El fracaso de la derecha
AFIRMÁBAMOS en un artículo anterior que la derecha desempeña en las sociedades democráticas, y muy concretamente en la española, un papel ridículo, cual es el de jugar una partida en la que el adversario elige campo y determina las reglas del juego. Esta afirmación no creo que admita controversia: cada día vemos a los políticos de derechas esforzándose penosamente por evitar que su adscripción resulte notoria, inventándose chorradas semánticas del tipo «centro reformista», rehuyendo la confrontación o adoptando posturas tibias en asuntos medulares en los que su adversario ha sentado cátedra, aceptando compungidamente la superioridad cultural de la izquierda, etcétera. De este modo, la derecha sólo puede aspirar a las migajillas de ganar unas elecciones de vez en cuando, un «de vez en cuando» que a medida que pase el tiempo exigirá el concurso de circunstancias más excepcionales (caos administrativo, corrupción generalizada, crisis económicas feroces, etcétera). Si la derecha no se conformase con estas migajillas, propondría una revisión a fondo del orden en el que las ideas de la izquierda han encontrado arraigo; pero esta revisión radical —que exigiría una refutación de las mentiras sobre las que se ha ido sedimentando la roña progre a lo largo de las décadas— no parece al alcance de la derecha que hoy padecemos.
En realidad, a la derecha le ocurre lo mismo que al rey don Rodrigo en aquel romance célebre, que la izquierda la come «por do más pecado había». Y el origen de ese pecado se remonta a épocas ya remotas, cuando la derecha, tras el cambio de orden establecido por la Revolución, por temor a ser tildada de «reaccionaria», se presentó como la opción ideológica capaz de conciliar «la libertad y el orden», frente a una izquierda que propendía al desorden, en su apetito desaforado de libertad.
Tal conciliación hubiese sido fructífera, si la derecha hubiese propuesto un orden propio; pero se conformó con conservar la libertad del liberalismo y el orden revolucionario, dando por buenos e inatacables los principios que los alentaban. Aceptar tales principios fue su pecado original; y de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Cuando aceptas unos principios que no son los tuyos como premisas del funcionamiento político, es natural que las consecuencias de tales principios siempre actúen en tu contra. Y así le ocurrió a la derecha, que a cambio de unas pocas transacciones en el orden económico (respeto a la propiedad privada, etcétera), hubo de transigir con el orden social y cultural que propugnaba la izquierda. Y, desenvolviéndose en un orden social y cultural adverso, no tuvo otro remedio que ir aceptando las sucesivas «conquistas» de dicho orden, para evitar que se la calificase de enemiga del progreso. Así, cada vez que la derecha conseguía acceder al poder, se limitaba a «conservar» las «conquistas» que previamente la izquierda había logrado; y, poco a poco, la derecha fue convirtiéndose en una especie de lacayo o «ancilla» de la izquierda, encargada de mantener intacto el orden establecido cada vez que la izquierda abandonaba el poder, para que luego, una vez recuperado, la izquierda pudiera seguir obrando a placer. Fue entonces cuando la derecha, abochornada de su papel lacayuno, se inventó esa paparrucha del «centro»; centro que, por supuesto, es movible, y cuya localización es inevitablemente determinada por la acción de la izquierda. Y puesto que la izquierda no renuncia jamás a sus «conquistas», tal centro se sitúa cada vez más lejos de los principios originarios de la derecha, esos principios a los que la de derecha renunció para que no se la tildase de reaccionaria.
Renunciando a sus principios y aceptando el orden establecido por la izquierda, a la derecha sólo le resta actuar como fregona de los estropicios y desaguisados que la izquierda provoca. Como le ocurre a los falsos devotos, que sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, la «ciudadanía» (esto es, el pueblo reducido a comparsa del orden establecido por la izquierda) sólo vota a la derecha cuando le ve las orejas al lobo. Y, pasado el peligro, vuelve a votar a quien encarna con mayor autenticidad los principios que se presentan como buenos e inatacables. A fin de cuentas, ¿por qué habría de votar a esa panda de fracasados que los encarnan en su versión descafeinada?
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