Es un error contemporáneo muy extendido entre los indiferentes religiosos y muchos católicos, el confundir las enseñanzas de Cristo sobre el amor con el “buenismo”, una suerte de transigencia genérica con todos y con todo. No obstante, lo cierto es que los cristianos sí podemos odiar, de hecho, estamos obligados a odiar.


Debemos odiar a alguien: satanás, y debemos odiar algo: el Mal. Debemos odiar a la soberbia, la raíz de todos los pecados, que nos aleja de Yahvé y nos convierte en pequeños dioses rebeldes a los mandamientos de Cristo, origen de la arrogancia, el desprecio del hermano, la rebeldía. Debemos odiar la blasfemia y la mentira, hijas predilectas de Lucifer, que ofenden a Dios y a los hombres, que confunden a los incautos, que separan a los hombres y los vuelven unos contra otros. Debemos odiar la envidia, que siembra el mundo de recelos, murmuraciones, calumnias y discordia, y que vuelve el corazón insensible ante la desgracia del semejante. Debemos odiar la avaricia, que nos convierte en idólatras de Mamnón, que es el origen de la codicia, la estafa, el fraude, el materialismo, la corrupción que nos anega como sociedad y la explotación del hombre por el hombre. Debemos odiar la lujuria, que convierte el templo de nuestra alma en un juguete roto, que conduce al adulterio, a la fornicación, a la sodomía, a la pornografía, a la masturbación y es causa de la prostitución, que mancha cuerpos y almas, humilla a las mujeres y provoca el negocio maligno del tráfico de personas. Debemos odiar la gula, que nos convierte en esclavos de nuestros apetitos, que conduce al alcoholismo, la drogadicción, la ludopatía y tantos vicios que nos destruyen a nosotros y a los que nos rodean. Debemos odiar la ira, que nos domina, y nos lleva al insulto al hermano, a la impulsividad que es causa de violencia, agresión, maltrato y homicidio, que es la madre de todas las guerras. Debemos odiar la pereza, que nos convierte en irresponsables y negligentes, que nos animaliza, que transforma nuestro ocio en el campo de cultivo de todos los vicios.

Nuestra respuesta es el Amor. El amor a Dios por encima de todas las cosas, y el amor al prójimo, en justo espejo (“si no amáis a quienes podéis ver. ¿Cómo podéis amar a quién no véis?”) y complemento con aquel primer Amor. Y Jesucristo añade algo más, dice “ama a tu prójimo como a tí mismo”. Precisamente porque la medida del amor al prójimo debe ser el amor que hacia nosotros sintamos. Y por ello, cuando el prójimo cae en el pecado, incluso cuando le lleva a ofendernos, o perseguirnos, hemos siempre de saber separar el odio al pecado con el amor al pecador. No pocas veces reprender al hermano que comete una falta es el mayor acto de amor hacia él. Nada que ver con la invitación a ignorar o justificar los desvíos morales del hermano, so capa de un falso amor hacia él, que son complicidad en su caída. Y la medida de ese amor hacia el prójimo debe ser el amor a uno mismo, porque así, cuando un hermano practica y sostiene el mal, acude en nuestro auxilio la misericordia de ver en su imagen nuestros propios tropiezos en idénticas o parecidas faltas. Así, podemos corregirle con la compasión de quién se sabe tan débil como él y ha experimentado la misma caída, en lugar de con la dureza de corazón de quién cree estar libre de mal, y ha caído en el primero y peor de todos. Esa es la gran enseñanza cristiana. Y sin duda es un pecado terrible el odio a sí mismo que una persona puede llegar a tener cuando su vida se instala en el mal, puesto que con esa misma desesperación con se juzga a sí mismo, tratará a los demás. Por eso el amor a uno mismo es también enseñanza de la Iglesia: nos sabemos criaturas amadas de Dios, que entregó a su propio Hijo por nuestra redención. Nadie puede dar aquello que no tiene; amémonos profundamente y repartamos ese amor en abundancia a cuantos nos rodean.

Y el odio al mal, y a su promotor sobrenatural. Tarea del cristiano es perseguir implacablemente al mal en el mundo, extirpándolo de los hombres malvados, como se extirpa un tumor del enfermo. Cristo vino, en hermosas y precisas palabras, para curar a los caídos, no para redimir a los justos que no necesitan redención. Por eso a ellos ama con más pasión, porque lo necesitan más. Colaboremos con Él en esa obra.

Hoy celebramos la festividad de Cristo, Rey del Universo. Que reine ciertamente en nuestros corazones, y también en los de nuestra familia, en los de nuestra comunidad parroquial. Y no seamos tan tibios que por miedos humanos, dejemos de pedir también que reine en nuestra sociedad, que triunfe del Mundo dentro del mundo, que el mal y la tolerancia al mal sean desterrados igual de las personas como de las costumbres y las leyes. Hagámoslo públicamente, como cristianos, como comunidad católica, porque esa misión es la que nos encomendó Nuestro Señor, la de gritar desde las azoteas lo que nos susurró a los oídos.

Lo que sale de la boca procede del corazón y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias
Mt 15, 18-19


El odio de los cristianos