La vida del hombre no termina con la muerte (Noviembre 2010) Cuando hablamos del día 2, de los Fieles Difuntos, nos referimos a aquellos que están en lo que la Iglesia llama Purgatorio, un lugar o un tiempo de purificación, supuesto que al Cielo no entrará nada manchado y todos necesitamos satisfacer de algún modo la justicia de Dios, cuando hemos faltado y lo hemos ofendido, y no pagamos aquí las penas temporales de nuestros pecados. En Macabeos 2 está el fundamento de esta doctrina de la Iglesia, la de rezar por los muertos para que Dios perdone sus faltas y los pase a su descanso.
Se trata, pues, de los fieles que murieron en la amistad de Cristo, pero en este mundo no tuvieron tiempo de arreglarse bien, de purificarse, de hermosearse, para pasar al descanso y la visión de Dios.

Cuando en este mundo tengamos alguna pena, alguna mortificación, con espíritu de fe debemos aceptarla como una ocasión que Dios nos da de pagar aquí y no allá, de purificarnos y prepararnos al abrazo eterno de Dios.

Lo que quiero ponderar en este mensaje acerca de estos dos festejos es el Misterio de la Iglesia. La Iglesia no es una organización puramente humana; es una obra de Dios, es un Misterio de Salvación. Lleva un paso a través del tiempo, pero hacia la eternidad; la Iglesia no se acaba en este mundo, se edifica aquí pero permanece para siempre.

La Iglesia está constituida por todos aquellos que creemos en Cristo y hemos sido bautizados en Él. Quien se ha unido a Cristo, permanece unido para siempre, esté aquí, allá o en el Purgatorio; es parte de la Iglesia de Cristo y miembro del Cuerpo de Cristo nuestro Señor. Por eso en el catecismo hablábamos de tres estadios de la Iglesia: la Iglesia Militante, es decir, que lucha contra el pecado y contra el mal en este mundo; la Iglesia Purgante, que se purifica en el tiempo y en el lugar del Purgatorio para pasar al Reino; y la Iglesia Triunfante, la que llegó a la Patria, la Iglesia de los bienaventurados que ya reinan con Cristo y sus ángeles.

La Iglesia es, pues, este Misterio de Salvación, que nos abre una perspectiva inmensa de esperanza y alegría.

Los creyentes en Cristo tenemos no un muro delante de nosotros, los estrechos límites de esta Tierra, encerrados como estamos en el “aquí” y el “ahora”, enfrentados a la muerte inevitable, sino que tenemos una perspectiva al infinito. Después de esta vida hay otra mucho mejor, después de esta muerte temporal, una vida eterna llena de felicidad, de toda realización y plenitud en la casa de nuestro Padre Dios.

La Iglesia va hacia la Patria, sufre, batalla, es perseguida, es traicionada, incluso a veces por nosotros mismos, quienes la formamos en este mundo, pero su paso es hacia la eternidad, para realizarse plenamente en lo que el Apocalipsis, en sus últimos capítulos, describe como la Jerusalén celestial, la ciudad perfecta, el templo santo donde Dios habita y donde los santos y elegidos de Dios gozan total y plenamente. Allí no habrá llanto, muerte ni luto; todo eso habrá quedado atrás y Dios será todo en todos.

En estas conmemoraciones acudimos seguramente a las iglesias. Ojalá hayamos reflexionado en fortificar nuestra fe en ese Misterio de la Iglesia que profesamos en el Credo, cuando decimos: creo en la Iglesia. La consideración que quiero hacer con ustedes es que las celebren siempre con un sentido profundo de Iglesia. La Iglesia, al fin y al cabo, es sujeto de nuestra fe, la Iglesia es un misterio y por eso decimos: creo en la Iglesia.

Los que estamos en la Tierra podemos ofrecer oración y sacrificio por los que están en el Purgatorio, para que Dios les acorte sus penas, y los que están en el Cielo interceden por nosotros para que nos dé la Gracia de vivir santamente.
Los creyentes católicos debemos celebrar estas fiestas conscientes de ese sentido profundo de fe en la inmortalidad del alma, en el destino eterno del hombre y en una felicidad que nos espera.