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Tema: Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación

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    Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación

    Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación. Carta de San Ezequiel Moreno.




    Introducción


    La nota dominante de la carta del señor Presbítero don Baltasar Vélez, es un falso espíritu de con*ciliario todo, secundando la co*rriente que en ese mismo sentido han establecido ciertos hombres católico-liberales, y que nos lleva*ría a las consecuencias más funes*tas para la Religión y la sociedad, si llegara a propagarse.
    Quiere y pide dicho sacerdote en su carta, transigencia con el li*beralismo de Colombia, y la pide sobre todo al clero. Queremos su*poner buenas intenciones en el se*ñor Presbítero Baltasar, pero es lo cierto, que ha dado motivo de es*cándalo a los buenos con su carta, y que ha proporcionado placer no pequeño a los enemigos de la Iglesia, a juzgar por la conducta de los de esta ciudad de Pasto, quienes, en muy pocos días, han hecho ya dos ediciones numerosas de la expresada carta, en la Im*prenta de Ramírez de Gómez Hermanos de esta misma ciudad, puesta siempre, por lo visto, la tal imprenta al servicio del diablo, pues ya son varias las obras sali*das de ella que nos hemos visto precisados a prohibir.
    El horror que ha causado en los buenos la carta del dicho señor Presbítero, y el gusto manifiesto que ha producido en los enemigos de la Iglesia, debe bastar a todo buen católico para juzgarla como contraria a las doctrinas e intere*ses de nuestra Santa Religión, y rogar a Dios que ilumine a su des*graciado autor. Yo sólo hubiera hecho esto: rogar a Dios que diera sus luces al autor de la carta; pero personas eclesiásticas y seglares me han manifestado deseos vehe*mentes de que dijera algo contra la carta, dándome por razón, el que algunos fieles vacilaban en la verdad por ser un sacerdote el au*tor de ella, y esto me ha movido a decir algo, pero nada más que al*go, por no disponer de tiempo pa*ra decir lo muchísimo que se po*dría decir contra tanta variedad de cosas expuestas de un modo caprichoso, vago, confuso, teme*rario y sospechoso.
    Es la tal carta, en efecto, una verdadera barahúnda de cosas buenas y malas; de verdades y de errores; de doctrinas oscuras y te*merarias; de afirmaciones que, se*gún como se miren, pueden pare*cer negaciones; de negaciones, que también pueden parecer afir*maciones según por el lado que se tomen, y en tanta confusión es po*co menos que imposible estable*cer un perfecto deslinde de todo, y se necesitaría un, trabajo no pe*queño para ir recorriendo línea por línea toda la carta y señalar en una parte lo que es error, en otra lo que es temerario, aquí lo que es sospechoso, allí lo que es contra*dictorio, y más allá y por muchas partes lo que necesita de explica*ción para que deje de ser o con*tradictorio, o sospechoso, o teme*rario, o erróneo y aun herético.
    Siendo pues poco menos que imposible el decir todo lo que se puede decir contra la carta, sólo me propongo entresacar de esa barahúnda los errores como capi*tales o fuentes y raíces de otros. los cuales haré notar o señalaré en cada uno de los capitulitos en que los he de combatir. La mayor glo*ria de Dios y el bien de las almas, es lo único que me mueve a entrar en este nuevo combate que se pre*senta, y proseguir una lucha de la que, en este mundo, sólo puedo es*perar la abundancia de insultos, burlas, desprecios y horribles ca*lumnias, que ya hace tiempo vengo recibiendo de parte de los enemi*gos de Dios y de su Iglesia Santa.


    Un gran error que se halla en la carta, contrario a una verdad católica


    Antes de entrar a combatir otros errores, creemos convenien*te señalar uno verdaderamente notable que se halla en la intro*ducción de la carta del señor Pres*bítero don Baltazar Vélez, por*que, desde el momento en que di*cho señor Presbítero aparece, o negando una verdad católica, o ig*norando esa verdad tratada por todos los teólogos, no cabe duda que cae en descrédito ante toda persona sensata, y como conse*cuencia también su carta.
    Dice, pues, el señor Presbítero Baltasar, que desde el día en que recibió la ordenación sacerdotal prometió... “no ver en los hom*bres, ni conservadores ni liberales, ni católicos ni herejes sino una so*la cosa en Cristo”.
    Ver en todos los hombres una sola cosa en Cristo, aunque algu*nos o muchos de esos hombres admitan y propalen herejías, es no ver con la clara luz de la fe, sino con la negra llama del error. Nuestra Santa Madre la Iglesia ja*más ha visto, ve, ni verá en esos hombres una sola cosa en Cristo, sino que, por el contrario, ha vis*to, ve y verá en ellos, miembros separados de Cristo.
    El primer Concilio Niceno, en el canon VIII, señala condiciones para admitir a los herejes que quieran volver a la Iglesia. El pri*mero de Constantinopla dice en el canon VI que los herejes están arrancados, separados de la Igle*sia.
    Los Santos Padres se expresan en el mismo sentido. San Jeróni*mo, en el diálogo contra los lucife-rianos n. ult.. dice: “Que los here*jes son, no la Iglesia de Cristo, si*no la sinagoga del Anticristo”. Mi gran padre San Agustín (In Serm. 1ª, c. 6 de simb. ad cathechum.) se expresa así:


    “Todos los herejes salieron de la Iglesia, como sarmientos inúti*les cortados de la vid”.


    No hay para qué citar ni más concilios ni más Santos Padres.
    Si pues los herejes están sepa*rados de la Iglesia, siendo como es Jesucristo cabeza de la Iglesia, des*dícese de un modo claro y termi*nante, que los herejes están sepa*rados de Jesucristo y no son una cosa con El.
    El mismo Jesucristo, Verdad Eterna, nos enseña que hay hom*bres separados de Él, como se ve en estas palabras salidas de su di*vina boca:


    Así como el sarmiento no pue*de dar fruto si no está unido a la vid, así vosotros si no estuviereis en mí (Joan.XV-4).


    Ni de los creyentes que se ha*llen en pecado mortal, puede de*cirse de un modo absoluto que se*an una sola cosa con Cristo. Sólo la caridad nos une a Jesucristo de un modo perfecto, y el que la pier*de por el pecado, sólo queda uni*do a El de un modo imperfecto por el don de la fe. Por eso dice San Juan (Epist. 1ª. c. III. v. 8): “El que comete el pecado es del diablo”. Y también dice (ibíd. v. 10): “Todo aquel que no es justo no es de Dios”.
    Aunque tratemos de dar a las palabras del autor de la carta una interpretación lo más benigna po*sible, siempre será un error con*trario a la verdad católica el decir que los que se manifiestan herejes sean una sola en Cristo con los creyentes.
    Como consecuencia de todo lo dicho, se presenta este dilema: o el autor de la carta escribió ese error con conocimiento de lo que escribía, o con ignorancia. Si con conocimiento, faltó a la fe enseñando una doctrina contraria a la verdad católica, y él y su carta quedan juzgados para todo hijo fiel de la Iglesia; y si con ignoran*cia, no podemos esperar que quien ignora una verdad católica tan clara, pueda ser maestro, que enseñe y desenvuelva debidamen*te cuestiones católicas tan difíciles y delicadas como las que trata en la carta. Nada más sería necesario añadir para que las personas sen*satas miren la carta con el despre*cio que se merece, pero he prome*tido decir algo más y voy a cum*plir la promesa.


    El liberalismo político que defiende el autor de la carta, aun tal como lo propone, está condenado por la Iglesia


    Confieso con sinceridad, que he tenido que leer varias veces la carta del señor Presbítero don Baltasar, para poder llegar a com*prender qué es lo que entiende por liberalismo político, o qué li*beralismo político es el que de*fiende como bueno e inocente. Las varias definiciones que da so*bre dicho liberalismo, eran causa de oscuridad y confusión, que me dificultaban el conocimiento ver*dadero de la naturaleza del objeto que definía y proponía; pero, por fin, llegué a ver con claridad sufi*ciente para poder juzgar y decir, que el liberalismo político que propone y defiende en la carta, aun tal como lo hace, está conde*nado por la Iglesia.
    Ya hemos visto que el libera*lismo político, no es el republicanismo, como dice el autor de la carta. ¿Qué otra cosa es el libera*lismo político según dicho autor? ¿Qué otra definición nos da? Nos da la siguiente: liberalismo políti*co es la profesión de la doctrina que reconoce en el hombre dere*chos connaturales, y en los pue*blos el de gobernarse a sí mismos libre y ordenadamente.
    He ahí una definición vaga, indeterminada, de ancha base, que puede ser admitida sin incon*veniente por un racionalista o un ateo, y que no puede admitir sin recelo un católico, al ver que se hable en ella de derechos del hombre, y gobierno libre de los pueblos, frases que vienen sonan*do muy mal, hace ya tiempo, a los oídos de todo verdadero cre*yente. Y por cierto, que no anda*ría equivocado el católico que to*mara con recelo la tal definición, porque más adelante explica otra el autor de la carta, y después de manifestar gusto no pequeño, porque la humanidad se emanci*pó con el memorable suceso del 4 de agosto de 1789, concluye por fin dando otra definición y di*ciendo que el liberalismo político del que habla, es la Declaración de los derechos del hombre. ¡Aca*báramos!
    La Iglesia católica enseña, y los autores católicos defienden, que la Declaración de los derechos del hombre nació como de fuente del racionalismo; que éste propu*so aquellos derechos en teoría, y la revolución los puso en práctica, aplicándolos a la política, al go*bierno de los pueblos. León XIII en su encíclica Immortale Dei dice lo siguiente:


    Pero las dañosas y deplorables novedades del siglo XVI, habien*do primeramente trastornado las cosas de la Religión cristiana, por natural consecuencia, vinieron a trastornar la filosofía y por ésta todo el orden de la sociedad civil. De aquí como de fuente se deri*varon aquellos modernos princi*pios de libertad desenfrenada, in*ventados en la gran revolución del siglo pasado, y propuestos co*mo base y fundamento de un de*recho nuevo, jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natu*ral.


    Visto ese documento, no creo ya necesario recordar que la De*claración de los derechos del hom*bre fue condenada por Pío VI cuando apareció en Francia en la Revolución, y tampoco hacer ver que el Syllabus condena los desa*tinos del moderno liberalismo contenidos todos en germen en la Declaración.
    Están, pues, condenados los principios inventados por la Re*volución del siglo pasado, base y fundamento del derecho nuevo. Jamás ha tenido ni tendrá la Igle*sia otra cosa que condenaciones para los principios del 89, para las ideas modernas, para el derecho nuevo, basado en aquellos funes*tos derechos del hombre.
    Queda suficientemente proba*do que el liberalismo político del que habla el autor de la carta está condenado por la Iglesia, y nada más sería preciso añadir, pero a mayor abundamiento vamos a presentar otra prueba.
    Dice el autor de la carta que el liberalismo político que defiende, es el que profesan en masa varias naciones que nombra. Una de las nombradas es (como él dice) la gran República norteamericana. Pues bien: León XIII en su encícli*ca dirigida al episcopado de esa re*pública, después de confesar que allí la Iglesia posee, al abrigo de toda arbitrariedad, la facultad de vivir y obrar, añade estas palabras:


    Pero cualquiera que sea la verdad de estas observaciones, no es menos necesario rechazar el error que consistiría en creer que es preciso buscar en América el ideal de la Iglesia, o que sería del todo legítimo y ventajoso que los intereses de la sociedad civil, y los de la sociedad religiosa, ca*minasen separados, a la usanza americana.


    Siendo pues el liberalismo po*lítico, que defiende el autor de la carta, el mismo que profesa la Re*pública norteamericana, hay que concluir diciendo que no es el ide*al de la Iglesia, ni es legítimo ni ventajoso para la Religión y la so*ciedad.


    Donde se habla de nuevo del liberalismo político y de su condenación por la Iglesia


    En el apartado anterior me concreté a compartir el liberalis*mo político, tal como lo defiende el autor de la carta, y creyendo se*rá útil y provechoso salir de esos límites, decir algo más, voy a ha*cerlo en este apartado, exponien*do la doctrina de la Iglesia sobre dicho liberalismo, para que sea mejor conocida su malicia, y se deteste y condene, como lo detes*ta y condena la Iglesia.
    El ideal acariciado del libera*lismo es que el Estado, la familia y el individuo, sacudan toda obediencia a Dios y a su Iglesia San*ta, y se declaren completamente independientes. Para conseguir la realización de ese ideal, el libera*lismo no se detiene en argumen*tos, teorías y cosas abstractas, si*no que pasa al terreno de los he*chos, donde ha manifestado y manifiesta que es un sistema esencialmente político-religioso, y que tuvo razón el profundo pu*blicista Donoso Cortés para decir que “toda cuestión política entra*ña en sí otra cuestión metafísica y religiosa”.
    El liberalismo político es el ra*cionalismo llevado a la práctica. Esto es lo que nos enseña nuestro Santo Padre León XIII en su encí*clica Libertas con estas palabras:


    Lo mismo que en filosofía pre*tenden los naturalistas o raciona*listas, pretenden en la moral y en la política los factores del libera*lismo, que no hacen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vi*da los principios sentados por los naturalistas.


    Así como dije antes, que el fi*losofismo fue el que propuso en teoría los derechos del hombre, y la revolución la que los llevó a la práctica, del mismo modo digo ahora apoyándome en las palabras de León XIII, que el raciona*lismo propone los errores, y el li*beralismo los lleva a la práctica en la política o gobierno de los pue*blos.
    Esa aplicación que hace el li*beralismo de los principios del ra*cionalismo a la política, puede ser en mayor o menor escala porque la voluntad (dice León XIII) pue*de separarse de la obediencia de*bida a Dios y a los que participan de su autoridad no del mismo mo*do, ni en el mismo grado, y por la cual el liberalismo tiene múltiples formas.
    Tres formas principales señala el mismo León XIII en su encícli*ca Libertas. La primera es la que rechaza absolutamente el Supre*mo Señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, y por esto se lla*ma este liberalismo radical. La se*gunda, es la que confiesa que hay que obedecer los mandatos cono*cidos por la razón natural mas no los que Dios quiera imponer por otra vía, o sea por la sobrenatural de su Iglesia. Se llama este libera*lismo naturalista. La tercera forma o clase de liberalismo la describe León XIII con estas palabras:


    Algo más moderados son pero no más consecuentes consigo mis*mo los (liberales) que dicen que, en efecto, se han de regir según las leyes divinas, la vida y las cos*tumbres de los particulares, pero no las del Estado, porque en las cosas públicas es permitido apar*tarse de los preceptos de Dios, y no tenerlo en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia que es necesario separar la Iglesia del Estado. Absurdo que no es difícil conocer, por ser cosa absurdísima, que el ciudadano respete a la Igle*sia, y el Estado no la respete. (En*cíclica Libertas).


    Hemos copiado, con toda in*tención, letra por letra, lo que dice nuestro Santo Padre sobre esta forma de liberalismo, para hacer notar que ésta es la que proclama en su Manifiesto la Convención de delegados del partido liberal que se reunió e instaló en Bogotá el 20 de agosto del presente año. En ese Manifiesto que lleva la fe*cha de 15 de septiembre, dicen los delegados de un modo claro, ter*minante y bajo su firma, que:
    Deferente al sentimiento reli*gioso de la gran mayoría del país, la Convención, aun cuando cree que la solución científica del lla*mado problema religioso, es LA SEPARACIÓN DE LA IGLE*SIA Y EL ESTADO, admite que las dos potestades sean regladas por un concordato.
    ¡Qué burla, y qué insulto a la mayoría del país! Ya lo sabe la gran mayoría: ya lo saben los ca*tólicos de Colombia. Los delega*dos de la convención del partido liberal, creen que si llegan a man*dar o ser gobierno, deben mirar nuestra Santa Religión como cosa extraña de la que no tendrá por qué cuidarse, por más que sea de la mayoría, y sólo así, como por gracia, y en atención a que es la religión de la mayoría admitirá un concordato; pero a pesar de ese concordato, “consagrará la liber*tad de cultos en su más generosa amplitud, y la libertad absoluta de la prensa sin la más mínima limi*tación”. Son ésas las dos liberta*des de perdición que se señalan en el Manifiesto, pero también se presentarán todas las otras liber*tades modernas, como consecuen*cia lógica. ¡Pobre Iglesia de Co*lombia, y pobre Religión de los colombianos, si los liberales llegan a gobernar!
    Además de esas tres formas de liberalismo, hay otras menos prin*cipales y variadas, según la mayor o menor atenuación que hacen de los principios racionalistas, y la aplicación más o menos acentua*da de esos mismos principios a la política o gobierno de los pueblos. Todas sin embargo, están conde*nadas por la Iglesia y deben abo*minarse, porque uno mismo es el criterio racionalista de todas ellas, que proclama la independencia del hombre de la autoridad de Dios, aunque pidan más indepen*dencia y otros menos.


    Existe un liberalismo católico o catolicismo liberal condenado por la Iglesia,
    que no enumera el autor de la carta


    Por raro que parezca, y por re*pugnante que sea, no es posible dudar, y es preciso convenir en que existe un liberalismo católico o catolicismo liberal, porque, de lo contrario, sería preciso admitir el absurdo de que se engañan a sí mismos, y engañan a todos, los que dicen: Yo soy católico, pero li*beral; y lo que todavía es más gra*ve, sería preciso admitir el aún mayor absurdo de que los Sumos Pontífices Pío IX y León XIII se han engañado y nos engañan al hablarnos en tantas ocasiones de los católico-liberales, y al conde*nar su conducta. Los católicos no podemos admitir que los vicarios de Jesucristo se engañen y nos en*gañen en asunto como el que se trata; por otra parte, todos cono*cemos a no pocos de esos hombres que gritan y dicen en todos los tonos, que son liberales, pero que también son católicos, y hay que convenir, por consiguiente, en que existe un catolicismo liberal por más que catolicismo y liberalismo sean cosas opuestas, y no sea posi*ble la unión entre ambas.
    No voy a decir lo que es el ca*tolicismo liberal, lo seductor que se presenta, y los daños que causa a la Santa Iglesia y a las almas, porque Pío IX lo dijo todo mucho mejor de lo que yo pudiera decir*lo, en los repetidos Breves y Alo*cuciones con que ha condenado ese error, y basta que copiemos al*gunas partes principales de esos documentos, para conocerlo tal cual es, y saber a qué atenernos sobre el asunto. Muchas citas se podrían hacer, pero sólo haremos algunas.
    En 1871 decía a unos romeros franceses:


    Lo que aflige a vuestro país, y le impide merecer las bendiciones de Dios, es la mezcolanza de prin*cipios. Diré la palabra, y no la ca*llaré; lo que para vosotros temo, no son esos miserables de la Commune, verdaderos demonios esca*pados del infierno; es el liberalismo católico, es decir, este sistema fatal que siempre sueña en poner de acuerdo dos cosas inconcilia*bles, la Iglesia y la Revolución. Le he condenado ya, pero le conde*naría cuarenta veces, si necesario fuera. Sí, vuelvo a decirlo por el amor que os tengo, sí, ese juego de balancín es el que acabaría por destruir la Religión entre voso*tros.


    En Breve de 8 de mayo de 1873 dirigido a los círculos católi*cos de Bélgica, dice así:


    Lo que más alabamos en vues*tra muy religiosa empresa, es la absoluta aversión que, según noti*cias, profesáis a los principios ca*tólico-liberales y vuestro denoda*do intento en desarraigarlos. Ver*daderamente al emplearos en combatir ese insidioso error, tanto más peligroso que una enemistad declarada, porque se cubre con el manto del celo y la caridad, y en procurar con ahínco apartar de él a las gentes sencillas, extirparéis una funesta raíz de discordia y contribuiréis eficazmente a unir y fortalecer los ánimos.


    En otro Breve de 9 de junio del mismo año, decía a la Socie*dad Católica de Orleans:


    Aunque tengáis que luchar contra la impiedad, tal vez por es*te lado es más leve el peligro que os amenaza, que el que os viene de amigos imbuidos en aquella doctrina anfibia, que rehúye las últimas consecuencias de los erro*res y retiene obstinadamente sus gérmenes.


    Doy fin a estas citas con el Breve del 28 de julio de 1873 al Obispo de Quimper, donde refi*riéndose a la Asamblea general de las asociaciones católicas, se ex*presa de este modo:


    Pudieran ponerlas en el cami*no resbaladizo del error, esas opi*niones llamadas liberales, aceptas a muchos católicos, por otra parte hombres de bien y piadosos, los cuales por la influencia misma que les da su religión y piedad, pueden muy fácilmente captarse los áni*mos e inducirlos a profesar máxi*mas muy perniciosas. Inculcad, por lo tanto, venerable hermano, a los miembros de esa católica Asamblea, que Nos, al increpar tantas veces como lo hemos hecho a los secuaces de esas opiniones li*berales, no nos hemos referido a los declarados enemigos de la Iglesia, pues a éstos habría sido ocioso denunciarlos, sino a esos otros antes aludidos, que rete*niendo el virus oculto de los prin*cipios liberales que han mamado con la leche, cual si no estuviese impregnado de palpable maligni*dad, y fuese tan inofensivo, como ellos piensan, para la Religión, lo inoculan fácilmente en los ánimos, propagando así la semilla de esas turbulencias que, tanto tiempo ha, traen revuelto el mundo.


    Estos Breves cierran todas las salidas a los católico-liberales, o anfibios, como muy bien se dice en uno de ellos; y para que no quede libre de censura, ni aun el nombre de liberal, León XIII en su Alocución en el consistorio de cardenales, de 30 de junio de 1897, dijo lo siguiente:


    No comprendemos cómo puede haber personas que dicen ser católicas, y que al propio tiempo no sólo tengan simpatías con el li*beralismo, sino que llegan a tal grado de ceguedad e insensatez, que se glorían de llamarse libera*les.


    El liberalismo está condenado por nuestra Santa Madre la Iglesia en todas sus formas y grados, y to*do el que se precie de buen católi*co debe también condenarlo de la misma manera, y rechazar hasta el nombre de liberal.


    O con Jesucristo, o contra Jesucristo


    Los liberales que hacen gue*rra franca a Jesucristo, y se des*pachan a su gusto contra todo lo que le pertenece, con ruido y es*cándalo; los que le persiguen de un modo más moderado y sin grandes alborotos; los que buscan el modo de que el liberalismo sin dejar de ser tal. ande unido con el catolicismo con perjuicio de és*te; y los que ayudan y protegen a todos ésos en su obra liberalesca, es claro y manifiesto que están contra Jesucristo y no militan en el bando de los que están con El. Pero ocurre, que hay católicos que creen poder permanecer neutrales y no pertenecer a nin*guno de esos dos bandos opues*tos, que hoy se disputan el go*bierno de los pueblos, aspirando el uno a regirlos según la ley de Dios y enseñanzas de la Iglesia y el otro sin tener en cuenta para nada lo que manda Dios y lo que enseña la Iglesia.
    Este es otro error que es preci*so disipar, y a eso dedico este apartado.
    Ese estado neutral, ese puesto medio en que quieren permanecer algunos católicos es una ilusión, una quimera, un engaño comple*to, porque jamás ha existido, ni existirá. Así lo declaró formal*mente Jesucristo en su Evangelio cuando dijo: “El que no está con*migo, está contra mí”.
    Algunos han querido oponer a esa sentencia, esta otra que se lee en San Lucas: “El que no está contra vosotros, por vosotros es”. Cornelio Alápide y todos los ex*positores dicen que no hay oposi*ción entre esas dos sentencias, porque la última debe entenderse así: El que en nada está contra vo*sotros, está por vosotros. Eso no se verifica en el neutral en reli*gión, y por eso resulta siempre, que el que no está con Jesucristo, está contra El.
    Tiene Jesucristo la plenitud de autoridad sobre las naciones, los pueblos y los individuos, y puede imponer su ley a unos y otros con pleno derecho a ser obedecido. Las naciones pues, los pueblos y los individuos que están neutrales, y les sea indiferente el que Jesu*cristo sea o no sea obedecido, es*tán contra El, porque no le procu*ran una obediencia que le corres*ponde, y dejan que no se le rinda el homenaje que se le debe como a soberano Señor de todo, y per*miten hasta que se le insulte y desprecie.
    Jesucristo tiene derecho a que todo sea para El, para gloria suya, y todo por consiguiente debe or*denarse a ese fin en el gobierno de las naciones, de los pueblos, de las familias y en la conducta de los individuos. Los que no procuren ese estado de cosas; aquellos para quienes sea indiferente que se le dé o no se le dé gloria a Jesucris*to, que se le reconozca o no por soberano Señor de todo, que se le sirva o no, están contra Jesucristo.
    De aquí se puede deducir que. un gobierno aun cuando no dicte leyes de persecución contra la Iglesia de Jesucristo con sólo el hecho de mostrarse indiferente para con ella, está ya contra Jesu*cristo. Esto se comprenderá mejor con un ejemplo.
    Supongamos que un hombre se presente de repente en una ca*sa y dirigiéndose puñal en mano a la señora de ella, le exige cuánto dinero guarda en sus arcas, so pe*na de hundirle el puñal en el pe*cho. Allí mismo esta un hijo de la señora, fuerte y robusto, que pue*de muy bien defender a su madre y librarla de aquel peligro, pero lejos de hacer eso dice para sí: “Ahí se las arregle mi madre co*mo pueda. Si la roban, que la ro*ben; si no quiere dar el dinero y la matan, que la maten; nada tengo que ver en eso; observaré una conducta neutral”. ¿Quién no dirá, en este caso, que ese hijo, en el mero hecho de no obrar a favor de su madre pudiendo hacerlo, obró contra su madre? Esto es in*dudable, porque la madre salió perjudicada, por no haberla de*fendido su hijo.
    Hace lo mismo un gobierno que ve y observa los daños que se hacen a la Religión de Jesucristo y dice como aquel hijo: “Ahí se las haya la Religión como pueda. Si se blasfema de Dios que se blasfeme; si se propagan errores contra*rios a sus doctrinas, que se propa*guen; si desaparece totalmente de los pueblos, que desaparezca, si Jesucristo es olvidado por comple*to, me da lo mismo; no tengo que ver en eso. Yo he de permanecer neutral”. ¿Quién puede dudar, preguntamos de nuevo, de que ese gobierno está contra Jesucris*to?
    La misma doctrina se puede aplicar a los individuos que pue*den y deben hacer algo por Jesu*cristo, y no lo hacen. Hoy se en*cuentran muchos de esos, que di*cen muy frescos: no me meto en política; allá se las arreglen; que suba el que quiera; lo mismo me importa que manden unos, como que manden otros. ¿ Quién no ve que estos hombres están contra Jesucristo, puesto que nada les importa que suban al poder hom*bres que le persigan en su Igle*sia, en sus ministros y en sus co*sas?
    Hay otros muchos de los que cada uno de ellos se explica de este modo: Sensible es todo lo que está pasando; grande es el peligro en que nos hallamos; los enemigos de Dios trabajan con ardor; pero ¡qué hemos de hacer! Yo con nadie pienso meterme; no es cuestión de indisponerse con nadie.
    Algunos o muchos de los que hablan de ese modo, pueden ha*cer mucho por Jesucristo, o por su posición social, o por su talento, o porque disponen de no pocos re*cursos, no lo hacen, y dejan que trabajen los enemigos de Jesucris*to, con tal de que esos enemigos de Jesucristo sean amigos de ellos, y no los persigan como hacen con el Divino Maestro: ¿Diremos que estos están con Jesucristo, siendo amigos de sus enemigos, y no opo*niéndose a sus planes de guerra a Jesucristo, pudiendo hacerlo?
    Basta: esos neutrales están juzgados por Jesucristo con esta sentencia que dio contra ellos: “Quien no está conmigo, está con*tra mí”.


    O catolicismo, o liberalismo: No es posible la conciliación.


    Cuando la Iglesia Nuestra Ma*dre ha hablado sobre alguna cues*tión, el verdadero católico, al tra*tar de la cuestión de que ya habló la Iglesia, debe siempre pensar y hablar de ella, sin perder de vista las enseñanzas dadas por la que es Maestra de la verdad, si es que quiere andar sobre terreno firme y seguro. Debe desaparecer el jui*cio propio, cuando la Iglesia ha manifestado el suyo.
    ¿Ha hablado la Iglesia, y ha manifestado su juicio en eso de componendas y conciliaciones en*tre catolicismo y liberalismo, en*tre católicos y liberales? Sí; la Iglesia ha hablado, y ha condena*do esas conciliaciones, como per*judiciales a la Religión y a las al*mas. Para probar esta afirmación citaremos sólo una proposición condenada en el Syllabus, una Alocución, y un Breve de Pío IX, dejando otros documentos, que también prueban lo mismo y que se podrían citar.
    La última proposición conde*nada en el Syllabus dice lo si*guiente:


    El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y la civilización moderna.


    Condenada esa proposición como errónea, resulta verdadera la contraria, o sea que el Romano Pontífice ni puede ni debe recon*ciliarse, ni transigir con el progre*so, con el liberalismo y con la civi*lización moderna. El catolicismo, pues, del que el Papa es jefe y ca*beza, no puede reconciliarse con el liberalismo; son incompatibles. Esta condenación solemne es ya suficiente prueba para todo católi*co; empero, a mayor abundancia, citaremos lo que más hace al caso de la Alocución y del Breve que dijimos.
    El 17 de septiembre de 1861 después del decreto relativo a la canonización de los veintitrés mártires franciscanos del Japón, dijo Pío IX lo siguiente:


    En estos tiempos de confusión y desorden, no es raro ver a cris*tianos, a católicos -también los hay en el clero- que tienen siem*pre las palabras de término me*dio, conciliación, y transacción. Pues bien, yo no titubeo en decla*rarlo: estos hombres están en un error, y no los tengo por los ene*migos menos peligrosos de la Igle*sia... Así como no es posible la conciliación entre Dios y Belial, tampoco lo es entre la Iglesia y los que meditan su perdición. Sin du*da es menester que nuestra fuerza vaya acompañada de prudencia, pero no es menester igualmente, que una falta de prudencia nos lleve a pactar con la impiedad... No, seamos firmes: nada de conci*liación; nada de transacción veda*da e imposible.


    El Breve que hemos prometi*do citar, es el que el mismo Pío IX dirigió al presidente y socios del Círculo de San Ambrosio de Mi*lán en 6 de marzo de 1873, donde dice lo siguiente:


    Si bien los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz, serían sin embargo menos nocivos sus fraudes y violencias, si muchos que se dicen católicos no les ten*diesen una mano amiga. Porque no faltan personas que, como para conservarse en amistad con ellos, se esfuerzan en establecer estre*cha sociedad entre la luz y las ti*nieblas, y mancomunidad entre la justicia y la iniquidad, por medio de doctrinas que llaman católico-liberales, las cuales basadas sobre principios perniciosísimos adulan a la potestad civil que invade las cosas espirituales, y arrastran los ánimos a someterse, o a lo menos, a tolerar las más inicuas leyes, co*mo si no estuviese escrito: ningu*no puede servir a dos señores. Es*tos son mucho más peligrosos y funestos que los enemigos de*clarados, ya porque sin ser nota*dos, y quizá sin advertirlo ellos mismos, secundan las tentativas de los malos, ya también porque se muestran con apariencias de probidad y sana doctrina, que alu*cina a los imprudentes amadores de conciliación, y trae a engaño a los honrados, que se opondrían al error manifiesto.


    Habló, pues, la Iglesia prohi*biendo las conciliaciones entre ca*tólicos y liberales, y habló de un modo tan enérgico, tan expresivo, tan terminante, que no deja lugar a la menor duda. Si pues habló la Iglesia y condenó esas conciliacio*nes, no se deben, ni se pueden proponer, ni aceptar, y los que las proponen, y los que las aceptan, obran en contra de lo que enseña y quiere la Iglesia.
    Es preciso enseñar esta doctri*na en tono tan alto, que todos la oigan, y de un modo tan claro, que todos la entiendan. Yo, ha*ciendo mías las palabras de Pío IX, y aplicándolas a nuestra actual situación, concluyo este apartado diciendo: Nos hallamos en días de confusión y desorden, y en estos días se han presentado hombres cristianos, católicos -también un sacerdote-, lanzando a los cuatro vientos palabras de término me*dio, de transigencia, de concilia*ción. Pues bien, yo tampoco titu*beo en declararlo: esos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligro*sos de la Iglesia. No es posible la conciliación entre Jesucristo y el diablo, entre la Iglesia y sus ene*migos, entre catolicismo y libera*lismo. No; seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e imposible. O catolicis*mo, o liberalismo. No es posible la conciliación.


    Necesidad de luchar contra el liberalismo de un modo decidido y unánime,en vista de lo alarmante de su propagación entre nosotros con perjuicio de nuestra santa Fe


    Ya lo hemos probado y lo he*mos dicho, y lo hemos repetido: los liberales son muchos en Co*lombia; muchos además los culpa*bles de complicidad liberal, y po*demos añadir, que es posible sean muchos más aún los resabiados de liberalismo, que lo favorezcan, acaso sin darse cuenta.
    Tiene, pues, nuestra santa Fe muchos enemigos, pero enemigos que no duermen, que no descan*san, ni están mano sobre mano, si*no que se mueven, que obran, que luchan de continuo por obtener el triunfo y gobernarnos con la me*nor dosis de catolicismo que les sea posible, y sólo en el caso de que no les sea dado desterrarlo del todo, pues únicamente permi*tirán algo, por deferencia, como ellos dicen, al sentimiento religio*so de la gran mayoría.
    En virtud de ese movimiento continuo del enemigo, de esa acti*vidad, de esos trabajos, de ese lu*char constante y tenaz, ensancha su esfera de acción, engruesa sus filas, va ganando terreno, avanza. y se presenta de frente no sólo pi*diendo, sino exigiendo que se res*peten los derechos, que dice tener, para separar a los hombres de Dios, su Creador y Dueño, y legis*lar de modo, que se pueda insultar a ese gran Dios impunemente, y propagar cuantas blasfemias ocurran. ¡Como si pudiera haber de*recho para tales crímenes! Si todo derecho viene de Dios, es induda*ble que Dios no da, ni puede dar derecho alguno al hombre para que lo desprecie, para que lo in*sulte, para que obre contra El; y por consiguiente, el hombre no tiene esos derechos que pide y exige el liberalismo. ¡Con qué gus*to nos detendríamos a explanar esta doctrina! Pero no es ese el asunto que ahora tratamos, y lo dejamos con sentimiento.
    Decíamos que el enemigo avanza, que ensancha su campo, que se propaga. Sí; el liberalismo se extiende por todas partes; todo lo invade cual peste mortífera, y yo veo que ya han caído muchas víctimas de su destructora acción. Veo a unos que han muerto ya a la vida de la fe; a otros que andan gravemente afectados del terrible mal, y a muchos que bambolean faltos de firmeza y como embria*gados por la asfixia que les produ*ce la atmósfera contagiosa que se respira por todas partes. Muchos, muchísimos han tragado ya el ve*neno sin sentirlo, y escriben a lo liberal; y hablan a lo liberal, y obran a lo liberal, habiendo figu*rado antes en el campo de las ide*as sanas.
    Siendo, pues, atrevida y alar*mante la actitud del enemigo, y grande el peligro para las almas, necesario es luchar con valor cris*tiano, si no queremos figurar en la milicia de Jesucristo como solda*dos cobardes e indignos de su nombre, No se trata de que cada católico coja su fusil, ni excito a nadie a que le coja, porque los enemigos no se presentan aún con fusiles; si se presentaran con ellos, entonces harían bien los católicos en coger también fusiles, y salirles al encuentro, porque, si un pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacer*lo para defender su fe que propor*ciona medios no sólo para ser feli*ces en cuanto cabe serlo en la tie*rra, sino también para conseguir la verdadera y eterna felicidad pa*ra que fue criado el hombre. Si no hubiera derecho para guerrear en este caso, no lo habría en ningún otro, porque todos los otros justos motivos que puede haber, son muy inferiores al de la conserva*ción de la fe de un pueblo que se halla en posesión de ella. Pero, no se trata de la lucha de sangre, re*pito, ni excito a ella ¡Ojala no la veamos nunca! Sólo digo que en vista de cómo el liberalismo se propaga, y de la altivez y arrogan*cia con que se presenta, superio*res e inferiores, eclesiásticos y se*glares, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, todos estamos en el deber de defender nuestra fe de la manera lícita que cada uno pueda, y de luchar con*tra el liberalismo, impedir su pro*pagación, y acabar, si es posible, con sus doctrinas y sus obras.
    Mucho y bueno han dicho ya los prelados de esta provincia eclesiástica de Colombia contra el monstruo que amenaza tragarnos. Recomendamos la lectura de La Semana Religiosa, órgano de la diócesis de Popayán, y la del Revi*sor Católico, que lo es de la de Tunja, por no nombrar otros, y en muchos de los números corres*pondientes a los últimos meses, se encontrarán artículos muy supe*riores combatiendo las doctrinas liberales. El último que hemos vis*to en La Semana Religiosa de la diócesis de Popayán, titulado “El liberalismo colombiano”, lo reco*mendamos en especial al autor de la carta y a otros que dicen con él, que no existe en Colombia el libe*ralismo condenado por la Iglesia.
    Los sacerdotes secundando las miras de sus prelados han mante*nido y mantienen muy alta la ban*dera de la integridad de la fe cató*lica, con instrucciones dadas al pueblo, y con escritos brillantes.
    Preciso es también, que los ca*tólicos seglares hagan coro con sus prelados y sacerdotes, y griten alto y recio en defensa de la fe. Ante un enemigo común que nos provoca a la lucha, nadie debe permanecer inactivo y perezoso.
    La fe debe ser para los pue*blos el tesoro de más valor, y ese tesoro hay que defenderlo, sin permitir que disminuya en lo más mínimo, a fin de transmitirlo ínte*gro a los que nos sucedan, como el legado más precioso que les po*demos dejar. Nace pues de ahí pa*ra cada católico un deber imperio*so de acudir a la defensa de su fe cuando la ve en peligro, y de lu*char y de oponerse al enemigo por cuantos medios permite la ley de Dios.
    Hoy el combate religioso lo presenta el enemigo en el terreno político. A ese terreno hay que acudir, pues, con valor y decisión, para que los mandatarios sean ca*tólicos, católica su manera de go*bernar los pueblos, o sea su políti*ca. La Iglesia no hace ni puede ha*cer suyas las candidaturas libera*les, y el que da el voto por ellas peca y ofende a Dios.
    Podemos también oponernos al error y luchar contra él con la palabra, o sea, no callando, cuan*do en nuestra presencia se hable contra nuestra santa Religión. El que sepa escribir, puede combatir*lo oponiendo doctrinas íntegra*mente católicas, a las doctrinas impías o de medias tintas. Todos podemos hacer algo contra el error con el buen ejemplo; vivien*do como buenos católicos; y tam*bién con la oración rogando a Dios con fervor, que ilumine a los ciegos, que traiga al buen camino a los que andan descarriados, y sostenga a los buenos en la fe, y en la práctica de las virtudes cris*tianas.


    Conclusión


    Otros muchos comentarios se pudieran añadir de no menor inte*rés que los que quedan escritos, pero nos hemos propuesto que se reparta pronto, y se pueda conse*guir con facilidad, y damos por terminado con lo que vamos a de*cir como conclusión.
    Sea lo primero, asegurar de corazón, que a nadie odiamos ni tenemos mala voluntad; que para todos pedimos a Dios abundantes bendiciones y sobre todo la vida eterna, y que el fin que nos hemos propuesto al hacer este trabajito, es contribuir en algo al triunfo de la verdad, a la gloria de Dios, y al bien de las almas.
    Hecha esta declaración, que*damos dispuestos y preparados para recibir esa lluvia de frases de puro género liberal, ya viejas, y hasta con olorcillo a almacén don*de están guardadas, hasta que les parece hay necesidad de sacarlas al aire. ¡Intransigencia! ¡Oscuran*tismo! ¡Los ministros de Dios no deben meterse en política! ¡Su mi*sión es misión de paz! ¡Eso es fal*ta de caridad! Venga todo eso, que más nos han dicho ya; pero conste, que sólo se trata en este opúsculo de pura religión; que aunque nuestra misión es de paz. también lo es de guerra contra to*do error, y que no es falta de cari*dad que tanto predica el liberalis*mo o sus sectarios, sólo es toleran*cia absurda y criminal, que nunca tendremos, si Dios no nos deja de su mano.
    Esperamos que el autor de la carta, recibirá con buena voluntad cuanto dejamos dicho, porque, por una parte, dice, que sujeta hu*mildemente su escrito al juicio del Episcopado colombiano, y por otra debe suponer, que hemos es*crito no contra él, sino contra los errores de su carta. También espe*ramos que reciba los siguientes consejos que le damos:
    1º Que no haga alarde de inde*pendencia de carácter, ni diga que nunca piensa ser materia plástica de nadie, porque eso no está con*forme, ni mucho menos, con la perfección de la humildad cristia*na, y es una disposición de ánimo muy expuesta a total ruina espiri*tual. Por lo menos debe ser plásti*co, blando, dúctil, y dejarse mode*lar fácilmente, de Dios, de su san*ta Religión, y de sus legítimos su*periores.
    2ª Que no corra tanto por el norte de América y Europa, por*que aquí en Colombia hay mucha falta de sacerdotes, y los prelados los deseamos para los pueblos que no los tienen.
    3º Que no llame a Nuestro Se*ñor Jesucristo. Tribuno del pue*blo: añadiendo que vino a estable*cer los derechos del pueblo: por*que todo eso suena a revoluciona*rio, y es mucho más respetuoso y dulce llamarle como le llama el pueblo cristiano: Divino Redentor de las almas; Salvador que nos sa*có de la esclavitud del pecado y del demonio; Libertador que nos libra del infierno, si nosotros le servimos fielmente.
    4º Que no haga ostentación de tener muchísimos amigos libera*les, ni diga a los demás que pue*den hacer lo mismo, porque el error es contagioso, y se pega. Por eso dice Dios en los Proverbios (c. I, v. 10): “Si te provocan los peca*dores diciéndote: júntate a noso*tros... hijo mío, no condesciendas con ellos, no te juntes con ellos”. San Pablo dice también a Timo*teo: “Huid de esta clase de hom*bres... porque resisten a la verdad” (II c. 3). Eso mismo enseña nues*tra Santa Madre la Iglesia, y no otra cosa dicen los Santos Padres.
    Sirvamos a Dios Nuestro Se*ñor en este mundo, de la manera que El quiere que le sirvamos, pa*ra que tengamos la dicha de verle, poseerle y gozarle en el otro. Allí nos veamos todos. Así sea.


    San Ezequiel Moreno, Pasto, Colombia, 29 de octubre de 1897. Tomado de Revista “Tradición Católica” nº 102, noviembre de 1994.
    STAT VERITAS
    El Tercio de Lima dio el Víctor.

  2. #2
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    Re: Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación

    El liberalismo disminuye la fuerza de los católicos.

    “No podemos menos que aprobar el haber emprendido la defensa y explicación de las decisiones de Nuestro Syllabus, sobre todo de aquellas que condenan al liberalismo que se dice católico; que cuenta con un gran número de adherentes aún entre hombres rectos que parecen casi no apartarse de la verdad, y es más peligroso para los demás, engaña más fácilmente a aquellos que no están prevenidos, destruyendo el espíritu católico insensiblemente y de manera escondida, disminuye la fuerza de los católicos y aumenta la de sus enemigos.”
    Pío IX, Breve a los redactores de un diario católico de Rodez, diciembre de 1876.

    STAT VERITAS

  3. #3
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    Re: Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    A alma do liberalismo


    Vimos um camelo a dançar.
    (Camelum vidimus saltitantem.)
    São Jerônimo
    Contra Helvídio, XVIII, 226
    Sidney Silveira
    O liberal militante, em seu vertiginoso afã de liberdade, é como um louco que, valendo-se dos argumentos da mímica circense, pretendesse convencer ao seu psiquiatra de que os cachorros são livres para miar, e os gatos para latir. O fato de que isto jamais se dê na realidade é mero detalhe; um tanto incômodo, decerto, porém sem maior relevância perante a omnímoda liberdade de consciência que o liberal crê existir, a qual o induz a discorrer sobre várias idéias sem jamais remontar aos fundamentos das premissas implicadas.
    A comparação acima nos serve para apontar o fato de que o liberalismo, em qualquer de suas correntes — e estamos falando de uma hidra multicéfala — não é propriamente uma teoria, mas o espírito engendrador de mil teorias. Um espírito de negação dos princípios da ordem do ser, que, apelando a uma maliciosa profilaxia, fecha culpavelmente os olhos para o arcabouço metafísico que impugnaria as suas teses religiosas e políticas, assim como parte das econômicas.
    É, portanto, a coisa mais comum do mundo ver um liberal fugir às definições essenciais como o diabo foge da cruz. Tanto a precisão conceptual como o raciocinar a partir de princípios universais parecem atentar fragorosamente contra a sua liberdade de consciência. E não se atreva ninguém a insultar um liberal pedindo-lhe que defina — com rigor mínimo — os termos “liberdade” e “consciência”: em alguns casos, ele se defenderá dizendo que não se trata de filosofia, sem perceber que com isto invalida in nuce as próprias teorias; noutros, manterá a opinião mesmo diante das mais avassaladoras objeções. Seja como for, incomoda-o letalmente o fato de que, para pensar com retidão e organicidade, é preciso vencer o problema básico da relação entre nomes, conceitos e coisas. Superar os termos equívocos.
    A Torre de Babel é o seu altar-mor, epítome da natureza humana que pretende chegar a Deus orgulhosamente por esforços próprios, sem o auxílio luxuoso da Graça. E por isso se perde na multiplicidade, no caos, numa espécie de dissenso plurânime que, invertendo a ordem dos bens, pretende fazer da liberdade uma meta política, sem imaginar que, como diz o tomista Jorge Martínez Barrera no livro A Política em Aristóteles e Santo Tomás, “a liberdade não pode ser o fim de uma comunidade política moralmente aperfeiçoadora porque tal comunidade só existe quando as ações que a conformam são atos, e não potências”, e a liberdade, no vocabulário técnico da filosofia, é um conceito afim ao de potência: é liberdade de algo e para algo. A liberdade está para a paz social, que é o bem das comunidades humanas, assim um instrumento está para o fim a que se destina.
    Fazer da liberdade a finalidade conformadora da política foi o fogo prometéico com que o liberalismo seduziu os homens. Fogo que gerou a babel de teorias políticas, de seitas, de partidos, de teses econômicas, de sociedades secretas, etc., que o liberalismo é pródigo em gerar. Assim, embora em clave distinta da assinalada por Barrera, diz com total acerto Olavo de Carvalho que nenhuma teoria política séria pode tomar como princípios fundantes as idéias de “liberdade” e “propriedade”. Somos compelidos a assinar embaixo.
    Eximindo-se, pois, de explicar amiúde termos centrais que servem de pano de fundo para as suas teorias, o liberal militante sente-se livre como um cavalinho de carrossel a saltar sobre quimeras. Neste sentido, o liberalismo (repitamos: em qualquer de suas inúmeras correntes!) é uma peculiar forma mentis cuja loquacidade é proporcional à ambivalência — ou mutivalência — de que se vale. Em tão sombrio contexto, cumpre-nos dizer que a supremacia desse espírito de negação dos princípios que é o liberalismo só foi possível graças ao colapso, no terreno ético-político, da noção cristã de Summum Bonum, como apontou José Guilherme Merquior no livro O Argumento Liberal. Apenas esqueceu-se de dizer Merquior que tal colapso só se consolidou a partir do paleoliberalismo do final do século XVIII e começos do XIX. Em breves palavras: o liberalismo é concausa da perda da noção cristã de Sumo Bem no plano político, e não a sua conseqüência.
    Se aristotelicamente explicamos a um liberal que a liberdade (a verdadeira, que radica na vontade e se materializa nas escolhas, e não tem como fonte a consciência individual) acontece apenas em relação aos meios, pois os fins já nos estão dados, ele trinca os dentes. Reiteremos isto com outros termos, a título de procedimento mnemônico: em toda e qualquer natureza, não há liberdade com relação aos fins, e quando estes não se cumprem significa que a natureza se desnaturou: é o caso da figueira estéril do Evangelho, de um olho que não vê, de um pé que não anda, de um homem que habitualmente não diz a verdade. Trata-se de naturezas malogradas, ou seja, que apresentaram defeito nalguma das propriedades emanadas de sua essência.
    Os limites da liberdade estão circunscritos, pois, pela forma entitativa, que é princípio de operação. Voltar-se contra as potências inscritas na própria forma é a “prerrogativa” do ente humano à qual o cristianismo chamou de pecado. Em nenhum outro ente natural composto de matéria e forma é possível agir contrariamente à sua própria natureza; no máximo, esta se degrada pelo princípio de corruptibilidade material, que pode chegar ao ponto de, com a morte, destruir a forma. O homem é o único ente capaz de degradar a própria forma antes de corromper-se a matéria. Podemos por aí dimensionar que o pecado é uma derrota metafísica, e nela se corrompe a vontade, potência onde reside a liberdade. É claro que o liberal, homem pragmático, não está preocupado com tais sutilezas de ordem teorética. Deixemo-lo contemplar cágados voadores e saborear um pouco mais o fruto proibido.
    Conceito afim ao de potência, e não ao de ato, como acima dissemos, a liberdade manifesta-se na escolha amorosa e ordenada do bem. Ou, noutra formulação: o bem — no plano metafísico, assim como no político — é o fim da liberdade, sendo o amor o ato livre da vontade na escolha efetiva do bem. Em suma, o amor é o ato livre por excelência, desprovido de amarras de quaisquer naturezas; porém se trata de um ato sui generis, que, se se realiza fora do fim ao qual tende a potência que o possibilita, a derroga e se anula. O problema do liberal militante é que, em geral, está incapacitado para compreender que não há genuína liberdade sem amor (mesmo mantendo-se a faculdade de escolha, pois liberdade é mais que livre-arbítrio, como veremos), e o amor pressupõe o bem e a verdade. Comunidades de satanistas ou de nazistas, por exemplo, só podem dizer-se “livres” por uma torta analogia, pois são fundadas no erro e no desamor, que matam a liberdade e escravizam o homem.
    Em resumidas contas, a liberdade é potência para a felicidade, e só se pode realizar plenamente no ato que a especifica: a posse do bem na deliberação devida da ordem de bens que há na realidade. E a ordem, no plano natural, tem a pessoa humana no ápice; e, no plano sobrenatural — que é a sua razão de ser, pois o natural ordena-se ao sobrenatural como a seu fim próprio —, tem como fim a Deus, criador e mantenedor de todos os bens, fonte perene da felicidade. A propósito, o pecado de Lúcifer, segundo Santo Tomás, foi não deliberar, ao amar-se de maneira desordenada, a respeito do bem sumamente perfeito e amável, que é Deus, e com isto subtraiu-se à ordem e se danou. Tendo sido criado livre, Lúcifer perdeu formalmente a liberdade que Deus lhe outorgara para ser feliz, restando-lhe um arremedo de livre-arbítrio que não lhe permite sequer sair do ódio e da maldade em que jaz. Dotado de poderosíssima inteligência, anuiu ao mal com plena ciência, sofrendo como pena, ipso facto, a perda liberdade, em seu real sentido metafísico.[1]
    Reiteremos o seguinte: não existe liberdade fora do amor (êxtase da potência volitiva) e da verdade (êxtase da potência intelectiva). E frise-se que não tomamos liberdade e livre-arbítrio como conceitos unívocos, pois, como dizia Santo Agostinho, livre-arbítrio é a faculdade de escolha entre isto ou aquilo, entre o bem ou o mal, etc., ao passo que a liberdade — repitamos, agora com o Doutor da Graça — só se pode lograr na escolha consciente e amorosa do bem. Para ficar ainda mais clara a formulação: não somos livres porque escolhemos, mas escolhemos porque somos livres, pois a liberdade é, ontologicamente, anterior às escolhas pelas quais se manifesta; é o horizonte possibilitante delas.
    Como a liberdade implica o uso da inteligência, a qual nos faculta mensurar as escolhas a partir da apreciação dos dados, chegamos a outra definição: liberdade é potência para o bem apreendido retamente pela inteligência. Radica na vontade, que tem sobre a inteligência superioridade acidental no operar, pois a vontade move todas as demais potências no ato de escolha, mas inferioridade essencial quanto ao ser, pois a vontade nada seria sem a inteligência. A absurdidade de qualquer posição voluntarista está em que não leva em conta um fator decisivo: a moção primordial da inteligência sobre a vontade se dá com relação à forma intelectiva do bem, e não quanto a este ou àquele bem particular, o qual sequer poderia ser apetecido pela vontade se a inteligência não lhe tivesse subministrado o conceito de bem.
    Sem compreender estes e outros princípios, o liberal pode eventualmente transformar-se num economista competente em apresentar fórmulas para aumentar a reprodutibilidade dos bens materiais no seio das sociedades, como foi o caso de Mises. Mas ocorre o seguinte: faltam-lhe critérios objetivos de moralidade, razão pela qual sucumbe, na melhor das hipóteses, ao formalismo das morais categóricas e utilitaristas. Ademais, o mercado é o idolatrado bezerro de ouro do liberal; além dele, da consciência e da liberdade, quase tudo é subjetivo e está no plano individual. É como se o indivíduo fosse, ao modo de Protágoras, a medida de todas as coisas. Infelizmente, o liberalismo não consegue superar as aporias das brumosas definições de “consciência” e “liberdade” que vai perpetrando, em suas incontáveis correntes. Se porventura o liberal ouve que, para Santo Tomás, o limite da propriedade é o bem comum, desmaia de indignação.
    Estas são razões por que o liberal habitualmente tenta apagar as pegadas de sua inconsistência basilar, nas perspectivas moral e gnosiológica. Trata-se de um prestidigitador que procura convencer as pessoas de que, para as suas teorias ficarem de pé, não é preciso apelar a princípios metafísicos. Isto ocorre sobretudo quando o liberal é repetidor das teses de seus mestres; neste caso, ele pula sobre os tamancos quando, por exemplo, lhe mostramos que a praxeologia de Mises padece de uma confusão entre eudaimonismo e hedonismo, e mais, que os atos propriamente humanos não podem ter como base a fuga do desconforto, como pensava o economista austríaco. Mas quando este pontifica, na Ação Humana, que a teologia cristã “condenou as funções animais do corpo humano e definiu a alma como algo externo aos fatores biológicos”, digamos, sem matizações, que está perpetrando uma calúnia...
    Vale registrar o seguinte: por trás da imensa maioria dos liberalismos — sejam políticos, econômicos ou cristãos — vemos a sombra da moral de John Locke, cujos esforços mais persistentes, como lembra o meu querido amigo tomista Luiz Astorga, centraram-se na tentativa de inverter o conceito clássico de natureza, atomizá-lo, individualizá-lo. A moral lockeana é aquela em que o conteúdo inteligível da lei natural se transforma num vácuo hediondo. Daí que o laicismo, apelidado pelo católico liberal de sã laicidade, e o ecumenismo, na forma do indiferentismo religioso, sejam pressupostos da Carta sobre a Tolerância de Locke grandemente assimilados pelos liberais; pressupostos estes de um mundo em que a lei natural, como espelho da lei eterna, não existe. É absurda.
    Ora, sem a noção correta de lei natural a queda no utilitarismo é automática, e pior: num utilitarismo materialista, embora de maneira disfarçada na obra dos liberais mais competentes. Seja como for, não existem propriamente direitos naturais para um liberal de boa cepa, e quando este eventualmente defende a existência da lei natural é com tantos conceitos equívocos que, em verdade, parece falar de outra coisa. Na verdade, o utilitarismo de Locke — que chegara ao ponto de considerar o direito de herança como o laço que une as famílias! — foi passado a seus descendentes liberais com variantes mais ou menos aporéticas.
    Tais idéias fizeram escola no liberalismo, que se deblatera contra o Estado mas no fundo não consegue transcendê-lo, malgrado o considere útil na medida em que proteja a propriedade e garanta o atendimento às demandas do mercado. O seu mantra monocórdico é: quanto maior a intervenção estatal, menor a capacidade de prover os bens de que a sociedade precisa. Ocorre que, se a premissa valesse apenas para o âmbito econômico, poderíamos aceitá-la — com as devidas exceções exigidas pelos fundamentos metafísicos da ordem moral —, mas ela é por osmose transpassada ao terreno político, razão pela qual o liberal tende a considerar qualquer intervenção do Estado, mesmo em questões não-monetárias, como ações indevidas e “estatizantes”.
    O pior de tudo reservamos para o final: o liberal católico. Após morder com vontade o fruto proibido da falsa liberdade, o pânico deste com relação à história da Igreja tornou-se indisfarçável. A Inquisição, as Cruzadas, os dogmas imutáveis, o Index, a posição dos principais teólogos da Igreja com relação à usura, o fato de ela não se colocar em paridade com as demais religiões ou seitas, os anátemas, a teoria dos dois gládios, tudo isso e muito mais — que o liberal estudou en passant — é concebido em sua mente culpavelmente confusa como se fossem erros transitórios superados pela Igreja aggiornata pós-Concílio Vaticano II. Na melhor das hipóteses, são fatos historicamente explicáveis, mas indefensáveis em si. É como diz o Pe. Calderón em A Candeia Debaixo do Alqueire: para o liberal, a autoridade — mesmo legítima — coage a liberdade.
    Assim, para não se ver na dificuldade de compreender em profundidade que o é o carisma do Magistério participado por Cristo ao Corpo Docente da Igreja (Papa e Bispos), o liberal católico simplesmente se põe a matizá-lo, diminuí-lo, adaptá-lo à sua consciência individual. Entre o impositivo Magistério ex cathedra, que excluía da sociedade cristã os hereges, e o dialogado Magistério ex Papamobile, que não raro tangencia várias heresias, prefere este último porque se enxerga nele perfeitamente. Portanto, o seu amor à Igreja fundada por Cristo é fake, pois na verdade embute, de maneira indisfarçável, uma espécie de autoglorificação. Trata-se, como dizia São Pio X na Pascendi, de um infiltrado altamente perigoso. Hoje talvez dissesse São Pio X que os infiltrados são os tradicionais.
    Para termos uma pálida idéia de como o liberal católico pode chegar a odiar o Magistério tradicional da Igreja, citemos o caso de Lord Acton, que tentou impedir de todas as formas a proclamação — durante o Concílio Vaticano I — do dogma da infalibilidade papal, mobilizando meio mundo para tanto. Acabou sendo incluído no Index, mas não por isso, e apesar de depois aceitar a contragosto o dogma, sem jamais entendê-lo em suas premissas teológicas. Por trás das posições de Lord Acton estava a tal da liberdade liberal e um conceito de poder deveras questionável. Podemos dizer, sem medo de errar, que se escondia ali um feroz antipapismo, ao modo ockhamista.
    A ojeriza à filosofia escolástica, que o liberal conhece de orelhada, diz muito mais do seu estado mental que de qualquer outra coisa. A conclusão se impõe quando constatamos que o seu nível de conhecimentos nesta matéria é primário. Se o liberal católico lesse os Doutores da Igreja e os filósofos cristãos clássicos com a mesma voragem com que lê os pensadores políticos e economistas liberais, seria um teólogo imbatível! Mas ele teve a alma seduzida pelo naturalismo, e, como dizia o Cardeal Billot, passa a aplicá-lo em suas teorias nos âmbitos religioso, moral, político e econômico. O liberal católico não quer ver que o laicismo é uma exigência da liberdade de consciência, na forma dúbia como a concebe.
    Poderíamos escrever livros sem fim sobre o caráter deletério do liberalismo para o catolicismo. Mas muitos outros já o fizeram, com maior ou menor competência. Neste contexto, aproveito para recomendar novamente o recém-lançado livro Liberalismo e Catolicismo, do Pe. Augustin Roussel, que enumera alguns pontos importantes — embora não concorde eu com tudo o que ali diz Roussel, numa obra que precisaria de algumas atualizações, dadas as novas conformações do liberalismo católico surgidas nos últimos dez anos. Mas, para quem pretende ter uma idéia dessa contraposição radical, vale a pena a leitura.
    Como se deduz do que foi dito acima, numa perspectiva de base metafísica o ato de escolha é a epifania da liberdade, mas, se feito fora da ordem devida, acaba tornando-se o seu aguilhão. Se, portanto, destacamos que o liberalismo é a recusa dos princípios da ordem do ser, agora fica evidente que, encarnado no católico liberal, ele é também uma recusa dos fins.
    Ou, diríamos nós em linguagem tomista, é o uso dos meios com vistas a um mau fim.
    P.S. Como eu disse anteriormente, este texto foi motivado por um escrito de Joel Pinheiro, colaborador da Dicta&ContraDicta, mas a resposta não se dirige à pessoa dele, pois resume, em linhas muito gerais, o que penso sobre o liberalismo e que inviabiliza qualquer diálogo. Como eu disse, são premissas absolutamente opostas.
    Quanto a eu ter evitado nos últimos tempos entrar em polêmicas no Contra Impugnantes, isto provém do fato de que hoje estou convicto de que, se algum papel este espaço tem, é o de divulgar a filosofia e a teologia de Santo Tomás de Aquino sem matizações modernistas. O mesmo procedimento adotamos em todas as publicações da Sétimo Selo, do Angelicum e, agora, nos livros a ser publicados pela editora É, na coleção Medievalia, da qual serei o coordenador: mostrar o Doutor Comum da Igreja tal qual é.
    Quanto à crise da Igreja pós-conciliar, creio que somente por um milagre extraordinário ela pode resolver-se. Ademais, parto de uma premissa que é lugar teológico em matéria opinável (ou seja, aquela sobre a qual o Magistério não se manifestou): o reinado do Anticristo pressupõe o esfacelamento do poder espiritual da Igreja, que São Paulo chama de "abominação da desolação" ou grande apostasia. E como não se chega a tal estado num salto, a inacreditável situação atual — que o católico liberal se recusa a ver na hediondez de suas causas — parece preparatória para esse reinado maligno.
    Esta é apenas uma opinião, uma leitura particular dos "sinais dos tempos". Por ela se deduz que não sou milenarista.
    __________________________
    1- Por sua vez, os bem-aventurados, ou seja, os que foram glorificados pela visão beatífica da essência divina, não são livres para pecar: estão confirmados no bem indefectivelmente, pois a sua vontade, sede da liberdade, não tem como não anuir ao bem perfeitíssimo e omniabarcante compreendido pela inteligência em seus principais vetores. Como demonstra Santo Tomás valendo-se de sua fina metafísica do ser, os bem-aventurados são ab intrinseco impecáveis e estão confirmados no bem, pois gozam de uma radical impossibilidade de afastar-se de Deus. Desta verdade apenas dissentiram Duns Scot e seus epígonos, assim como os nominalistas, cujo voluntarismo, assim como no caso dos liberais, é irresolvível filosoficamente. Sendo a vontade o apetite do bem na forma intelectiva, um bem sumo a atrairá irresistivelmente, e, ao ser possuído, a fará aderir a ele.

    Contra Impugnantes

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