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Tema: Liberalismo y Catolicismo

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    Liberalismo y Catolicismo

    Liberalismo y Catolicismo




    Padre Roussel




    “… Los errores modernos envenenan de tal modo la atmósfera que respiramos, que los mejores fieles de la Iglesia se contaminan. Las costumbres de laicización de la Sociedad, de indiferentismo religioso, de liberalismo en todos los campos, son tales, que nos cuesta mucho acoger la verdad en toda su integridad, verdad que nos viene de la sana filosofía y de la fe católica…”
    “… El libro del Padre Roussel: Liberalismo y Catolicismo, da una perfecta idea del Liberalismo y del peligro que supone el Catolicismo liberal, que proliferó con motivo del ralliement, se desarrolló con el Sillonismo, el modernismo, el progresismo, para triunfar con ocasión del Concilio Vaticano II, y destruir finalmente todo lo que quedaba de específicamente católico en la fe, la moral, la Liturgia, las instituciones de la Iglesia, por la aplicación del espíritu ecuménico y democrático.
    “De ahí la importancia de conocer bien lo que los Papas pensaron sobre el Liberalismo y sus sucedáneos. Su resistencia tenaz y valiente frente a este ataque apocalíptico es también nuestra resistencia. Sus argumentos son nuestros argumentos. Puesto que este ataque tiene como fin la destrucción del orden natural y sobrenatural, la defensa contra él se ha de basar en los principios fundamentales de estos órdenes natural y sobrenatural, y, por consiguiente, en principios inmutables y eternos como Dios mismo, autor de estos dos órdenes…”

    (Extractos del curso consagrado al “Magisterio de la Iglesia”,
    del año 1979-1980, por Monseñor Marcel Lefebvre)





    Primera Parte




    INFORME SOBRE EL LIBERALISMO EN GENERAL




    INTRODUCCIÓN

    Deseamos que Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor de los hombres, reine no sólo sobre los individuos, sino también sobre las familias, pequeñas y grandes, sobre las naciones, y sobre todo el orden social. Esta es la idea rectora que nos une especialmente esta semana.
    De este reinado social de Cristo Rey, reinado legítimo en sí, necesario para nosotros, no hay adversario más temible por su astucia, su tenacidad, su influencia, que el liberalismo moderno.
    ¿Qué es pues el liberalismo?, ¿cuáles son sus orígenes, sus principales manifestaciones, su desarrollo lógico?, ¿cómo calificarlo y refutarlo?... tales son algunas de las preguntas de las que esta relación quiere exponer rápidamente el enunciado con su respuesta.



    1º) EL TÉRMINO Y LA COSA


    El término “liberal”, como aquel del cual procede, “libertad”, gusta a la masa inconsciente; en efecto, a causa de su misma imprecisión sonora, es fácilmente entendido y permite así a cada uno elegir y aplaudir, entre los múltiples sentidos que abarca, aquel que responde mejor a sus convicciones, a sus sentimientos, a sus intereses. De allí los numerosos y, en definitiva, funestos equívocos a los que se presta.
    Sirve para designar ya sea aquello que conviene a un hombre de condición libre, o la cualidad de un corazón abierto a la piedad y generoso; en este sentido Dios es, según Santo Tomás, “máxime liberalis” (1); o, finalmente, el amor a una cierta libertad. Es en este último sentido que lo tomamos aquí: el liberal es aquel que es y se declara partidario de la libertad.
    Pero se encontrarán, nuevamente, muchos modos de ser “liberal”, según las muy diversas interpretaciones que podrán darse a esta palabra “libertad”.
    Bajo la Restauración, el partido «liberal» incluía a los discípulos de Voltaire y de Rousseau, imbuidos de los principios de 1789, enemigos de la monarquía católica y de la Iglesia romana, devotos de las “libertades modernas”, concebidas como una conquista definitiva, como un ideal intangible, del cual ellos se hacían los más ardientes prosélitos.
    Este es el sentido que ha mantenido hasta hoy entre nuestros vecinos, los belgas. Pero en Francia, desde el día en que, bajo la influencia de F. de Lamennais, algunos católicos preconizaron la adhesión a las «libertades modernas», los entusiastas de la Declaración de los Derechos del Hombre, los herederos de la Revolución pretendieron, no sin razón, poseer el monopolio del “liberalismo integral”, “radical”: fue así que los “liberales” de 1820 se convirtieron en los «radicales» de la Tercera República; abandonaron a los partidarios del orden el calificativo mismo del desorden, al punto que hoy, en Francia, el término “liberal” es a menudo aplicado, a modo de elogio, a todo estado de espíritu, a todo sistema favorable a las libertades legítimas.
    Aquí lo entendemos, por el contrario, en el sentido netamente peyorativo de una afección morbosa por una libertad desordenada, o del sistema en el cual trata de traducirse esta afección, como para justificarse respecto a la razón. Se trata entonces de mostrar al desnudo esta afección, de precisar este sistema y definirlo.
    La tarea es de las más difíciles: en efecto, el liberalismo, tomado en su conjunto, es algo vago, incierto, indeterminado, que extendiéndose a todos los campos, filosofía, teología, moral, derecho, economía, aparece en todos como esencialmente variable, al gusto de las personas y de las circunstancias. De allí la extrema dificultad de aprehender este proteo que asume a voluntad todas las formas, todos los rostros, incluida la máscara de la verdad y de la virtud.
    Intentemos entonces hallar, bajo sus múltiples manifestaciones, su característica más formal y su sentido más profundo, para dar una definición, al menos aproximada.


    2º) LA VERDADERA NOCIÓN DE LIBERTAD


    El liberalismo, como su mismo nombre lo indica, se presenta como un sistema de libertad. Pero, ¿qué es la libertad? Nueva dificultad, ya que la palabra expresa, a su vez, cosas muy diversas.
    En general, la palabra “libertad” sugiere la idea de exención de la necesidad, de ligaduras, de la sujeción; significa una cierta independencia y dominio. Sin entrar en las numerosas distinciones que una simple relación no puede comprender, destacaré solamente tres sentidos principales de Libertad:
    1º) La libertad física externa, libertad de acción o espontaneidad (en latín, “libertas a coactione”): significa la exención de la necesidad física exterior, o sujeción, la ausencia de obstáculos al ejercicio de la actividad natural. Es común al hombre, al animal e incluso a los seres inferiores.
    2º) La libertad física interna o “libre arbitrio” (“libertas a necessitate”): es la libertad de elección que exime de la necesidad interna; arraigada en la espiritualidad, hace al ser dotado de ella verdaderamente causa y dueño de sus actos, y en consecuencia, responsable. Esta libertad es, pues, propia del ser inteligente y se opone al determinismo.
    3º) La libertad moral: es la libertad física interna en tanto que limitada razonablemente en su objeto y perfeccionada en su ejercicio por la ley procedente de la autoridad legítima y que traza al libre arbitrio los límites que no puede superar, los caminos que puede o debe seguir. En este sentido, la libertad es sinónimo de derecho y se dice siempre en plural: las libertades, las franquicias, los derechos.
    Las demás libertades no son más que emanaciones o determinaciones de estas tres clases de libertades; así, la libertad civil será la facultad de cumplir sin trabas todos los actos legítimos del ciudadano en la ciudad; la libertad política, la participación razonable y proporcional de los ciudadanos en los asuntos de interés general, comportando una cierta autonomía y resultando de franquicias locales y profesionales tan amplias como lo exijan las circunstancias...
    Estas simples nociones bastan para permitirnos precisar los conceptos católico y liberal de la libertad, y para ver como difieren y se oponen.
    El Católico afirma y mantiene dos principios: la realidad del libre arbitrio del hombre, contra los deterministas; y su necesaria dependencia respecto a Dios, a sus leyes y a las autoridades que proceden de El. El hombre es a la vez libre físicamente, en tanto que dotado de un alma espiritual, exenta del determinismo de la materia, y moralmente obligado o necesitado, en tanto que dependiente de Dios y de sus leyes. Viniendo de Dios, retorna a Dios libremente, pero obligatoriamente y conforme a sus prescripciones; debe obedecer libremente a la necesidad moral, al deber, a la ley. Así, al igual que la lógica, ordenando las ideas según sus relaciones esenciales, conduce el espíritu, sometido a sus leyes, hacia la verdad científica, del mismo modo la moral, ordenando los bienes según su valor respectivo, hace buena a la voluntad libre que le obedece y la encamina hacia la posesión de su fin, hacia la perfección del hombre. Esto es lo que se llama el uso racional del libre arbitrio: limitándole, trazándole sus caminos, la ley lo perfecciona y le permite alcanzar su fin. Así, el hombre, esencialmente libre por naturaleza y no menos esencialmente dependiente por condición, tiene el derecho, la libertad moral de hacer sólo una parte de aquello que puede hacer; en consecuencia, para sintetizar todos los elementos de la verdadera libertad, se puede decir que ella consiste en que la actividad propiamente humana, ya desligada por naturaleza de las trabas de la materia (libre arbitrio) luego moderada y ordenada en sus elecciones por la ley (libertad moral), no debe ser obstaculizada, sino auxiliada en las prosecución fundamental de su fin último (libertad de acción). Y si a esta actividad natural se agrega un día la gracia, principio de vida superior divina, se tendrá la libertad cristiana, de la cual toda su ley será la Caridad, la fusión íntima con la Voluntad siempre recta de Dios, caridad ordenada por la verdad especulativa y práctica que somete al hombre a Dios para liberarlo de todo lo que es indigno de El; y esta libertad tiene derecho a todo respeto, porque es la actividad del mismo Espíritu Santo en el hombre. Esta noción de la verdadera Libertad hace comprender que, para el hombre, ella consiste en no ser impedido de cumplir los actos que la Ley o le prescribe realizar: de allí las espléndidas definiciones dadas por León XIII: “La facultad de moverse en el bien”, “la facultad de alcanzar su fin sin obstáculos”.
    El liberal, por el contrario, comienza por enredar estas nociones y, a favor de los equívocos que así se hacen posibles, no los desaprovecha para erigir como derechos absolutos sus deseos, voluntades y caprichos. Del libre arbitrio con frecuencia ni se preocupa; incluso es de buena gana determinista. Pero si rechaza el libre arbitrio no es sino para extender aun más la libertad moral, sustrayéndose así a toda autoridad, a toda responsabilidad. De este modo termina confundiendo perfectamente libertad e independencia, si no es que ya ha comenzado por allí. El católico enuncia que el libre arbitrio no debe ser arbitrario, que el “apetito racional” debe actuar según la razón, ser moderado por la autoridad y la ley, ordenado al fin del hombre. El liberal hace de la libertad misma un fin en sí (2), ella es por sí misma su ley, en tanto que independencia soberana y autonomía plena. La libertad católica se diviniza sometiéndose a Dios, la libertad liberal se destruye haciéndose Dios.
    Un ejemplo hará comprender mejor esta oposición radical: tanto el liberal como el católico preconizan la libertad de conciencia. Pero el católico entiende por esto la plena facultad de cada uno de conocer, amar y servir a Dios sin trabas, “el derecho de practicar su religión y de obtener que la leyes de su país la sostengan y la protejan” (Cardenal Andrieu), el derecho, para la Iglesia, de cumplir su misión en el mundo... “ut destructis adversitatibus et erroribus universis, Ecclesia tua secura tibi serviat libertate”.(3) El liberal, por su parte, quiere afirmar con ello la plena independencia de todo hombre en el orden religioso, la libertad de creer lo que quiera o incluso de no creer; es el derecho al error y a la apostasía, es el derecho a exigir que las leyes de su país tengan en cuenta el escepticismo, su incredulidad.
    Así, cuando la Iglesia reclama la libertad de conciencia (o mejor, de las conciencias) y la Tercera República la proclama solemnemente, no podemos dudar que bajo la identidad de fórmula se oculta un malentendido radical: se emplean las mismas palabras, se comprenden en un sentido totalmente opuesto.
    Así, en tanto que la libertad católica es una fuerza moderada por la razón y la fe, canalizada y dirigida por la ley y la autoridad, la libertad “liberal” se convierte en sinónimo de independencia más o menos absoluta respecto a las reglas, a la autoridad, a la ley...Es, frente a la libertad ordenada, una libertad anárquica: nada nos permitirá comprenderlo mejor que el simple análisis de los hechos y la enumeración de los diversos aspectos del liberalismo.


    3º) ASPECTOS DEL LIBERALISMO. SU DEFINICIÓN


    El liberal es fanático de la independencia, la predica hasta el absurdo, en todo dominio:
    • La independencia de lo verdadero y del bien respecto al ser: es la filosofía relativista de la “movilidad” y del “devenir”;
    • La independencia de la inteligencia respecto a su objeto: soberana, la razón no tiene que someterse a su objeto, sino que lo crea, de donde surge la evolución radical de la verdad; subjetivismo relativista;
    • La independencia de la voluntad respecto de la inteligencia: fuerza arbitraria y ciega, la voluntad no tiene que preocuparse por los juicios y estimaciones de la razón, sino que crea el bien tal como la razón crea lo verdadero;
    • La independencia de la conciencia respecto a la norma objetiva, a la ley: ella misma se erige en regla suprema de la moralidad;
    • La independencia de las potencias anárquicas del sentimiento respecto de la razón: es uno de los caracteres del Romanticismo, enemigo de la preeminencia de la razón (cfr. Rousseau, Michelet...);
    • La independencia del cuerpo respecto al alma, de la animalidad respecto a la razón: es la inversión radical de los valores humanos;
    • La independencia del presente respecto al pasado: de allí el desprecio a la tradición, el mórbido amor a lo nuevo bajo el pretexto del progreso;
    • La independencia de la razón y de la ciencia respecto a la fe: es el Racionalismo, para el cual la razón, juez soberano y medida de lo verdadero, se basta a sí misma y rechaza todo dominio extraño;
    • La independencia del individuo respecto a toda la sociedad: del niño respecto a sus padres, de la mujer respecto al marido, del ciudadano respecto al Estado, del fiel respecto a la Iglesia. Es el individualismo anárquico, para el cual el hombre, naturalmente bueno (Rousseau) o en fatal progreso (Payot, Bayet) debe poder evolucionar a su gusto, en toda libertada, vivir intensamente su vida; todo atentado a esta libertad sagrada es tiranía, despotismo, crimen de lesa humanidad;
    • La independencia del obrero respecto al patrón: de allí la tendencia a subestimar la jerarquía corporativa por la igualdad cooperativa y, mediante la participación en los beneficios y en la gestión, mediante los obreros accionistas, la marcha hacia la sovietización de la industria;
    • La independencia del hombre, de la familia, de la profesión, especialmente del Estado, respecto a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia, que es, según los puntos de vista, el naturalismo, el laicismo, el latitudinarismo...teniendo como consecuencias o como principios las “libertades modernas”, veneradas como las divinidades del futuro;
    • La independencia del pueblo y de sus representantes respecto a Dios: soberanía popular y sufragio universal entendidos como medida de lo verdadero y del bien, fuente de todos los derechos en la nación; de allí la apostasía de los pueblos al rechazar la realeza social de Jesucristo, al desconocer la autoridad divina de la Iglesia...
    Estos son algunos de los principales aspectos del liberalismo; este, caos de errores, monstruo informe, como el protestantismo, el kantismo, el laicismo, es el punto de reunión de todas las herejías. Más aún, por su eclecticismo universal, es la herejía tipo, radical: contiene todas las demás como su principio y su fuente.
    Esta descripción del liberalismo permite aprehender su naturaleza profunda y nos conduce a su definición: es ante todo la inversión de los valores, lo contradictorio de la ley y el orden. En este sentido muy general, el liberalismo puede ser definido como lo ha hecho el P. de Pascal: “En todas las esferas, el desorden de la libertad” o, más completamente, “el sistema que pretende justificar el desorden práctico de la libertad mediante la inversión teórica de los valores”. La verdadera libertad, como hemos dicho, no es otra cosa que la “facultad de elegir los medios, observando su ordenamiento al fin”: entonces, no ha libertad legítima que no sea ordenada, conforme con la ley que determina los medios y los fines; si no está encuadrada en este orden, la libertad se convierte en licencia. Ahora bien, el liberalismo es justamente la negación del orden, de la regla, y de la autoridad que la impone.
    Pero el liberalismo es aún más una enfermedad del espíritu, una perversión del sentimiento basado en el orgullo, que una doctrina coherente, un sistema establecido, es más una orientación que una escuela, un estado de espíritu antes de ser una secta. El liberalismo aparece, pues, como el afecto desordenado del hombre por la libertad-independencia que le hace impaciente de los límites y de las ligaduras, del yugo y de la disciplina, de la ley y de la autoridad. Es la perversidad radical opuesta a la sabiduría, es la parodia del orden. La sabiduría ve todo en una justa perspectiva, porque considera todo desde el punto de vista más elevado, del mismo punto de vista de Dios y, por consecuencia, comprende y respeta el orden en todo. El liberalismo ve todo desde el punto de vista humano y a menudo del lado de aquello que hay de menos noble en el hombre, y dispone todo en relación a esta visión defectuosa; luego, la corrupción de la inteligencia engendra el desorden de los afectos, finalmente el desorden en la acción. En este grado, el liberalismo es una pasión, un fanatismo, una religión...una enfermedad casi incurable.
    Este es el sentido general del liberalismo, considerado sea como sistema, sea como estado de espíritu. Hemos insistido en detenernos allí ya que, conociéndole así más a fondo, podremos más fácilmente seguir su desarrollo histórico, formular su síntesis y, luego de haberlo desenmascarado, indicar los remedios apropiados.


    NOTAS:


    (1) Ia, q. 44, a. 4, ad 1.
    (2) A la vez principio y término de la autoridad: es la Libertad-principio.
    (3) La sola verdadera libertad de conciencia, según León XIII, a única que es preciso defender como un derecho inviolable, consiste precisamente en no ser impedido en el cumplimiento de los propios deberes hacia Dios y en despreciar, aunque sea al precio de la propia vida, todo orden que atente contra esta libertad sagrada (Encíclica “Libertas”).




    * * *



    Segunda Parte




    ORÍGENES DEL LIBERALISMO. DESARROLLO HISTÓRICO.
    ESTADO ACTUAL




    1º - PRIMEROS ORÍGENES
    El término “Liberalismo” es bastante reciente; parece debido a Madame de Staël; pero la cosa es vieja como el mundo. El padre del liberalismo fue, naturalmente, el primer rebelde, el mismo Satanás. Rehusando con orgullo el don sobrenatural y obligatorio de la gracia para no depender más de su Autor y Bienhechor, pretendiendo alcanzarlo por sus propias fuerzas, considerando con complacencia la excelencia de su espléndida naturaleza, lanzó en lo profundo de los Cielos el primer grito de rebelión: “Non Serviam, No obedeceré”, grito al cual el arcángel San Miguel opuso victoriosamente la afirmación del derecho supremo de Dios “Quis ut Deus, ¿Quién como Dios?”, convirtiéndose así en el patrono y en el modelo de todos aquellos que, en la continuación de los tiempos, se harían los defensores de los derechos de Dios.(1)
    Fue también Satanás quien, apenas creado el hombre, lo incitó a quebrantar la primera prohibición que puso límites a su libertad. Este fue el pecado original, fuente de desorden radical: la razón de Adán, revelada contra la autoridad de Dios, vio entonces todas las potencias inferiores de su ser unirse contra ella y someterla hasta obligarla a justificar los peores instintos. Rechazando el noble servicio de Dios, el hombre se convirtió en el miserable esclavo de la criatura y de sus pasiones. Tal naturaleza caída, en la que todos los valores están invertidos, en la que todas las facultades e inclinaciones entran en una lucha cuya aspereza no cesa de aumentar con los pecados personales y con las instituciones, legislaciones o incluso religiones que los consagran, tal naturaleza, decíamos, no puede pretender más el título de regla moral objetiva de la actividad humana, a menos que se le busque un correctivo indispensable en la inmutable y pura ley eterna, en las leyes naturales o positivas que de ella derivan. Así veremos que la mayoría de aquellos que enseñan que es necesario seguir la naturaleza,(2) comienzan por negar la existencia del pecado original o por falsear su noción, proclaman a esta naturaleza esencialmente buena o destinada fatalmente a serlo, la divinizan en el pasado o en el futuro para no contrariarla en el presente, y establecen así el principio de un orgulloso desorden: el hombre, doblemente miserable, como criatura y como pecador, es promovido a igual de Dios, convirtiéndose en su propia ley, absolutamente libre de pensar y de hacer todo aquello que le parezca bueno. Esto es lo que llaman “una vida intensa”.

    2º - EL PROTESTANTISMO. LUTERO
    El Liberalismo ha existido siempre: aquello que se denomina «ideas o aspiraciones modernas» data de Satanás y del pecado original. Pero no es sino recién en el siglo XVI que se ha intentado, con Lutero, establecerlo como sistema y formularlo como doctrina.
    Sacudiéndose la autoridad doctrinal de la Iglesia, Lutero, el monje rebelde, erige la libertad individual como principio en el ámbito religioso. Pero proclamando el “libre Examen”, dice León XIII, “ha abierto el camino a las infinitas variaciones, a las dudas, y a las negaciones sobre las materias más importantes”. La lógica de las ideas es más fuerte que las intenciones de aquellos que las emiten; Lutero había minado la autoridad de la verdad sobrenatural, falseado la noción del pecado original y de la justificación, invertido la jerarquía y los derechos de la autoridad de la Iglesia; la virulencia de su principio fundamental, el libre examen, extenderá sus estragos en todo dominio: filosófico Con Descartes y Kant, social y político con Rousseau y Tolstoi; y el mismo protestantismo “ortodoxo”, por el intermedio necesario del protestantismo liberal, no tardará en disolverse en un amasijo informe de doctrinas naturalistas y racionalistas (a menos de rechazar su principio y volver al catolicismo).


    3º - NATURALISMO Y RACIONALISMO


    A partir del Renacimiento pagano (3) y de la Reforma protestante, se asiste al desarrollo progresivo del naturalismo y del racionalismo, en los espíritus, en las instituciones y en las leyes.


    Noción y definición


    El naturalismo es el sistema que tiende metódicamente a eliminar a Dios y su soberanía suprema del orden de las cosas de este mundo, llamado “naturaleza”. Expulsa a Dios de la vida pública, en nombre de la libertad de conciencia: este será más tarde el “laicismo”; Luego combate todo lo sobrenatural incluso en el plano de la vida privada; un Dios-Providencia es todavía demasiado incómodo; un paso más y se llega al estado de un vago deísmo. Finalmente, término supremo y lógico del naturalismo, Dios desaparece completamente o, lo que es lo mismo, se confunde con el hombre, el Estado o el mundo: esta vez, la “naturaleza” ha sido liberada.
    El racionalismo no difiere en realidad del naturalismo, pero se presenta más explícitamente como un sistema de conocimiento en el cual la razón absolutamente autónoma del hombre es elevada a árbitro supremo y único de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal (4). Por eso, a ejemplo del Syllabus, no los separaremos. Como el naturalismo, el racionalismo admite además múltiples formas y grados.


    La filosofía “separada”. Descartes, Kant, Cousin


    El desorden comienza siempre por la inteligencia, incluso antes de formularse como sistema bajo la influencia de los intereses o de las pasiones. Sobre este ámbito, pues, es necesario denunciarlo primeramente.
    La filosofía humana de Aristóteles y cristiana de los Padres de la iglesia se presenta a la vez como el desarrollo del sentido común y el producto del dogma católico, reuniéndose ambos en la síntesis tomista. Lo que durante tanto tiempo hizo la grandeza y la fuerza de ésta, fue su sumisión, en glorioso vasallaje, a la doctrina sagrada, y en esto mismo se mostró fiel a sus propios principios.
    Esta unión fecunda fue rota por Descartes, el padre de la filosofía “separada” o “moderna”. Liberándose orgullosamente de la verdadera tradición escolástica, Descartes quiso reconstruir por sí mismo todo el edificio filosófico. Especialmente, tuvo éxito en desparramar los gérmenes de los errores más contradictorios: idealismo y materialismo, empirismo y subjetivismo... Es ya el liberal en esencia pura: no considera que la inteligencia deba someterse humildemente a la realidad, sino que es independiente de las cosas, aguardando a que las cree y las modele a su gusto y medida. Muchos elementos en la obra de Descartes se han vuelto caducos, pero se ha mantenido lo peor. De la “Revolución cartesiana”, escribe Penjon, lo que el pensamiento moderno ha retenido de modo particular es, precisamente, este “espíritu de libre investigación que hace a la razón individual juez de lo verdadero y de lo falso”.
    Kant no tendrá más que extraer las conclusiones: la autonomía y la perfecta inmanencia de la inteligencia humana. Multitud de detalles de su criticismo, sistema artificial y complicado, también envejecieron. Lo que se mantendrá será siempre el pérfido veneno inoculado por Descartes, la independencia de la inteligencia respecto a su objeto y en relación con la fe. De allí la relatividad esencial de la verdad y su evolución radical en el hombre, con el hombre y por el hombre. Es también el fondo mismo del racionalismo, que “hace de la razón humana y de su contenido ideológico la medida de lo que existe”.(5)
    Cousin continuará a Descartes y adaptará Kant al pensamiento francés. El nombre mismo de sus sistema, el Eclecticismo, manifiesta su principio: la razón, soberana legisladora de lo verdadero, elegirá (herejía – elección – eclecticismo) con toda independencia y medirá a su gusto la verdad, lo bello, el bien.


    El “Filosofismo”. Bayle, Diderot, Voltaire


    Paralelamente y en un terreno menos especulativo, nacía y se desarrollaba en el siglo XVIII el “Filosofismo”.(6) Salido lógicamente del protestantismo a través de Locke, Hume y otros, el filosofismo profesaba no admitir más que las verdades que la razón puede alcanzar y probar; de buen grado se presenta bajo los rasgos de un amable escepticismo, pero en el fondo es un adorador fanático de la naturaleza y de la razón; predica la tolerancia universal, pero a condición de que ésta no beneficie más que al error, porque manifiesta un violento odio contra Jesucristo, su Iglesia y todo lo sobrenatural.
    Al comienzo del siglo hallamos a Bayle, de origen calvinista. Escéptico por sistema, enuncia que, siendo la verdad inaccesible, nadie puede jactarse de poseerla y nadie tiene por tanto el derecho de imponerla a los demás. Aunque escéptico, tiene sin embargo una vigorosa confianza en la razón cuando se trata de atacar a la iglesia y sus dogmas.
    La Enciclopedia, con Diderot y D’Alambert, aparentemente síntesis de los conocimientos humanos, fue en realidad una máquina de guerra que continuó la obra del Diccionario de Bayle contra lo sobrenatural. Se encuentran allí las ideas-madres que pronto servirán para sistematizar el liberalismo del siglo XIX: “supresión de todo absoluto, de todo milagro, de todo misterio, de toda metafísica, de toda obligación; libertad de pensar, de hablar, de actuar y de vivir; tolerancia universal” salvo para la intolerante Iglesia romana (P. Calvet).
    Pero el más grande malhechor intelectual de este siglo de decadencia y de corrupción fue, sin discusión, en el ámbito religioso, el infame Voltaire. Aunque adepto a un vago y un poco incómodo deísmo, persiguió con rabia satánica a Jesucristo y su Iglesia. Fue verdaderamente el rey de su siglo, “et siluit terra in conspectu ejus... et exaltatum est et elevatum cor ejus”; pero uno horrible fin le esperaba, “et post haec cecidit in lectum et cognovit quia moreretur”.(7) La Iglesia lo enterró, como a los demás, y continuó, inmortal, su obra de redención y de salvación.


    La filosofía revolucionaria. Rousseau; la Revolución


    Los principios del naturalismo y del racionalismo aún no habían acabado de producir todas sus consecuencias. La gracia, es sabido, preserva la naturaleza perfeccionándola: desde el momento en que ha rechazado el yugo salvador de Jesucristo y el magisterio de la Iglesia, la razón, desorientada, ni siquiera ha sido capaz de salvaguardar las nociones naturales que están en la base del orden político y social.
    También en eso, el protestantismo abre el camino con el pastor Jurieu (en el siglo XVII) y con el ginebrino Rousseau, el “santo de la naturaleza”, como lo llama Maritain. La influencia de este elocuente sofista ha penetrado más profundamente que ninguna otra en la sociedad contemporánea e incluso muchos de los que hoy la atacan aún la sufren, tanto ha impregnado los espíritus, las instituciones y las leyes. Según Rousseau, el hombre es originaria y esencialmente bueno por naturaleza; de este principio resulta la negación del pecado original y de la Redención, el rechazo de toda ligadura, de toda limitación, de toda autoridad que pretendiese refrenar y ordenar tal naturaleza: todo lo que ella piensa, todo lo que dice, todo lo que quiere y hace no puede ser sino bueno. Esto significará, por vía de consecuencia, la disolución radical de toda sociedad religiosa, doméstica o política. En este último ámbito, Rousseau llega lógicamente a una democracia igualitaria en la cual se considera que todos los individuos obedecerán libremente, dado que todos mandan igualmente. Pero de hecho se asistirá a la oscilación perpetua entre la centralización opresiva de un Estado omnipotente y la anarquía no menos tiránica de una demagogia desenfrenada.
    Las “sociedades de pensamiento”, las logias masónicas, fueron las fábricas en las que se elaboraron las fórmulas del nuevo culto naturalista y racionalista, los seminarios de los que salieron sus apóstoles fanáticos y sectarios. Gracias a su actividad, el movimiento reformista de 1789 se convirtió rápidamente en revolucionario. Fue entonces el triunfo universal del racionalismo. Así, D. Benoit ha podido con razón definir a la Revolución por su característica más profunda, la rebeldía organizada contra el derecho público de la Iglesia y, por lo tanto, contra la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo. “La Revolución, escribe, es el cambio del antiguo orden político y social, ampliamente impregnado por la influencia cristiana y fundado sobre el Evangelio y que, pese a las alteraciones que ya había sufrido, guardaba aun la poderosa impronta de la Religión; es también el establecimiento de un nuevo orden (si así se lo puede llamar) fundado en las solas luces de la razón”. Recientemente se ha querido conceder a la Revolución el honor de haber restaurado la igualdad civil y la igualdad política conforme al más puro espíritu del Evangelio. De hecho, la Revolución, so pretexto de igualdad, ha suprimido los privilegios útiles, las organizaciones tutelares; so pretexto de libertad, ha substituido las libertades jerarquizadas por una loca y funesta independencia. Considerándola en su justa perspectiva, aparece ante todo como la realización práctica del “filosofismo”, es decir, de un racionalismo esencialmente anticatólico. De Bonald ha podido también definirla como “un llamamiento a todas las pasiones, hecho por todos los errores”.


    El Romanticismo. Madame de Staël, Chateaubriand, Michelet, Víctor Hugo


    Se ha podido hablar de “plaga” a propósito del Romanticismo. Pese a ciertas apariencias, lo ha sido, en efecto, y lo es aun, porque es un desorden, propagador del desorden. Rechazando la preeminencia de la razón, se ha entregado a los caprichos del oscuro sentimiento, a los desbordes de la imaginación y del instinto, a todo aquello que tenemos en común con los animales; ha llevado a su paroxismo la preocupación por lo individual, el culto del “yo” y de la pasión pura, sobre todo si es instintiva y violenta; en su veneración ridícula por la sagrada libertad del individuo, ha llegado a glorificar lo irregular, las taras, el crimen; ha conducido a la apoteosis del individuo perverso e intentado incluso la rehabilitación de Satanás. Tiene asimismo las más profundas afinidades con la Revolución, a la que admira y describe con vigor: antes de 1789, sólo existen la Fuerza, la Servidumbre, la Superstición, todas las potencias del Mal; con la Revolución ha llegado finalmente el reino del Derecho, de la Justicia, de la Libertad y de la Razón. Visiones pueriles y grotescas, indudablemente, pero que constituyen el fondo de su rudimentaria filosofía de la historia. Agreguemos a esto el desprecio estúpido del pasado y la idolatría del futuro, bajo la forma de la religión del Progreso, de un progreso indefinido, fatal, sublime, que llegará, mediante la Ciencia y la Democracia, a una Justicia sin sombras, a una Fraternidad paradisíaca.
    Este es el Romanticismo,(8) que ha formado, moldeado, modelado los espíritus del siglo XIX. Procede de Rousseau, de Madame de Staël, de Chateaubriand; se dilata con Michelet y V. Hugo. Se lo encuentra auténticamente en la mentalidad de los grandes pontífices y “teólogos” modernos de la Democracia, del laicismo, y marca con un sello imborrable los mejores productos de la escuela oficial.


    El Liberalismo moderno. Tolstoi, Jaurès, Buisson


    Heredero y confluencia de todos los errores precedentes, el liberalismo moderno no es más que el nuevo nombre del viejísimo naturalismo y del racionalismo, pero el acento, más que recaer sobre la naturaleza, la razón o la ciencia, caerá ahora especialmente sobre la libertad. El liberalismo del siglo XIX, en efecto, predica en todo dominio una libertad anárquica y desordenada, la autonomía absoluta del individuo, de su razón y de su voluntad, la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia, el progreso indefinido hasta la deificación del hombre. Así se mantiene siempre fiel a su nombre, a su bandera, a su divisa, la libertad-principio, autónoma e independiente. En todo lugar, ya sea que se la considere en Tolstoi, el Rousseau de la Revolución rusa, o en Jaurès, la gran voz del socialismo internacional en Francia, se muestra como el eficaz agente de la descristianización y de la descomposición social.
    En nuestros días, gracias al oscurecimiento de las grandes verdades naturales y sobrenaturales, gracias también a la Masonería, al gobierno que ella maneja, a la escuela que ella dirige, el liberalismo triunfa cada vez más entre las masas bajo el nombre de “Laicismo”. Como por casualidad, un gran número de sus prosélitos son de origen alemán o judío; detentan los puestos influyentes y más importantes en el gobierno, en la administración, en las magistraturas, en la Universidad. De esta categoría de “malhechores intelectuales” uno de los tipos más representativos es F. Buisson, gran pontífice de la escuela laica.
    Y digo bien “pontífice” porque el Liberalismo, llamado hoy Laicismo, aparece cada vez más con los caracteres de una filosofía, de una secta, de una religión: es la “fe laica”, las “afirmaciones de la conciencia moderna”, oponiéndose a los derechos de Dios y de la Iglesia. En suma, es siempre el mismo espíritu de Lutero, de Descartes, de Rousseau, de Kant, de Hegel, el que constituye su fondo invariable y que conduce a las mismas consecuencias. Sin duda, poco a poco se abandona la fábula roussoniana de la bondad original del hombre, pero bajo la influencia de las teorías evolucionistas se admite una especie de progreso fatal, necesario, indefinido, hacia la deificación del hombre y de la humanidad, a partir de la grosera animalidad o incluso de la nebulosa primitiva.
    Idealismo nebuloso, quimeras democráticas, misticismo revolucionario..., todo esto es tan ridículo como absurdo y no merece, en efecto, más que el desprecio de cualquiera que haya conservado un espíritu sano y realista; pero ya no se tiene ganas de reír cuando se entera uno que los tres cuartos de los maestros oficiales están en vías de inculcar estos dogmas trastornados a la inmensa mayoría de los niños franceses.


    NOTAS:


    (1) León XIII vincula también a Satanás el origen del Liberalismo: “Pero hay muchos que, a ejemplo de Lucifer, de quien salió la expresión criminal No obedeceré, entienden por esta palabra de Libertad lo que no es más que pura y absurda licencia. Se trata de quienes pertenecen a esa escuela tan extendida y poderosa, que, tomando su nombre de la palabra Libertad, quieren ser llamados Liberales (Encíclica “Libertas”).
    (2) “Los naturalistas… niegan que el padre del género humano haya pecado, y, por consiguiente, que las fuerzas del libre albedrío se hayan visto debilitadas e inclinadas hacia el mal. Al contrario, exageran el poder y la excelencia de la naturaleza, poniendo sólo en ella el principio y la regla de la justicia, y no pueden siquiera concebir la necesidad de hacer esfuerzos constantes y desplegar una gran valentía para reprimir las rebeldías de la naturaleza, y para imponer silencio a sus apetitos” (León XIII, “Humanum genus”).
    (3) “Desde el Renacimiento —dice León XIII en su encíclica Diuturnumse vio a la multitud reivindicar una parte excesiva de libertad”.
    (4) “El principio de todo racionalismo es la dominación soberana de la razón humana, que negando la obediencia debida a la Razón divina y eterna, y pretendiendo no depender más que de sí misma, se reconoce a sí misma como principio supremo, fuente y juez de la verdad” (León XIII, “Libertas”).
    (5) Maritain, “Tres reformadores”, pág. 122.
    (6) “Los «filósofos» del siglo pasado contribuyeron en gran manera a desencadenar este flagelo [del liberalismo] en Francia, cuando, infatuados por una falsa sabiduría, emprendieron destruir los fundamentos de la verdad cristiana e inventaron un sistema bien propio para desarrollar aún más el amor ya tan ardiente de una libertad sin freno” (León XIII, Encíclica “Nobilissima Gallorum gens”).
    (7) “La tierra se calló delante de él. Su corazón se ensalzó y se infló de orgullo… Después de esto cayó enfermó y se dio cuenta de que se moría” (I Macabeos, 1 3-6).
    (8) P. Lassere pudo definirlo así: “Un prejuicio de individualismo absoluto en el pensamiento y el sentimiento”.




    * * *


    Tercera Parte



    DESARROLLO LÓGICO Y SÍNTESIS
    DEL LIBERALISMO


    Como hemos dicho, el Liberalismo no es más que el nombre reciente de errores muy antiguos: protestantismo, filosofismo naturalista, racionalismo... Son siempre, bajo diversos rótulos, los mismos principios, las mismas doctrinas, que tienden a los mismos efectos funestos. Aunque la substancia se mantiene, el punto de vista cambia y legitima la novedad de las denominaciones.
    El Liberalismo, en efecto, considera todas las cosas, en todo terreno, desde el punto de vista de la libertad, de la independencia, de la autonomía del hombre, y pretende organizar todo en relación a este nuevo dogma. En tanto que en nombre de la “libertad de conciencia” rechaza toda supremacía del poder espiritual sobre el poder temporal y niega incluso toda autoridad religiosa exterior a la conciencia individual, suministra los principios del “laicismo” actual.
    Cuando intenta formularse, edificarse como sistema, el liberalis-mo reconoce como dogma esencial, axioma o postulado, el principio que le ha dado su nombre: la libertad entendida como plena autonomía, o independencia absoluta, o exención de toda ley que no proceda del individuo o que no sea consentida por él, o supresión de toda vínculo que incomode. Así, el liberal será libertista en filosofía, libertino en moral, libertario en sociología, librepensador en religión.
    Sigámoslo atentamente en sus diversas manifestaciones, primero en la filosofía pura, luego en moral y religión; finalmente, consagraremos un estudio especial al Liberalismo en política.


    1º) EN FILOSOFÍA GENERAL


    En este dominio, el liberalismo moderno ataca especialmente el orden fundamental de la metafísica del conocimiento. Desconfía del intelectualismo, sobre todo tomista, demasiado sometido al objeto para su gusto, demasiado servil respecto al dogma, imponiendo, por otra parte, una insoportable sujeción a las potencias apetitivas y afectivas. A continuación, por una especie de romanticismo filosófico, busca los sistemas que le aseguran más libertad: el idealismo subjetivo (Kant) u objetivo (Fitche), el voluntarismo, el moralismo, el pragmatismo, la filosofía de la acción o de la intuición... hasta llegar al libertismo desenfrenado de Renouvier, Secretan, Lequier: según estos últimos, todo está subordinado al libre querer, el cual no depende de ningún otro. Dios mismo no es más Aquel que es, sino lo que ellos quieren, la libertad absoluta. Por otra parte, la evidencia objetiva, la certidumbre, los primeros principios, sobre todo el de la contradicción, cometen el imperdonable error de imponer límites, penosas sujeciones a la libertad de pensamiento: se llegará así a negar las leyes de la lógica y a pretender que toda afirmación es libre, ¿ acaso el juicio no era ya para Descartes, no el asentimiento de la inteligencia, sino un consentimiento de la voluntad? Con Bergson, Le Roy, se concluirá la evolución radical de la verdad: la verdad no es, se hace; esencialmente variable, es libremente formulada, libremente aceptada, y su existencia, su valor, dependen sólo de la adhesión subjetiva que se le conceda; más aún, es el espíritu individual quien crea toda verdad, y por tanto toda realidad, incluido Dios.
    Esta libertad autónoma del espíritu soberano es inviolable y sagrada: “encadenar la razón, escribe F. Buisson, comprimir la inteligencia, es cometer un sacrilegio”. La verdad misma no tiene el derecho de someter a la inteligencia: si fuese uniforme o definitiva, la encadenaría. Entonces, la verdad, la certidumbre absoluta no existe. No se hablará más con afirmaciones intolerantes, sino solamente con impresiones generosas y amplias. El pensamiento no está ya sometido a la dominación apremiante y tiránica de lo verdadero, “él es, por sí mismo, su norma, una norma móvil, susceptible de variar indefinidamente al gusto del sentido individual”. Es el relativismo universal. Así, si cada uno no debe depender sino de sus propias luces, que emergen de la subconsciencia, a fortiori jamás se tiene el derecho de aceptar una doctrina basándose en la afirmación de otro, aunque este otro sea Dios. La verdad procede del interior, a continuación de la erupción inmanente y vital del sentimiento profundo del individuo. De tal modo, se llegará a preferir el error libremente hallado, a la verdad servilmente recibida. Es así que el “pensar libremente” (se ha dicho que es el mejor modo de no pensar) conduce necesariamente al librepensamiento.
    La única verdad absoluta es que no existe la verdad absoluta, porque el espíritu es inviolablemente libre respecto a toda verdad, sobre todo respecto a aquella que pretende hacerle violencia en nombre de una autoridad exterior, tal como lo hace la verdad revelada.
    Después de esto, es comprensible que Jaurès, discípulo de Hegel antes de serlo de Karl Marx, haya podido escribir: “Lo que ante todo debe salvaguardarse... aquello que es el bien inestimable conquistado por el hombre a través de todos los prejuicios, todos los sufrimientos y todos los combates, es esta idea de que no existe ninguna verdad sagrada, es decir, prohibida a la plena investigación del hombre...; de que lo más grande que hay en el mundo es la libertad soberana del espíritu...; de que toda verdad que no viene de nosotros es una mentira; de que hasta en las adhesiones que damos, nuestro sentido crítico debe quedar siempre despierto, y que una secreta rebelión debe mezclarse en todas nuestras afirmaciones y en todos nuestros pensamientos; de que, si el ideal mismo de Dios se hiciese visible, si Dios mismo se levantase ante las multitudes de un modo palpable, el primer deber del hombre sería rehusarle obediencia y considerarlo como un igual con quien se discute, no como un amo a quien se soporta”.
    En efecto, nada es más lógico desde el momento en que se ha admitido el principio del racionalismo: la razón individual, juez de lo verdadero y de lo falso, árbitro del bien y del mal, fuente de toda realidad, creadora incluso de Dios.


    2º) EN RELIGIÓN Y MORAL


    Para el liberalismo, evidentemente, no puede hablarse de religión o moral sobrenaturales; una verdad o un mandamiento que pretendiera imponerse al hombre desde el exterior le sería inasimilable, ininteligible: sería incluso una violencia inmoral, sacrílega, un atentado insoportable a la sacrosanta libertad del individuo.
    Pero las mismas nociones de Religión y de Moral naturales se encuentran igualmente corrompidas o suprimidas por la radical ruina de su base, las verdades metafísicas sobre Dios y el hombre.
    En efecto, ¿qué es Dios para un liberal? O no es nada, y entonces es el ateísmo radical, o lo es todo, y éste es el panteísmo. O es solamente algo, pero no una Persona, pues esto sería hacerlo un ídolo; se lo reduciría, a lo más, a una «simple representación ideal del espíritu humano, el cual, al darle hospitalidad, le hace respetable». Así, se hablará de lo “Divino” más que de Dios, y aun lo “Divino”, ya bien reducido, “noción perpetuamente revisable”, deberá someterse a las limitaciones que podrá imponerle arbitrariamente esta razón soberana del hombre, que la ha creado, concibiéndola, expresándosela.
    El hombre es libre, esencialmente libre, absolutamente libre. No se le reconoce más que una obligación fundamental que, en realidad, le libera de todas las demás: la de respetar, conservar y aumentar al infinito su libertad. Entonces, no se hable más de autoridad, de ley, de ligaduras. Eso sería esclavitud, y “toda esclavitud, escribe F. Buisson, es un crimen de lesa humanidad, sin exceptuar la servidumbre que se cree voluntaria”. La única regla de moral es, pues, actuar libremente, y en eso consiste actuar bien; respetar su libertad y la del otro, a eso se reduce toda la moral. La caridad (a base de la fe) es toda la Ley, dice San Pablo; la libertad resume toda la moral, replica el liberal. Es, una vez más, la emancipación total del individuo, su misma deificación. No obstante, para algunos recientes fabricantes de moral “liberal”, esta substitución de Dios por el hombre, sólo puede realizarse progresivamente gracias a las instituciones democráticas y a la legislación cada vez más “laica”; tal es la irreligión del futuro, en la que la libertad de conciencia encontrará finalmente su expansión definitiva y perfecta al adquirir los atributos del mismo Dios. Un pensamiento liberado de la verdad, de los dogmas de fe; la conciencia individual (o social) como norma suprema del bien y extrayendo de sí misma las leyes de su actividad; la dignidad de la persona humana, la libertad como un fin en sí mismo, la autonomía absoluta de la voluntad, estos son los principios de la nueva moral. Hasta aquí se había creído que la libertad debía realizar el orden sometiéndose a él; por el contrario, ahora el orden consiste en el respeto a la libertad, causa suprema y fin último de sí misma.
    Un espíritu sano y sereno queda alelado en presencia de semejantes aberraciones, tan ridículas como monstruosas. Y sin embargo, lo repito, es la enseñanza que los Buisson, Payot, Aulard, Bayet, etc... distribuyen a los maestros para ser repartida a los niños de Francia: el hombre deviene Dios, o al menos lo será sin tardanza en virtud del Progreso necesario que, mediante la Ciencia, hará del hombre la conciencia, la Razón misma, en una vida intensa y plenamente feliz por sus propios medios. Para algunos, discípulos retrasados de Rousseau, la Naturaleza es el bien; para otros, la Naturaleza es el mal, pero para todos la Libertad es el ideal, ya que ella será, o el desarrollo supremo de la Naturaleza, o la separación final de ésta: de todos modos, será el triunfo definitivo del Bien. La Religión y la Moral del hombre que deviene Dios se resume, pues, toda entera, en una libertad sin límites y sin freno. “El progreso humano, escribe Payot (1), debe realizar de más en más la libertad. El hombre se ha liberado sucesivamente de la opresión de la naturaleza, de la violencia heredada de los ancestros, del medio, de las tradiciones, se ha liberado políticamente: orgulloso y libre, un francés consciente de su valor y de su dignidad, no desea obedecer más que a las leyes de su propia razón”, leyes por lo demás extremadamente simples, dado que el autor agrega, algunas páginas más adelante: “la verdad no existe, sino... que se hace” según una evolución que, si no es contrariada, conducirá rápidamente al hombre a las cimas de la divinidad.
    Es un poco humillante, es verdad, ver a franceses emitir teorías tan perfectamente absurdas, hasta ahora sólo emitidas más allá del Rin. Pero es indignante ver esas teorías propuestas e impuestas a los desafortunados niños de Francia, bautizados y rescatados por la sangre de Dios.
    Las doctrinas filosóficas, morales y religiosas, por la universalidad de su aplicación y la profundidad de su influencia, constituyen esencialmente el estado de espíritu que orienta toda la actividad del hombre. No puntualizaremos aquí las consecuencias que producen, en la práctica, los principios disolventes del liberalismo. Pero se adivinan fácilmente las ruinas que su desenfrenado individualismo producirá en los ámbitos sociales, políticos y económicos: la familia es transformada, el matrimonio reducido a un contrato rescindible (divorcio y unión libre), la autoridad del marido y del padre es quebrantada (emancipación de la mujer, de los hijos). A su vez, la sociedad civil deviene puramente convencional, la autoridad es debilitada y arruinada; el Pueblo es ciertamente soberano, pero de hecho es un soberano burlado, porque los regímenes salidos de la filosofía revolucionaria se las ingenian siempre para suprimir las libertades en nombre de la misma Libertad. En el orden económico, es la supresión de las corporaciones que definían y garantizaban los derechos de obreros y patronos, asegurando con ello el orden y la paz sociales; mañana, será el colectivismo de estado, el sindicalismo revolucionario o el comunismo puro.


    EL LIBERALISMO POLÍTICO Y SOCIAL


    El Liberalismo, como hemos dicho, adopta múltiples formas según las personas, las circunstancias, el terreno en que evoluciona. Hasta aquí lo hemos considerado sobre todo en su sentido filosófico profundo. Era necesario para comprender sus diversas aplicaciones prácticas. No podemos estudiar aquí todas sus aplicaciones, pero no obstante, hay una que, tanto por su importancia intrínseca, como por responder al objetivo de esta “Semana Católica”, debe ser considerada con especial atención: el Liberalismo político y social.
    Además, es a esta forma particular a la que muchos autores modernos atribuyen con propiedad la denominación de “Liberalismo”. Así, Liberatore, el cardenal Pie, Ch. Périn, León XIII (2), el Cardenal Billot..., consideran al Liberalismo como la aplicación de los principios del naturalismo y del racionalismo al orden social y político, especialmente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. También entienden al Liberalismo, ante todo, como “la emancipación, más o menos acentuada, del Estado respecto a la Iglesia”, o “la negación del orden sobrenatural aplicado a la política”, o “un sistema político-religioso que, negando implícita o explícitamente la autoridad divina de la Iglesia, proclama y defiende la supremacía del Estado sobre la Iglesia, o la autonomía y la independencia del Estado en sus relaciones con la Iglesia”.
    Hemos visto que el principio fundamental del Liberalismo es el concepto de una libertad independiente de toda autoridad, de toda ley, de todo lazo; bien supremo del hombre, es la piedra angular de todo el edificio, la norma de toda apreciación y actividad, la fuente única de los derechos y de los deberes...
    Sigamos ahora este principio en la aplicación que los liberales le dan en el orden político-religioso. Lo reconoceremos por las ruinas que siembra a su paso.


    1º) LA SOCIEDAD CIVIL


    EL ESTADO SEGÚN EL LIBERALISMO


    El dogma central es siempre la autonomía absoluta del individuo, la libertad esencial del hombre.
    Si por azar o por necesidad el hombre entra en una sociedad, de ninguna manera es para abdicar aquello que constituye su misma dignidad de hombre, la sacrosanta libertad. Entrando libremente en ella, es siempre libre de salir y, si se queda, es a condición de mantenerse plenamente libre. Para ello, no debe temer ninguna superioridad, ni obedecer ninguna fuerza o ley extraña; así, la plena libertad postula una igualdad absoluta con respecto a los demás asociados.
    De ello también se sigue:
    • o bien que ninguna autoridad que provenga de la fuerza, del poder o de la riqueza podrá existir en esta asociación convencional que es la sociedad (es la tendencia comuno-anarquista);
    • o bien que, admitida la autoridad, esta no tendrá más tarea que la de respetar y hacer respetar la libertad absoluta del hombre (es la tendencia liberal-individualista y anti-estatista de Montesquieu);
    • o bien, finalmente, que la organización social más apta para salvaguardar la libertad del individuo consistirá en hacer reyes a los ciudadanos, en erigir al Pueblo como Soberano (es la tendencia violentamente centralizadora y estatista de J. J. Rousseau). Hasta hoy, es sobre todo esta última la que ha prevalecido con la Revolución y con todos los regímenes que ella ha originado; además, convenía mejor al temperamento “legista”.
    Según la concepción de Rousseau, estando constituida la sociedad por un contrato arbitrario de individuos libres e iguales, el Estado no es en definitiva más que el mismo conjunto de todos estos individuos, el Pueblo soberano que absorbe todos los poderes. Será pronto el Estado-Dios de Hegel. El Estado es así, el poder más elevado, la autoridad suprema, término del progreso de la humanidad. Nada hay por sobre él, y sólo de él deriva toda autoridad, procede toda ley y todo derecho. Si bien el Pueblo elige sus representantes para la administración de sus asuntos, nada pierde de su soberanía, que es inalienable; de modo que, cualesquiera sean el sistema o la constitución adoptadas, el hombre, el ciudadano, en el fondo no obedece más que a sí mismo, aunque no tenga conciencia de ello.
    ¿En qué se convierte la Iglesia en semejante sistema? A lo más, en simple asociación que debe al Estado su existencia y recibe de él todos sus derechos. Y esta asociación será considerada como rebelde cuando pretenda la autonomía, como inmoral si trata de imponer a la conciencia individual o colectiva obligaciones que pudiesen atentar contra la libertad.
    En efecto, esto no es más que una consecuencia lógica de la “libertad de conciencia” entendida por el Liberalismo como un derecho absoluto, el derecho mismo. La libertad de conciencia, hemos dicho, es el poder absoluto de creer o de no creer, y de manifestar a voluntad la creencia o no creencia adoptadas, dentro de los límites de la ley civil. Tal libertad es la garantía de todas las demás libertades, es la fuente de todas los demás derechos. No pudiendo nadie envanecerse de poseer exclusivamente la verdad, cada uno debe respetar la conciencia y la creencia del otro, en una tolerancia amplia y universal. Sólo se excluirán de esta generosa tolerancia las doctrinas o las sectas religiosas que pretendan imponer su verdad o su culto con exclusión de cualquier otro. La figuración de la tolerancia se halla en el panteón romano, que ofrecía hospitalidad a todas las divinidades, salvo a aquella de los cristianos, demasiados insociables para soportar a las demás.
    Este dogma de la libertad de conciencia tiene por corolario necesario el absoluto laicismo del Estado. Si cada uno puede, absolutamente, pensar y creer lo que quiera, si el Estado no es más que la suma de los individuos soberanos, se sigue necesariamente que este Estado no podrá imponer una creencia, ni favorecerla a expensas de las demás, ni incluso tenerla en cuenta..., salvo en la medida necesaria para asegurar el orden y la paz entre los individuos, entre las religiones, lo que lo llevará, también necesariamente, a tomar partido contra las religiones o sectas que, en su intolerancia fanática y sacrílega, osaran atentar contra la libertad de las demás creencias o religiones: es así que la negación radical de toda Religión de Estado conduce invariablemente a la Irreligión del Estado y a la persecución.


    2º) LA LAICIZACIÓN UNIVERSAL


    Los católicos han querido ver en la laicización progresiva del Estado y de los organismos que de él dependen, la malvada intención de hacer la guerra a la Iglesia Católica, de oprimir la conciencia católica, de violentar su libertad. Juicio temerario, ya que no hay allí más que una aplicación metódica y prudente de este laicismo que exige la libertad de conciencia predicada y proclamada por todos. La Iglesia Católica, en principio, no ha sido más atacada que las sectas protestantes o la sinagoga judía: que reconozca entonces la libertad de conciencia, que acepte la supremacía del Estado, y éste, en cambio, sabrá acordarle su tolerancia e incluso su benevolencia.
    No es necesario recordar al Estado su solemne promesa de asegurar a todos la libertad de conciencia, porque, en efecto, no olvida que tal es su deber esencial, y para no faltar a él es que se ha dedicado, con laudable empeño, a la obra de emancipación que se llama laicización universal:
    Laicización del Estado mismo, ante todo: las cuestiones religiosas son asuntos de la conciencia privada. El Estado, majestuosamente situado fuera y sobre las religiones, será indiferente respecto a todas, o la menos, si quiere protegerlas a todas, no será el discípulo de ninguna. A decir verdad, las Iglesias, las Religiones, existen en el Estado, reciben de él su existencia y la ley de sus actividades; aquella que rehusara someterse a las leyes civiles, expresión de la voluntad general, e intentará substraerse al estricto derecho común, no sería ya digna de la benevolente tolerancia del Estado. Es así que la laicización del Estado equivale a la separación de las Iglesias y del Estado, y tiene por consecuencia la muy legal persecución de la Iglesia Católica.
    Laicización de la legislación, de la administración, de la política. Estas no son más que las consecuencias rigurosas de la supremacía de la razón y de la soberanía del pueblo. En virtud de la libertad de conciencia, el Código será expurgado de todo rastro de Religión, la administración no admitirá en su seno más que a aquellos que sean laicos, ante todo en su vestimenta y si es posible, también en su espíritu. En cuanto a la política nacional o internacional, no tendrá más en cuenta a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia, al Papa, a la Religión. “El gobierno de todos los asuntos de este mundo debe pasar de los doctores del Evangelio a los discípulos de la razón”.
    Laicización de la enseñanza: siempre en virtud de la libertad de conciencia, la escuela debe ser substraída a las iglesias, sobre todo, a la Iglesia Católica, substraída a su autoridad y a su dirección, para ser puesta exclusivamente en manos del Estado que, siendo neutral, es el único en condiciones de distribuir una enseñanza puramente natural sin oprimir o contradecir las conciencias. El Estado laico será el único educador oficial: es el monopolio. Su enseñanza será gratuita, para que incluso los pobres puedan aprovecharla; obligatoria, para que nadie pueda escapar de ella; laica en la dirección, en el personal, en las doctrinas y programas, es decir, esencialmente racionalista, para que sean respetadas todas las opiniones; y pronto única, para que en vez de tener dos juventudes distintas y enemigas, todos los espíritus compartan la misma libertad de conciencia y disfruten finalmente la paz y la felicidad en amplia y universal tolerancia.
    Además y paralelamente, el Estado laico realizará poco a poco la laicización de la justicia, del matrimonio y de los funerales, del ejército, de la marina, de la beneficencia y de los hospitales... Sólo entonces el hombre será libre en su país libre.


    3º) GUERRA A LA JERARQUÍA CATÓLICA


    Creer en una Religión revelada, impuesta por una autoridad exterior a la razón humana, es sin duda humillante a ésta, y por tanto profundamente inmoral: es un crimen de lesa humanidad, un sacrilegio. Sin embargo, el Estado laico, en su generosidad, no instituirá la Inquisición, aunque podría hacerlo teniendo en vista la liberación de las conciencias sometidas por el Catolicismo.
    Entonces tolerará la creencia católica, al menos provisoriamente, en el individuo amante de su cadena y de su collar. Pero no podrá admitir que exista, junto a él, una jerarquía eclesiástica que pretenda ser independiente de él. En consecuencia, respetuoso (o al menos tolerante) de la religión católica individual, tendrá el deber de combatir sin pausa a la Iglesia jerárquica, la teocracia, el «clericalismo»: atacará primero a las ordenes religiosas, cuyos votos las hacen profundamente inmorales, cuyas actividades las hacen peligrosas; vendrá luego el turno al clero secular, al cual se le confiscarán los bienes, se suprimirán las inmunidades, se les reducirá a la condición de un funcionario, en espera del momento de suprimirlo; en cuanto a los Obispos, su nombramiento y su administración serán estrechamente vigiladas, incluso se tratará de someterlos a la asamblea de los fieles; y luego, someter toda la Iglesia nacional, si no puede destruírsela, substrayéndola a la autoridad del “extranjero”, del Papa...
    Tal es el plan masónico del Liberalismo político y social: libertad absoluta de conciencia, laicismo de Estado, laicización universal de la nación, guerra a la jerarquía y, por tanto, a la Religión Católica, porque la Iglesia misma forma parte del “Credo” Católico; todo se sigue y se deduce lógicamente.


    4º) RESEÑA HISTÓRICA SOBRE EL LIBERALISMO POLÍTICO Y SOCIAL


    Hoy, al menos en Francia, el Estado está totalmente impregnado de liberalismo y lo propaga activamente. Antes de ser el fiel apóstol, ha sido primero el discípulo servil. Parece creerse hecho más para asegurar el triunfo de este sistema, de esta “fe laica”, que para ser el órgano humilde del bien común.
    Sin embargo, no siempre ha sido así: León XIII, en su Encíclica Immortale Dei, recuerda con placer “el tiempo en que la sabiduría del Evangelio gobernaba a las naciones”, y San Pío X, en su Encíclica contra Le Sillon, de buen grado trae a la memoria el recuerdo de los grandes monarcas que, de acuerdo con la Iglesia, gobernaron gloriosamente nuestra Francia. El siglo XIII, con la “Cristiandad”, constituyó el más bello triunfo del Derecho cristiano. En esta época, escribe León XIII, la influencia de la sabiduría cristiana y su divina virtud penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las clases y todas las relaciones de la sociedad civil: “Indudablemente, no todo era perfecto, pero se estaba en el buen camino, hacia la paz y la felicidad de los pueblos por la sumisión universal a la realeza social, obligatoria y bienhechora de nuestro Señor Jesucristo. Pax Christi in regno Christi”.
    Pese a ello, el poder civil soportaba con impaciencia la autoridad de la Iglesia, del Pontífice Romano. Se vio a los Emperadores alemanes, Enrique IV, Barbarroja, Federico II, en el transcurso de la larga lucha entre el Sacerdocio y el Imperio, acompañados de personajes bastante humildes en apariencia, que fueron para ellos los más preciosos consejeros, los agentes más activos de sus ambiciosos designios: eran los Legistas; se puede ver en ellos a los antepasados más auténticos de nuestros modernos liberales.
    Estos legistas, imbuidos de derecho romano y bizantino, llenos del recuerdo de los emperadores pontífices o teólogos, pretendían substraer el Estado a la jurisdicción de la Iglesia, o incluso subordinar las iglesias nacionales al Estado, lo que cuadraba bien con su manía de centralización y de despotismo legal.
    En Francia, se los ve aparecer sobre todo en tiempos de Felipe el Hermoso. Al mismo tiempo que el Renacimiento y la Reforma, y también gracias a ellas, su papel y su influencia no dejaron de crecer a expensas de la civilización católica. Se sirvieron del poder civil para lograr sus fines, en vez de servirlo para el bien común. Lo encaminaron hacia la centralización, con gran detrimento de las autonomías provinciales, de las franquicias corporativas, de las libertades individuales, de todos estos organismos naturales que lo sostenían, limitándolo. También se sirvieron de él para someter cada vez más a la Iglesia, hasta el día en que, viendo la Monarquía (pese a todo “cristianísima”) un obstáculo para la secularización universal, no dudaron en derribarla para instalarse en su lugar. 1789-93 será el triunfo de los Legistas y la era definitiva del “Nuevo Derecho”. Los historiadores Taine, de la Gorce, Gautherot, G. Bord, notan que, en efecto, a partir de esa época, el papel de los abogados, consejeros del Parlamento, legistas, jueces de paz, magistrados, etc., se hace preponderante en el Parlamento y en el Gobierno, tanto por su influencia como por su número.
    Su “Credo” es la Declaración de los Derechos del Hombre. En nombre de la “libertad de conciencia” tratan de absorber la Iglesia mediante la “Constitución civil del Clero”. Habiendo fracasado, instituyen una astuta y odiosa persecución legal, y persiguen a la Religión católica en todos los terrenos: una sola potencia, la suya, podrá permanecer de pie en medio del desierto de las libertades en ruinas. Es el absolutismo legal y el cesarismo bizantino, decorado con el título de “institución libre”, sin duda porque el Estado-Dios queda como único señor ante los individuos aislados y debilitados, ante la Iglesia sojuzgada, perseguida o destruida.
    La obra de los Legistas fue definitivamente codificada por Napoleón I, sobre todo en sus “Artículos orgánicos”; a partir de este momento, el Estado es “neutro”, la legislación racionalista; expresión de los principios de 1789, ésta no es otra cosa que la Revolución permanente, bajo el especioso nombre de “Nuevo Derecho”.
    Cuando el mal entra así en la legislación, cuando se convierte en la ley fundamental de las instituciones, cuando ya no es más la consecuencia efímera de una pasión violenta, sino que es erigido en sistema oficial de gobierno, cuando es proclamado doctrina oficial de una enseñanza monopolizada, entonces impregna todos los órganos de la sociedad, crea un espíritu público a su imagen, deprava y deforma las conciencias y, humanamente se hace casi incurable.
    Los gobiernos subsiguientes no pudieron o no osaron remediar este mal; los principios de los legistas, su mentalidad, permanecieron fijas y como estereotipadas en el Código, enraizadas en las instituciones parlamentarias, proclamadas por la prensa y por la enseñanza oficial, y esto bastó, a falta de la pasión antirreligiosa, para acelerar el movimiento de laicización, es decir, de descristianización universal.
    Ninguna forma de gobierno está, en sí y por sí, ligada a la doctrina “liberal”, pero es necesario reconocer que quizás ciertas instituciones tienen con ella una afinidad especial, sin duda porque se prestan mejor a la aplicación de sus principios sobre la autoridad, la libertad, la igualdad, la soberanía popular. También la Masonería, en su clarividencia, parece haber tenido siempre una cierta debilidad por la República democrática, tanto en Europa como en América. En todo caso, la Tercera República, considerada concretamente en sus orígenes, en su doctrina oficial, en su personal “hereditario”, en su legislación y en su actitud general, se ha identificado perfectamente con el más puro Liberalismo. Régimen de legistas y de abogados, ha sabido organizar la más admirable máquina de secularización y de persecución legal que jamás se haya visto.
    Incluso, es la única obra en la cual, pese a los múltiples gobiernos que se han sucedido durante cincuenta años, se puede reconocer un designio netamente concebido y fielmente perseguido. El punto de partida es siempre la libertad de conciencia, es decir, la absoluta libertad del hombre de creer lo que quiera o incluso no creer; y se llega así invariablemente a la necesaria neutralidad o laicismo del Estado y de todo lo que depende de él: legislación y política no hacen más que conformarse a la auténtica doctrina liberal.
    Desgraciadamente, el hecho de vivir durante mucho tiempo en un aire apestado por los mismas liberales, de respirarlo por todos los poros desde la más tierna edad, ha creado entre nuestros compatriotas, frecuentemente incluso entre los mismos católicos, algo así como un temperamento de pecado “liberal” que ya no permite comprender su horror y el grave peligro... a menos de remontarse a los principios de una sana doctrina y escuchar con docilidad “mente cordis”, la voz infalible de la Iglesia inmortal.


    NOTAS:
    (1) Cours de Morale, pág. 104.
    (2) “Lo que son los partidarios del Naturalismo y del Racionalismo en filosofía, los seguidores del Liberalismo lo son en el orden moral y civil, puesto que introducen en las costumbres y en la práctica de la vida los principios establecidos por los partidarios del Naturalismo” (León XIII, Libertas).




    * * *




    Cuarta Parte



    REFUTACIÓN DEL LIBERALISMO:
    “FE LAICA” O FE CATÓLICA


    La refutación completa del Liberalismo exigiría una larga respuesta si quisiera un detenerse en los detalles, en las múltiples formas y aplicaciones de este error monstruoso. Mas, según dice Santo Tomás, “tota scientia in virtute principiorum continetur”.(1). El Liberalismo se presenta como una ciencia sistematizada a partir de un principio, la autonomía absoluta del hombre. Bastará entonces con denunciar la nulidad de tal principio; luego esbozaremos un rápido paralelo entre la enseñanza católica y la “doctrina liberal”, pues la exposición de la verdad y la exhibición al desnudo del error constituyen la más eficaz apología para una inteligencia recta.


    1º) AUTONOMÍA DEL HOMBRE. LIBERTAD DE CONCIENCIA


    Dependencia radical del hombre en el orden natural. — “O el verdadero Dios, o el absurdo radical”. Tal es el dilema inevitable que la existencia de un mundo contingente plantea a la razón.(2) La razón puede, en efecto, demostrar con certeza la existencia necesaria de un Dios creador y Señor Soberano del Universo. todo aquello que se nos presenta con un carácter evidente de movilidad, de contingencia, evidentemente nos es por sí, sino por otro, que en definitiva no puede ser sino Dios mismo, Aquel que Es. Éste es el caso del mundo visible que nos rodea y del cual formamos parte. Este mundo es esencialmente dependiente de la Causa primera y universal:
    dependiente en su devenir, ya que Dios está en el principio, sin perjuicio de la acción real de las causas secundarias;
    dependiente en su ser, ya que no podría subsistir ni un solo instante sin la acción conservadora de Dios, que lo mantiene por encima de la nada;
    dependiente en su acción, ya que sin la moción de Dios no podría ni comenzar a actuar, ni continuar sin su concurso;
    dependiente en su fin, ya que está hecho para Dios y suspira por su Bondad soberana.
    El hombre, en particular, por su alma espiritual, es inmediata y directamente creada por Dios, y directamente ordenado a El como Fin último; sólo al poseerlo por medio de la contemplación intelectual de Su Esencia, alcanzará su perfección última, realizando a la vez la mayor gloria de Dios y su propia bienaventuranza definitiva.
    El mundo, el hombre, son entonces esencialmente relativos a Dios, radicalmente dependientes de El. También de El reciben su ley fundamental. Inteligencia y Sabiduría infinitas, Dios quiere primeramente el mayor grado de gloria que este mundo libremente creado es capaz de proporcionar, es decir, el orden y la armonía universal. Es por ello que dispone todos los seres y su actividad en vista de este fin supremo. Este orden universal y esencial de las cosas es la Ley eterna, principio del gobierno divino por el cual Dios mueve eficazmente, según su naturaleza, a todos los seres y a cada un de ellos hacia su fin, hacia su perfección, para la realización progresiva de su plan eterno. Esto es porque Dios, que es Orden, ha ordenado todas las cosas, ha impuesto a cada ser su regla, su ley. Los seres inanimados tienen leyes físicas, los seres vivos sus leyes biológicas.
    ¿Porqué el hombre, más digno de la solicitud divina que todas las otras criaturas, no tendría su propia ley? ¡Es una persona, es libre! Sin duda; pero no es autónomo, independiente. Entonces, también el deberá sumisión a una ley; a una ley conforme con su naturaleza, ley que comprometerá su voluntad, sin violentarla, obligatoria y a la vez libre, es la ley moral. Siguiendo esta ley, la voluntad libre perfecciona su misma libertad y asegurará la obtención del bien, de la felicidad, de la misma manera que su inteligencia perfecciona su actividad y asegura la posesión de la verdad siguiendo las leyes lógicas.
    La ley está presente en todo, y en todas partes “la sumisión a la ley es principio de perfeccionamiento” (A. Comte).
    Mas la ley moral establece, entre las obligaciones fundamentales del hombre, la de reconocer y adorar a Dios, darle gracias, amarlo y buscarlo como fin último necesario: tenemos aquí la primera restricción general a esa libertad de conciencia que se pretende absoluta.
    Dependencia del hombre en el orden sobrenatural. — Si Dios en su soberana independencia y por bondad completamente gratuita eleva al hombre a un estado superior, lo llama a una vida sobrenatural, le revela una religión más perfecta, exige de él un culto determinado, le impone un destino que sobrepasa su naturaleza y que su razón jamás hubiera osado soñar, instituye un orden nuevo obligatorio, esto constituirá para el hombre un deber estricto de tender hacia ese fin sobrenatural y aceptar ese don gratuito y obligatorio, sometiendo su inteligencia a la verdad revelada, conformando su voluntad a los nuevos mandamientos: otra nueva restricción a la libertad de conciencia,(3) que al limitar el libre albedrío, está destinada a elevarlo hasta la vida misma de Dios. Ya que es un hecho histórico y fácilmente demostrable que Dios a elevado al hombre al estado sobrenatural, que el hombre habiendo caído con Adán, ha sido nuevamente elevado, rescatado por el Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo; que desde entonces Jesucristo ha adquirido por su obediencia precisamen-te el primer lugar dentro de todas las cosas en el plan divino y que el hombre no puede ya ir a Dios sino solamente sometiéndose al Hombre-Dios, aceptando sus palabras, obedeciendo su Ley y a la Iglesia fundada por El para continuar oficialmente su obra de Redención.
    A partir de ello ¿cómo hablar todavía de autonomía del individuo, de absoluta libertad de conciencia? Lo sobrenatural es un don gratuito sin duda, pero igualmente obligatorio; no es de ninguna manera una supererogación, objeto de lujo y por tanto facultativo. En cuanto a hablar de libertad de conciencia, en el fondo es un absurdo; lo que se debe reivindicar, es la “libertad de las conciencias“ y su derecho absoluto de servir a Dios sin impedimento (Dom Delatte). La libertad de conciencia moderna es un postulado indemostrable, o mejor dicho, un error manifiesto. ¡Como! El hombre, criatura hecha de la nada, incapaz de ser y de moverse sin Dios, ante todo lo que tiene y todo lo que es y esperándolo de su Bondad, ¿podría levantar insolentemente su miseria infinita frente a la infinita omnipotencia de aquel que es el Ser por Sí mismo y por quien todo existe? ¿Osará este hombre, limitar y hasta rechazar su acatamiento? ¡Es el colmo del absurdo!
    No, el hombre es esencialmente dependiente de Dios, de su palabra, de sus leyes, de su Providencia, de las autoridades que El delegue, de las sociedades donde lo coloque; el hombre depende de todas las leyes de todos los lazos que lo protegen y lo salvan, esto es lo que enseña la razón católica más razonable que el mismo Racionalismo, puesto que ella va hasta el límite de sus principios y sabe además que aceptando la Revelación, reconociendo la realeza universal de Jesucristo y la autoridad de su Iglesia, ella hace un acto de razón.
    Así, pues, el principio supremo del Liberalismo es falso, radicalmente falso; esto se verá mejor todavía comparando la enseñanza católica de Dios hecho Hombre y la doctrina liberal del hombre que pretende ser Dios.


    2º) VERDAD CATÓLICA. ERROR LIBERAL


    No es verdad que la razón humana sea fuente de Verdad y medida de las cosas. En el orden natural, la inteligencia está sometida al objeto, a lo real, a las leyes, a la dirección de los primeros principios; ella está reglada por las cosas, como las cosas están regladas por la inteligencia divina. En el orden sobrenatural, ella está obligada a someterse a la palabra de Dios, tiene la obligación rigurosa de adherir a los misterios de la fe, de escuchar a la Iglesia y aceptar sus enseñanzas.
    No es verdad que la libertad sea un fin en sí misma. Es una fuerza que sin duda puede ponerse al servicio del bien o del mal, pero para ser un derecho, es decir, un poder legítimo, es necesario que se someta al orden de la razón, a la dirección de la ley, al mandato de la autoridad.(4) La libertad no es para el hombre más que un medio de alcanzar el fin que le ha sido asignado por Dios; no debe por tanto ser usado mas que con miras de obtenerlo y dentro de los límites trazados por la razón y la fe. De ahí que solamente esta libertad realizará la definición dada por la sabiduría cristiana “la facultad de moverse en el bien”.
    No es verdad que el hombre deba seguir a la naturaleza, a menos de entenderla en su realidad filosófica, es decir en la jerarquía de sus poderes, en su verdad histórica también, es decir, en tanto que redimida y ordenada al orden sobrenatural. Aun en esto, el católico es más naturalista que el mismo naturalista, pues solo él entiende la naturaleza en su integridad, en el orden exacto de sus facultades y su razón de ser, en la jerarquía de sus tendencias y de sus objetivos.
    No es verdad que la dignidad del hombre sea tal que toda dependencia le sea intolerable. Al contrario, su dignidad, su excelencia, su perfección, está en reconocer el soberano dominio de Dios, que de la nada le ha dado el ser; tender a El con toda sus fuerzas, ser perfectamente sumiso a su Ley para poseerlo plenamente. Sin entrar a referirnos a la vida cristiana, que se resume en la Caridad, la esencia de la vida humana, por ser humana simplemente, está en esta sumisión total y voluntaria a Dios: “Deum time et mandata eius observa: hoc enim omnis homo”.(5) Y precisamente por esta humilde obediencia a Dios, el hombre se desprende, se libera de lo contingente, de lo temporal, de todo aquello que no es Dios y sube a alturas que ni supone el hombre natural, “homo animalis”. La voluntad, y por ella el hombre, se hace semejante al objeto al que se une, que ama, que sirve: “Servire Deo regnare est”.
    No es verdad que el hombre sea libre de aceptar o rechazar el don sobrenatural de la gracia. Dios, que ha hecho al hombre de la nada, ha conservado el derecho de perfeccionar su obra, de elevarlo a un destino aun más excelente y más noble que aquel inherente a su condición primera. En efecto, Dios ha instituido la vida sobrenatural obligatoria y nos lo ha manifestado por signos muy evidentes; debemos por lo tanto creer en Jesús, su doctrina, cumplir sus mandamientos, vivir su vida..., sin lo cual aun nuestro mismo fin natural queda radicalmente perdido, pues en la actual situación de las cosas dispuestas por la Providencia divina, es imposible igualmente lograr el fin esencial y natural sino es en y por el fin sobrenatural.
    No es verdad que el hombre sea libre desde el punto de vista social. En efecto:
    • Ante todo, la familia donde nace o que funda, es una sociedad natural de la cual, la constitución y leyes fundamentales (unidad, indisolubilidad, autoridad paterna) han sido establecidas por Dios, restauradas y santificadas por Jesucristo.
    • Luego, la sociedad civil tiene también a Dios por autor y en ella toda autoridad procede de El.
    • Finalmente, la Iglesia, sociedad sobrenatural perfecta, única depositaria de la verdad religiosa y de los medios de salvación, es obligatoria para todos y nadie tiene derecho de rechazar su doctrina, de sustraerse a sus leyes y a su autoridad.
    No es verdad que el Estado sea independiente de Dios, de Jesucristo, de la Iglesia. Como agente, está directamente sometido a Dios en todo; por su fin depende indirectamente de la Realeza Social de Nuestro Señor, de la autoridad de la Iglesia. Especialmente debe profesar la verdadera Religión, proteger y defender la Iglesia, prohibir los falsos cultos, salvo que una tolerancia provisoria se imponga en nombre del bien público, dar a la Iglesia, en la medida que Ella lo reclame, el apoyo del brazo secular, poner su legislación y aplicarla en armonía con los derechos superiores de la Iglesia. Por tanto, tampoco es verdad que la tolerancia deba ser universal: en el campo de las ideas esto sería el escepticismo, en el ejercicio del gobierno, el desorden y la anarquía; no se tolera el mal y el error, sino sólo cuando no es posible de otra manera.
    En resumen, no es verdad que la libertad sea la panacea universal. La libertad debe estar regulada por la ley que fija los deberes y los derechos, y por la prudencia natural y sobrenatural que precise sus aplicaciones prácticas. “La libertad y sus beneficios, escribe León XIII, esto es lo que ante todo se ha exaltado hasta las nubes como el remedio supremo, un incomparable instrumento de paz fecunda y de prosperidad”. Pero, por desgracia, los hechos han demostrado que una libertad “concedida sin distinción a la verdad y al error, al bien y al mal, no logra sino rebajar todo aquello que hay de noble, de santo, de generoso y abrir mas ampliamente el camino al crimen, al suicidio y al torbellino abyecto de las pasiones”.(6)
    Por eso no hay que confundir la verdadera libertad, que es una libertad ordenada, con la falsa libertad o licencia, que no es sino una libertad anárquica, libertad de perdición. Contrariamente a la creencia de que el hombre es totalmente libre, la realidad nos muestra que está bajo muchos tipos de autoridad, rodeado de múltiples lazos tutelares; adecuarse al orden tal como es su deber esencial, es la condición de su perfección suprema.


    CONCLUSIÓN


    Quien haya seguido este estudio, no podrá ya asombrarse al escucharnos decir: el Liberalismo es un pecado, un pecado grave del espíritu, el pecado mismo, pues es esencialmente la rebelión contra Dios y contra el orden establecido por Él.
    Santo Tomás, en su lenguaje tan preciso, diría del Liberalismo que no es solamente “peccatum”, sino además “culpa”. El “peccatum” es en general la deficiencia, la falta de rectitud exigida a una operación con respecto a su fin. En este sentido el Liberalismo es un “peccatum intellectus”, pues es un error grosero hasta la contradicción; erigiéndose en sistema, se devora a sí mismo, puesto que no reconoce a ninguna verdad ni a ningún bien el derecho de imponerse al hombre libre.
    El liberalismo se convierte en «culpa», falta grave, cuando y en la medida en que es elegido por la voluntad libre del hombre. En si mismo es “materia grave y muy grave”, incomparablemente más que el pecado de la carne, porque corrompe la más excelente y más necesaria de nuestras facultades, la inteligencia; pecado verdaderamente satánico puesto que es inspirado por él, pecado radical, y, por consiguiente, casi incurable.(7)
    Lo que aumenta todavía la gravedad del pecado del liberalismo es que instituye la rebelión misma en principio, la independencia en sistema, es que organiza, si se pudiera aplicar la expresión, el desorden mismo contra toda ley. León XIII también ha dicho del Naturalismo y del Racionalismo, principios del Liberalismo, que constituyen la idea “la más perversa de todas”.(8) Después del odio formal contra Dios, no hay pecado más grave, pues ataca directamente la fe y los primeros principios de la vida sobrenatural.
    Es interesante hacer un paralelo entre los principios y conclusiones liberales y los principios y conclusiones católicos; es lo que mejor pone de relieve su radical oposición:


    Para el liberal
    1º Razón, origen y medida de las cosas.
    2º Razón individual.
    3º Autonomía de la voluntad.
    4º Ateísmo o panteísmo.
    5º El Hombre se basta a sí mismo.
    6º La libertad, fin en sí misma.
    7º Libertad esencialmente independiente.
    8º Independencia exigida por la dignidad.
    9º El Hombre, esencialmente bueno.
    10º Progreso indefinido y fatal.
    11º Igualitarismo.
    12º Individualismo anárquico.
    13º Licencia para hacer lo que se quiera.
    14º Soberanía del número, del Pueblo. .
    15º Francmasonería, etc.


    Para el católico
    1º Razón dependiente del objeto: natural y sobrenatural.
    2º Razón de los siglos y tradición.
    3º Dependencia con respecto al bien y a la ley.
    4º Un sólo Dios, distinto del mundo.
    5º Dios único Ser necesario.
    6º Puro medio para obtener el fin último.
    7º Depende de la autoridad, de la ley, del orden.
    8º Sumisión a la ley, fuente de perfección.
    9º Viciado por los pecados original y personales.
    10º Supone el orden a los fines necesarios.
    11º Jerarquía y organización.
    12º Lazos sociales necesarios.
    13º Libertad regulada: hacer lo que es bueno.
    14º Soberanía de Dios y de quienes El delega.
    15º Iglesia Católica, etc.


    Así pues, mientras el catolicismo afirma la sujeción absoluta de la razón individual y social a la Ley de Dios, el Liberalismo sostiene una independencia absoluta. Por consiguiente se opone radicalmente a los Derechos de Dios, de Jesucristo Rey, de la iglesia, a la existencia de toda sociedad o bien temporal del hombre como a su eterna salvación. Es por eso que debemos combatirlo por todo los medios legítimos y correctos.
    No hay tiempo que perder, pues el mal es grande, más actual que nunca: esta iniquidad, decía Pío X, por la cual “el hombre se substituye a Dios” es “lo que caracteriza la época que vivimos”. Y Benedicto XV: “El espíritu de indisciplina que no era hasta hoy más que triste privilegio de algunos descarriados ha llegado ya a posesionarse de las masas y les pone también a ellas sobre los labios el eterno grito de rebelión: Non serviam!” (24 de diciembre de 1919). Y hace muy poco un eminente Prelado escribía: “Hoy el Liberalismo es el error capital de las inteligencias y la pasión dominante de nuestro siglo, constituye como una atmósfera infecta (Pío XI habla de la «peste del Laicismo») que envuelve por todas partes al mundo político y religioso, que es un inmenso peligro para la sociedad y para le individuo... Falsea las ideas, corrompe los juicios, adultera las conciencias, debilita el carácter, enciende las pasiones, subyuga a los gobernantes, subleva los gobernados, y no satisfecho de apagar (si eso fuera posible) la luz de la revelación, inconsciente y audaz, pretende extinguir aun a la misma razón natural”.
    Los poderes de gobierno, la prensa, la enseñanza, etc... están al servicio del Liberalismo. ¡Nosotros no tenemos ni el dinero, ni el poder, ni la influencia! ¡Somos poca cosa frente a un mal de tal magnitud! Mejor así, pues reconociéndolo, no nos tentaremos en fiarnos en nosotros mismos, sino que nos confiaremos absolutamente en Dios, quien, de nada, hizo el cielo y la tierra, y se complace en elegir los pequeños para confundir a los poderosos. Sigamos a nuestro soberano Padre el Papa Pío XI con la valentía, confianza y serenidad con que él denunció al Laicismo, dándole un golpe justo con la institución de la fiesta de Cristo Rey, prediquemos sin cesar la necesidad de la política cristiana, recordemos sin cesar los derechos imprescriptibles de Nuestro Señor Jesucristo a reinar, no solamente sobre los individuos, sino sobre los pueblos y el mundo entero de manera que sea el Primero, el primero en el honor y en el ejercicio de la autoridad.
    Un F. Buisson proclama el laicismo integral, es decir, “la pura y simple aplicación del libre pensamiento a la vida pública de la sociedad”. En cuanto a nosotros, es el orden integral cristiano lo que queremos, es decir, el espíritu del Evangelio impregnando toda la sociedad, y de esta manera, devolver al hombre la verdadera libertad que es “alcanzar su fin sobrenatural mediante Jesucristo”. Trabajemos, pues, enérgicamente por el reino social de Jesucristo y proclamemos en todo lugar a Cristo Rey.
    “Pero, ¿no es una quimera lo que ustedes proponen?”, nos dicen. Sí, si uno se confía solo en los pobres medios humanos; no, si se apoya en la fe, sobre la fuerza misma de Dios. “Pero ¿no será eso impopular? ¡Comprometen a la Iglesia! ¡Es necesario no herir las aspiraciones modernas del pueblo respecto a la libertad!”. Conocemos desde hace mucho tiempo esas objeciones de una debilidad que se considera prudencia y que hasta ahora no a obtenido sino favorecer el avance de la apostasía universal de las naciones.
    Con la resistencia diocesana de Luçon (Comunicado de la Vendée, del 17 de enero de 1920), respondemos: “Si se quiere ayudar a un hombre que está envenenado no hay que ofrecerle más veneno. Es un contraveneno lo que hay que administrarle para salvarlo. Nuestra sociedad está envenenada con el abuso de la libertad. Es ese abuso de la libertad humana llevado hasta el desprecio de los Derechos de Dios que ha engendrado el Laicismo. Y este Laicismo a su vez, se ha convertido en la «peste» de la que muere el mundo contemporáneo. Esa expresión es del mismo Sumo pontífice. Es necesario por tanto, combatir y combatir de todas maneras el Laicismo bajo todas sus formas y en todas sus etapas. Es la única manera de salvar la Sociedad devastada por esta horrible peste”. El reino de Cristo, y en este reino la Paz del mundo: “Pax Christi in regno Christi”, sólo podrá establecerse sobre las ruinas del Laicismo.


    NOTAS:


    (1) “Toda ciencia está virtualmente contenida en los principios de que parte”.
    (2) Cfr. la conclusión del libro sobre Dios del R. P. Garrigou-Lagrange.
    (3) Ciertos liberales admiten sin problema que la libertad “debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y por consiguiente, sometida a las leyes naturales y a la ley divina y eterna; pero creen deber detenerse ahí y no aceptan que el hombre libre deba someterse a las leyes que a Dios le placería inspirarnos por un camino distinto al de la ley natural” (León XIII, Encíclica “Libertas”). Pretensión insoportable: cfr. H. Brun, pág. 38.
    (4) “La libertad, este elemento de perfección para el hombre, ha de aplicarse a lo que es verdadero y bueno” (“Immortale Dei”). Por eso, “una libertad no debe ser jamás reputada por legítima sino en la medida en que aumenta nuestra facultad para el bien, pero no fuera de él” (León XIII, “Libertas”).
    (5) Eclo., 12, 13.
    (6) Parvenu à la 25e année...
    (7) Habría que ser absolutamente ignorante de la Teología moral para escandalizarse de semejante afirmación. En la Tabla de las obras de Santo Tomás de Aquino se puede ver qué frecuentemente el gran Doctor enuncia la siguiente conclusión: “Peccata carnalia sunt minus gravia, licet turpiora, quam spiritualia”.
    (8) Officio sanctisimo.

    SPES - Santo Tomás de Aquino: Liberalismo y Catolicismo
    Pious dio el Víctor.

  2. #2
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    Re: Liberalismo y Catolicismo

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Muy refrescante para la memoria, por lo menos aqui en America del Sur no se habla en estos términos, y es muy frecuente que al exponer la verdad objetiva sobre el Liberalismo (y su brazo izquierdo el Comunismo) comienzan a llover los epítetos cobardes de: fascistas, neonazi.. etc... Es casi mala palabra enseñar la recta doctrina sobre el Liberalismo... recomiendo el libro del gran sacerdote argentino Padre Julio Mienvielle "De Lammenais a Maritain", muy bueno. Se lo encuentra digital en la web.
    Por una Hispanoamerica Católica y Leal.

    En Cristo Rey.

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