LA PRIORIDAD EN LAS BATALLAS
Tanto la vida de los hombres como la de los pueblos experimentan a veces momentos de plenitud y de victoria en los que parece que todo les es concedido, y a veces también grandes derrotas y retrocesos históricos que los reducen a las mínimas posiciones y les obligan a recomenzar de cero su vida.
Pensemos entre los primeros, y referido a nuestra patria, España, aquel año estelar de 1492 en que nuestros mayores alcanzan definitiva victoria sobre el infiel en la vega de Granada, y que, como de propina, reciben con el descubrimiento las llaves de todo un mundo nuevo. Entre los segundos -los retrocesos catastróficos- recordemos aquel aciago 711 en que se consumó en una sola batalla “la pérdida general de la España”. La aristocracia visigótica que en el año 710 se consideraba definitivamente asentada en una gran nación dotada de unidad religiosa, se ve de pronto fugitiva en las montañas asturianas para iniciar, con pequeñas escaramuzas, una reconquista que duraría casi ocho siglos.
Otro tanto acontece en la vida de los individuos. Hombres que, por ejemplo, han sido capaces de escalar las más altas montañas, se ven pronto incapaces de remontar las escaleras de su casa. Unos y otros, sin embargo, individuos y pueblo han de reaccionar y afrontar su suerte histórica por precaria que sea la situación en que se han visto reducidos. Con la diferencia de que en el individuo la lucha contra la caducidad es, en cierto plazo, causa perdida, al paso que los pueblos y civilizaciones pueden conocer renacimientos y nuevos días de esplendor.
En nuestros días, cualquier hombre reflexivo y en cuya mentalidad se encuentran LA RELIGIÓN, LA PATRIA Y LA FAMILIA, puede darse cuenta de que en su edad ha vivido uno de aquellos grandes retrocesos históricos que marcan jalones del acontecer humano a lo largo del tiempo. Entre la España Católica que luchó y venció en nuestra Cruzada de Liberación y la actual España de la impiedad y del aborto, media un abismo difícil de sondear o una derrota de Guadalete cuya repercusión histórica no se puede todavía predecir. La batalla no se libró, por supuesto, en nuestro suelo: la tragedia española -su rápida descristianización y su troceamiento territorial- es sólo una de sus innumerables consecuencias. Son muchas las personas que buscan dar la batalla hoy al socialismo, o incluso a la democracia liberal, formando partidos políticos para la lucha electoral, movimientos nuevos, frentes comunes, etc. No es desdeñable su acción, puesto que ningún campo debe abandonarse y es preciso mantener en todas partes el fuego de la fe. Pero, desgraciadamente, no es en el campo de la política donde hoy ha de reñirse la batalla decisiva: tales esfuerzos, aunque pueden tener su utilidad, están hoy condenados a no ver el éxito, y menos, el triunfo.
Es probable que los hispano-cristianos derrotados en Guadalete pensaran que aun se libraría una batalla en la corte visigótica de Toledo, batalla que podría contener o rechazar la invasión agarena. Pero no: la catástrofe había sido demasiado grande, y la batalla siguiente habría de librarse, casi a pedradas, en la remotísima Covadonga, entre montañas cuya existencia apenas conocían aquellos nobles visigodos. Algo parecido sucedió en nuestra Guerra de Liberación: durante toda su primera mitad, el bando nacional -y su mando- creyó que la batalla decisiva estaba en la toma de Madrid, a cuyas puertas se había llegado y que representaría el hundimiento inmediato del frente enemigo. Se tardó mucho en comprender que las posiciones de asalto eran malas y que el enemigo se había reorganizado con ayuda internacional y tenía fortificado todo ese frente. Fue la época de las infructuosas batallas del Jarama y de Guadalajara y de la peligrosa aventura de Brunete. Y es que la pelea decisiva no estaba ya en Madrid, sino en aquel lejanísimo Motrico donde un año antes se detuvo la ofensiva del norte. Era preciso -y muy realizable- conquistar las cornisa cantábrica y ya con ese ejército liberado y añadido, atacar la zona enemiga por aquel punto que se mostrase más débil. Así se hizo y resultó de ello que la guerra se ganó al cabo de casi tres años, pero Madrid estaría en las últimas plazas que cayeron.
De parecida forma, el naufragio a que hemos asistido ha sido tan profundo que la batalla eficaz no puede ya darse en el terreno político ni aun en el cultural, por mas que en ellos deban mantenerse las posiciones en lo posible, si es que posiciones quedan.
Por desgracia, LA BATALLA HOY HA DE LIBRARSE EN EL CAMPO REMOTO Y SUPREMO DE LA RELIGIÓN, dentro de la propia Iglesia Católica. Porque la tragedia es ésta: el cimiento mismo de nuestra civilización, el aliento de la fe religiosa que siempre movió la fe del misionero o el brazo del guerrero -la Iglesia Católica- ha dejado hoy de asumir esa función de animación espiritual para otorgársela precisamente a los eternos enemigos de su Fe. (Me refiero a la Iglesia temporal y visible, no a la Iglesia eterna que siempre vivirá).
La gran batalla, el Guadalete de nuestro siglo, se libró en el Concilio y la Iglesia ecumenista-modernista-pacifista-democrática que de él salió, es la responsable del inmenso desarme moral en que viven los católicos de hoy, y también de la extensión vertiginosa, planetaria, que ha alcanzado la Revolución.
Esa batalla por la recuperación interna de la Iglesia será fácil o difícil, pero es posible, y no faltará en ello la ayuda de Dios. Si el enemigo ha sabido infiltrarse en su seno, no será imposible a los católicos devolverla a su verdadera Fe y a su misión histórica. Si esa batalla no se gana, el espíritu de la ONU y el marxismo, respaldados por la Iglesia progresista, son invencibles. Si, en cambio, se afronta y se gana, pueden caer con el tiempo como gigantes con pies de barro, como cayó la dominación musulmana en nuestra Reconquista.
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