No mucho después puso dos campamentos muy cerca de Numancia, encargó del mando de uno de ellos a su hermano Máximo y permaneció el en el otro. Los numantinos, que con frecuencia salían de la ciudad en orden de batalla y provocaban a los romanos a combate, no consiguieron llegar a las manos con ellos; pues Scipion pensaba que con hombres que luchaban desesperadamente no se debía trabar pelea, sino encerrarles y tomarles por hambre. Estableció después siete fuertes alrededor de la ciudad, fijó el cerco y pidió auxilio a los pueblos amigos, diciéndoles la gente que había de enviarle cada uno. Cuando llegaron los refuerzos, los dividió en muchas secciones y a su ejército en otras tantas, eligió jefes para cada una de estas partidas y les mandó abrir un muro y levantar una valla alrededor de la ciudad.
El circuito en torno de Numancia tenía 24 estadios, y el vallado más del doble. Distribuyó a lo largo de aquel las diversas partidas y las previno que si los enemigos estorbaban el trabajo, hiciesen enseguida una señal, que durante el día debía de ser un paño rojo atado en lo alto de una lanza, y durante la noche una hoguera, para qué él y su hermano Máximo acudieran con presteza a socorrer a quienes lo necesitasen.
Cuando hubo terminado esta obra y pudo rechazar a los que querían estorbar los trabajos, mandó clavar otro foso a poca distancia del primero, puso por todo él estacas clavadas en el suelo y junto a él levantó un muro de ocho pies de ancho y 10 de alto, guarnecido por torres situadas a la distancia de un pletro, es decir, de 120 pies. Sólo le fue imposible rodear de murallas una laguna que llegaba hasta allí, pero la cercó de un terraplén de la misma anchura y altura para qué sirviera a modo de muralla. Fue, según yo creo, Scipion, el primer general que rodeó de muros a una ciudad que no reunía la batalla.
Corría junto a Numancia el río Duero, que servía a los numantinos para proveerse de víveres o para el movimiento de sus hombres, porque muchos pasaron por él mismo sin ser vistos, ya nadando, ya con pequeños esquifes, ya con barcos de vela río arriba cuando era fuerte viento, ya con barcos de remos, siguiendo la dirección de la corriente. Como no podía extender sobre el Duero un puente, porque era ancho y muy caudaloso, levantó en sus orillas dos castillos, suspendió de ellos largas vigas atadas con cuerdas, y las introdujo en el río, tenían estas vigas espesas puntas de hierro y numerosos pinchos, y tendidas bajo la superficie del agua, con sus pinchos y puntas de hierro, movidas por la corriente, impedían que pasara nadie sin ser visto, estorbando que los numantinos pudiesen nadar, sumergirse o navegar por el Duero. De esta forma logró Scipion lo que más deseaba: que nadie entrase ni saliese de la ciudad, para que ignorasen lo que sucedía fuera y quedasen faltos de todo aprovisionamiento y de todo consejo.
Cuando estuvo todo preparado, las catapultas puestas en las torres, las ballestas y demás armas arrojadizas en las almenas, y hubo provisión de piedras, dardos y flechas, puso en los castillos arqueros y honderos y ordenó que hubiera numerosos centinelas a lo largo del muro, que comunicándose unos a otros del día y de noche las menores novedades, le enterasen a él de todo lo que ocurriera en el ejército. Mandó a los que guarnecían las torres que cuando algo sucediese, hicieran enseguida señales, primero la atacada a aquella en que pasase algo, y enseguida las que vieran la señal de aquella, y de esta manera, logró el conocer rápidamente y con exactitud, mediante los centinelas, todo lo que acaecía a lo largo del cerco.
Como dispusiese ya entre indígenas y romanos de un ejército de 60.000 hombres, destinó la mitad de ellos a la guarda del muro y a acudir a dónde fuese necesario en casos apurados; dispuso otros 20.000 para combatir desde el muro cuando fuera preciso, mantuvo los otros 10.000 como reservas y ordenó que cada uno de estos sé hallarse establecido en un lugar del que no podía separarse sin una orden expresa sino para socorrer el sitio donde se hubiese levantado señal de algún ataque. Todo fue, pues, ordenado por Scipion de manera perfecta.
Los numantinos divididos en pelotones, atacaban muchas veces por distintos sitios a los que defendían el muro, pero al momento era asombroso espectáculo que ofreció las guardias levantando las señales en los altos de las torres, los centinelas corriendo a dar noticias de lo que sucedía, los que debían acudir a defensa de las cercas marchando en tropel hacia los muros y las trompetas llamando a todos a combate; en un momento todo aquel círculo de 50 estadios ofrecía un aspecto imponente. Scipion lo recorría además todo los días y todas las noches, inspeccionando los menores detalles, pues quería que encerrados y los enemigos, al no recibir víveres, armas ni socorros, no resistiría mucho tiempo.
Retógenes, por sobrenombre Caraunio, el más valiente de todos los numantinos, en unión de cinco amigos, con otros tantos jóvenes criados y con 5 caballos, en una noche tenebrosa, atravesó sin embargo de todas estas precauciones el espacio que mediaba entre la ciudad y la cerca romana. Llevaba consigo una escala plegable, la cercó al muro, subieron por ella él y sus amigos y matando al punto a los guardias de uno y otro lado consiguieron atravesar las líneas enemigas sin tropiezo. Enviaron a la ciudad los jóvenes criados, y haciendo subir los caballos por la escala, marcharon a las ciudades de los arébacos, para suplicarles que, siendo congéneres de los numantinos, vinieran en su ayuda. Pero la mayor parte de los arébacos no escucharon sus ruegos, sino que, por miedo, lo despacharon enseguida. Sólo Sutia, ciudad floreciente, que distaba 300 estadios de Numancia, estuvo indecisa. Su juventud, admiradora de los numantinos, instaban al resto de la ciudad para que llevasen socorro a los sitiados, pero los viejos denunciaron a Scipion lo que ocurría y se frustró el propósito.
A la hora octava corrió el caudillo romano con muchísimos y valiosos soldados hacia Sutia, y al rayar el alba, rodeando la ciudad con sus tropas, pidió que le entregase en los que dirigían a la juventud amiga de Numancia. Le respondieron que éstos habían huido de la ciudad, más les hizo saber a un toque de pregón que saquearía la plaza sino le entregaban a aquellos individuos, y los de Sutia, temerosos de mayores males, pusieron a su disposición cerca de 400 jóvenes. Scipion mandó que les cortaran las manos, recogió sus tropas y, corriendo de nuevo, regresó al campamento al amanecer del día siguiente.
Los últimos días de Numancia
Los numantinos, acosados por el hambre, enviaron una embajada de cinco ciudadanos a Scipion para saber si, caso de entregarse, les serían puestas condiciones honrosas. Avaro, el jefe de los legados, habló con arrogancia a Scipion de las instituciones de Numancia y de su valentía; añadió que nada reprobable habían cometido los numantinos al sufrir tantos males por defender sus hijos y mujeres y la libertad de su patria.<<Digno es de ti, valeroso Scipion -dijo-, que perdones a una gente tan noble y valerosa, que entre las tristes condiciones del vencido nos propongas las más humanas para que podamos soportarlas al sufrir ahora el cambio de fortuna; si nos impones condiciones aceptables, te entregaremos la ciudad; deja, sino, que luchando contigo perezcamos todos>>.
Más Scipion, que sabía por los cautivos el estado interior de la ciudad, contestó que era preciso pusieron su suerte en sus manos y entregaron la plaza y las armas sin condición ninguna. Cuando se supo este la ciudad, los numantinos, que hasta entonces habían podido contener difícilmente su ira por la libertad omnímoda de que habían gozado sin obedecer a imposiciones de nadie, enfurecidos y enloquecidos por la desgracia, mataron a Avaro y a sus compañeros de embajada, considerándoles pérfidos legados que habían procurado tratar con Scipion de su propia seguridad.
No mucho después, faltos de toda clase de víveres, pues no tenían frutos, ni rebaños, mi hierba, comenzaron primeramente, como sucede en estos apuros de las guerras, a comer pieles cocidas, y habiéndoseles acabado las pieles, llegaron a comer carne humana. Primero comieron a los muertos, y después, despreciando la carne de los enfermos, los más fuerte mataban a los más débiles para poder vivir; no les faltó ninguna clase de males; sus almas se convirtieron en almas de fiera, por la clase de sus alimentos, y, embrutecido sus cuerpos por el hambre y la peste, y con los cabellos crecidos por el tiempo que tal situación había durado, decidieron entregarse a Scipion.
Éste les ordenó que durante aquel día llevarán sus armas a un cierto lugar, y que al día siguiente abandonaran la plaza; pero los numantinos declararon que muchos querían morir y que sólo pedían a Scipion un día para disponer su muerte.
Gran amor a la libertad y extraordinaria valentía mostró esta ciudad bárbara y pequeña. Habitada en tiempos de paz por unos 8000, ¡Cuántas y cuáles derrotas causaron a los romanos! ¡Cuantos pactos les obligaron a firmar, que con ningún otro pueblo había Roma concluido! ¡Cuántas veces provocaron a combate a un general tan eximio y que contaba con 70.000 hombres! Sólo Scipion comprendió que no debían trabarse batallas con fieras, sino combatirlas por el hambre, contra el que no puede lucharse.
Sólo por el hambre podía ser vencida Numancia, y sólo por ella lo fue en realidad. Tal es mi opinión sobre los numantinos, considerando su corto número, los trabajos que soportaron, las hazañas que realizaron y el tiempo que resistieron.
De los habitantes de Numancia, la mayor parte se dieron la muerte asimismo de mil modos distintos, y los demás, a los tres días, salieron para el lugar que se les había destinado, ofreciendo un espectáculo horrible y extraño, con sus cuerpos escuálidos, sucios y desgreñados, malolientes, con las uñas crecidas, los cabellos largos y los vestidos repugnantes. Si aparecían dignos de lástima a los enemigos por tanta miseria, les infundían pavor, por llevar impresos en su cara la cólera, el dolor y la fatiga….
“¡O patria! Cuántos hechos, cuántos nombres
Cuántos sucesos y victorias grandes...
Pues tienes quién haga y quién te obliga
¿Por qué te falta, España, quién lo diga?”
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