Pregón de don Ramón María Rodón el 2 de Mayo en Liria con motivo de la exaltación de la Santa Cruz.

Queridos amigos y correligionarios:
Nos hemos reunido en el Círculo Carlista de Llíria, honor de la Causa y santuario de nuestros indeclinables ideales, para cumplir la voluntad del Rey Don Alfonso Carlos (q.s.G.h.) de que en ese día celebráramos todos los leales la Fiesta de la Santa Cruz, exhortándonos a que hiciésemos “de nuestros pechos altar vivo de amor al Divino Crucificado, ofrendando nuestras vidas en defensa del árbol sacrosanto de nuestra fe y al rugir satánico de sus enemigos opusiésemos con toda la energía de nuestra raza el himno litúrgico que la Iglesia canta en su honor: Ecce lignum crucis; venite adoremus.”

Deseo, en primer lugar, agradeceros el honor que me habeis dispensado con el encargo de pronunciar este pregón. En los tristes tiempos que nos han tocado vivir, apurado el cáliz de desdichas y sinsabores, nada puede resultar más gratificante para un carlista que pregonar la Gloria del Altísimo y nuestra firme decisión de no regatear sacrificio alguno hasta ver instaurado el Reinado Social de Cristo sobre las Españas, toda la Antigua Cristiandad y el Orbe entero; nuestra voluntad de adorar a Nuestro Señor que reinó, un Viernes Santo, desde esa Cruz que hoy públicamente veneramos, antes de sentarse a la derecha del Padre para hacer de nosotros, pese a nuestra indignidad personal, un Pueblo Santo, un Reino de Príncipes Sacerdotes, cual atestiguan las Sagradas Escrituras.
Pero la alta condición a la que estamos llamados exige un requisito previo: seguirle a El aceptando nuestra cruz de cada día, en la entrega a la familia (iglesia doméstica), a nuestros hermanos los hombres, a una vida profesional honrada y limpia, a la sociedad toda; también a nuestro Ideario, a la política, que, como suele recordarnos Domingo Fal – Conde, es, ante todo, servicio de Dios.
Querría, en segundo lugar, reafirmar, en tan feliz ocasión, mi plena conciencia de que no hablo en nombre del Carlismo pues no soy quien para hacerlo, aunque sí como carlista, que no es poco dado que obliga a mucho.

Cuantos aquí estamos y todos los que espiritualmente nos acompañan, que hubiesen deseado poder estar con nosotros en esta celebración cimentada en las más puras esencias carlistas, sabemos cuál es la Causa que defendemos. Cuando Cristo expiró en la Cruz las consecuencias del Pecado Original quedaron reparadas y se consumó la Nueva y Eterna Alianza entre Dios y la Humanidad, abriéndose las puertas de la Gloria para todos los hombres de buena voluntad. A partir de aquel momento, clave de bóveda de la Creación entera, Dios Padre confirió a su Unigénito el gobierno y el juicio absolutos sobre las almas, pero quiso poner en manos de los hombres la administración y gobierno de las cosas temporales.
Así lo dispuso, naturalmente, para que esas manos humanas acometieran tan alta y ardua labor en el respeto a la voluntad Santa de su Creador, no negándola y quebrantándola, no estableciendo un valladar infranqueable entre lo pasajero y lo trascendente. Esto nos pone a los carlistas del lado de quienes desean que se cumplan los designios y deseos del Altísimo no sólo en las cosas espirituales sino también en las temporales. De ahí nuestra inquebrantable sumisión a la Santa Iglesia, Católica, Apostólica y Romana y nuestra lealtad a los principios tradicionalistas que nos conduce, a su vez, a nuestra militancia carlista.

El Carlismo es el heredero universal, valga la expresión, del antiguo Realismo fernandino, de nuestros ancestros que se identificaron con los principios escolásticos de la Monarquía pactista, de los reconquistadores y repobladores de esta bendita tierra que pisamos, los cuales, de poder regresar hoy a la misma en carne mortal, sólo en nosotros reconocerían a sus genuinos y legítimos sucesores.
Ese Carlismo que nos une y hermana es, ante todo, una Filosofía de la Vida y de la Historia, una indisoluble Comunión de ideales, es (como alguien definiera desde las páginas del añorado Pensamiento Navarro) una forma natural y cristiana de concebir y entender la organización y el gobierno de los Pueblos. Quien no haya comprendido esto no ha entendido nada, no puede saber qué cosa sea el Carlismo.
Nuestros pensadores e intelectuales lo expusieron a lo largo de 180 años, y lo siguen haciendo hoy, nuestras gentes lo comprendieron perfectamente y, en lo menester, lo intuyeron. No precisaron para ello de grandes estudios ni grados académicos, les bastaron la Fe y el sentido común, su amor a Dios y a la Patria, su lealtad a los Reyes legítimos, que siempre dieron ejemplo de desprendimiento y sacrificio. ¿O acaso eran licenciados y doctores todos los requetés que, alegres, marchaban al frente cantando “no llores, madre no llores, porque tus hijos a la guerra van, a la guerra van, qué importa que el cuerpo muera si luego el alma vivirá en la Eternidad, que es la verdad?”. La inmensa mayoría de ellos eran muchachos sencillos, muchos casi adolescentes, de aquellos que como escribiera un día Javier Mª Pascual, dieron el salto directo del juego callejero a la trinchera, pero todos habían bebido en las aguas purísimas de la Fe cristiana y las tradiciones patrias.

De ahí también nuestra sempiterna enemiga a la Revolución, a la cual hay que estudiar y contemplar desde sus orígenes para poder entenderla cumplidamente pues mal se puede combatir con eficiencia aquello que se desconozca o se conozca mal.
La Revolución hunde sus raíces en Lutero y en Calvino, máximos exponentes de una magna subversión teológica que, tras las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, vino a desembocar en el XVIII en la Filosofía de la Ilustración, esencialmente acristiana cuando no abiertamente anticristiana y anticatólica, la cual, a su vez, lo hizo en la Gran Revolución política de 1789, madre de todas las demás: liberalismo político o parlamentario, totalitarismos rojos, negros, grises o azules y el anarquismo nihilista; que han llevado el dolor, la muerte y la miseria moral o material a la mayor parte del mundo a lo largo de los últimos doscientos años, pues no otros pueden ser los frutos del error y del satánico “non serviam” que un día, para desgracia de toda la Creación, resonó en los mismos estrados del Trono Celestial.
Frente a todas ellas el Tradicionalismo y el Carlismo, entre nosotros, han significado un mundo aparte, una realidad en paralelo, que se ha nutrido de su propia verdad y de sus propios valores, luchando siempre para restablecer el orden natural de las cosas, victorioso o vencido en cien batallas pero jamás derrotado, cual prueba el hecho de nuestra presencia hoy y aquí, sin importar el número, porque ¿Acaso constituían multitudes, frente a un Islam pujante y victorioso, los hombres que seguían a Jofre el Pilos o a Don Pelayo, los fieles de Arnau Mir de Tost o de Fernán González?

Pienso que deberíamos detenernos aquí en un punto de capital importancia: el de la formulación, en el tiempo, del pensamiento tradicionalista que no constituye un credo inamovible y cerrado sino una ideología evolutiva y abierta, bien que enmarcada por unas coordenadas permanentes que no resulta lícito traspasar. Una lógica y congruente evolución es algo que entra, a mi juicio, en los planes de Dios que se manifiestan a través de una fenomenología social mudable, legítima en sí misma, a la cual debemos ofrecer, en cada momento, una respuesta acorde con los grandes principios inspiradores de nuestra Filosofía de la Historia.
Hoy algunos historiadores de fuste, objetivos y bien documentados, se preguntan cuál sería nuestro mundo de no haberse producido el trauma revolucionario y la respuesta es que vendría configurado por un sistema que, hasta cierto punto y formalmente, resultaría bastante parecido al de las actuales democracias del Primer Mundo, sólo que con una diferencia esencial: no se habría perdido el sentido de la trascendencia en la forma de concebir el ser y devenir humanos.
Actualmente todo hombre que posea una inquietud política suele hallarse profundamente convencido de su derecho a emitir un parecer que, de alguna forma, se refleje en el orden social y en el gobierno de su País. Creo que esto constituye una realidad incontrovertible y que, forzosamente, guarda relación con el gobierno de la mayoría respetando a la minoría. Y creo que debemos preguntarnos ¿Resulta esto incompatible con el Tradicionalismo? ¿Resulta atentatorio a nuestra concepción de una representación corporativa?
No creo que hoy y aquí debamos ofrecer una respuesta definitiva a tales preguntas, aunque sí reconocer que la clave de la cuestión no reside tanto en lo que nos preguntamos como en el hecho de afirmar que lo inadmisible, para nosotros, es que una mayoría de votos, por muy cualificada que sea, pueda establecer los valores fundamentales de la sociedad, sin respetar ninguna clase de creencias, ni de exigencias éticas, ni guardar la menor consideración a la Historia de un Pueblo, a su Civilización, olvidando la dimensión social del ser humano que le conforma en el seno de una colectividad en la que, de alguna manera, los muertos también votan.
Ahí reside, a mi juicio, el “quid” de la cuestión. No se trata tanto de negar la posibilidad del sufragio como de dejar bien sentado que su vertencia no podrá convertirse nunca en patente de corso para que un gobierno pueda dictar leyes que conculquen el Derecho natural interpretado a la luz del pensamiento cristiano. Porque el sufragio, en sí, no quebranta el orden natural de las cosas, ni la representación emanada del mismo excluye forzosamente la orgánica o estamental surgida, espontáneamente, del propio seno de la sociedad; la estructura bicameral de las Cortes podría hacer compatibles ambas representaciones. Lo inadmisible es que una representación ciudadana, fluya por el conducto que fluya, se irrogue la facultad de crear normas atentatorias al Derecho divino, al natural y a los dictados de la recta conciencia, porque, cual reza el viejo apotegma jurídico, “No existe Derecho contra el Derecho”; es decir no existen Decreto, Ley ni Constitución que puedan intentar destruir aquello que Dios creó para su Gloria y el bien de sus criaturas. Y cuando un gobierno trata de imponerlo, fueren cuales fueren los argumentos que use para ello, cae en la ilegitimidad más absoluta.
Habría otras preguntas que podríamos formularnos, por ejemplo el del alcance de la regia prerrogativa, la necesidad de que la soberanía fuese compartida por la Corona y las Cortes, lo cual no resulta tan alejado de nuestros planteamientos desde el momento en que, a finales del Siglo XIII, era ésta praxis usual (de “facto” sino de “iure”) en los Países integrantes de aquella gloriosa Confederación que por un sincretismo semántico algunos llaman “Corona de Aragón”. Pero no hay tiempo para incidir y profundizar, ahora y aquí, en estos temas. Creo que, en el seno de la Comunión Tradicionalista Carlista, pese a la parvedad de medios materiales que nos aqueja, existe la posibilidad de abrir un debate en este y otros sentidos, un debate interno y un debate externo si se estima conveniente, una especie de “atrio de los gentiles” llevado al terreno ideológico, porque nosotros somos de los que realmente creemos que “la verdad no teme ni ofende.

Contra lo que muchos opinan puede que el viento de la Historia haya empezado a soplar a nuestro favor, en realidad hace ya tiempo que creo intuirlo. Cierta religiosa de mi Tierra, ansiosa de meterse en política (no entraremos ahora ni en su ideario ni en la oportunidad del gesto) solicitó de su Obispo autorización para perseverar en sus propósitos y el buen prelado, al parecer, se limitó a responder: “Es el corazón de la sociedad el que tiene que cambiar.” ¿Acaso esta sabia y austera respuesta no nos recuerda la afirmación de Pío XII de que “Es todo un Mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos? ¿Qué otra cosa podía afirmar aquel gran Pontífice, vista la que ya empezaba a caer, aquel gran Obispo de Roma al que Ignacio Romero Raizábal llamaba, no sin razón, “el Papa de los requetés “?
Nuestro mundo occidental no se derrumba, se ha derrumbado ya. Resulta difícil pensar otra cosa en una sociedad cuya práctica religiosa ha descendido hasta un 10 ó un 12 % del total de la población; cuando en los matrimonios que se celebran (civiles o canónicos) la convivencia a título conyugal no suele superar, estadísticamente, los primeros 15 años de vida en común; cuando las Leyes vigentes establecen el “divorcio exprés” como una gran conquista social; cuando los llamados “matrimonios” homosexuales o lésbicos se equiparan a los heterosexuales y se les confiere el “derecho” de adoptar menores con los que establecer una caricatura grotesca de relación paterno – filial; cuando la Ley bendice la manipulación de óvulos humanos fecundados, con supuestas finalidades científicas y la eutanasia activa está al caer; cuando los gobiernos que se suponen de “derechas”, dotados de amplias mayorías parlamentarias, no se atreven, siquiera, a restringir las Leyes de despenalización del aborto que otros establecieron? Resulta difícil pensar en la viabilidad de un Sistema cuya opción no ha sido la cultura de la vida sino la de la muerte.
Y al lado de todo ello el neo paganismo y el hedonismo han conducido a un estado de cosas en que el concepto de bien común brilla por su ausencia, la corrupción (en la política y en eso que hemos dado en llamar la sociedad civil) avanza a pasos agigantados y la ciudadanía se halla cada día más alejada de la clase dirigente, de la partitocracia y de quienes la cultivan o la manejan. Mucha gente ha tardado en comprenderlo pero hoy se impone un “mea culpa” generalizado al reconocer el pueblo, en su natural y silenciosa mayoría, que la gravísima crisis económica que nos aflige y a la que no se ve salida, no es más que una consecuencia directa de la degradación moral que la ha precedido y que, lejos de corregirse, sigue imperando por doquier.
Ahora mismo resulta imposible aventurar lo que pueda suceder en España, en Francia, en Grecia, en Italia o en Portugal, entre otros Países. En La Vanguardia del pasado domingo se podía leer en un gran titular: “Francia teme un estallido” y en la del día anterior un artículo de fondo, escrito por alguien que ciertamente no se nos puede considerar afín, concluía en la siguiente forma: “França està crispada. Necessitaria un aire fresc que recordés els dies de Maig del 1968. Alguns joves manifestants contra el matrimoni gai deien davant la càmera de televisió: “Com els meus pares, participo en el Maig del 68, però al revés!”

No cabe duda que más pronto que tarde una sana reacción, a todos los niveles y en todos los sentidos, acabará por surgir del seno de la propia sociedad y que hemos de estar, los carlistas tradicionalistas, firmes y en nuestros puestos para ser capaces de canalizarla, recogerla y captarla. Nadie puede asegurar, en estos momentos, que “mutatis mutandi” y por caminos distintos (la Historia casi nunca suele repetirse exactamente), no estemos en vísperas de iniciar un proceso de crecimiento, en nuestra militancia de base, parecido al que la Comunión experimentó entre 1931 y 1936.
Sí firmes en nuestro puesto, sabiendo que individual y colectivamente estamos en las manos del Señor que es quien todo lo dispone; leales a nuestro lema : Dios, Patria, Fueros y Rey legítimo.
Defensores de los Derechos Humanos, ciertamente, pero sabiendo y enseñando que los tales, políticos incluidos, no surgen de la utópica y malévola concepción rousseauniana del “Buen Salvaje” y del “Pacto Social”, sino de la dignidad del hombre como hijo de Dios, adoptivo pero hijo.
Defensores de los Fueros, punto indeclinable de nuestro Ideario, que surge directamente de los Principios del Derecho Público Cristiano, por significar algo que emana del propio Derecho natural. Y por ello, si me lo permitís, concluiré mi pregón reiterando las palabras que pronuncié, en Barcelona, en la celebración del 10 de Marzo de este año: “Fidels a les nostres arrels i a la nostra Història romanem també fidels a aquell model de Monarquía católica, federativa i representativa que trovà la seva millor definició, malgrat les limitacions pròpies de totes les coses humanes, en la Monarquia Hispànica de la Casa d´Austria, que regí les Espanyes al llarg dels segles XVI i XVII. La lletra de les normes canvia amb el decurs del temps, però el seu esperit pot restar i això és el que volem, tornar al d’aquells temps en els quals el Senyor de les Espanyes era, de debó, “Comites Barchinone et Princeps Cataloniae”. (I també, naturalment, Rei d’Aragó, de Mallorca i de València).

Ferms doncs en els nostres llocs, amb una gran serenó d’esperit, sense defallir mai, disposats a abraçar – nos, amb força, com a carlins a la nostra creu de cada día. Segurs de que el Senyor farà la resta.

Llíria, al Regne de València, terra de Les Espanyes, a dos de maig de l’any del Senyor de dos mil tretze.