitarismo niega cualquier Ley Natural; hasta la monstruosa Declaración de los Derechos del Hombre de los revolucionarios franceses le pareció demasiado “piadosa” a Bentham, por su referencia a una verdad trascendente. Es la auténtica anti-moral que trata a las personas como si fuésemos animales irracionales sin alma. Este filósofo agnóstico también abogó a favor de la separación total entre la Iglesia y el Estado, la decriminalización de la homosexualidad, y fue un pionero en cuanto a los derechos de los animales. Su influencia en Inglaterra, y posteriormente en EEUU, fue enorme.
    Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, agnóstico, anticlerical y abolicionista.

    Con este resumen histórico queda patente que la corriente filosófica abolicionista es todo menos católica. Sus raíces son profundamente anticatólicas y revolucionarias. He querido detenerme en hacer este repaso a la historia del movimiento abolicionista para contestar a los católicos liberales de hoy en día que hablan de una conciencia moderna de la “dignidad humana”, que supuestamente deslegitima la pena de muerte. Estos falsos católicos (no se puede ser auténticamente católico y liberal a la vez) no sólo asumen un aire de superioridad moral difícilmente soportable cuando nos aleccionan sobre el “barbarismo” de la pena de muerte (que la Iglesia ha defendido durante casi 2000 años), sino que generalmente desconocen por completo la proveniencia del carro abolicionista al cual alegremente se han subido. Nuestro Señor ya sentenció hace mucho tiempo: ningún árbol malo puede dar buenos frutos. Ahora los católicos liberales pretenden convencernos de que algo bueno puede surgir de las ideas repugnantes de los heresiarcas y filósofos liberales arriba mencionados, que han sido objeto de tantas condenas de la Iglesia. Y no sólo eso; pretenden que creamos que la doctrina y praxis de la Iglesia pueden ser mejoradas gracias a la influencia del pensamiento mundano, herético, liberal y materialista de dichos personajes.
    Ya he mencionado en la primera parte de este artículo el Pacto de Letrán de 1922 entre el Vaticano e Italia, que estipulaba la pena de muerte para cualquiera que atentara contra la vida del Sumo Pontífice. Así fue hasta 1969. ¿Qué ocurrió para que esta situación se diera la vuelta? La respuesta rápida es que ocurrió el Concilio Vaticano II. Antes del Concilio, de ningún modo se puede decir que los católicos clamaban día y noche a favor de la abolición de la pena de muerte, sino más bien al revés; el movimiento abolicionista provenía desde fuera de la Iglesia, impulsado por fuerzas irreligiosas, materialistas y liberales, como ya he explicado. Lamentablemente, con el Concilio estas fuerzas del mundo entraron de lleno en la Iglesia, y lo que antes se había condenado y combatido, gracias al Concilio, se convirtió en doctrina oficial. Un buen ejemplo de esto es el primer catecismo publicado tras el Concilio, el Catecismo Holandés de 1966. A pesar de poner en duda dogmas de fe, como la virginidad perpetua de María, el sacrificio propiciatorio de la Santa Misa, o la infalibilidad papal, no tuvo reparos en condenar de manera fulminante la pena de muerte. [3]
    El cambio de mentalidad dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica respecto a la pena de muerte se consagró y el abolicionismo adquirió estatus oficial gracias fundamentalmente a una figura: el Papa Juan Pablo II.
    Juan Pablo II. Consagró el abolicionismo dentro de la Iglesia Católica.

    Juan Pablo II logró consolidar el abolicionismo en la Iglesia, primero por su magisterio y luego por su ejemplo. Veamos primero lo que enseñó oficialmente sobre este tema, que se resume básicamente en dos documentos: el Catecismo que se redactó bajo su mandato y la Encíclica Evangelium Vitae.
    En cuanto al Catecismo de Juan Pablo II, es interesante notar la evolución de las distintas ediciones. La primera edición provisional salió en 1992. En ella, en el artículo 2266, se pudo leer la doctrina tradicional, que decía:
    La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de castigar a los malhechores mediante penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa.
    Lo curioso es que cuando salió la edición en latín cinco años más tarde, el artículo sobre la pena capital había sido sustancialmente “retocado”, sin duda debido a la publicación en 1995 de la Encíclica Evangelium Vitae. Las palabras en negrita fueron omitidas, y de esta manera la frase sobre el valor retributiva de los catigos no se refería a la pena de muerte como antes. En defensa de la pena de muerte no quedó más que esto:
    La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.
    La condición sine qua non que se dio para la aplicación de la pena de muerte es cuanto menos problemática, ya que da a entender que la pena de muerte sólo tiene una finalidad; la protección de las vidas inocentes. No podemos dar el beneficio de la duda a los autores del Catecismo, pensando que quizá fue un desliz desafortunado pero indeseado, porque, como ya he explicado, en la versión primera de 1992 la doctrina se expuso de manera plenamente tradicional. La conclusión es inevitable: se falseó la enseñanza tradicional para que casara mejor con la novedad abolicionista introducida por Juan Pablo II en Evangelium Vitae.
    Además, a renglón seguido el Catecismo cita Evangelium Vitae:
    Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana… los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “suceden muy raramente … si es que en realidad se dan alguna vez.”
    Hoy en día es un error muy extendido entre católicos creer que ser “pro-vida” implica necesariamente ser abolicionista. Los liberales argumentan que los católicos “conservadores” que apoyan la pena de muerte carecen de autoridad moral para reprenderles por sus políticas abortistas, equiparando en términos morales el aborto, que es el asesinato de un ser humano inocente, con la ejecución de un criminal convicto. Hay que reconocer que en esta confusión, tan hábilmente aprovechada por los enemigos de la Iglesia, Juan Pablo II tiene una responsabilidad clarísima, ya que su encíclica Evangelium Vitae hizo precisamente esto; metió ambos asuntos, el aborto y la pena de muerte, en el mismo saco.
    En sus declaraciones extra-oficiales Juan Pablo II fue incluso más allá de estos dos documentos en su ideología abolicionista, sobre todo hacía el final de su larguísimo pontificado. Durante una visita a EEUU en 1999 dijo estas palabras:
    Constituye un signo de esperanza el reconocimiento creciente de que por su dignidad la vida humana nunca debe quitarse, por grande que sea el mal cometido. La sociedad moderna dispone de medios de protección suficientes para no negar definitivamente a los criminales la oportunidad de reformarse. Renuevo la llamada que hice en las anteriores navidades e invito a un consenso que permita abolir la pena de muerte, tan cruel como innecesaria.
    Y durante una visita a la cárcel en Roma en el año 2000, pronunció esta oración tan inquietante:
    Que la pena de muerte, un castigo indigno aún utilizado en algunos países, sea abolida en el mundo entero.
    ¿Ahora resulta que la pena de muerte es “cruel” e “indigno”? El Papa no hablaba de un método específico de ejecución, como la silla eléctrica o la horca, ni de la aplicación de la pena capital en determinados casos, sobre lo que un católico puede perfectamente tener sus reservas, sino del concepto en sí de dar muerte a un criminal, algo que en absoluto admite debate en la moral católica. Esto es chocante para cualquiera que conoce el auténtico Magisterio de la Iglesia sobre este asunto, porque con estas palabras Juan Pablo II se pone en directa contradicción con la Tradición Católica; es decir, los Padres y Doctores de la Iglesia, con el Magisterio de los Papas durante siglos y la praxis de los Estados Católicos desde tiempos inmemoriales. Supuestamente la postura abolicionista de Juan Pablo II se debe a una mayor concienciación de la “dignidad humana”, que le permite entender la malicia intrínsica de la pena de muerte. Pero cuesta mucho creer que Juan Pablo II, un hombre infectado de filosofía humanista, tenga una visión más católica sobre el asunto que todos sus predecesores.
    Aparte de sus declaraciones, el ejemplo pernicioso de Juan Pablo II sirvió sin duda la causa abolicionista. Dio discursos ante la ONU (y donde hiciera falta) en apoyo de una moratoria de la pena de muerte. Tras el atentado sobre su vida en 1981 conmovió al mundo diciendo que había perdonado a su agresor, Ali Acga. Es muy loable y una muestra de caridad cristiana perdonar a los enemigos, incluso alguien que ha intentado matarte. Sin embargo, una figura pública y un jefe de estado, como es el Papa, tiene que anteponer el bien común a sus sentimientos privados, porque en mi opinión, en este caso el deseo de misericordia para el criminal en la práctica eclipsó cualquier voluntad de justicia, sobre todo si pensamos que tan sólo 12 años antes el turco hubiera sido ejecutado, según las leyes del mismo Vaticano. Hablo de este incidente, porque no es un hecho aislado; a lo largo del pontificado de Juan Pablo II la misericordia fue ensalzada hasta el punto de eclipsar la justicia.
    La Divina Misericordia

    Esto enlaza con su promoción incansable de la Divina Misericordia de Santa Faustina Kowalska. No voy a condenar esta devoción, que veneran muchos católicos piadosos y hasta tradicionalistas, y que nada tiene de herético. Simplemente noto que el uso que se ha dado a esta devoción encaja muy bien con el indiferentismo religioso que impera hoy en ambientes mundanos. También noto que Juan Pablo II trabajó (intencionadamente o no) a favor de este indiferentismo, con las reuniones interreligiosas sacrílegas de Asís. En dichas reuniones el Papa se limitó a hablar de la paz y el amor (siempre en un sentido genérico, que nada tiene que ver con el sentido auténticamente católico), omitiendo la Verdad y la Justicia de Dios. De esta manera nadie quedó ofendido, sino que todos fueron a casa contentos, confirmados en sus falsas creencias por el Vicario de Cristo. Hablar al mundo de la Misericordia de Dios, silenciando la otra cara de la moneda, que es su infinita Justicia, es un gran engaño que puede llevar a muchas almas a la condenación eterna. Sobre este engaño San Alfonso María de Ligorio dice estas palabras:
    El Demonio intenta engañar al hombre de dos maneras para llevarle a la ruina. Antes del pecado, el Demonio anima al pecador a confiar en la Misericordia Divina; después del pecado, le empuja a la desesperanza, mostrándole los rigores de la Justicia Divina. La primera forma de seducción es mucho más perniciosa que la segunda. “Dios es misericordioso”, dice el pecador obstinado cuando le hablan de la necesidad de convertirse. Sí, Dios es misericordioso, pero de la manera en que la Sabiduría se expresa en el Cántico de los Cantares: “su misericordia es para los que le temen.” Nuestro Señor ejercita la misericordia hacía los que temen ofenderle, no hacía los que usan Su misericordia como pretexto para insultarle… Dios es misericordioso, de eso no hay duda, pero también es justo. El pecador quisiera que fuera misericordioso sin ser justo, pero esto es imposible.
    De un modo similar advierte San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia:
    Ten cuidado, cuando el Demonio (y no Dios) te promete Misericordia Divina con el fin de hacerte pecar.
    La Unión Europea, una institución apóstata, secularista, genocida y abolicionista.

    Ya hemos visto que el génesis del movimiento abolicionista es clarísimamente herético. Si esto no fuera suficiente para ponernos en guarda contra el movimiento abolicionista, podríamos considerar quiénes son los grupos que ahora están promoviendo esto, y veríamos que no son buenas companías para un católico (mucho menos para un Papa). Un ejemplo del abolicionismo humanista hoy en día es la Unión Europea. La abolición de la pena de muerte es un requisito para entrar a formar parte de este club de naciones, un auténtico dogma de fe para los sin-Dios. Es la misma UE que reniega de sus raíces cristianas, impone una ideología secularista, legaliza el genocidio de los no-nacidos, y promueve el aberrosexualismo. Difícilmente me podrán convencer de que la UE prohíbe la pena de muerte porque ha alcanzado un sensibilidad moral superior. Más bien parece todo lo contrario. [4]
    La ONG pro-derechos humanos, Amnistía Internacional, fundada por el periodista católico británico, Peter Benenson, en 1961, adoptó el abolicionismo en el año 1977. Desde entonces realiza campañas por una moratoria mundial sobre la pena de muerte, que no duda en calificar como “la forma más extrema de tortura”. Es típico de la bajeza moral de los liberales que AI se preocupe tanto por la ejecución de terroristas, asesinos y violadores, a la vez que trabaja a favor de la legalización del aborto en todo el mundo. Pena de muerte para los culpables no, pero para los inocentes sí. En el fondo, la postura abolicionista de AI y de todos los grupos humanistas afines, se debe a una visión atea de la vida. Lógicamente, si no somos más que animales evolucionados, si Dios no existe, y si no hay Cielo ni Infierno, la muerte natural es lo peor que nos puede pasar. Sin embargo, los que creemos en Dios y hemos recibido la inmensa gracia de profesar la fe católica, sabemos que, como cantan los soldados, la muerte no es el final.

    NOTAS
    [1] La aplicación de la pena de muerte a la herejía es un tema muy interesante, aunque se escapa un poco del alcance de este artículo. Basta decir que ha habido divergencia de opiniones en este punto, hasta entre santos católicos. San Martín de Tours, por ejemplo, se opuso radicalmente a la ejecución de los herejes priscilianos en su día, mientras que Santo Tomás de Aquino justificó la ejecución de los herejes en bien de la sociedad. Esta divergencia se puede explicar fácilmente por la diferencia de épocas, y en ningún modo supone una contradicción en materia de fe. San Martín vivió en la era patrística, con un Imperio Romano aún fuerte, cuando los cristianos acababan de salir de las catacumbas; mientras que Santo Tomás pertenece a la era de la Cristiandad, la Edad de Oro del cristianismo, cuando todas las leyes y costumbres de Europa estaban orientadas hacía Jesucristo. Hay que recordar dos cosas respecto a esto. Primero, la Iglesia se limitaba a dictar sentencias, a determinar quién era hereje y quien no. Luego, era el poder secular que castigaba al hereje según sus leyes, dado que la herejía se consideraba un delito, no solamente un pecado, en los estados de la Cristiandad. Segundo, la aplicación de la pena de muerte a un delito u otro no es lo mismo que poner en duda la licitud de la pena de muerte en sí.
    [2] La doctrina de este heresiarca fue tan nociva que el Emperador Carlos V ofreció una recompensa de 100 monedas de oro por su cabeza, y un indulto total a cualquiera que lo entregara.
    [3] Este catecismo herético da una idea de por dónde pretendían llevar la Iglesia los obispos más liberales, aunque encontró resistencia en algunos obispos más conservadores. El Santo Oficio, capitaneado por el Cardenal Ottaviani censuró este catecismo y mandó a sus autores una larga lista de errores contra la fe que corregir. Con todo el descaro del mundo, los obispos holandeses se limitaron a incluir la nota como un anexo al final del catecismo. Y todos sabemos quien se lee los anexos de un libro…
    [4] Ahora hasta la cárcel es demasiado “cruel” para los criminales, según el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. ¡Es el mundo al revés! A este ritmo el Estado va a tener que dar medallas a los asesinos.

    A favor de la pena de muerte (y III) | Tradición Digital

  9. #69
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    Re: La pena de muerte

    No entiendo demasiado determinadas visiones sobre este tema, pero sí tengo clara una cosa, y es que según las evidencias científicas que tenemos hasta ahora, cuando un óvulo y un espermatozoide se juntan, forman una célula llamada cigoto, cuyo ADN es distinto del de la madre y del padre, es decir, es independiente de sus progenitores, y pese a estar dentro del cuerpo de la madre no forma parte de ella, con lo cual, se puede concretar una autonomía del embrión a partir de la fecundación. Se considera que desde su fase inicial, el cigoto resultante de la fusión del óvulo y el espermatozoide es una realidad biológica autónoma. La vida del feto no sólo es vida humana desde la fecundación sino que es vida distinta de la vida de la madre. Desde el momento de la fecundación se contiene el código genético completo.Se trata de una célula totipotente, es decir, que de esa célula surge un ser vivo, el cual es un ser humano por provenir de un hombre y de una mujer, no de una mujer y un perro o de un hombre y una yegua.
    Bien es sabido que un ser vivo se considera como tal por cumplir las relaciones de nutrición, relación y reproducción.
    Y así sucede, el embrión, a través del cordón umbilical se nutre de lo que come la madre. El cuerpo de la madre intercepta al nuevo inquilino como algo ajeno al propio cuerpo, así que segrega más leucocitos (glóbulos blancos) y anticuerpos con el fin de defenderse, sin embargo, se producen unas hormonas que impiden que el embrión sea eliminado, es decir, se produce una conexión entre el hijo y la madre (el embrión cumple con la función de relación), y en cuanto a la reproducción, va a desarrollar órganos genitales, que no están lo suficientemente maduros como para poder reproducirse, pero tampoco lo están los de un niño de 8 años (y no por ello deja de ser un ser vivo y por tanto es lícito matarlo), y un hombre de 30 años sí que puede procrear, pero no por ello es más humano, más ser vivo, simplemente se trata de un mismo animal en diferentes etapas de la vida.
    Una vez consumada la concepción (union de los gametos femenino y masculino, ovulo y espermatozoide) se inicia un proceso continuo y nada particular ocurre en el decimoquinto día de esa concepción, hasta que la naturaleza da fin a la vida de un ser humano. Hay que recordar que la concepción empieza dede el momento en que el espermatozoide llego hasta el ovulo, repito, LA CONCEPCIÓN DE VIDA HUMANA.a partir del mismo momento en que se fecunda el óvulo ya se puede decir que hay vida debido a que esa nueva célula formada está cumpliendo todas las funciones básicas para mantener su existencia, por lo tanto, la interrupción de este hecho, es un asesinato, o una condena a la pena muerte premeditada.


    Otro tema diferente es en los tres supuestos que recoge el Código penal, es decir, eue el embarazo suponga un grave peligro para la vida o por la salud física o psíquica de la mujer embarazada, que el embarazo sea consecuencia de una violación, o que se suponga que el feto tendrá que nacer con graves taras físicas o psíquicas. Este es un tema totalmente diferente de debate como podría serlo la donación de órganos para salvar la vida de otro ser humano, o incluso, si queremos ir más lejos, el sacrificio de la propia vida, para salvar la de un ser querido.

    Mi pregunta es, si la Unión Europea aboga como requisito por la abolición de la pena de muerte como requisito para entrar en el club, ¿de qué club han salido las mentes que dignifican la pena de muerte o el asesinato de un ser que es considerado vida desde su concepción?. Me parece una HIPOCRESÍA TOTAL, y uno de los muchos absurdos de un club de mentes dementes.

  10. #70
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    Re: La pena de muerte

    Los tres supuestos son pretextos estúpidos para que se cuele el aborto y se aleguen esas razones en muchos casos aunque no sea verdad. Cuántos casos ha habido de madres que como verdaderas madres que son han preferido arriesgar su vida para dar a su hijo la oportunidad de nacer (y en muchos casos la alarma resultó injustificada porque luego no pasó nada). En cuanto a justificar el aborto alegando que el embarazo es fruto de una violación, no me canso de repetir que es una barbaridad, una salvajada y una impresentable falacia condenar al inocente en vez de al culpable. Al violador que le caiga todo el peso de la ley por su gran fechoría. Pero ¿matar a una criatura que no es culpable de nada? Es como condenar a la víctima de un robo en vez de al ladrón. Y con lo de las taras físicas o psíquicas se priva de la vida a muchas personas que aunque imperfectas pueden vivir perfectamente y ser plenamente felices. E incluso muchos que padecen el síndrome de Down, que de por sí no significa ser tonto necesariamente (y si lo fuera, ¿qué? ¿No es mejor ser poco inteligente --y tener menos malicia por tanto-- y estar vivo que condenarlos a muerte porque sí?) y viven perfectamente bien (lo que pasa es que hay gente muy egoísta que no quiere hacerse cargo de ellos, o que le da vergüenza de ellos). Es eugenesia pura y dura, que tanto les gustaba a los nazis.
    Esteban y ReynoDeGranada dieron el Víctor.

  11. #71
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    Re: La pena de muerte

    La pena de muerte en España, los debates conexos con ella, la postura oficial de los Gobiernos, la opinión pública, y todo lo que se relaciona con este tema, es el resultado de un proceso enorme de contradicción en el seno de la sociedad española. La ciudadanía vive en una perpetua contradicción, y desde hace tiempo.

    Las contradicciones de las sociedades afloran en cuanto surgen hechos determinantes que ponen de manifiesto las verdades existentes que, o bien se quieren ignorar por la misma sociedad, o bien son “patatas calientes” que nadie quiere gestionar, para lo cual se tapan y meten debajo de la alfombra, a fin de que no molesten.
    Es el reinado de lo políticamente correcto.
    Nuestra sociedad, mayoritariamente al parecer -ya veríamos si hubiese un referendum libre sobre el tema- rechaza de plano la pena de muerte. También la cadena perpetua que tienen todos los países europeos. Los juristas sabemos que en el Código Penal franquista de 1964 existía la “reclusión mayor a muerte”; sin embargo, al acabar la etapa de la dictadura existían en las cárceles españolas algunos condenados a esta última pena que ya NO SE EJECUTABA en aquellas calendas, y me estoy refiriendo a reos de derecho común. Se les mantenía en la cárcel en una especie de “sine die”. Ya entonces no estaba “bien visto” por la sociedad la aplicación de la pena capital.
    Lo que ocurre es que, una colectividad que así piensa y actúa, puede encontrarse con que de repente el problema le estalla entre las manos: aparecen los excarcelamientos provocados por una Sentencia de un Tribunal Internacional - doctrina Parot-, en la que el Estado español se ve obligado a soltar a docenas de asesinos con crímenes horrendos a sus espaldas, que aún no acabaron de cumplir sus condenas, dando paso al griterío, la protesta, la disconformidad , las manifestaciones callejeras, la pancarta, el ataque el Gobierno de turno -faltaría más-, pues es obvio que tiene que haber una cabeza de turco. Nadie está de acuerdo en estas excarcelaciones. En resumen, lo que estamos viendo desde hace semanas en nuestro país, con motivo de la puesta en libertad de este colectivo de asesinos. Tanto sean terroristas como reos de asesinatos/violaciones.
    Antes de pasar adelante, se debe significar el impacto negativo que tiene este tema nacional de España en el extranjero. Los países democráticos de nuestro entorno, que se protegen de estas barbaridades en su normativa o bien con la pena capital (USA) , o la cadena perpetua (Reino Unido, Alemania) se echan las manos a la cabeza cuando observan la diligencia escrupulosa con que el Estado español libera a esta gente. No hay que olvidar que la segunda de las medidas citada: la cadena perpetua, la derecha que gobierna no se atreve a implantarla sino es en su modalidad “revisable”, un invento que todos sabemos lo que significa: un cuento chino contado a los que buenamente se lo crean. Aún así, la izquierda protesta duramente contra esta modalidad de cadena perpetua -que nunca entrará en vigor de manera seria y eficaz-, haciendonos recordar que el PSOE y su acólito IU, se opusieron año tras año a que terroristas y violadores cumplieran integramente sus condenas. Tuvo que llegar al poder la derecha de Aznar para que a estos asesinos se les aplicase un plus de pena privativa de libertad (30 años). El PSOE e IU defendían a terroristas y delincuentes arguyendo -naturalmente a favor de ellos- que para el cumplimiento de las penas eran iguales en la Constitución al resto de la ciudadanía, y que no se podía incrementar el castigo a terroristas y violadores. Curiosa teoría esta, referida a asesinos-violadores que choca frontalmente con el pensamiento feminista, tan querido de la izquierda. Una muestra más de lo que decimos más arriba: la contradicción está presente en todas las posturas asumidas por la sociedad sobre el tema que nos ocupa.

    A día de hoy, la gran preocupación de la ciudadanía es si Ricart se va a vivir a Córdoba o a Gerona, o a Bollullos del Condado; y que ¿cuidadito!: a ver que va a pasar, tiene al país atormentado. Ahora resulta que nadie quiere convivir con este individuo.
    Sin embargo, millones -hablo de millones de ciudadanos, no de miles- de los que ahora vociferan, cuando fué condenado en su día junto con otros dos compinches, se horrorizarían y se opondrían a que se les pudiese ejecutar, ni mucho menos condenarlos a cadena perpetua. La prensa -una de las culpables de esta situación, sobre todo los media relacionados con la izquierda-, jalea esto: “¡cuidado, que viene Ricart¡”. Pues claro, ahora y efectivamente, el Sr. Ricart viene y va a donde le da la gana, porque está vivo, y se traslada a donde quiere , cosa que no haría sencillamente y por poner un ejemplo, en USA, donde el citado no existiría físicamente, puesto que el Estado norteamericano lo habría borrado de su censo mediante sus leyes penales; o bien en otros Estados USA estaría en cadena perpetua hasta su vejez y fallecimiento, naturalmente dentro de la prisión correspondiente. Es decir: fuera de circulación.

    No hay que olvidar que el Reino Unido ya se ha negado a ejecutar sentencias de este cariz provinientes del mismo Tribunal europeo, alegando problema de Orden Público. Esto es, se acata la sentencia pero el estado inglés no la cumple. Da risa pensar que cualquier Gobierno de España se plantase de este modo.
    Por todo ello es obligado señalar: A) cualquiera de estos delincuentes, no existirían físicamente en más de 50 países que tienen prevista la pena capital en su ordenamiento jurídico, o estarían en cadena perpetua. No habría ninguna alarma ciudadana. B) Como la mayoría de la ciudadanía de este país, -no creo en una proporción abrumadora, pero sí que supera el 50%- se siente muy democrática poniendo a un asesino y violador -caso de el de la niña Olga Sangrador- a vivir por cuenta del Estado y del contribuyente durante unos años, pero sin aplicar al mismo idéntica receta que el aludido suministró a su víctima, nos encontramos con los expectáculos grotescos que se observan y que con cierta fruición, nos relata la prensa cotidiana. C) En esta ceremonia de la confusión colaboran evidentemente los Jueces, la Prensa, los políticos que sacan pecho -”no hay más remedio que cumplir con la sentencia del Tribunal internacional”, etc, etc, - y sobre todo colabora la pobre y repulsiva actuación de la ciudadanía, vociferando sobre un tema en el que a cualquiera de los que más gritan, si se le pide en el acto que firme una declaración para la implantación de la pena de muerte o cadena perpetua, se negará de plano: Oiga, Vd. que se ha creído, yo soy un demócrata. Gritar, chillar y vociferar les parece muy bien, -ya han cumplido como demócratas- pero luego al que te saca las tripas y te mata, hay que cuidarlo con cargo al contribuyente. Y ojo con tocarle un pelo.

    Esta enrevesada y esquizoide forma de pensar y de encarar la vida, lleva a la conclusión de que, por desgracia, la única cabeza de turco existente, es la propia ciudadanía española. Ni partidaria de la pena capital, ni de la cadena perpetua. Pero protesta si a los delincuentes que la merecen, andan sueltos por la calle. ¡Cuidado que viene Ricart!
    Si a unos asesinos como los citados antes -por poner un ejemplo-, todo lo que la sociedad exige que se haga con ellos, es que vivan y coman, alojados con cargo al presupuesto público durante unos años, cobrando inclusive un subsidio de paro al abandonar la prisión, ello se contradice flagrantemente cuando esta misma sociedad cuestiona y protesta porque esta gente pueda venir a vivir a su pueblo, debido a que los criminales han sido excarcelados por normas de obligado cumplimiento para el Estado.

    Tal colectividad humana, que vive en una perpetua contradicción, es la única responsable de las Leyes que tenemos para casos graves como estos, como antes quedó expuesto. A los Partidos políticos, a los políticos, legisladores, Parlamento, etc, no los eligen, que sepamos, gentes que proceden de la Luna. Los eligen los mismos que protestan ahora, pero que igualmente protestan y se oponen a las soluciones contundentes para que esto no ocurra.
    JEEP

  12. #72
    Avatar de Alejandro Farnesio
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    Re: La pena de muerte

    Me hace gracia lo que dices de los nazis. Resulta que el otro día un tío respondió a una publicació de una amiga que tenemos en común y me dijo directamente que "mi estupidez, además de innata, debe ser vocacional". Pues bien, resulta que el tío se declara nacionalsindicalista, nacionalsocialista, católico, intolerante y antidemócrata y, sin embargo, es seguidor de Bergoglio. Llama a Mandela terrorista racial y, acto seguido, pone frases de Goebbels.

    Luego, tiene un lenguaje muy rico que incluye palabras como hijos de puta, rojos, cabrones, etc...; blasfema y además lo hace con faltas de ortografía, porque escribe ostia, en vez de hostia (si es que se refiere a la Sagrada Forma y no al puerto italiano de Ostia), sube fotos obscenas de mujeres en cuero y sostiene que los hombres son naturalmente unos salidos y que el que no esté salido es que tiene un problema. El problema es que la basura humana como él hacen un daño terrible al catolicismo.

    Que me expliquen a mí cómo es posible declararse seguidor de Hitler y, acto seguido, decir que es católico. Se nota que está tarado, pero lo peor es que escribe extensas parrafadas (llenas de faltas de ortografía como es propio en él) sobre interpretaciones libres que hace de las Sagradas Escrituras.

    Lo digo todo esto, porque me parece un tema muy grave que a los católicos nos hace muchísimo daño de cara al exterior y tiene que ver con lo que decían de que la gente considera que tanto los falangistas como los carlistas son nazis y no saben diferenciar entre una cosa y la otra.

    ¡VIVA ESPAÑA! ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA LA HISPANIDAD!
    ¡VIVA ESPAÑA! ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA LA HISPANIDAD!

    "Dulce et decorum est pro patria mori" (Horacio).

    "Al rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el Honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios" (Calderón de la Barca).

  13. #73
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    Re: La pena de muerte

    Los postulados en contra de la Pena de Muerte argumentan que estudios realizados tanto en los EE.UU como en Canadá, por poner un ejemplo, no avalan las teorías de que la condena sea disuasoria contra determinada delincuencia y proteja a la sociedad, y además, avalan su idea de que la pena de muerte embrutece a la sociedad, y es más dolosa que el homicidio o asesinato en sí, ya que terminan deshumanizando y desensibilizando tanto a los que condenan, como a los que ejecutan la sentencia, y a su vez, a los que la toleran, además de se convierte en un proceso irreversible que representa para el condenado el más severo de los castigos conocidos y quita toda posibilidad de redención al condenado que comete un crimen, convirtiéndose en acto judicial que no imparte justicia, si no venganza.

    Realmente, estos postulados carecen de valor cuando se alude a la terminología de determinados actos como pueden ser los cometidos por determinados individuos a los que recientemente un Tribunal Europeo ha sido favorable en el ideal de poner en libertad, gracias a la hipocresía de todos aquéllos que hasta hoy, no han hecho nada para que la justicia sea realmente efectiva, después de tantos años de demagoga democracia y embaucadora libertad, y luego lloran y limpian sus lágrimas de cocodrilo en las sayas de quienes han sufrido la injusticia de todos aquellos a los que en su momento, se les dio la oportunidad de arrepentirse de sus crímenes, y no lo han hecho.

    No se trata de disuadir a nadie, este es otro error argumental, pues sería válido para toda aquella delincuencia que se desata en determinados núcleos urbanos por mafias de droga o crímenes relacionados con la misma, pues estamos hablando de asesinatos premeditados y crueles efectuados con la mayor de las sañas posibles, y sin detenerse ni un solo instante a valorar ni los daños colaterales, por llamarlos de alguna manera que puede no ser, (y de hecho, no lo es la más acertada, por lo que pido perdón) ni las consecuencias, y además, se les ha indultado burdamente, y siguen sin arrepentirse de sus actos, lo cual demuestra la falta de coherencia de los postulados en relación con la reversibilidad redentora del condenado ahora libre.

    Otro error, es cuando se argumenta de que no se imparte justicia, si no venganza. Yo, personalmente, estaría de acuerdo con esto último, es decir, sobre la venganza, si una vez asesinado un familiar mío, se me permitiera tomar la justicia vengativa por mi mano diestra, y también la siniestra, ya que desde luego, puedo asegurar que el condenado, pediría la pena de muerte hasta diez mil veces, antes de que se hiciera efectiva. Y después, seguramente, apelaría a la posibilidad de redención al único que puede darla, Dios. El no darme esa posibilidad de la que hablo, sería hacer justicia. Llegados a este punto, también es cierto que Dios es el único que puede dar y quitar la vida, pero no lo es menos que un hombre capacitado de coherencia y sabiduría, de integridad humana y moral, sabedor y conocedor de la justicia tanto divina como terrenal, pueda juzgar un acto maldito por el propio Dios argumentado en uno de sus mandamientos, y convertirse en brazo ejecutor de su justicia divina. No olvidemos, además, que una ley de la propia física dice que a toda acción corresponde una reacción de igual magnitud pero de sentido inverso, y el aplicar este concepto sobre el tema de ejecutar una sentencia sumaria a muerte, es lo mismo, o debería serlo, que matar una rata que pretende morder a un niño. Es la reacción a la acción. Lo mismo debe ocurrir, por regla general, en sentido inverso, si haces el bien. Yo, personalmente, votaría SI, a la Pena de Muerte para determinados casos, aunque posiblemente lo más justo fuera una cadena perpetua sin lugar a redención de ningún tipo, en el más profundo de los agujeros y olvidado para siempre de la sociedad, aislado con los propios pensamientos que para un criminal de cierta envergadura, deben ser peor incluso que la muerte. El problema, es que luego vendría un gobernante progre y haría lo que mejor sabe hacer…democracia liberal, pero a su manera.

  14. #74
    Avatar de Mexispano
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    Re: La pena de muerte

    5 de agosto de 2018

    PENA DE MUERTE






    Como ya lo he expresado aquí y en otras partes, yo siempre he tenido dudas sobre la legitimidad de la elección de Jorge Mario Bergoglio al solio pontificio; un amigo sin embargo me corrigió, y creo que tiene razón: pese a que sus acciones puedan considerarse, --muchas de ellas-- como ambiguas o abiertamente nocivas o contrarias a la doctrina de la Iglesia, eso no quiere decir que no haya sido designado con intervención del Espíritu Santo; después de todo, Dios puede remitir castigos, y quizá el argentino sea lo que es necesario o está destinado a provocar un periodo de tribulaciones, que, por otro lado, está escrito que debe suceder.

    Bergoglio no es un hombre de fe, al menos no en el sentido de Papas como San Gregorio Magno, San Pío V, San Pío X, León XIII, San Juan XXIII, San Juan Pablo II o Benedicto XVI, además de que carece de la adecuada formación teológica y cultural de sus antecesores; pero, por el contrario, es alguien formado en el esquema político de Argentina, dominado por la personalidad, ideas y mañas, de Juan Domingo Perón desde los años 30 del pasado siglo. Para Bergoglio, la Iglesia es un espacio para hacer política, y el Cristianismo en sí, es una ideología, centrada sobre todo, en temas sociales, tomados un tanto de la Teología de la Liberación, pero también de una interpretación muy restringida y materialista de la doctrina de Cristo. No es de extrañarse, el bonaerense estudió en el seminario en los años sesenta, en pleno auge del Marxismo y bajo el gobierno (nefasto) de Pedro Arrupe --hombre perturbado por sus experiencias en el Japón de la Segunda Guerra Mundial, en especial el bombardeo atómico de Hiroshima, y contaminado por los cultos orientales-- en la Compañía de Jesús.

    En esto, no es el primero ni el último: los Papas del llamado Siglo de Hierro en la Alta Edad Media, y muchos de los Renacentistas tenían una gran tendencia política, o fueron instrumento de intereses políticos y económicos, antes que realmente una comprensión plena de la fe religiosa; pero había una diferencia: respetaron la doctrina a la que no alteraron ni un ápice, pues siempre comprendieron que la misma no era de su propiedad ni la podían alterar conforme a su voluntad. No sucede lo mismo con Francisco I. Lo que acaba de hacer, de reformar el Catecismo para considerar como inadmisible a la Pena de Muerte sienta un precedente muy grave y voy a explicar por qué, desde mis reducidos conocimientos teológicos, pero también desde el sentido común:

    En primer lugar, porque la doctrina cristiana no puede ser reformada a voluntad por el Papa, concebido éste como un gobernante absoluto que puede modificarla por decreto, más cuando el papel del Romano Pontífice debe ser la conservación y confirmación en la fe de sus hermanos, es por tanto, un guardián de la doctrina revelada u obtenida de las Escrituras, la Tradición y el Magisterio. En cambio, la Ley Canónica puede ser reformada, como todo Derecho Positivo, pero no el Derecho Natural ni la doctrina de fe enseñada por la Iglesia, y previamente incluso, por el Judaísmo bíblico veterotestamentario. Como es sabido, desde el Antiguo Testamento se contiene con innumerables casos y pasajes en los que se legitima la pena de muerte, cuando no es puesta en boca del mismo Dios la condena a aquellos que incurren en faltas muy graves contra la Ley Divina y la Ley Natural. Ya en el Nuevo Testamento, el propio Jesús reconoce la autoridad dada de lo alto a Pilato para condenar a muerte incluso, y ya en la cruz, el Buen Ladrón, del cual, la tradición recuerda el nombre de Dimas, reconoce estar sufriendo la crucifixión con justicia, y al arrepentirse ante Cristo, éste le promete el paraíso, mas no lo salva del suplicio, pues, en Justicia, debía pagar por sus crímenes, que, para merecer la muerte de cruz, no debían ser simples hurtos --considerados por los Romanos como meras faltas civiles indemnizables-- sino probablemente violentos y graves.

    En todo caso, podría alegarse cómo Dios evita que Caín sea eliminado tras haber asesinado a Abel su hermano, imponiéndole una marca, sin embargo, no deja al agricultor libre de castigo y penitencia, queda marginado de la sociedad y su simiente tenderá a ser perversa y se extinguirá con el Diluvio, salvándose Noé, descendiente de Seth, el tercero de los hijos de Adán.

    A mayor abundamiento, el magisterio de la Iglesia ha sido abundante en tratar el tema de la Pena de Muerte y su licitud moral, sobre el que han tratado mentes privilegiadas como Santo Tomás de Aquino, Juan de Mariana o Francisco de Suárez. Pero tal parece que el jesuita lo desconoce o se lo brinca olímpicamente, y aquí algunas citas, tomadas de "Infocatólica" y "Dignare Me":



    ¿Es la pena de muerte contraria al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia?

    La Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia, el magisterio eclesial y los Doctores de la Iglesia siempre han considerado la pena de muerte como una posibilidad justa y lícita en algunas ocasiones, que puede incluso llegar a ser un deber para el Estado en ciertas circunstancias. Asimismo, resulta difícil tomar en serio la afirmación de que todos los papas, teólogos y santos anteriores tenían una “mentalidad más legalista que cristiana". Tampoco se entiende en qué sentido “crece” la doctrina cuando se afirma lo contrario de lo que ha afirmado siempre la Iglesia.



    Nuevo Testamento:

    “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios, pues la autoridad es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal” (Rm 13,1-4)

    “Si he cometido alguna injusticia o crimen digno de muerte, no rehuso morir” (Hch 25,11)

    "Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» Respondió Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado" (Jn 19, 10-11)

    “Pero el otro [malhechor] le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros la sufrimos con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,40-43)


    San Clemente de Alejandría:

    “Por la salud del cuerpo soportamos hacernos amputar y cauterizar, y aquel que suministra estos remedios es llamado médico, salvador; él amputa algunas partes del cuerpo para que no se enfermen las partes sanas; no es por rencor o maldad hacia el paciente sino según la razón del arte que le sugiere y nadie, por lo tanto, acusaría de maldad al médico por su arte. […] Cuando [la ley] ve a alguien de tal modo que parezca incurable, viéndolo ir por el camino de la extrema injusticia, entonces se preocupa de los otros para que no vayan a la perdición por obra de aquel, y como cortando una parte del cuerpo entero lo manda a la muerte” (San Clemente, Stromata)


    San Agustín:

    “Hay algunas excepciones, sin embargo, a la prohibición de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas excepciones quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte como la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso, quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes” (San Agustín, La Ciudad de Dios, lib. I, c. 21)

    “Algunos hombres grandes y santos, que sabían muy bien que esta muerte que separa el alma del cuerpo no se debe temer; sin embargo, según el parecer de aquellos que la temen, castigaron con la pena de muerte algunos pecados, bien para infundir saludable temor a los vivientes, o porque no dañaría la muerte a los que con ella eran castigados, sino el pecado que podría agravarse si viviesen. No juzgaban desconsideradamente aquellos a quienes el mismo Dios había concedido un tal juicio. De esto depende que Elías mató a muchos, bien con la propia mano, o bien con el fuego, fruto de la impetración divina; lo cual hicieron también otros muchos excelentes y santos varones no inconsideradamente, sino con el mejor espíritu, para atender a las cosas humanas” (San Agustín, El Sermón de la Montaña, c. 20, n. 64).


    Santo Tomás de Aquino:

    Santo Tomás de Aquino“Se prohíbe en el decálogo el homicidio en cuanto implica una injuria, y, así entendido, el precepto contiene la misma razón de la justicia. La ley humana no puede autorizar que lícitamente se dé muerte a un hombre indebidamente. Pero matar a los malhechores, a los enemigos de la república, eso no es cosa indebida. Por tanto, no es contrario al precepto del decálogo, ni tal muerte es el homicidio que se prohíbe en el precepto del decálogo” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q.100, a.8, ad 3).

    “Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1Co 5,6, un poco de levadura corrompe a toda la masa” (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q.64, a.2)

    “Esta clase de pecadores, de quienes se supone que son más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a la vida de una persona privada” (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q.25, a.6, ad 2)


    San Alfonso María de Ligorio:

    “DUDA II: Si, y en qué manera, es lícito matar a un malhechor.

    Más allá de la legítima defensa, nadie excepto la autoridad pública puede hacerlo lícitamente, y en este caso sólo si se ha respetado el orden de la ley […] A la autoridad pública se ha dado la potestad de matar a los malhechores, no injustamente, dado que es necesario para la defensa del bien común” (San Alfonso María de Ligorio, Theologia Moralis)

    “Es lícito que un hombre sea ejecutado por las autoridades públicas. Hasta es un deber de los príncipes y jueces condenar a la muerte a los que lo merecen, y es el deber de los oficiales de justicia ejecutar la sentencia; es Dios mismo que quiere que sean castigados” (San Alfonso María de Ligorio, Instrucciones para el pueblo)


    Catecismo de Trento:

    “Otra forma de matar lícitamente pertenece a las autoridades civiles, a las que se confía el poder de la vida y de la muerte, mediante la aplicación legal y ordenada del castigo de los culpables y la protección de los inocentes. El uso justo de este poder, lejos de ser un crimen de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el asesinato”.


    Catecismo de San Pío X:

    “¿Hay casos en que es lícito quitar la vida al prójimo? Es lícito quitar la vida al prójimo cuando se combate en guerra justa, cuando se ejecuta por orden de la autoridad suprema la condenación a muerte en pena de un delito y, finamente, en caso de necesaria y legítima defensa de la vida contra un injusto agresor” (Catecismo de San Pío X, 415)


    Inocencio III: Exigió a los herejes valdenses que reconocieran, como parte de la fe católica, que:

    “El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente sino con la solicitud debida” (DS 795/425, citado por Avery Dulles, Catholicism and Capital Punishment)


    León XIII:

    “Es un hecho común que las leyes divinas, tanto la que se ha propuesto con la luz de la razón tanto la que se promulgó con la escritura divinamente inspirada, prohíben a cualquiera, de modo absoluto, de matar o herir un hombre en ausencia de una razón pública justa, a menos que se vea obligado por necesidad de defender la propia vida” (León XIII, Encíclica Pastoralis Oficii, 12 de septiembre de 1881)


    Pío XII:

    “Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida” (Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, n. 28, 13 de septiembre de 1952)


    Juan Pablo II:

    “Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo” (Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, n. 56, 25 de marzo de 1995)


    Catecismo de la Iglesia Católica:

    “A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable. La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2266-2267).

    Podrían citarse cientos de testimonios más en el mismo sentido de Padres de la Iglesia, documentos magisteriales, grandes teólogos y santos, como por ejemplo San Juan Cristóstomo, San Gregorio Nacianceno, San Efrén, San Ambrosio, San Hilario, San Roberto Belarmino, San Pío V, Pío XI, Inocencio I, San Dámaso, San Bernardo, San Jerónimo, Santo Tomás Moro, San Francisco de Borja, San Francisco de Sales, Francisco de Vitoria, San Felipe Neri, Francisco Suárez, Beato Duns Scoto y un larguísimo etcétera.



    A mi modo de ver, Francisco I lo hace en primer término por cuestión ideológica que coloca por encima de todo este Magisterio bimilenario: para la Izquierda Progresista, nadie es culpable ni responsable de sus acciones, el responsable siempre será el sistema, al final encarnado en el Estado: para Freud, todos actuamos de una manera determinada por haber sido condicionado a ellos por nuestros padres, volviendo a un ejemplo famoso y del que ya hablé hace poco: en la serie biográfica sobre el cantante Luis Miguel, se pretende decir que si éste ha sido un promiscuo y un padre desobligado es culpa de su padre Luis Rey que de alguna manera "lo traumó" para ser así, para nada de una decisión personal tomada por el intérprete en su vida personal en que eligió el hedonismo y rehuir las responsabilidades; para el Marxismo, el delincuente lo hace por ser una víctima del sistema injusto, por eso, no merece castigo, él mismo es alguien que sufre opresión y se rebela contra ella. No puede negarse que hay muchos que se ven impelidos a la vida del crimen por causas externas: la pobreza y la búsqueda de salir de ella, una deficiente educación moral, también... ¿pero qué pasa cuando tenemos los casos de un John Wayne Gacy o Ted Bundy, probablemente entre los hombres más perversos que han pisado el planeta y ambos ejecutados por la justicia estadounidense?

    Bundy, por ejemplo, violó y asesinó a 30 mujeres según lo reconoció --aunque hay tesis que aseguran que probablemente mató a cientos de jóvenes-- y hasta practicó actos de necrofilia con sus cadáveres, y de los análisis psiquiátricos que se hicieron de él no se encontró ninguna perturbación mental, ni tampoco, de sus antecedentes se desprendía haber sufrido abuso o experiencias traumáticas; era un niño rico y mimado, querido por sus padres, bastante sociable además y dotado de una enorme inteligencia e incluso, no era carente de empatía como se señala que es un rasgo de la psicosis, pues había colaborado en una línea de atención a potenciales suicidas, logrando salvar muchas vidas con su oportuna intervención y su capacidad de escucha. ¿qué pasó entonces? Bundy era un monstruo por una decisión basada en su esa sí, gigantesca, brutal e inhumana soberbia y su elección consciente del mal. Lo mismo pasó con el Payaso Asesino Gacy, encantador hombre de familia que igualmente escogió el camino de la perversión sin ningún otro motivo que, como dijera Michael Caine en uno de los memorables diálogos de Batman, The Dark Knight, querer ver el mundo arder.

    Bergoglio, por supuesto, comulga con muchas de estas visiones, en que el ser humano, el individuo, es ese "buen salvaje" de Rousseau corrompido por la sociedad y que por tanto, no merece ser castigado con la muerte --el Marqués de Beccaria sería seguidor del filósofo ilustrado suizo-- y buscarse no el castigo, sino la reinserción en la sociedad... de ahí que por ejemplo, en Suecia o Noruega, países "progres" por excelencia, las cárceles parezcan hoteles de lujo, y en Holanda haya disminuido la delincuencia por la legitimación de conductas antisociales como la drogadicción o la promiscuidad sexual en los códigos legales.

    Pero también en su decisión hay mucho de oportunismo: al Papa argentino le han estado estallando, en su cara, los escándalos de los abusos sexuales en Irlanda, en Chile y más recientemente en EUA, con el ahora tristemente célebre ex-Cardenal McCarrick y monseñor Farrell, uno de los encubridores del Padre Maciel y después tapadera del texano, así como en Honduras, donde además queda salpicado Maradiaga, todos ellos, figuras cercanas a Bergoglio: así que, qué mejor que desatar un debate en torno al tema de la pena capital, como una cortina de humo que no deje ver las podredumbres de la Curia Vaticana, ganarse el aplauso de los "Progresistas" que ven que el Papa pone a la Iglesia a tono con los "nuevos tiempos" y adopta "una postura más humanista" al tiempo que mantiene a los sectores tradicionalistas ocupados en un debate que tiene mucho de Bizantino, (Lo dicho, nuestra situación está muy similar a la caída definitiva del Imperio Romano en 1453; perdemos el tiempo en discutir sobre los géneros y otras estupideces, con el Islam a las puertas) antes que enfrentar a los verdaderos problemas, ante los que, la verdad, parece que el pontífice no tiene idea de cómo abordarlos ni resolverlos.

    Además de esto, como dije, sienta un precedente muy grave: si el Papa pretende cambiar la postura de la Iglesia ante un tema como éste, ¿no lo puede hacer en cuanto al matrimonio? ¿sobre la homosexualidad? ¿anticonceptivos? etc. Esto es dar entrada al Modernismo, mismo que fue condenado por el Papa San Pío X quien lo catalogó como "la cloaca en la que desembocan todas las herejías" y que consiste en decir que la fe cambia según los tiempos, y que es señalado como la mayor de las consecuencias negativas del Concilio Vaticano II: las reformas implementadas en éste, parecieron abrir la puerta a que se considerase que la Iglesia y su doctrina deben cambiar según la época, y si bien, no se puede decir que dicho sínodo tenga algo de heterodoxia en el fondo, en las formas, como en el caso de la Liturgia, y en la percepción que tuvo el mundo del mismo, así como la desafortunada expresión de San Juan XXIII del aggiornamento o "puesta al día" y de "abrir las ventanas" generó esa impresión. No en balde, Pablo VI diría después que se abrieron grietas por las que se coló el humo de Satanás en la Iglesia.

    La idea de que los contenidos doctrinales de la fe pueden ser actualizados o modificados a tono con las modas, formas e ideologías imperantes en cada época, partiendo de la idea del progreso, o de que cada época supera y es mejor a la anterior, es enormemente perniciosa, ¿porqué? porque reduce el Cristianismo a un fenómeno meramente humano y pretende enmendarle la plana a Jesucristo como diciendo que, "hace 2,000 años las cosas eran diferentes y Jesús habló a los habitantes del Imperio Romano de esa época, pero ahora hay que adaptarlo a nuestro mundo actual porque somos mejores que los Judíos y Romanos de ese periodo." No en balde, es una postura que ha ido erosionando la fe y que ha hecho que muchísimas personas dejen de creer porque ven a la Iglesia como un negocio cuyas ideas y posturas cambian según la conveniencia. En contraste, el Islam --guardando las distancias, porque no es la religión verdadera y además contiene un fuerte mensaje político imperial inaplicable al Cristianismo-- se encuentra de nuevo en auge gracias a que se mantiene firme en sus contenidos y se predica un retorno a sus bases predicadas por Mahoma y los primeros califas en los siglos VII y VIII. No en balde, los Califas Otomanos, a partir de finales del siglo XVIII fueron los que intentaron aggiornarlo, precisamente con una serie de reformas denominadas Tazimaat que quiere decir igualmente "puesta al día", sus intentos fracasaron pues provocaron el alzamiento del Wahabismo/Salafismo en la península arábiga y el cada vez mayor ascenso de la Casa de Saud, el aceleramiento de dichas reformas con los Jóvenes Turcos impulsaría la Revuelta Árabe, con el apoyo británico y el famoso T.E. Lawrence, durante la Primera Guerra Mundial; finalmente, los regímenes laicos implantados en Turquía, Irak, Siria, Libia, Egipto y otros países como resultado último de ese proceso renovador, o han sido destruidos o se encuentran en peligro tras las Primaveras Árabes y los autogolpes de Erdogán.

    Más cercanos a nosotros, la Iglesia Ortodoxa Oriental hace resurgir al Cristianismo en Rusia, no solamente por el apoyo oficial, algo que siempre se ha dado desde el Cisma de Oriente hacia esa Iglesia, sea por los Césares de Constantinopla, Zares de Rusia, incluso con el Comunismo (Stalin tuvo un funeral ortodoxo y había sido seminarista antes de comunista, e incluso restableció la existencia de capellanes castrenses en el ejército y reconstituyó el Patriarcado de Moscú, suprimido por Pedro el Grande, restablecido tras la caída de Nicolás II y vuelto a suprimir por Lenin) y ahora con Putin, sino que está calando en los jóvenes que encuentran en su inveterada liturgia, su rústica y orante vida monástica y su hermoso arte religioso una ventana al Cielo y un escape de las presiones mundanas, lo que no quita que el Patriarca Kiril use redes sociales, aparezca en TV y conceda entrevistas a los medios, sin tocar ni un punto de la doctrina.

    Pero la gente no lo ve así, de hecho, las acciones y ambigüedades de Francisco I son aceptadas acríticamente, cuando no, hasta aplaudidas por una enorme cantidad de personas, que incluso ven en cada gesto, cada palabra, cada movimiento, un acto inspirado directamente por el Espíritu Santo. Es más y perdóneseme la expresión, que no es irrespetuosa hacia el Romano Pontífice, sino ironizo con esta actitud, parece que consideran que si éste emite una flatulencia, también en ella encuentran santidad y acción del Espíritu, cuando no, de plano, parece que piensan que el Papa, por el mero hecho de serlo, se encuentra en un estado superior al común de los mortales y creen que ni siquiera tiene necesidades fisiológicas. Esto se debe a la llamada Papolatría, un fenómeno que surge tras la pérdida del Papa de los Estados Pontificios con la unificación italiana y el Concilio Vaticano I --concilio que igualmente fue mal llevado por las presiones políticas del momento y el clima de guerra vivido en la península en aquel año, y que quedó inconcluso-- que estableció el Dogma de la Infalibilidad, la aparición de los medios masivos de comunicación al llegar el siglo XX hizo el resto y culminó todo bajo el reinado de San Juan Pablo II.

    Wojtyla cayó en el error de emplear el "culto a la personalidad" como herramienta para su labor pastoral: volvemos, los Papas, como humanos, nacen y crecen dentro de un contexto determinado, y al pontífice polaco le tocó conocer tanto el régimen nazi en la Polonia ocupada, como el comunismo bajo el sometimiento de su patria a Moscú en la posguerra. El Papa polaco ejerció el papado como todo un rockstar, basado en su carisma personal y sus dotes histriónicas, aunque él contaba con una gran cultura y sólida formación filosófica --desgraciadamente alejado del Tomismo, pues más bien era partidario de la Fenomenología de Husserl--, que le impidió alejarse de la doctrina, aunque cometió errores que, a tono con el Vaticano II, fueron degradando la percepción de solidez de la Fe Católica, como el Encuentro de Asís entre líderes religiosos o el polémico beso al Corán.

    De esta forma, en la percepción de la gente el Papa quedó al centro de la Iglesia y no Cristo, el Papa se convirtió en representante de éste como, en el budismo, el Dalai Lama lo es de Buda (donde es visto como la reencarnación del filósofo hindú Siddartha Gautama) y su actuación queda exenta de crítica. Cuestionar acciones, gestos o medidas tomadas por el pontífice son signos de no estar en comunión con la Iglesia o de falta de respeto. No es así: durante la Edad Media, pese al enorme poder temporal que ejercieron los Papas, abundaron las representaciones artísticas de Papas ardiendo en el infierno y el propio Dante Alighieri coloca a varios pontífices en sus llamas en las páginas de su inmortal Comedia, y esto sin que nadie cuestionara la fe del escritor florentino ni la Inquisición --según la leyenda negra-- les quemara tanto al poeta como a ilustradores, escultores y pintores por herejes, porque en aquel entonces, todo mundo tenía claro que el Papa, al igual que un Rey o un Emperador, era un humano que ejercía una potestad, un oficio, que era ser la cabeza visible de la Iglesia; ni siquiera se decía que era el "Vicario de Cristo" o "representante de Dios en la Tierra", era referido como el "Vicario de Pedro" y quien tenía, en el plano humano, que dirigir la Iglesia y la misión de confirmar en la fe a los creyentes, su función era por tanto de dirección y guía, y podía humanamente equivocarse, tener pecados o causar hasta escándalos, salvo en circunstancias especiales donde podía actuar bajo la inspiración del Espíritu Santo y ser infalible, lo que luego fue finalmente reconocido de manera oficial por el Concilio Vaticano I con Pío IX, aunque este dogma ha sido de los peor entendidos por los fieles, si no el peor.

    De este modo, a las personas les importa un bledo lo que diga el Magisterio, con un criterio simplista, que igualmente se aplica actualmente respecto a la legislación que emite el Estado, el que se convierte en el supremo referente de lo bueno y lo malo, y que con la emisión de leyes y decretos zanja todas las cuestiones, lo que diga el Papa es Ley inmutable... hasta que llegue el siguiente Papa.

    Pero, esto lo mantienen con curiosos matices: resulta que esto sólo aplica a los Papas post-conciliares, de San Juan XXIII a la fecha, los anteriores no, son incluso, percibidos un tanto, como "Papas malos", amantes del lujo por los ornamentos y tiaras tradicionales, metidos en la política e intereses de poder según lo narra la leyenda negra sobre el Renacimiento y la Edad Media, y violentos y bélicos, contrarios al Evangelio visto con ojos pacifistas, por las Cruzadas y la Batalla de Lepanto. Esto se debe a la mentalidad democrática y el culto a la igualdad, que aplaudió la renuncia a la tiara que hizo Pablo VI y la supresión del mismo tocado como mueble heráldico en el escudo papal con Benedicto XVI, lo mismo que el rechazo a los ornamentos tradicionales hecho por Francisco I desde su elección al salir al balcón.

    En la mentalidad actual, no caben jerarquías ni símbolos de autoridad, sino lo vulgar y el plebeyismo, se rechaza la silla gestatoria a la vez que se rechaza que exista un avión presidencial, pero eso sí, la gente sueña con vestir Hugo Boss y manejar un Ferrari, que la humildad la sigan otros, en particular las autoridades, que yo no.

    Además de esto, Francisco I ha hablado con el lenguaje del sentimentalismo; desde el Vaticano II, se adoptó por la Iglesia un lenguaje ampuloso, lleno de cursilerías y eufemismos, así, podemos ver en documentos, no solamente de la época actual de Bergoglio, quizá con la excepción de Ratzinger, con quien sí se usó un lenguaje culto, y a la vez directo y veraz, también en los papados de Wojtyla o Montini, expresiones tales como casa común para referirse a la Tierra, mesa del señor o banquete, para referirse a la misa y despojarla de su sentido sacrificial y convertirla en un acontecimiento festivo, cuando no es si no una nueva pasión y muerte de Cristo renovada de forma incruenta en el altar y bajo dos especies que son accidentes de la sustancia divina, pecado social para referirse a las injusticias, y éstos son apenas unos cuantos ejemplos.

    Pero sobre todo, la concepción de la misericordia divina como licencia y permiso al libertinaje, se rebaja al amor divino a la mera concepción del amor humano como mero sentimiento o emoción; sin embargo, si uno lee la Biblia uno no encuentra muchos sentimientos, más allá de que Jesús llora por la muerte de su amigo Lázaro, o la desesperación en Getsemaní, pero por lo demás, el amor de Dios está lejos de ser sentimental o emocional. El mismo Dios severo del Antiguo Testamento reaparece en el Apocalipsis, que no se olvide ese detalle.

    Hoy en día, sin embargo, el sentimentalismo lo empapa todo, no la razón, sino la emoción, la razón debe controlar las emociones, se repite una y otra vez, señalando la importancia de la "inteligencia emocional", pero en realidad se predica lo contrario. "Haz lo que sientes", "escoge lo que te haga feliz", etc. Ante ese clima, el cerebral, discreto y estudioso Joseph Ratzinger no llegó a conectar totalmente con las grandes masas de la feligresía, pero sí con el pachanguero y ramplón Bergoglio, elegido como una especie de operación de relaciones públicas para esquivar las críticas.

    Ahora bien, y siguiendo con ese lenguaje ambiguo y melifluo que ha sido la tónica desde los sesenta para acá, la modificación del catecismo emplea la palabra "inadmisible" pero no tilda de injusta a la Pena de Muerte. Nuevamente, las ambigüedades para no subirse a un debate complejo y no sencillo, pero son las ambigüedades, y no los pronunciamientos directos, los que generan los problemas y pueden tener consecuencias graves.

    La realidad sin embargo, está demostrando que se necesita algo más que palabras bonitas y sentimientos amorosos, se necesita acción y la defensa de la tradición y la doctrina. Los gestos, mensajes y reformas en el sentido de hacer una Iglesia más "light", no están trayendo la restauración de la fe ni la "Primavera de la Iglesia" que se pensó tras el Concilio, sino todo lo contrario.

    Y si me preguntan cómo me atrevo a criticar lo hecho o dicho por el Papa, me atrevo porque los católicos no nos quitamos la cabeza en la Iglesia, sólo el sombrero como diría Chesterton, y ejerzo el derecho que han ejercido muchos otros antes, desde San Pablo que reprendió públicamente a San Pedro por seguir a los Judaizantes, San Juan Crisóstomo o San Atanasio que lucharon contra la crisis arriana, tan similar a la actual, o Santa Rita de Casia, o más recientemente Monseñor Lefevbre, quien señaló las inconsistencias del Concilio Vaticano II, aunque quizá después se le pasó la mano. Yo no soy digno de compararme con ellos, ni mucho menos; soy un pecador promedio que sí está preocupado por la deriva de las cosas, y que sigo el ejemplo de no quedarme callado exponiendo mis inquietudes, ante lo visto y oído que no coincide con lo que he alcanzado a estudiar sobre la doctrina de mi fe católica.

    Por supuesto que debemos rezar por el Papa y porque se aclaren las dudas y ambigüedades, pero también porque, en última instancia, se lleve a cabo el plan de Dios, sea éste el que sea, la Iglesia, es sabido, debe pasar por un periodo de tribulación, una pasión como la del redentor; de ella, saldrá purificada y renacida, por ello, no debemos perder la fe ni la esperanza, todo pasará, también esta tormenta, pero la barca de Pedro seguirá navegando hacia adelante.

    Y me importa un bledo si me censuran o me atacan, yo sostengo mi opinión.





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    Fuente:

    EL MUNDO SEGUN YORCH: PENA DE MUERTE

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    Re: La pena de muerte

    Estimado Mexispano:
    Se agradece tu aporte,sobre la pena de muerte, ante la arbitraria, equívoca, y antitradicional opinión de Francisco en esta materia.
    Una aclaración en lo que toca al General Perón, Bergoglio se vinculo relativamente y en muy tibia medida al "neoperonismo" izquierdoso en seguimiento de su política demagógica de lograr la mayor cantidad de seguidores a su persona.
    Pero los que lo conocemos de hace añares sabemos que puntos calza.
    En sus errores, desviaciones y demás yerbas el peronimo -al menos el ortodoxo- no tiene nada que ver, pues para nosotros, el jesuita Bergoglio, siempre estuvo en la vereda de enfrente, y allí sigue estando.
    En definitiva forma parte de lo que el General Perón definía como la Sinarquía e incluso así lo dejo escrito.
    Para que se me entienda, es como si sostuviéramos que Carlos Hugo y sus seguidores son Carlistas.
    Cordiales saludos.
    Mexispano y ReynoDeGranada dieron el Víctor.

  16. #76
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    Re: La pena de muerte

    Cuando la pena de muerte todavía se aplicaba en el Ecuador para asesinos, además de la muerte, la pena también consistía en infamar al asesino, en humillarlo hasta el extremo, en escarmentarlo públicamente. Se les colocaba un sambenito, esa especie de túnica blanca que se observa en la foto -uno de los peores signos de infamia que podía llevar alguien en una sociedad hispano-católica-, a los parricidas (incluye el asesinato de la esposa o hijos) se les manchaba de pintura roja (como la sangre vertida) el mismo, y así se los sacaba a pasear, descalzos por la ciudad en el camino al patíbulo para que pudieran ser afrentados por el público que asistía a la ejecución, la cual se realizaba en una plaza pública, generalmente en la de Santo Domingo en el caso de Quito. La mayoría de ejecuciones eran por fusilamiento, aunque hay registros de haberse realizado algunas por ahorcamiento y otras por garrote vil, es decir, por la rotura del cuello o la destrucción de la base del cráneo con un torniquete, ésta última era considerada la peor de las muertes posibles por la larga tortura que podía significar antes de ocasionarla. Finalmente se colocaba un letrero sobre el ejecutado indicando las razones de la pena para que pudiera ser observado públicamente, el cadáver quedaba expuesto por horas, en varios casos por días, para ejemplerizar a todos:

    《Anacleto Naranjo, natural y vecino de Chimbacalle ha sido condenado a sufrir la pena de muerte por los crímenes de parricidio y asesinato perpetrados en la persona de su esposa legítima Soledad Guamba.》 (Quito, 1869)





    https://www.facebook.com/francisco.nunezdelarco.9
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  17. #77
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    Re: La pena de muerte

    Ultimos Fusilados en Guatemala 1996, Sin Reservas_Guatevision

    CON ESTA EJECUCIÓN SE CONSOLIDA EL SISTEMA DE JUSTICIA, ES UN EJEMPLO DE QUE LA JUSTICIA SÍ FUNCIONA" ESAS FUERON LAS PALABRAS EXACTAS DEL JUEZ GUSTAVO GAITAN, HACE 18 AÑOS CUANDO CUMPLIO LA ORDEN DE PENA DE MUERTE CONTRA DOS CAMPESINOS





    https://www.youtube.com/watch?v=qgzRamb79ls

  18. #78
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    Re: La pena de muerte

    Último fusilamiento legal en Bolivia

    El 5 de noviembre de 1927, fue fusilado Alfredo Jáuregui que fue fusilado por asesinar en 1917 al presidente boliviano general José Manuel Pando expresidente de la República.





    https://www.youtube.com/watch?v=OkM7RQYB7Ik

  19. #79
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    Re: La pena de muerte

    Francisco, San Agustín y la pena de muerte


    Por
    Mario Caponnetto


    21/10/2020



    La lectura de Fratelli tutti, la controvertida encíclica del Papa Bergoglio, depara más de una sorpresa a cualquier lector medianamente atento. Numerosos comentaristas han señalado, por ejemplo, la grosera tergiversación histórica de la visita de San Francisco de Asís al Sultán Malik-el-Kamil presentada como una suerte de “viaje ecuménico” cuando en realidad el Poverello no tuvo nunca otra intención que exhortar al Sultán a abandonar la herejía mahometana y abrazar la verdadera fe de Cristo. En el mismo parágrafo se observa, además, una no menos gruesa mutilación del texto de la Regla no bulada de los hermanos menores (nos referimos al correspondiente al capítulo 16, 3, 6 que aparece indebidamente fragmentado al punto de tergiversar por completo su sentido)[1].

    Pero las sorpresas no paran aquí. En el número 265 asistimos a una nueva tergiversación de otro texto, esta vez nada menos que de San Agustín. El Papa Bergoglio se ha propuesto, como es público, condenar la pena de muerte negándole toda legitimidad sean cuales fueren las condiciones o circunstancias de su aplicación. En tanto se trata de un tema opinable no puede sorprendernos que Francisco se manifieste contrario a la pena capital y resulta plenamente legítimo que lo haga. Pero lo grave es que no lo hace a título de persona privada sino que pretende imponer su opinión como magisterio auténtico de la Iglesia contrariando de manera explícita lo que la misma Iglesia ha enseñado siempre sobre esta materia.

    Al decir que la pena de muerte es “inadmisible a la luz del evangelio” (así lo ha estampado en el Catecismo de la Iglesia Católica[2]) y al volver a declararla “inadmisible” en Fratelli tutti, ha dogmatizado un asunto opinable: hasta ahora los tratadistas católicos podían libremente expresar su aceptación o rechazo de la pena de muerte atendiendo a razones prudenciales o jurídicas pero ninguno podía negar la clara doctrina de la Iglesia en el sentido de que esa pena, dadas determinadas y bien concretas condiciones, no vulnera la moral católica. También, los gobernantes católicos podían o no hacer uso de este recurso penal conforme a idénticos criterios prudenciales o jurídicos. Ahora esa libertad ha sido abolida ya que, de acuerdo con Francisco, un católico no puede admitir la licitud de la pena de muerte en ningún caso, en ninguna circunstancia, bajo ninguna condición, sin oponerse al evangelio.

    Pues bien, en su empeño por imponer esta neo doctrina el Papa Bergoglio no trepida en tergiversar nada menos que a San Agustín. Trascribimos la parte pertinente del mencionado parágrafo 265:

    Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron claramente contrarios a la pena capital […] Con ocasión del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la vida a los asesinos, y lo fundamentaba de esta manera: «Con esto no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores»[3].

    El texto citado corresponde a la Epístola 133 dirigida a Marcelino, un magistrado que tenía a su cargo juzgar a los mencionados homicidas. Pero en esta cita hay, al menos, dos graves omisiones. La primera es que no se trataba, como apunta Francisco, de “unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes” sino de unos herejes donatistas como con toda claridad dice el texto de la Epístola:

    Supe que ya has juzgado a aquellos circunceliones y clérigos del partido de Donato que fueron llevados de Hipona a tu tribunal para responder de sus fechorías ante la guardia de disciplina pública. Sé que muchos se han confesado reos del homicidio cometido contra Restituto, presbítero católico; de la muerte de Inocencio, otro presbítero católico, y del ojo que le arrancaron y del dedo que le cortaron[4].

    Este dato, curiosamente omitido, es fundamental para entender adecuadamente la posición del Santo Obispo sobre la pena de muerte. Y esto nos conduce a la segunda omisión en que incurre Francisco. En efecto, tal como ilustres y doctos especialistas en la doctrina de San Agustín han sostenido de modo unánime, el Hiponense mantuvo una clara distinción en lo relativo a la cuestión de la pena máxima: por un lado, hallamos textos agustinianos referidos a la pena de muerte ejercida por el Estado en cuestiones de índole secular, esto es, aplicada a casos de derecho penal común; y, por otro, están los textos referidos a la pena capital en cuanto concierne a su aplicación a los delitos y sediciones de los herejes.

    En un caso y en otro su actitud es distinta. De hecho, Agustín no negó nunca la licitud de la pena de muerte en lo que se refiere a asuntos de derecho penal común. Así se desprende de la lectura de varios de sus textos[5]. Pero en lo concerniente a aplicar esa misma pena a los herejes su pensamiento fue variando a lo largo del tiempo. En los años inmediatamente siguientes a su conversión y en sus comienzos como Obispo de Hipona, Agustín mantuvo una clara posición respecto del trato que debía dispensarse a los herejes: no excederse en las penas, evitar toda crueldad y procurar su conversión. Es en este contexto que se inscribe la Carta a Marcelino.

    Los donatistas cometían toda clase de crímenes contra los católicos, incendiaban los templos, asesinaban a los sacerdotes, saqueaban y robaban; sin embargo, movido por una inmensa caridad el santo Obispo reclamaba la misericordia y la clemencia para estos criminales en procura de atraerlos a la Fe verdadera. Además, había otra cuestión no menor: en tanto Obispo Agustín reclamaba que fuera la Iglesia, antes que el poder temporal, el que entendiese en materia de herejía si bien esta postura no significó nunca negar el auxilio del brazo secular.

    ¿Mantuvo San Agustín esta postura invariable a lo largo del tiempo? Si nos atenemos a la atenta lectura de sus escritos y a la autorizada opinión de los mejores estudiosos del tema, debemos concluir que no. De acuerdo con Henri Maisonneuve pueden distinguirse tres períodos sucesivos en su magisterio: de 392 a 405, período de dulzura; de 405 a 411, período de hesitación; de 411 a su muerte, 430, período de severidad[6]. En la misma línea se ubica el conocido penalista agustino, el P. Jerónimo Montes cuando afirma:

    Ofuscado [San Agustín] quizás durante algún tiempo por su magnánimo corazón y su caridad sin límites hacia los extraviados, opinó que no debían emplearse medios coercitivos contra los herejes. Pero una reflexión más detenida de las cosas o una más larga experiencia de la realidad le hicieron cambiar de opinión[7].

    Téngase en cuenta, además, que en 411 tuvo lugar la famosa Collatio, una reunión de obispos católicos y donatistas convocada por el Emperador Honorio ante la grave situación que creaban los permanentes ataques y crímenes de los herejes, especialmente los llamados circunceliones, lo que había obligado a intensificar las leyes represivas por parte de la potestad civil. No se trataba, en efecto, de perseguir a alguien por sus opiniones religiosas sino por los disturbios que estos herejes protagonizaban con una violencia tal que ponían en riesgo la paz de un reino cristiano. Es bien sabido que la voz católica por excelencia en aquella reunión fue, precisamente, la de San Agustín. Como resultado, varios donatistas se convirtieron a la fe verdadera pero la mayoría continuó no sólo en sus errores sino, sobre todo, en sus crímenes y tropelías por lo que fue preciso endurecer las medidas contra esos criminales. Ante esta situación, San Agustín y prácticamente todos los obispos católicos -que habían hasta ese momento intentado la conversión de los herejes por vía de la persuasión y el diálogo- se vieron obligados a pedir la intervención del poder secular a fin de asegurar la paz.

    En consecuencia al citar una determinada obra del Santo Obispo (en esta u otra materia) es necesario tener muy en cuenta a qué período pertenece dicha obra y situarla, de este modo, en el contexto global del corpus agustinianum. Más aún si se tiene en cuenta que los escritos del Santo Doctor fueron redactados a lo largo de un extenso período de cuarenta años por lo que son relativamente frecuentes los cambios de opinión al punto que el mismo santo escribió hacia el final de su vida unas Retractaciones.

    El tema de la pena de muerte en San Agustín es, en definitiva, un tema complejo que ha sido objeto de estudios y debates por parte de estudiosos y eruditos. Traer a colación un texto aislado de su contexto histórico y proponerlo como si fuera enseñanza definitiva y única de San Agustín-como hace Fratelli tutti– es no sólo una imperdonable ligereza sino una contribución a la confusión y a la mendacidad que caracterizan estos tristes tiempos que nos toca vivir.


    [1] Cf. Fratelli tutti, n. 3.
    [2] Véase Nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte -Rescriptum “ex Audentia SS.mi“, 02.08.2018.
    [3] Fratelli tutti, n. 265.
    [4] Epistola ad Marcellinum, 133, 1 (PL 33, 509).
    [5] Cf. De libero arbitrio, I, 4 (PL 32, 1266); De sermone Domini in monte, I, 64, (PL 34, 1261).
    [6] Cfr. Henri Maisonneuve, Etudes sur les origines de l’Inquisition, Paris, 1942, p. 20. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, en Revista de Estudios Políticos, 208-209, 1976, p. 209.
    [7] Jerónimo Montes, El crimen de herejía, Madrid, 1918, p. 121. 6. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, o. c., p. 208.



    https://adelantelafe.com/francisco-s...ena-de-muerte/


  20. #80
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    Re: La pena de muerte

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    El último condenado a muerte de la Argentina

    Nov 23, 2019 | Nacionales, Portada





    El crimen de la calle Gallo

    Murió con 36 puñaladas a un socio del Jockey Club el crimen que condenó a la pena de muerte por última vez en la Argentina. Los detalles y secretos del caso que se conoció como “El crimen de la calle Gallo” y llevó a la última ejecución legal en la Argentina




    La recreación del cruento «crimen de la calle Gallo» en los medios de la época

    Faltaban dos minutos para las 7.30 del 22 de junio de 1916 cuando sonaron los ocho disparos en el patio de la vieja Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Atado a la silla, Giovanni Bautista Lauro, italiano de 24 años, analfabeto, los esperó con la vista al frente – se había negado a que le vendaran los ojos -, sin pronunciar una palabra. A su lado, Francisco Salvatto, también italiano y analfabeto, de 27 años, los esperó con los ojos vendados, convulsionado por el llanto. Los guardias habían tenido que arrastrarlo hasta la silla, mientras rogaba una imposible clemencia.

    Los cronistas de La Razón, Última Hora y Crítica –privilegiados testigos del fusilamiento– no sabían que asistían a la última ejecución por delitos comunes en la Argentina. Sí supieron que estaban cerrando una historia que sus diarios habían seguido paso a paso y que incluso había iniciado un cambio –con grandes titulares en las tapas y profusión de fotografías– en la cobertura de las noticias policiales en la Argentina: El crimen de la calle Gallo.

    Casi dos años antes, la madrugada del lunes 20 de julio de 1914, Lauro y Salvatto habían asesinado de 36 puñaladas al contador Frank Carlos Livingston en el vestíbulo de su departamento de planta baja del barrio de Palermo.




    Dos de los acusados por el asesinato


    El caso había conmovido a los porteños por sus ingredientes y el desarrollo de la investigación: el crimen había sido excepcionalmente sangriento y la víctima un hombre de alta sociedad; la pesquisa policial – a cargo de un comisario inteligente – había ido develando de a poco que lo que parecía un asesinato en ocasión de robo, cometido con inusitada saña, era en realidad un crimen planificado puertas adentro de la casa como desenlace de una larga historia de violencia doméstica.

    El carácter irascible de la víctima, una huella sanguinolenta en el piso del vestíbulo, dos cuchillos de filetear pescado y el olfato –en sentido estricto y en sentido metafórico– de un comisario habían sido las claves que habían permitido armar el rompecabezas que llevaría a los culpables.


    El crimen del contador

    Corrían los primeros minutos del 20 de julio de 1914 cuando Frank Carlos Livingston llegó a la puerta de su casa después de cenar con sus dos hermanas y un cuñado. Había pasado la tarde en el Hipódromo de Palermo, donde había jugado sin suerte unos pocos boletos – era un apasionado por las carreras de caballos, pero mesurado en las apuestas – a Yrigoyen, favorito en el Gran Premio de la República Federativa de Brasil, que terminó cruzando el disco entre los últimos.

    Hombre de mal carácter, la frustración hípica no había contribuido a mejorar su humor y la cena familiar – en la que se presentó, como siempre, sin su mujer, Carmen Guillot – no había sido precisamente una fiesta. Eran casi las 0.30 cuando se bajó del auto de su cuñado, Carlos Luro, en la esquina de Gallo y Santa Fe y caminó hasta su casa jugando con su bastón de caña de Malaca. Lo usaba como símbolo de distinción, pero también sabía emplearlo como arma: unas semanas antes había espantado a los golpes a dos desconocidos que lo atacaron, él creía que para robarle.




    Los dos condenados a muerte


    Apenas entró al vestíbulo del departamento, dos hombres armados con cuchillo se le fueron encima. Intentó defenderse con el bastón, pero los cuchillos pudieron más.

    -¡No me maten, no me maten!– gritó cuando ya estaba en el suelo con varios puntazos en su cuerpo.

    Lo mató un corte en el cuello que le seccionó la carótida.

    Mientras todo esto ocurría, su mujer, sus cinco hijos pequeños y la empleada doméstica de la casa, la uruguaya Catalina González, estaban en sus dormitorios, ubicados en otro sector del amplio departamento, separado por una puerta del vestíbulo.

    -¡Socorro, socorro! – empezaron a gritar la esposa de Livingston y la empleada. No podían salir de los dormitorios porque la puerta que los separaba del vestíbulo había sido cerrada con llave desde afuera.

    Las escucharon el portero del edificio y el agente que solía recorrer siempre esa manzana, de apellido Tapia. Entre los dos forzaron una ventana, el portero entró al departamento y le abrió la puerta al agente Tapia.


    La escena del crimen y una viuda desolada

    En el vestíbulo encontraron el cuerpo sin vida de Livingston en medio de un charco de sangre; una de sus manos ya inmóviles parecía querer alcanzar el bastón que estaba a unos centímetros. Cerca del cadáver había dos cuchillos, de agudos filos. Aunque estaban perfectamente limpios, el agente Tapia le dijo al portero que no los tocara, que podían ser las armas del crimen. También había huellas ensangrentadas que llevaban hacia la puerta que daba a los dormitorios, como si uno de los asesinos hubiera caminado hacía allí para abrirla o cerrarla… después de matar a Livingston.

    A primera vista parecía la escena de un robo que había terminado en asesinato ante la resistencia de la víctima. A Livingston le faltaba la billetera, aunque llamativamente los ladrones habían olvidado el reloj y una lapicera de oro que el contador tenía encima y tampoco faltaba ninguno de los objetos de valor que poblaban el vestíbulo.




    Las dos acusadas


    Más tarde, al recoger testimonios, la policía obtuvo declaraciones de dos vecinos que, a la hora del crimen, vieron salir a dos hombres de la casa y caminar tranquilamente hacia la avenida Santa Fe.

    Cuando el agente Tapia y el portero pudieron abrir la puerta que llevaba hacia los dormitorios, Carmen Guillot entró en el vestíbulo y, al ver a su marido muerto, alcanzó al gritar antes de caer desmayada.

    El juez de instrucción Ignacio Irigoyen empezó a investigar el caso como homicidio en ocasión de robo. Además de trabajar con los policías de la Comisaría 19, que tenía jurisdicción en el barrio, como Livingston -que vivía hacía menos de un mes en el departamento de la calle Gallo – había denunciado intentos de robo en su domicilio anterior, el juez convocó al comisario que había investigado esos casos. Se llamaba Samuel Ruffet y conocía bastante bien – para su disgusto – a la víctima.


    Un infierno interior

    Frank Carlos Livingston tenía 46 años y era subcontador del Banco Hipotecario. Su familia había llegado a Buenos Aires desde Nueva York, a mediados del Siglo XIX. En la capital argentina se había relacionado con las familias más importantes de la ciudad.




    El caso llamó la atención de los periodistas de la época


    Aunque no era un hombre de fortuna, Livingston tenía un buen pasar: a su alto sueldo del banco sumaba la renta que le daban varias propiedades heredadas en el barrio de Belgrano. Llevaba nueve años casado con Carmen Guillot – casi veinte años menor que él – con quien tenía cinco hijos. Se lo veía poco con su esposa, que pasaba la mayor parte del tiempo en su casa mientras el contador trabajaba, hacía vida social, participaba de reuniones en el Jockey Club y visitaba a una amante.

    El matrimonio no era lo que se dice feliz ni tenía una existencia apacible. Livingston era un hombre autoritario y violento, al punto que su mujer – en una conducta muy poco común para la época – había denunciado en la comisaría de Belgrano que solía golpearla con su bastón de caña de Malaca. Guillot también contaba que sólo le daba tres pesos por día para los gastos de la casa, lo que apenas le alcanzaba para alimentar a sus hijos.


    Asaltos y mudanza

    Hasta un mes antes del crimen, el matrimonio había vivido en una de las propiedades de Livingston, en Belgrano, pero se habían mudado luego de que el contador sufriera dos ataques, que tomó como intentos de robo, en plena calle. En ambos casos, su bastón le había servido de arma defensiva para poner a la fuga a sus asaltantes.

    Denunció los ataques en la comisaría de Belgrano. Allí entabló una relación cada vez más tirante con el policía encargado del caso, el comisario Samuel Ruffet. Livingston le exigía capturara a los atacantes, a los que apenas si había podido describir. Como no encontraba las respuestas que quería, el contador empezó a amenazar al policía con utilizar sus influencias sociales y políticas para que lo echaran de la fuerza.

    Cuando conoció la existencia de esos ataques anteriores – relatados por la afligida viuda de Livingston – el juez Ignacio Irigoyen llamó a Ruffet para que se sumara a la investigación.

    En pocos días su participación daría vuelta el caso hasta resolverlo.


    Ruffet entra en escena

    Sin descartar la hipótesis del robo seguido de muerte, Ruffet puso la mira también sobre la familia. Tres asaltos a un mismo hombre en poco tiempo y en dos barrios diferentes eran demasiadas coincidencias.





    Sabía de las desavenencias conyugales y de las denuncias de Guillot sobre la violencia de su marido, que había confirmado por otros testimonios. También tuvo en cuenta que si bien los asaltantes se habían llevado la billetera y un pañuelo de seda de Livingston, habían dejado el reloj y el lápiz de oro, que eran mucho más valiosos. Y trataba de encajar en el rompecabezas las huellas hacia los dormitorios y los dos cuchillos que quedaron en la escena del crimen. Sabía por el informe forense que eran las armas utilizadas por los asesinos y que los habían limpiado utilizando el agua de colonia que utilizaba el contador. Mezclado con el perfume de la colonia, Ruffet había notado la presencia de otro olor, persistente, en los cuchillos, pero no podía identificarlo.

    Un capricho gastronómico y su olfato le darían, casi por azar, la clave para encontrar a los culpables.


    El olfato de un comisario

    Un mes después del crimen la investigación parecía estancada. El comisario Ruffet seguía con los ojos puestos en la mujer de Livingston como autora intelectual del crimen, por los antecedentes de violencia de género que había sufrido pero también porque no había explicación lógica para las huellas ensangrentadas que se dirigían hacia la puerta que daba a los dormitorios. Si la mujer había estado encerrada y se desmayó apenas vio el cadáver, no podían ser posteriores a la llegada de la policía. Si eran anteriores, algo se les escapaba en la pesquisa.

    Ruffet aprovechó una cita que tenía en el Departamento de Policía para comprar pescado en el Mercado del Plata. A su mujer le encantaba cocinar pescado fresco. Allí, mientras encargaba su pedido, prestó atención a los cuchillos que usaban para filetear pescado, algunos se parecían a los de la escena del crimen… Entonces le llegó como una revelación: era olor a pescado el que había notado en los cuchillos, casi tapado por el de la colonia que usaba la víctima.




    Un grupo de periodistas, en la puerta de la Penitenciaría, para presenciar la ejecución de los acusados


    Sin perder tiempo, encargó a uno de sus ayudantes, el subcomisario Villanueva, que averiguara quién abastecía de pescado la casa de los Livingston. El hombre se llamaba Salvatore Vitarelli y no solo llevaba pescado a la casa donde se había cometido el crimen, también mantenía un romance con la mucama de los Livingston, Catalina González. Ruffet supo también que Salvatore – igual que él, pero por otras razones – le tenía encono a Livingston. El contador lo trataba con desprecio y nunca le pagaba el pescado a tiempo.

    Decidió interrogarlos a los dos.


    Conspiración para matar

    Salvatore se mantuvo firme en los interrogatorios, pero Catalina González no demoró en confesar y relató paso a paso el plan y el asesinato.

    Confidente de su patrona sobre los maltratos que le propinaba Livingston, entre las dos pensaron una solución. No eran épocas en las que las parejas pudieran divorciarse – ni siquiera separarse – en la Argentina. La única solución era la muerte.

    Convencida que su única posibilidad de liberación era la muerte de su marido, Carmen Guillot le pidió a su mucama y confidente que le preguntara a Salvatore si conocía gente que fuera capaz de asesinarlo. Ofreció 2.000 pesos a quién o quiénes lo hicieran. Salvatore se sumó el plan criminal y buscó a tres changarines de su confianza: Francisco Salvatto, Giovanni Lauro y Rafael Próstamo.

    Los dos ataques a Livingston en las calles de Belgrano no habían sido intentos de asalto sino que Salvatto y Lauro habían tratado de matarlo sin suerte. La tercera sería la vencida.

    El 19 de julio poco después de las 9 de la noche, la mucama Catalina González franqueó la puerta del departamento de la calle Gallo a los tres asesinos. Debían esperar en el vestíbulo a oscuras a Livingston y matarlo apenas entrara en la casa. Para hacerlo, Vitarelli les suministró los cuchillos de fileteado. La viuda y la mucama, con los niños, se encerrarían en el ala de los dormitorios, con la puerta cerrada. Declararían que, cuando quisieron acudir a los gritos de Livingston, encontraron que él o los asesinos las habían dejado encerradas.

    Uno de los encargados del asesinato, Rafael Próstamo, se arrepintió a último momento y abandonó el departamento a las 11 de la noche; los otros dos se quedaron esperando. Cuando Livingston entró pasada la medianoche, lo asesinaron a cuchilladas.


    Huellas y cuchillos

    Consumado el crimen, la flamante viuda y su confidente entraron en el vestíbulo y Carmen Guillot ordenó a los asesinos que se llevaran la billetera y se fueran. Que les pagaría apenas el dinero de su difunto marido pasara a sus manos. Fue entonces cuando pisó la sangre del piso y dejó sus huellas al volver a los dormitorios. Los hombres limpiaron sus cuchillos con el pañuelo de Livingston, impregnado de colonia, pero al irse olvidaron llevárselos.





    Ruffet ordenó detenerlos a todos y en los interrogatorios los conspirados se fueron quebrando ante las abrumadoras evidencias. La última en confesar fue Carmen Guillot, la viuda e ideóloga del crimen. Demoró seis días en aceptar su participación. Finalmente dijo, según consta en su testimonio ante el juez Irigoyen:


    -Sí. Yo lo hice matar y no estoy arrepentida.

    Condenas y ejecuciones

    Carmen Guillot y Salvatore Vitarelli fueron condenados a reclusión perpetua; la mucama Catalina González y el conspirador que se arrepintió a último momento, Rafael Próstamo, a 15 años de prisión.

    Los autores materiales del crimen, Giovanni Lauro y Francisco Salvatto fueron condenados a muerte. El presidente Victorino De la Plaza se negó a conmutar las penas.





    Los ejecutaron el 22 de junio de 1916 y fue la última vez que se aplicó esa pena –fijada por el Código Penal de 1886– a condenados por delitos comunes en la Argentina.

    Faltaban tres meses para que Hipólito Yrigoyen asumiera la presidencia de la Nación después de las primeras elecciones con voto secreto y obligatorio realizadas en el país. Fuente Inbofae




    _______________________________________

    Fuente:

    El último condenado a muerte de la Argentina | Infouco

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