2 abril, 2013 | Roberto de Mattei
¿Quién es el Papa?
La pregunta “¿quién es el Papa?” surge espontánea cada vez que es elegido un nuevo Pontífice, sobre todo cuando su nombre y su historia personal son ignoradas por el gran público. No fue tal el caso del cardenal Joseph Ratzinger, romano de adopción, después de tantos años como Prefecto de la Congregación para la Fe, pero sí fue el caso de Karol Wojtyla, venido de Cracovia, y hoy lo es el de Jorge Mario Bergoglio, llegado de una diócesis todavía más lejana, en los confines del mundo, como él mismo dijo el día de su elección. Es comprensible que en los primeros días y semanas sucesivos a la elección se intente sondear el pasado reciente o remoto del nuevo Pontífice, de conocer las ideas, las tendencias, las costumbres, para deducir desde las palabras y los gestos del pasado el programa del nuevo pontificado. El volumen El jesuita. Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio (Vergara, Buenos Aires 2010, edición de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti), delinea ya el rostro de un papable, y merece ser conocido.
Menos conocida es la reacción indignada que a aquel volumen dedicó un estudioso argentino de orientación tradicional, Antonio Caponnetto (La Iglesia traicionada, Editorial Santiago Apóstol, Buenos Aires 2010). No podemos entender quién es el nuevo Pontífice, sin conocer el juicio que de él da el padre Juan Carlos Scannone, un jesuita discípulo de Karl Rahner, que lo tuvo como alumno, y que adscribe al arzobispo de Buenos Aires a la “escuela argentina” de la teología de la liberación (“La Croix”, 18 de marzo de 2013).
La “opción preferencial por los pobres” del cardinal Bergoglio tiene sus raíces, especialmente, en las enseñanzas de Lucio Gera y Rafael Tello, los exponentes de una “teología del pueblo”, caracterizada por la sustitución de la ideología de la revolución armada por la práctica de la pobreza. Carlos Pagni, analizando en “La Nacion” del 21 de marzo el “Método Bergoglio para gobernar”, explica la razón teológica por la cual la “periferia” ocupa el puesto central en el paisaje ideológico del arzobispo Bergoglio.
Los pobres para él no son una realidad sociológica que hay que ayudar, sino un sujeto teológico del cual aprender: “Esta actitud pedagógica tiene una raíz religiosa: la relación del pueblo con Dios sería más genuina porque está libre de contaminaciones materiales”. También Maurizio Crippa en “Il Foglio” del 23 de marzo (La povertà è un segno teologico, non sociologia) subraya este aspecto, recordando las remotas ascendencias:
Se trata de temas que sería útil profundizar. Pero en el fondo no es éste el punto. La vida de un hombre, también la de un Papa, no se mide por los gestos del pasado, sino que cambia cada día y cada día puede ser contrabalanceada por giros, maduraciones, direcciones de caminos nuevos e imprevistos.
“La apuesta es siempre transformar la Iglesia en el pueblo de los pobres en camino, mejor si auto-convocado: desde los Pobres de Lyón, llamados luego valdenses, a todas las corrientes ortodoxas o heréticas que atraviesan el Medioevo, los Humillados y Fray Dulcino, con desviaciones que llegan hasta Tolstoi y más allá, en un camino de expoliación y regeneración que vuelve, una vez más, idéntico desde las “Cinco llagas de la santa iglesia” de Antonio Rosmini – la quinta es justamente “La servidumbre de los bienes eclesiásticos” – hasta las teologías conciliares de la iglesia pobre”.
Cada cambio de pontificado, más que solicitar aquellos interrogantes a los que sólo el futuro podrá responder, debería ofrecer la ocasión para meditar sobre lo que el nuevo elegido representa; reflexionar sobre el Papado como institución, más que sobre el Papa como personaje. Y esto sobre todo en un momento en el cual, entre el 11 de febrero y el 13 de marzo de 2013, parece estar profundamente herida la misma constitución del Papado.
El primer golpe de esta flagelación fue la renuncia al pontificado de parte de Benedicto XVI, un evento canónicamente legítimo, pero de impacto histórico devastador.
Un segundo golpe a la institución fue la elección tomada por el mismo Benedicto XVI de autodefinirse “Papa emérito”, conservando el nombre y el hábito pontificio, y continuando a vivir en el Vaticano. Canonistas autorizados, como Carlo Fantappiè, han resaltado la novedad del gesto, subrayando que
“Un papa que dimite – ha observado Massimo Franco – ya es de por sí un evento que hace época, en la historia moderna. Pero un Pontífice que lo hace en pleno uso de sus facultades mentales, indicando como motivación simplemente la fragilidad que le deriva de la edad, rompe con una tradición multisecular” (La crisi dell’impero vaticano, Mondadori, Milano 2013, p. 9).
La coexistencia de un Papa que se presenta como obispo de Roma y de un obispo (porque tal es hoy Joseph Ratzinger) que se autodefine Papa ofrece la imagen de una iglesia “bicéfala” y evoca inevitablemente las épocas de los grandes cismas. No se comprende, en este sentido, el resalto mediático que las autoridades vaticanas han querido dar al encuentro de los dos Papa, el 23 de marzo, en Castelgandolfo. La imagen que ha dado la vuelta al mundo y que el mismo “Osservatore Romano” ha publicado en primera plana el 24 de marzo es la de dos hombres que el lenguaje de los símbolos pone en un plano de absoluta igualdad, impidiendo discernir de manera inmediata cuál de ellos es el auténtico Papa.
“la renuncia de Benedicto XVI ha puesto graves problemas sobre la constitución de la Iglesia, sobre la naturaleza del primado del papa y también sobre el ámbito y extensión de sus poderes después de la cesación del cargo” (Papato, sede vacante e “Papa emerito”. Equivoci da evitare).
El evento contrasta además con la garantía, dada por el Gabinete de Prensa de la Santa Sede, según la cual, después del 28 de febrero, Benedicto XVI renunciaría al escenario mediático, retirándose en el silencio y la oración. ¿No hubiera sido entonces más sabio si el encuentro se hubiese desarrollado lejos de los focos? ¿O tal vez exista, detrás de la opción mediática, una lúcida estrategia? ¿Cuál? Un estudioso de historia del cristianismo, Roberto Rusconi, ha intentado una descripción del escenario de la encíclica incompleta de Joseph Ratzinger sobre la fe, tras aquellas ya promulgadas sobre la caridad y la esperanza.
Si eso sucediera, el resultado sería socavar las bases de la autoridad no sólo de los precedentes documentos promulgados por Benedicto XVI, sino también de los que emanará el sucesivo Pontífice, porque se disolvería la percepción de lo que es acto magisterial y lo que no lo es, rompiendo en pedazos aquel concepto de infalibilidad, del cual se habla tan equivocadamente. Existen fautores declarados de un redimensionamiento del Papado que remiten generalmente a un pasaje de Juan Pablo II, en la encíclica Ut Unumsint del 25 de mayo de 1995, en el cual Papa Wojtyla se dice dispuesto a “encontrar una forma de ejercicio del Primado que, aunque no renunciando de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva” (n. 95). De aquí la distinción, hecha por Giuseppe Alberigo y por la escuela de Bolonia entre la esencia inmutable del Papado y “las formas de ejercicio” en el cual éste se ha expresado en la historia (Forme storiche di governo della Chiesa, in “Il Regno”, 1 dicembre 2001, pp. 719-723). Fundamentalmente, el enemigo es la idea de la “soberanía pontificia”, nacida en el Medioevo, que estaría en el origen de la desviación del Papado de su espíritu originario.
“La encíclica no terminada, – observa Rusconi – podría ser publicada como si fuera un texto cualquiera de Joseph Ratzinger, el cual durante el pontificado ha repetidamente sostenido que de ningún modo sus últimos volúmenes debían de ser considerados como expresión directa de su magisterio pontificio” (Roberto Rusconi, Il gran rifiuto. Perché un papa si dimette, Morcelliana, Brescia 2012, pp. 143-144).
Según otro historiador boloñés, Paolo Prodi, desde la mitad del siglo XV, comenzó una metamorfosis del Papado que ha afectado a la institución en su conjunto, llevando no sólo a una mutación de las características institucionales del Estado Pontificio, transformado en principado temporal, sino también a una reformulación del concepto de soberanía eclesiástica, plasmada a partir de la soberanía política. Victorioso sobre el “conciliarismo”, el Papado fue en cambio derrotado por el estado moderno, porque mientras la Iglesia se seculariza el estado se sacraliza (Il sovrano pontefice, Il Mulino, Bologna 1983, p. 306).
A partir de la Revolución francesa, la Iglesia, en una fructuosa relación dialéctica con el mundo moderno, habría empezado a liberarse de las ataduras del pasado. No obstante algunas fases regresivas, representadas sobre todo por los pontificados de Pio IX, Pio X y Pío XII, el Concilio Vaticano II señala finalmente, según Alberigo y sus discípulos, el momento del “giro”, liquidando la dimensión jurídico-institucional de la Iglesia y abriéndose a una nueva visión de ella fundada sobre el concepto de “comunión” y de “pueblo de Dios”.
Estas tesis han vuelto a ser propuestas, en el plano teológico, en un reciente libro que el decano de los eclesiólogos italianos, Severino Dianich, ha dedicado al ministerio del Papa (Per una teologia del papato, Cinisello Balsamo, San Paolo 2010). En el centro del discurso está el tránsito de una visión jurídica de la Iglesia, basada sobre el criterio de jurisdicción, a una concepción sacramental, basada en la idea de comunión. El nudo del problema se remonta a la discusión que se desarrolló en el Concilio sobre la interpretación del nº 22 de la Lumen Gentium y sobre la Nota praevia que siguió a este documento durante aquella que los progresistas definieron la “semana negra” del Vaticano II. Las relaciones entre el Papa y los obispos, después del Vaticano II, según Dianich, no pueden seguir siendo fundamentadas sobre la delegación y la subordinación. El Papa no gobierna a la Iglesia “desde lo alto”, sino que la guía en el orden de la comunión.
En efecto, su poder de jurisdicción le vendría del sacramento y, bajo el aspecto sacramental, el Papa no es superior a los obispos. Él, antes de ser pastor de la Iglesia universal, es obispo de Roma, y el primado que sobre la Iglesia universal ejerce no es de gobierno, sino de amor, justamente porque, ontológicamente, como obispo, el Papa se sitúa en el mismo nivel que los otros obispos. Por esto Dianich quisiera atribuir mayor poder al colegio episcopal atribuyéndole también la posibilidad de legislar autorizadamente. El Papa debería ejercer su primado de manera nueva, asociando a su poder órganos deliberativos o consultivos, tal y como pueden ser conferencias episcopales, sínodos, o también organismos permanentes, que lo ayuden en el gobierno de la Iglesia.
Se trataría de un primado de “honor” o de “amor”, pero no de gobierno y de jurisdicción de la Iglesia. Pero estas tesis son, en primer lugar, históricamente falsas. De hecho, la historia del Papado no es la historia de formas históricas distintas y entre ellas conflictivas, sino la evolución homogénea de un principio de suprema jurisdicción presente en las palabras de Jesucristo que le dijo a San Pedro y sólo a él: “Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 14-18).
Cuando, a comienzos del imperio de Nerva (97 aprox.), San Clemente (92-98 o 100 d.C.), tercer sucesor de Pedro como Obispo de Roma, intervino para restablecer la unidad en la Iglesia de Corintio, removida por una violenta discordia, apeló al principio de sucesión establecido por Cristo y por los apóstoles, exigiendo obediencia y amenazando hasta sanciones si sus disposiciones no eran ejecutadas (Carta Propter súbitas a los Corintios, en Denz-H, nn. 101-102). El tono autorizado de la carta y la veneración con la que fue recibida son una prueba clara del Primado del Obispo de Roma a finales del siglo primero.
Aproximadamente diez años después, San Ignacio, obispo de Antioquía, durante el viaje de Antioquía a Roma, donde fue martirizado, escribió una carta a los romanos en la que reconoce a la Iglesia de Roma una posición de preeminencia sobre la Iglesia universal, afirmando: “Vosotros habéis instruido a otros y yo deseo que permanezcan firmes aquellas cosas que vosotros prescribisteis con vuestra enseñanza” (Epistula ad Romanos, 3, 1). Su afirmación, tan a menudo citada equivocadamente, según la cual la Iglesia de Roma “preside el ágape”, debe ser entendida en su sentido correcto. Por “ágape” no se entiende aquí una genérica “caridad”, sino que para San Ignacio “ágape” es la misma Iglesia universal (llamada por él, por primera vez, Católica), unida por el vínculo del amor.
En el transcurso de los siglos, el Primado pontificio, concebido como principio activo y central del gobierno de la Iglesia universal, ha sido la nota característica del Papado, así como la constitución monárquica y jerárquica continuó a caracterizar la Iglesia a lo largo de su historia doblemente milenaria. En las épocas atravesadas por la Iglesia, cada vez que el pontificado ha estado débil, ausente o ineficaz, se han producido cismas, herejías, desórdenes religiosos y sociales. Al contrario, las grandes reformas y el renacimiento de la Iglesia se han dado con Papas que han ejercido su gobierno en la plenitud de sus poderes, desde San Gregorio VII a San Pío X.
El munus específico del Sumo Pontífice no consiste en el poder que le deriva del orden episcopal, que él tiene en común con todos los otros obispos del mundo, sino en su poder de jurisdicción, que lo distingue de cualquier otro obispo, porque sólo en su caso este poder es pleno y absoluto y es fuente de poder para los otros obispos. El poder de Magisterio es parte del primado de jurisdicción y la infalibilidad constituye la expresión más alta y perfecta del Primado pontificio, una soberanía aún más necesaria que la de las sociedades temporales.
El poder de jurisdicción es eminentemente poder de gobierno. El Papa es tal porque gobierna la Iglesia ejerciendo una jurisdicción doctrinal y disciplinar que puede delegar sólo parcialmente: en efecto, no existe una diferencia entre el poder de gobierno y su ejercicio, casi como si imagináramos la posibilidad de un gobierno cuya característica sea la de no gobernar. La esencia del Papado tiene en este sentido características inmutables: es un gobierno absoluto, que no puede ser delegado a nadie, sino parcialmente. El Papado es una monarquía absoluta en la que el Sumo Pontífice reina y gobierna, y no puede ser transformado en una monarquía constitucional, en la cual el soberano reina pero sin gobernar.
Un cambio de tal gobierno no afectaría la forma histórica, sino la esencia divina del Papado. No se trata de una diatriba abstracta, sino de un problema teológico con recaídas históricas concretas. La época de la mundialización de los mercados y de la revolución informática ha visto el derrumbarse de los estados nacionales, sustituidos por nuevos poderes financieros y mediáticos. Pero el caos y la fragmentación, así como lo conflictivo de los nuevos escenarios derivan justamente de esta pérdida de soberanía, de la que ejemplo elocuente es la Unión Europea nacida de los Tratados de Maastricht, que no se presenta como un “super-Estado” europeo, sino como un no-estado, caracterizado por la multiplicación de centros de decisión y por la confusión de los poderes. La autoridad y la fuerza de los estados nacionales y de las democracias representativas se desarman y el vacío es ocupado por lobbies ideológicos y financieros, visibles y ocultos.
¿La Iglesia católica debería modelarse sobre este proceso de pulverización autodemoliéndose? Frente al relativismo, ¿la Iglesia debería arrinconar la infalibilidad, como pide el pastor valdense Paolo Ricca (“Il Foglio”, 19 de marzo de 2013), para presentarse al mundo débil y dimisionaria? ¿O más bien servirse de este carisma, que ella sola posee, para contraponer su soberanía religiosa y moral a las ruinas de la modernidad? La alternativa es dramática, pero ineluctable.
Lo cierto es que la pregunta “¿quién es hoy el Papa?”, antes que a los medios de comunicación de masas, va dirigida a la teología, a la historia y al derecho canónico de la Iglesia. Ellos nos responden que, detrás de las personas de Benedicto XVI y de Francisco, existe un trono pontificio instituido por Cristo mismo. El Papa San León Magno, que puede ser considerado el más completo teólogo del Papado durante el primer milenio, explicó con claridad el significado de la sucesión petrina, resumiéndola en la fórmula: “indigno heredero de San Pedro”. El Papa se convertía en el heredero de San Pedro por lo que respectaba el status jurídico y sus poderes objetivos, pero no por cuanto concernía a su status personal y a sus méritos subjetivos.
La distinción entre el cargo y el detentor del cargo, entre la persona pública del Papa y su persona privada es fundamental en la historia del Papado. El Papa es el Vicario de Cristo que en su nombre y por su mandato gobierna la Iglesia. Antes de ser una persona privada, él es una persona pública; antes de ser un hombre es una institución: antes de ser el Papa es el Papado, en el cual se resume y concentra la Iglesia que es el Cuerpo Místico de Cristo.
Roberto de Mattei
Original en Corrispondenza Romana
Traducción de Tradición DigitalFuente: TRADICIÓN DIGITAL
Última edición por Martin Ant; 08/04/2013 a las 20:37
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