Efectivamente, Yanes Carrillo
describe mejor esta parte del exterior de la casa: “junto a su pared medianera, hacia el sur, existía un pequeño solar,
protegido con sus correspondientes muros de piedra, y parcialmente cubierto con
un improvisado cobertizo, dentro del cual tenía su propietario instalado un
pequeño alambique, en el que, algunos años, destilaba ciertas cantidades de
melazas que le mandaban del trapiche que poseía en sus fincas de Los Sauces,
con el objeto de convertirlas en aguardiente de caña, bebida que era muy
estimada y bien vendida en todos los pueblos de la Isla y, principalmente en
éste entre la clase marinera, que tanto abundaba aquí en aquel entonces…”.
Sea como fuera, el descubrimiento
del amante rondador en sus dominios le bastó para que todo su feliz mundo se
hundiera en aquel preciso instante. La traición de su esposa se desvelaba
crudamente ante sus ojos y sólo era posible un arreglo: la muerte de los
ingratos bastardos. Furibundo, al acercarse al hombre, comprobó que se trataba
del tantas veces nombrado Carlos Cart y, sacando su espada, arremetió contra él
sin miramiento alguno. Lorenzo Rodríguez publicaba: “Don Juan se acerca a aquel hombre en quien conoce a Carlos Cart, y
tirando ambos de las espadas, se traba la lucha”. Pérez García, no
obstante, refleja otra realidad que veremos más adelante. El silencio de la
noche sólo fue roto por el choque de los aceros. Los temerosos vecinos,
ocultos, oyeron el ruido del combate pero ninguno de ellos hizo nada para detener
el enfrentamiento. Nadie se metía con estos duelos que debían, por lo general,
para restaurar la tan preciada honra. El cronista Lorenzo narraba: “ya sea que Massieu fuese más hábil en el
manejo del arma, o que el delito acobardara a Carlos Cart al verse descubierto,
es lo cierto que al poco rato cayó éste mortalmente herido”. Ciertamente,
recordemos que Massieu era un diestro espadachín gracias a su exigente y
exquisita preparación dentro de su ascendente carrera militar. Yanes Carrillo
confirmaba que la tradición decía que “la
espada ensangrentada era la del hijo del capitán y que la de don Juan estaba
limpia de sangre, pero completamente torcida y mellada, encontrándose en su
punta vestigios y aun residuos del encalado de la pared interior de la pequeña
casa, a la que, seguramente por falta de visibilidad, lanzó varias estocadas,
creyendo hacerlo al cuerpo de su enemigo a donde solamente quería dirigirlas”.
Debido a que no recibió auxilio
alguno, Carlos Cart moriría instantes después a causa de aquellas terribles
heridas. Dentro de aquel solar y en la oscuridad de la noche, “en donde se dirimió aquella grave cuestión
de honor, sin más padrinos ni testigos que aquellas paredes que nunca pudieron
hablar ni por lo tanto contarnos lo que sucedió en su recinto…”
Mientras tanto, don Juan,
iracundo, penetró en su casa por una puerta trasera y se encontró con una de
sus sirvientas -“que creyó cómplice de su
mujer”- y la hirió también. Una versión popular cuenta que le había cortado
una oreja. Yanes informaba de que vivían en la casa “un esclavo y una esclava negros”, pero no coincidía con tal
versión. Según la tradición, la esclava negra había detenido su amo,
arrojándose a sus pies y le agarró con sus brazos ambas piernas fuertemente, “pidiéndole clemencia para su señora y ama”.
Seguía contando que “como tardara en
soltarle, sacó su afilado puñal de la vaina pendiente del cinturón para
hundírselo en el cuello, lo que no hizo, añadía, porque en ese momento, y en
aquella actitud, se le pareció una Santa Catalina de su devoción que se
veneraba en la iglesia de San Francisco”. Sin embargo, tras registrar todas
las estancias de su casona, no pudo localizar a su infiel esposa. Sí encontró una sábana enrollada y colgada
por una de las ventanas que daban hacia
la calle Real: Petronila se había fugado. Yanes llega a la misma conclusión,
pero sólo puede cerciorarse de que no está en la casa y que, al ver las
ventanas abiertas de par en par, comprendió “que por ella se debió haber escapado aquella infame que de esta manera
amargaba su vida”. Más tarde confirma la misma versión del uso de las
sábanas anudadas con la ayuda de su criada.
Efectivamente, se desveló el
secreto: era su querida esposa la que había estado flirteando con Carlos Cart,
su amante, desde uno de los ventanales. Petronila vio acercarse corriendo hacia
su casa a un hombre y cómo éste comenzó a batirse en duelo con su amado. Es entonces
cuando, aterrorizada, reconoció a su marido. Había descubierto su adulterio.
Sabía perfectamente que su vida corría peligro y no tenía más remedio que huir.
Corrió hacia el dormitorio conyugal, cogió unas sábanas, las enrolló y anudó
para formar una especie de cuerda gruesa. Con ella llegó a una de las ventanas
del salón principal y la lanzó al vacío. Luego se deslizó por la maroma hacia
la calle. La precipitación de la huída y su falta de habilidad provocaron su
caída sobre los adoquines. Se fracturó una pierna. La joven señora, con grandes
dolores, pudo arrastrarse hasta la casa de su vecino, el presbítero Pablo Mateo
Barroso de Sá. Éste acudió presuroso hasta la puerta de la calle cuando oyó los
repetidos e insistentes golpes. Sorprendido al ver a su amiga Petronila, la
cogió en brazos y la introdujo en el domicilio. Cuando la angustiada dama
terminó de narrarle la sobrecogedora historia que acababa de protagonizar, con
toda celeridad, el religioso la agarró de nuevo y, saliendo por la puerta
trasera, la condujo a la calle de San José. Desde allí pudieron ascender a
trompicones hasta el Convento de Santa Águeda de monjas Clarisas, donde la dejó
depositada a buen recaudo. Allí estaba segura.
A pesar de que Pérez García y
Lorenzo Rodríguez son coincidentes en varios de estos puntos, para Yanes, la
historia se desarrolló de otra manera. Cuando el colérico esposo comprobó que
Petronila se había escondido en la casa del sacerdote, amigo y vecino de la
casa, llamó con fuertes golpes en su puerta. El religioso, al oír los golpes,
se asomó por una de las ventanas y “le
dijera que perdía el tiempo en empeñarse en allanar su morada, puesto que no
solamente le aseguraba que él no tendría fuerzas suficientes para romper su
puerta”. Incluso llegó a amenazarlo
si intentaba entrar a su casa. Trató de convencerlo de que se ocultase en el convento
franciscano o se entregara a la justicia. Lo que tenía que tener claro es que
había asesinado al hijo de uno de los subordinados del Gobernador Militar de La Palma, lo que equivaldría a
una condena a muerte. Luego sí confirma la hipótesis de la escapada por la
puerta trasera hasta llegar al convento de las clarisas de Santa Águeda.
Ya de regreso y en su casa, el mismo
presbítero recibe a Juan Massieu, que acude a él preguntando por su esposa. El
desolado caballero le cuenta su versión de todo lo ocurrido. También le informa
de que, infructuosamente, llevaba recorridas varias calles sin dar con su
paradero. El historiador Lorenzo Rodríguez escribía que el sacerdote “trata de calmar, con prudentes consejos, la
excitación de Massieu, y viendo que principiaba a aclarar el día sin haber
tomado ninguna medida salvadora, se propone Barroso hacerle comprender la
gravedad de lo sucedido y lo expuesto que estaba a ser preso y juzgado por la
justicia si ésta, como era presumible, le consideraba autor de aquel atentado…”
Tantas sugerencias y recomendaciones dieron su fruto, pues el abatido Massieu
se dejó conducir por Pablo Mateo hasta el convento franciscano de la Inmaculada, donde quedó
“encomendado a aquellos buenos
Religiosos”.
Ahora regresemos a lo publicado
por Pérez García en 2006. Según su narración, Juan Massieu habría reconocido su
crimen ante el licenciado Isidoro Arteaga de la Guerra, “a quien despertó en su domicilio, entre la
una y las dos de la madrugada del 2 de julio de 1717 para confesarle el hecho”.
Recordemos que Isidoro Arteaga
(Santa Cruz de La Palma,
1670-1741) era clérigo presbítero. Había ocupado uno de los tres beneficios de
la parroquia matriz de El Salvador, primero en calidad de servidor y después en
propiedad, para el que fue presentado por Real Cédula de S.M. Felipe III, dada
en Madrid el 18 de marzo de 1717.
Lorenzo Rodríguez desvelaba una
declaración que el asesino hizo ante la Justicia, y que arroja otros datos ofrecidos por
su colega Lorenzo, cien años antes. Según aquélla, don Juan “arrebatado de la ira en que lo puso aquel
arrojo, le tiró (a Carlos Cart) con una pistola y viendo que el dicho se había
arrojado de lo alto al suelo de dicha casilla, sin conocer si cayó por herido o
se arrojó para acometerle con armas de fuego que presumió traerla, se entró
dicho Don Juan en la casilla disparándole al agresor otra pistola, y luego
sintió que le acometería tirándole algunas estocadas que resistió Don Juan más
con las manos que con el espadín, porque al tirarle otra punta se le dobló
dando en la pared o en otro obstáculo, por cuya causa se arrojó a la lucha y le
quitó su espadín al dicho Carlos Cart, con lo que lo mató después de haberlo
derribado en el suelo”.
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