SANTO TOMÁS CANTUARIENSE, “MUERO POR DIOS Y POR LA LIBERTAD DE LA IGLESIA”
Este ilustre defensor de la inmunidad eclesiástica nació en Londres el 21 de diciembre del año 1117. Su padre Gilberto Béker peleó contra los infieles en la guerra de la Cruzada, y habiendo caído en una emboscada de sarracenos, fue preso y hecho esclavo en el año de 1114. Sus bellas prendas le merecieron una particular atención de su señor, que era uno de los primeros oficiales de su nación, y lo hicieron amar de la hija única de aquel emir, la que, embelesada con lo que había oído decir de nuestra religión, deseó hacerse cristiana. Al cabo de diez y ocho meses se escapó Gilberto de la prisión. La hija del emir huyó de la casa de sus padres y fué a Inglaterra a encontrar a Gilberto. El obispo la bautizó, y le puso por nombre Matilde, la que habiéndose casado con Gilberto, fué madre de nuestro santo, a quién crió con el cuidado en las máximas de la religión cristiana.
Al segundo viaje que hizo su padre a Tierra Santa, le puso de pensionista en un monasterio, donde hizo tales progresos en las ciencias, que fué la admiración de sus maestros. A los veinte y un años de edad perdió a su padre y a su madre casi al mismo tiempo; pero sin embargo supo usar de su libertad: pasó a París a continuar sus estudios, y tomó el grado de doctor en leyes en aquella universidad con general aplauso. Como sus padres le habían dejado muchas virtudes y pocos bienes, entró en casa de un señor por su secretario, y quiso que le acompañara en la caza que era su pasión favorita. Un día que cazaba al vuelo cayó en el río un ánade a quien perseguía su halcón; y habiéndose metido en el agua con ella, se arrojó al río para no perderla; la corriente del agua le llevó hasta un molino, donde iba a estrellarse contra el rodezno, si éste, por un milagro visible, no se hubiese parado hasta que fué Tomás sacado del agua. Reconoció el favor divino, y renunciando a todas estas diversiones ganó la amistad Teobaldo, arzobispo de Cantóberi, quien reconociendo en él un grande ingenio y un gran fondo de virtud, le empleó en el despacho de los mayores negocios de su diócesis.
Envióle a Roma por negocios muy delicados, y de todos salió Tomás felizmente. A la vuelta e su viaje le ordenó de diácono. Como era tan grande su mérito, nombró Teobaldo a nuestro santo por arcediano, y le proveyó de otro beneficio. El aumento de sus rentas sólo sirvió para hacerle más limosnero, por lo que consiguió el título de Padre de pobres. Haciéndose más visible cada día el mérito de Tomás, quiso el rey Enrique II conocerle; y cuando advirtió que su mérito era superior a su fama, le hizo su canciller.
Jamás se vió ministro de Estado ni tan celoso de los intereses de su rey, ni tan amante del bien público, ni eclesiástico más ejemplar. Empleaba el día en el despacho, pasaba la mayor parte de la noche en oración, y lo poco que dormía lo hacía sobre la dura tierra. Muchas noches maltrataba su cuerpo con sangrientas disciplinas, y aún alguna vez le sorprendió el rey en estos ejercicios de austeridad. Su pasión dominante fué la penitencia, y la profusión y liberalidad con los pobres hacia todas sus delicias. Advirtiendo el rey sus prodigiosos talentos, le confirió la educación del príncipe Enrique, su hijo, y jamás se vió príncipe más perfecto. Le acompañó a Guiena, en calidad de embajador extraordinario; pasó a la corte de Francia, y dió grandes pruebas de su prudencia, talento y virtud.
Por muerte del arzobispo Teobaldo vacó la silla de Cantórberi, y luego le dijo al rey que le había escogido para ella. Tomás le respondió humildemente que no tenía virtud ni ciencia para este empleo; y viendo que el rey insistía, le dijo:
“Señor, estoy muy cierto que si Dios permite que yo sea arzobispo de Cantórberi, perderé luego la gracia y favor de Vuestra Majestad y que será mi enemigo, porque querrá exigir de mí muchas cosas contrarias a los derechos de la Iglesia, que no permitiría concederlas mi inisterio; y esto servirá de pretexto para que pierda los frutos de la fidelidad y celo con que hasta aquí le he servido”Tomó posesión de su arzobispado en presencia del príncipe Enrique, su discípulo, a lo que asistieron catorce prelados, y toda la nobleza de Inglaterra. La alta dignidad en que se hallaba no aflojó el espíritu de penitencia y humildad de nuestro santo. La ejemplar y constante regularidad del pastor reformaron bien prontamente el rebaño. No hacía más que un año que ocupaba la silla metropolitana, cuando se vió precisado a asistir al concilio de Tours, en Francia, en que presidía el Papa. El concilio pronunció anatema contra todos los usurpadores de los bienes de la Iglesia. Volvió a Inglaterra, y el rey llevó a mal que el santo quisiera hacer dejación del empleo de canciller y que hubiera ejecutado la disposición del concilio de Tours. Defendió el santo arzobispo con vigor los derechos de su Iglesia, y el rey, siempre irritado, suplicó al Papa nombrara por su legado al arzobispo de York en lugar del de Cantórbei. A las repetidas instancias del rey, se le concedió, pero sin darle jurisdicción alguna sobre el de Cantórberi ni sus sufráganeos. El rey, poco contento de esta exención, le volvió a enviar el breve al Papa, y determinó hacer deponer al santo arzobispo, lo que se llevó a cabo por una asamblea de obispos y señores. Todos sus bienes fueron confiscados, y la confiscación se puso en manos del rey como por gracia. Viéndose el santo depuesto, sin bienes, aborrecido del rey, de todos los grandes y de la mayor parte del pueblo, pasó a Francia, donde fue muy bien recibido por el rey, que le ofreció su protección, y el mismo acogimiento halló en el Papa, a quién hizo una breve y exacta relación de todo lo que había pasado, suplicándole que se dignase admitir su dejación.
El soberano pontífice alabó su celo y su piedad y le restableció en su silla. Para no exasperar a Enrique, aconsejó al santo se retirara a la abadía de Pontiñí de la orden del Cister, esperando reconciliarle en breve con el rey. Este monarca, cada día más furioso, hizo grandes amenazas al Papa, diciéndole que llevaría su resentimiento hasta los mayores excesos; pero todo fué en vano. Restablecido Enrique de una peligrosa enfermedad, suplicó al Papa enviase un legado a Inglaterra para terminar etas diferencias, y escribió una carta al capítulo general del Cister, diciendo que si proseguía en dar asilo al santo prelado, iba a echar de Inglaterra a todos los religiosos cistercienses. Luego que Tomás tuvo esta noticia, salió de Pontiñí y se retiró al monasterio de Santa Columba.
Entre tanto los de Inglaterra deslumbraron al Papa, el cual por algún tiempo suspendió el poder de la legacia del arzobispo. Quejósele él amargamente, aunque con modestia. A todos los buenos pareció muy mal este procedimiento del Papa. El rey de Francia, lastimado de ver al arzobispo en tan larga opresión, determinó interceder con el rey de Inglaterra para que le restituyese a su silla; alentóle a esto el Papa. Al cabo resolvieron que el arzobispo se presentase al rey. Hízose esto delante de un gran concurso. Nuestro santo con humildad se postró ante él, y le rogó por sí y por toda la Iglesia anglicana; díjole que pasaría en aquél negocio por lo que él resolviese, salvo la honra de Dios. Con ésta restricción, irritado nuevamente, allí mismo le trató de soberbio e ingrato, y vuelto al rey de Francia le decía que aquella cláusula era semillero de discordias interminables. Sin embargo dió a su enojo algún color de justicia, y dijo que al santo prelado le permitía que gobernase su Iglesia con la misma libertad que la habían gobernado sus predecesores. A todos pareció bien esta respuesta. Decía el rey de Francia al arzobispo: “Si no aceptas este partido, quieres ser más santo que los santos. ¿Aún dudas? De tí depende la paz”. El arzobispo no estaba satisfecho de la repugnancia que había mostrado su rey a aquella limitación. Todavía insistía en su primer propósito. Enojáronse contra él los señores del estado secular, hiciéronle salir de allí, diciéndole que no se trataba entonces de la honra de Dios, sino la del rey. A lo cual respondió el arzobispo con grande entereza que no querría él ganar la amistad de los hombres perdiendo la de Dios; que la Iglesia había nacido, crecido y perfeccionándose entre las persecuciones y tribulaciones y que él estaba pronto a padecer cualquier trabajo por salvar en todo la honra de Jesucristo. Levantáronse contra él todos: tratábanle de encaprichado, de soberbio, de enemigo de la paz; hubo quien le llamó indigno del favor de éstos príncipes y acreedor a que la Francia le echase de sí: saliéronse de allí los reyes sin saludarle; los demás le ultrajaban como a un hombre perdido por su obstinación.
Poco tiempo después, el rey de Francia, mirando el negocio a sangre fría, vió el yerro que en aquel lance había cometido. Buscó al santo arzobispo, y postrado a sus pies confesaba su ceguedad. El de Inglaterra se dió por ofendido. Luis le respondió que de sus progenitores había heredado el derecho de amparar a los que padecen por causa de la justicia. De cada día tomaba más vuelo la ira de los enemigo del arzobispo: con dos legados que envió nuevamente el Papa a Inglaterra, tuvo aquel rey varias demandas y respuestas; insistía él en que absolutamente se guardasen las costumbres de aquel reino. Nada se concluyó. Tomás, con ser tan moderado, quejándose el Papa de la perniciosa benignidad con que trató al rey de Inglaterra le decía:
“De tal manera es tratada la causa de Dios en la corte de Roma, que en ella es soltado Barrabás, y condenado Cristo. Por la autoridad de esta corte dura ya cerca de seis años nuestro destierro y la persecución de la Iglesia”.Entre tanto Enrique, contra el derecho que tenía Tomás como primado del reino, quiso que el arzobispo de York coronase en vida suya al príncipe de Gales. Opusiéronse a esto el Papa y Tomás. El arzobispo de York coronó al príncipe de Gales en junio del año 1170.
Tomás afligido por estos y otros sucesos, escribió al Papa para que no difiriese el remedio que este negocio pedía. Le decía que su larga paciencia había endurecido a Enrique y que de la Iglesia de Inglaterra le pediría cuentas Nuestro Señor, si por descuido suyo perecía. El Papa suspendió al arzobispo de York y a los que habían asistido a la coronación del nuevo rey. Envió a los obispos de Ruen y de Nevers para que obligasen al rey de Inglaterra de su parte a la paz, y si se resistía a ello, pusiesen entredicho en todos sus estados. Mandóle también de parte de Dios que se reconciliase pronto con el arzobispo de Cantórberi, si no quería ser excomulgado. Vínose el rey a composición: concedió cuanto se le pedía, y comenzó desde entonces a tratar a Tomás con familiaridad y llaneza primera. Aprovechó el santo esta ocasión. Prometió el rey que haría cuanto fuese justo para repararla honra de la jerarquía eclesiástica. Con estas prendas de amistad resolvió Tomás volver a su Iglesia.
Llegó felizmente el santo a Cantórberi el día 2 de diciembre y fue recibido con aclamaciones de todo el pueblo y de todo el clero, así secular como regular. El arzobispo de York, los obispos de Londres y el de Serisberri le enviaron a decir de parte del rey, que absolviera a todos los obispos que estaban excomulgados; pero no admitían las justas condiciones que les pedía, no pudo pasar adelante. Estos tres prelados pasaron a Francia, y calumniaron al santo delante del rey Enrique, diciendo que desde que había llegado a Cantórberi no había hecho otra cosa que obrar y hablar contra la honra y servicio de Su Majestad y contra las costumbres del reino. El rey, crédulo, dijo en presencia de toda su corte: “¿Es posible que no haya quien me vengue de un sacerdote, que me dá el sólo más sinsabores que todos los vasallos de mi reino?”
Cuatro de sus oficiales, Reinaldo de Ours, Hugo Norville, Guillermo de Traci y Ricardo Bretón, hombres sin escrúpulos, se obligaron allí mismo con juramento a asesinar al arzobispo. El santo se retiró a su Iglesia a celebrar la gran fiesta de la Natividad con su clero y pueblo, y les anunció su muerte. Pasó las tres festividades en la Iglesia de día y de noche. El 29 de diciembre llegaron los asesinos a Cantórberi, y habiendo visitado al santo, le hicieron algunas proposiciones escandalosas, a las que no quiso asentir. Aquéllos impíos le dijeron al retirarse que su constancia le costaría la vida. Tomás respondió: “No huiré; esperaré con tranquilidad la muerte, y tendré la gran dicha de morir por los intereses de la Iglesia”. Habiéndose retirado a ella a cantar el oficio divino, vió rodeada la Iglesia de soldados con los asesinos al frente. Los clérigos quisieron cerrarla y defenderse ayudados del pueblo, pero el santo lo impidió.
Habiendo entrado los asesinos con espada en mano, empezaron a gritar: “¿Dónde está el traidor? ¿Dónde está el arzobispo?” El santo dejando su silla les dijo:
“Yo soy el arzobispo, pero no el traidor, y estoy pronto a morir por mi Dios y por la libertad de la Iglesia” Y luego volviéndose hacia el altar, y juntando las manos exclamó: “Encomiendo mi alma a Dios y la causa de María Santísima y a los santos patronos de éste lugar”.Apenas dijo estas palabras cuando Reinaldo, uno de los asesinos, le dió una cuchillada en la cabeza, y cayó el santo de rodillas cubierto de sangre; al mismo tiempo dos de los otros asesinos, le atravesaron el cuerpo con sus espadas, y al ir a expirar, el cuarto de estos malvados le rajó la cabeza. Así consumó su martirio este ilustre prelado, el día 29 de diciembre de 1170, a los cincuenta y tres años de edad y nueve de su obispado.
Toda la Europa manifestó el dolor que le causaba la muerte de este gran prelado, y todo el mundo cristiano se horrorizó al oír de este asesinato. Se halló su cuerpo vestido de un áspero cilicio, y fué enterrado en la iglesia sin ceremonia alguna.
El rey se sujetó a una penitencia pública, y recibió la absolución de los dos legados del Papa en presencia del clero y pueblo. Los milagros que obraba Dios por nuestro santo obligaron al Papa Alejandro III a canonizarle solemnemente tres años después de su muerte. Por sincero que fuese el arrepentimiento del rey Enrique, le castigó Dio cruelmente con la rebelión de sus dos hijos, y se vió a pique de perder la vida. Hizo penitencia pública, y el Señor parece la aceptó. Los asesinos pasaron el resto de su vida en un continuo temblor, y todo el mundo fué testigo de éste terrible suplicio.
El rey de Francia, Luis el joven, fué en persona al sepulcro de Tomás, y consiguió la salud de su hijo. San Luis dio a la abadía de Rayaumont la cabeza del santo, que obtuvo del rey de Inglaterra. Enrique VIII, cuando se rebeló contra la Iglesia, hizo quemar públicamente sus reliquias.
Ecce Christianus
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