Revista FUERZA NUEVA, nº 148, 8-Nov-1969
Ante el sepulcro del Cardenal Gomá, don Sixto de la Calle leyó la oración que transcribimos, obra de Blas Piñar.
Oración ante la tumba del Cardenal Gomá
¡Cardenal Gomá, Cardenal de España, nuestro Cardenal!
Sabemos que nos escuchas; que aquí, en este templo donde tantas veces tu palabra, encendida por el celo de la Casa de Dios, invitaba a los españoles a continuar fieles a Cristo y a su Iglesia, tu oído espiritual se hace más agudo, más sensible a la inquietud y a la zozobra, a la ilusión y a la esperanza de los que se humillan para pedir y para rezar.
Por eso llegamos a esta Catedral Primada un puñado de hombres y de mujeres que aprendimos de ti la lección ejemplar de una existencia consagrada al servicio de Dios y al servicio de España, a rendirte, en este centenario de tu nacimiento, un homenaje sencillo, pero auténtico, porque todo lo que tú simbolizas y representas, nosotros lo hacemos nuestro y lo proclamamos sin disimulo ni cobardía.
A la vez que pedimos por ti, te pedimos que pidas por nosotros. Sabemos que más allá de la muerte no hay otra jerarquía que aquella que depara la caridad florecida en obras, sin la que nada vale la fe dormida y en huelga. Por eso, porque la plenitud de tu sacerdocio y tu puesto elevado en la Iglesia jerárquica quedó transido de amor a Dios y de amor a los hombres, porque apuraste hasta las heces el cáliz del sufrimiento y de la calumnia, porque sublimaste en la desnuda entrega que pide el Evangelio, la plenitud de una vida dotada de las prendas mejores -aunque rogamos por ti-, te imaginemos en el cielo, gozando de la felicidad inagotable de un Dios contemplado en su riqueza inagotada.
Te pedimos que intercedas por nosotros, para que en esta hora de incertidumbre y de confusión, nos mantengamos firmes, y como San Pablo deseaba, vestidos con la armadura de Dios, ceñidos los lomos con el cíngulo de la verdad, cubiertos con la coraza de la justicia, calzados los pies con la prontitud del Evangelio, embrazando el escudo de la fe, protegidos por el yelmo de la esperanza y empuñando la espada del Espíritu.
Queremos recordar algunas cosas que en momentos trágicos nos dijiste: “Sin políticos de carne y hueso que encarnen los principios de la ciencia y del arte de gobernar -que esto es la verdadera política- no es posible a un pueblo seguir por los caminos de la paz y del progreso”.
Pues bien, nosotros que sentimos esta vocación política, te pedimos que intercedas por nosotros, para que no nos aturda lo que tú llamaste “la soledad de España”, para que no nos olvidemos nunca, como tú nos señalaste, que aquello “que se alcanzó una vez (no) lo fue para siempre; (que) la civilización es un estado heroico, una lucha de todos los instantes contra la eterna barbarie; (que) hemos de permanecer en constante y avisada centinela ante el enemigo; (que acabada la guerra) deberíamos quedar arma al brazo para la construcción y defensa de la España nueva”.
Nosotros -como tú lo querías- deseamos seguir siendo España. Por eso no es “nuestro espíritu el que ha de ser absorbido por el de la revolución sino que a ella debe imponerse”. Nosotros, como Franco dijo, “queremos una España católica” y por ello pedimos, como tú, nuestro Cardenal, pedías: “ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera o contra Dios y su Iglesia en España”.
Nosotros queremos rehacer la autoridad cristiana, justa, suave, paternal y severa para todo y para todos”. Nosotros queremos la “justicia social informada por la caridad de Jesucristo, sin la que la justicia no puede salvar los puntos muertos de la vida colectiva” ni realizar el ambicioso proyecto de que “no haya un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”.
Nosotros, que creíamos no sólo que España había recobrado su territorio, con aquella juventud remozada de los fuertes que sucumbieron, sino que -como tú anhelaste- había hallado de nuevo su alma, tenemos la impresión de que fuerzas ocultas o conocidas, atrincheradas en el frente enemigo o enmascaradas en puestos directores, pretenden seducirla y adormecerla.
Nosotros notamos un “descenso del sentido de Dios” a la vez que las intrigas larvadas de los políticos disociados de nuestra tradición y de nuestra historia, que se entretienen en fórmulas de transacción con el espíritu revolucionario, en escaramuzas que han debilitado la fuerza de resistencia, en pactos de mutua permeabilidad… que han borrado los contornos de una política cristiana”.
Nosotros percibimos que “quienes debían ser los heraldos de Dios para meter su nombre, su doctrina y su ley en lo más vivo de la sociedad, han dejado vergonzosamente su oficio de orden espiritual” sin que apenas se oiga una protesta que despierte contra los halagos de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos o la soberbia de la vida.
Nosotros nos damos cuenta de que otra vez se pretende un “sentido extranjerizante de nuestro política, con orientación opuesta al espíritu nacional”, y que ciertos nacionalismos separatistas rebrotados tienden a “aflojar los… vínculos legítimos de la patria, a la que en buena doctrina cristiana nos ligan razones de caridad”.
Pero nosotros recordamos que el dolor de España, como tú predijiste, no sería inútil. Si la España inmortal entregó a los hijos de un día de su historia, lo hizo para que esa historia siguiera la ruta de los siglos.
Aquí venimos a buscar la fuerza de la creación, el temple del alma que se torna recia al contacto con Dios y con las cosas divinas.
Aquí venimos con hambre de eternidad, para seguir trabajando por España para sabernos portadores y artífices de su destino en la vieja Europa, de su rectoría espiritual entre las naciones de nuestra estirpe, de su papel, que ha sido y quizás sea único, de salvar -cuando todos renuncian y claudican ante el esfuerzo- “a la civilización cristiana de la acción destructora y antisocial del marxismo” -incrustado allí donde menos podía esperarse- “como en otros tiempos la salvó de los horrores de la Media Luna y de la desviación de la reforma protestante”.
Escucha, Señor, de nuestros labios que quieren ser humildes, junto a la tumba del que fue uno de tus elegidos, del Cardenal Gomá, de nuestro Cardenal, “esta plegaria viva por España” que sube al cielo desde una tierra empapada de sangre vertida en Tu nombre.
Con el Cardenal Gomá, con nuestro Cardenal, nos atrevemos a suplicarte: “exurge Christe, adjuva nos. Te lo pedimos por tus méritos y hasta por los nuestros, como pueblo, ante Ti; porque ninguna nación ha hecho por Tu nombre y religión lo que España hizo”.
¡Señor!, que jamás olvidemos las palabras de Pío XII a los soldados victoriosos de la Cruzada: “España sin hogares cristianos y sin templos, coronada con la Cruz de Jesucristo no sería la España grande, siempre valerosa, más que valerosa, caballeresca, más que caballeresca, cristiana”.
¡Señor!, que por eso mismo, tampoco olvidemos las palabras de tu Cardenal, de nuestro Cardenal: “si un día sufriéramos una desviación…, porque el exceso del mal llevara a tolerancias indebidas, porque un equivocado concepto político del Estado cohíba o tuerza la vida colectiva o amenace deformar nuestra fisonomía histórica”, como católicos y españoles, tendréis la obligación de uniros para la defensa de la Religión y de la Patria”.
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