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Tema: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

  1. #1
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    La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    LA CIUDAD DE DIOS, DE AGUSTÍN DE HIPONA

    LIBRO I


    PRÓLOGO


    MOTIVO Y ARGUMENTO DE LA PRESENTE OBRA
    La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe1, y espera ya ahora con paciencia2 la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia3, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino4, en la pre- sente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa per- sonal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda5.
    Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los sober- bios del gran poder de la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias pasaje- ras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes6. Pero esto mismo, que es privilegio exclusivo de Dios, preten- de apropiárselo para sí el espíritu hinchado de soberbia, y le gusta que le digan para alabarle: “Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio”7.
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

  2. #2
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y, aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo permitan.


    CAPÍTULO I


    LOS ENEMIGOS DEL NOMBRE DE CRISTO OBTIENEN EL PERDÓN DE LOS BÁRBAROS, POR REVERENCIA A CRISTO, DURANTE LA DEVASTACIÓN DE ROMA
    De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay que defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus errores impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta ciudad. Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan violento con- tra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor, que éste es el día en que no serían capaces de mover su lengua contra esta ciudad si no fuera porque encontraron en sus lugares sagrados, al huir de las armas enemigas, la salvación de su vida, de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿O es que no son enemigos encarnizados de Cristo aquellos romanos a quienes los bárbaros, por respeto a Cristo, les perdonaron la vida? Testigos son de ello los santuarios de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en aquella devastación de la gran Urbe acogieron a cuantos en ella se refugia- ron, tanto propios como extraños8. Allí se moderaba la furia encarnizada del enemigo; allí ponía fin el exterminador a su saña; allí conducían los enemi- gos, tocados de benignidad, a quienes, fuera de aquellos lugares, habían perdonado la vida, y los aseguraban de las manos de quienes no tenían tal misericordia. Incluso aquellos mismos que en otras partes, al estilo de un enemigo, realizaban matanzas llenas de crueldad, se acercaban a estos luga- res en los que estaba vedado lo que por derecho de guerra se permite en otras partes, refrenaban toda la saña de su espada y renunciaban al ansia que tenían de hacer cautivos.
    De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacre- ditan el cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que sopor- tar aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárseles la vida por respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su Destino. Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos y aspere- zas que les han infligido sus enemigos a la divina Providencia, que suele
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    Antonio Aparisi

  3. #3
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    acrisolar y castigar la vida corrompida de los humanos. Ella es quien pone a prueba la rectitud y la vida honrada de los mortales con estos dolores para, una vez probada, pasarla a vida mejor, o bien retenerla en esta tierra con otros fines.
    Pero de hecho los bárbaros, en su ferocidad, les han perdonado la vida, contra el estilo normal de las guerras, por respeto al nombre de Cristo, sea en lugares comunes, sea en los recintos consagrados a su culto, y, para que fuera aún más abundante la compasión, eligieron los más amplios, des- tinados a reunir multitudes. Este hecho deberían atribuirlo al cristianismo. He aquí la necesaria ocasión para dar gracias a Dios y recurrir a su nombre con sinceridad, evitando las penas del fuego eterno, ellos que en masa escaparon de las presentes calamidades usando hipócritamente ese mismo nombre. Porque muchos de los que ves ahora insultar a los siervos de Cristo, con insolente desvergüenza, no hubieran escapado de aquella carni- cería desastrosa si no hubieran fingido ser siervos de Cristo. Y ahora, ¡oh soberbia desagradecida y despiadada locura!, se hacen reos de las eternas tinieblas oponiéndose con perverso corazón a su nombre, nombre al cual un día se acogieron, con labios engañosos, para gozar de la luz temporal.

    CAPÍTULO XX
    RESPUESTA DE LA FAMILIA CRISTIANA A LOS INFIELES CUANDO ÉSTOS LE ECHEN EN CARA QUE CRISTO NO LOS LIBRÓ DEL FUROR DE LOS ENEMIGOS
    Ya tiene, pues, la familia entera del sumo y verdadero Dios su propio consuelo, y un consuelo no falaz ni fundamentado en la esperanza de bie- nes tambaleantes o pasajeros. Ya no tiene en absoluto por qué estar pesaro- sa ni siquiera de la misma vida temporal, puesto que en ella aprende a conseguir la eterna, y, como peregrina que es, hace uso, pero no cae en la trampa, de los bienes terrenos; y en cuanto a los males, o es en ellos puesta a prueba, o es por ellos corregida. Y los paganos, que, con ocasión de sobrevivir tal vez a algunos infortunios temporales, insultan su honor, gri- tándoles: ¿Dónde está tu Dios?9, que digan ellos dónde están sus dioses, puesto que están padeciendo precisamente aquellas calamidades que, para evitarlas, les tributan culto o pretenden que hay que tributárselo.
    He aquí la respuesta de la familia cristiana: Mi Dios está presente en todas partes; en todas partes está todo Él; no está encerrado en ningún lugar: puede hallarse cerca sin que lo sepamos, y puede ausentarse sin
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    Antonio Aparisi

  4. #4
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    movimiento alguno. Cuando me azota con la adversidad, está sometiendo a prueba mis méritos o castigando mis pecados. Yo sé que me tiene reservada una recompensa eterna por haber tolerado religiosamente las desgracias temporales. Pero vosotros, ¿quiénes sois para merecer que se hable con vosotros ni siquiera de vuestros dioses, cuánto menos de mi Dios, que es más temible que todos los dioses, pues los dioses de los gentiles son demo- nios, mientras que el Señor ha hecho el cielo?

    CAPÍTULO XXX11


    LOS QUE SE QUEJAN DEL CRISTIANISMO ESTÁN DESEANDO REBOSAR EN PROSPERIDADES VERGONZOSAS
    Si todavía estuviese vivo el famoso Escipión Nasica, en otro tiempo vuestro pontífice, elegido unánimemente por el Senado como el hombre más virtuoso para recibir la sagrada imagen de Frigia bajo el terror de la guerra púnica12, no os atreveríais quizá a mirarle al rostro; sería él en persona quien frenaría vuestra actual desvergüenza: ¿Por qué os quejáis del cristianismo cuando os azota la adversidad? ¿No es porque estáis deseando gozar con seguridad de vuestros excesos y nadar en las aguas corrompidas de vues- tras inmoralidades, lejos de toda molestia incómoda? Anheláis tener paz y estar sobrados de toda clase de recursos, pero no es para hacer uso de ellos con honradez, es decir, con moderación y sobriedad, con templanza y según las exigencias de la religión, sino para procuraros la más infinita gama de placeres con despilfarros insensatos, y en tal prosperidad dar origen en vuestra conducta a unas depravaciones peores que la crueldad de los ene- migos.
    Pero este vuestro querido Escipión, pontífice máximo, declarado como el hombre más honrado de la República por el Senado en pleno, temía que os iba a sobrevenir esta desgracia, y por eso rechazaba la destrucción de Cartago, rival entonces del poder romano, y se oponía a Catón, que abogaba por su ruina13. Temía la seguridad para los espíritus débiles como a un enemigo, y veía que era necesario el terror como tutor, adecuado para esta especie de ciudadanos menores.No se equivocó Escipión: fue la realidad quien le dio toda la razón. En efecto, destruida Cartago, es decir, alejado y desaparecido de Roma el terror, inmediatamente comenzaron a surgir, como consecuencia de la situa- ción próspera, enorme cantidad de lacras: la concordia mutua se resquebra- jó y llegó a romperse. Primeramente por rebeliones encarnizadas y sangrien- tas, e inmediatamente después por una complicación de sucesos desafortunados, incluso con guerras civiles, se produjeron tales desastres, se derramó tanta sangre, se encendió un tal salvajismo con avidez de destie- rros y rapiñas, que los romanos, aquellos que en tiempos de su vida más íntegra temían desgracias por parte del enemigo; ahora, echada a perder esa integridad de conducta, tenían que padecer mayores crueldades de sus pro- pios compatriotas. La misma ambición de poder, uno de tantos vicios del género humano, pero arraigado con mucha más fuerza en las entrañas de todo el pueblo romano, una vez vencidas algunas de las principales poten- cias, aplastó bajo el yugo de su servidumbre a las restantes, ya deshechas y fatigadas.
    Última edición por Michael; 29/07/2013 a las 13:33
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    Antonio Aparisi

  5. #5
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    CAPÍTULO XXX
    LA FELICIDAD ETERNA DE LA CIUDAD DE DIOS, Y EL SÁBADO PERPETUO
    1. ¡Qué intensa será aquella felicidad, donde no habrá mal alguno, donde no faltará ningún bien, donde toda ocupación será alabar a Dios, que será el todo para todos!224 No sé qué otra cosa se puede hacer allí, donde ni por pereza cesará la actividad, ni se trabajará por necesidad. Esto nos re- cuerda también el salmo donde se lee o se oye: Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre225.
    Todos los miembros y partes internas del cuerpo incorruptible, que ahora vemos desempeñando tantas funciones, como entonces no habrá necesidad alguna, sino una felicidad plena, cierta, segura, sempiterna, se ocuparán entonces en la alabanza de Dios. En efecto, todo aquel ritmo latente de que hablé en la armonía corporal repartido exterior e interiormente por todas las partes del cuerpo, no estará ya oculto, y junto con las demás cosas grandes y admirables que allí se verán, encenderán las mentes racio- nales con el deleite de la hermosura racional en la alabanza de tan excelente artífice. Cuáles han de ser los movimientos de tales cuerpos que allí tendrán lugar, no me atrevo a definirlo a la ligera, porque no soy capaz de concebir- lo. Sin embargo, tanto el movimiento como la actitud al igual que su porte exterior, cualquiera que sea, será digno allí donde no puede haber nada que no lo sea. Cierto también que el cuerpo estará inmediatamente donde quiera el espíritu; y que el espíritu no querrá nada que pueda desdecir de sí mismo o del cuerpo.
    Habrá verdadera gloria allí donde nadie será alabado por error o adulación de quien alaba. No se dará el honor a ningún indigno donde no se admitirá sino al digno. Habrá paz verdadera allí donde nadie sufrirá con- trariedad alguna ni por su parte ni por parte de otro. Será premio de la virtud el mismo que dio la virtud y de la que se prometió como premio Él mismo, que es lo mejor y lo más grande que puede existir.


    ¿Qué otra cosa dijo por el profeta en aquellas palabras: Seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo226, sino: Yo seré su saciedad, yo seré lo que puedan desear honestamente los hombres, la vida, la salud, el alimento, la abundancia, la gloria, el honor, la paz, todos los bienes? Así, en efecto, se entiende rectamente lo que dice el Apóstol: Dios lo será todo para to- dos227. Será meta en nuestros deseos Él mismo, a quien veremos sin fin, amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este don, este afecto, esta ocupación será común a todos, como lo es la vida eterna.
    2. Por lo demás, ¿quién es capaz de pensar, cuanto más de expresar, cuáles serán los grados del honor y la gloria en consonancia con los méri- tos? Lo que no se puede dudar es que existirán. Y también aquella bien- aventurada ciudad verá en sí el inmenso bien de que ningún inferior envi- diará a otro que esté más alto, como no envidian a los arcángeles el resto de los ángeles. Y tanto menos querrá cada uno ser lo que no ha recibido cuanto no quiere en el cuerpo el dedo ser ojo, por más estrecha trabazón corporal que une a ambos miembros. Uno tendrá un bien inferior a otro, y se contentará con su bien sin ambicionar otro mayor.
    3. Ni dejarán tampoco los bienaventurados de tener libre albedrío, por el hecho de no sentir el atractivo del pecado. Al contrario, será más libre este albedrío cuanto más liberado se vea, desde el placer del pecado hasta alcanzar el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que se dio al hombre, cuando fue creado en rectitud al principio, pudo no pecar, pero también pudo pecar; este último, en cambio, será tanto más vigoroso cuanto que no podrá caer en pecado. Claro que esto también tiene lugar por un don de Dios, no según las posibilidades de la naturaleza. Una cosa es ser Dios y otra muy distinta ser partícipe de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; el que participa de Dios recibe de Él el no poder pecar. Había que conservar una cierta gradación en los dones de Dios; primero se otorgó el libre albedrío, mediante el cual pudiera el hombre no pecar, y después se le dio el último, con el que no tuviera esta posibilidad: aquél para conseguir el mérito; éste para disfrutar de la recompensa.
    Pero como esta naturaleza pecó cuando pudo pecar, necesitó ser liberada con una gracia más amplia, para llegar a aquella libertad en la cual no pueda pecar. Así como la primera inmortalidad, que perdió Adán por el pecado, consistía en poder no morir, la última consistirá en no poder morir; así el primer libre albedrío consistió en poder no pecar, y el segundo en no poder pecar. En efecto, tan difícil de perder será el deseo de practicar la piedad y la justicia, como lo es el de la felicidad. Pues, ciertamente, al pecar no mantuvimos ni la piedad ni la felicidad, pero no perdimos la aspiración a la felicidad ni siquiera con la pérdida de la misma felicidad. ¿Se puede acaso negar que Dios, por no poder pecar, carece de libre albedrío? Una será, pues, en todos e inseparable en cada uno la voluntad libre de aquella ciu- dad, liberada de todo mal, rebosante de todos los bienes, disfrutando indefi- cientemente de la alegría de los gozos eternos, olvidada de sus culpas y olvidada de las penas; sin olvidarse, no obstante, de su liberación de tal suerte que no se muestre agradecida al liberador.
    4. Se acordará, ciertamente, de sus males pasados en cuanto se refie- re al conocimiento racional, pero se olvidará totalmente de su sensación real. Como le ocurre al médico muy experto, que conoce por su arte casi todas las enfermedades del cuerpo, y, sin embargo, experimentalmente igno- ra la mayoría, las que no ha padecido en su cuerpo. Hay, pues, dos conoci- mientos de males: uno, por el poder de la mente que los descubre; y otro, por la experiencia de los sentidos que los soportan (de una manera se cono- cen todos los vicios por la ciencia del sabio, y de otra, por la vida pésima del necio). Así hay también dos maneras de olvidarse de los males: de una manera los olvida el instruido y el sabio, y de otra, el que los ha experimen- tado y sufrido: el primero, descuidando su ciencia; el segundo, al verse libre de la miseria. Esta última manera de olvidar que he citado es la que tienen los santos no acordándose de sus males pasados: carecerán de todos, de tal manera que se borran totalmente de sus sentidos. En cambio, en cuanto al poder de su conocimiento, que será grande en ellos, no se le ocultará ni su miseria pasada, ni siquiera la miseria eterna de los condenados. Si así no fuera, si llegaran a ignorar que habían sido miserables, ¿cómo, al decir del salmo, cantarán eternamente las misericordias del Señor?228 Por cierto, aquella ciudad no tendrá otro cántico más agrad ́ able que éste para glorifica- ción del don gracioso de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados.
    Allí se cumplirá aquel descansad y ved que yo soy el Señor229. Ese será realmente el sábado supremo que no tiene ocaso, el que recomendó Dios en las primeras obras del mundo al decir: Y descansó Dios el día séptimo de toda su tarea. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque ese día descansó Dios de toda su tarea de crear230.
    También nosotros seremos ese día séptimo; seremos nosotros mis- mos cuando hayamos llegado a la plenitud y hayamos sido restaurados por su bendición y su santificación. Allí con tranquilidad veremos que Él mismo es Dios: lo que nosotros quisimos llegar a ser cuando nos apartamos de Él dando oídos a la boca del seductor: Seréis como dioses231, y apartándonos del verdadero Dios, que nos haría ser dioses participando de Él, no abando- nándole. Pues ¿qué es lo que conseguimos sin Él, sino caer en su cólera?232 En cambio, restaurados por Él y llevados a la perfección con una gracia más grande, descansaremos para siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos cuando Él lo sea todo para todos233.
    Incluso nuestras mismas buenas obras, cuando son reconocidas más como suyas que como nuestras, entonces se nos imputan a nosotros para el disfrute de este sábado. Porque si nos las atribuimos a nosotros, serán serviles; y está escrito del sábado: No haréis en él obra alguna servil234. Por eso se dice por el profeta Ezequiel: Les di también mis sába- dos como señal recíproca, para que supieran que yo soy el Señor que los santifico235. Esto lo conoceremos perfectamente cuando consigamos el per- fecto reposo y veamos cabalmente que Él mismo es Dios.
    5. Por otra parte, si el número de edades, como el de días, se computa según los períodos de tiempo que parecen expresados en las Escrituras, aparece ese reposo sabático con más claridad, puesto que resulta el sépti- mo. La primera edad, como el día primero, sería desde Adán hasta el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abrahán, no de la misma duración, sino contando por el número de generaciones, pues que encontramos diez. Des- de aquí ya, según los cuenta el Evangelio de Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Cristo, cada una de las cuales se desarrolla a través de catorce generaciones: la primera de esas edades se extiende desde Abrahán hasta David; la segunda, desde David a la transmigración de Babilonia; la tercera, desde entonces hasta el nacimiento de Cristo según la carne. Dan un total de cinco edades. La sexta se desarrolla al presente, sin poder deter- minar el número de generaciones, porque, como está escrito: No os toca a vosotros conocer los tiempos que el Padre ha reservado a su autoridad236. Después de ésta, el Señor descansará como en el día séptimo, cuando haga descansar en sí mismo, como Dios, a1 mismo día séptimo, que seremos nosotros.
    Sería muy largo tratar de explicar ahora con detalle cada una de estas edades. A esta séptima, sin embargo, podemos considerarla nuestro sábado, cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí des- cansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?
    Creo haber dado cumplimiento con el auxilio del Señor de esta gran obra. Quienes la tengan por incompleta o por excesiva, perdónenme. En cambio, quienes la vean suficiente, congratúlense conmigo y ayúdenme a dar gracias no a mí, sino a Dios. Amén.
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    Antonio Aparisi

  6. #6
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    CAPÍTULO IV


    SEMEJANZA ENTRE LAS BANDAS DE LADRONES Y LOS REINOS INJUSTOS

    Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Su- pongamos que a esta cuadrilla se la van sumando nuevos grupos de bandi- dos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad logra- da. Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: “¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?” “Lo mismo que a ti —respondió— el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador
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    Antonio Aparisi

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    LIBRO IV


    CAPÍTULO III


    EL ENGRANDECIMIENTO DEL ESTADO, LOGRADO SOLAMENTE MEDIANTE LAS GUERRAS, ¿DEBE CONSIDERARSE COMO UNO DE LOS BIENES DE LA SABIDURÍA O DE LA FELICIDAD?


    Pasemos ya a considerar el peso de las razones que asisten a los paganos para que tengan la osadía de atribuir la gran amplitud y la larga duración de la dominación romana a esos dioses, cuyo culto se empeñan en llamar honesto, cuando ha sido realizado por medio de representaciones escénicas envilecidas, y a través de hombres no menos envilecidos. Quisie- ra antes, no obstante, hacerme una breve pregunta: ¿Cuáles son las razones lógicas o políticas para querer gloriarse de la duración o de la anchura de los dominios del Estado? Porque la felicidad de estos hombres no la en- cuentras por ninguna parte, envueltos siempre en los desastres de la guerra, manchados sin cesar de sangre, conciudadana o enemiga, pero humana; envueltos constantemente en un temor tenebroso, en medio de pasiones sanguinarias; con una alegría brillante, sí, como el cristal, pero como él, frágil, bajo el temor horrible de quebrarse por momentos. Para enjuiciar esta cuestión con más objetividad, no nos hinchemos con jactanciosas vacieda- des, no dejemos deslumbrarse nuestra agudeza mental por altisonantes pa- labras, como “pueblos”, “reinos”, “provincias”. Imaginemos dos hombres (porque cada hombre, a la manera de una letra en el discurso, forma como el elemento de la ciudad y del Estado, por mucha que sea la extensión de su territorio). De estos dos hombres, pongamos que uno es pobre, o de clase media, y el otro riquísimo. El rico en esta suposición vive angustiado y lleno de temores, consumido por los disgustos, abrasado de ambición, en perpe- tua inseguridad, nunca tranquilo, sin respiro posible por el acoso incesante de sus enemigos; aumenta, por supuesto, su fortuna hasta lo indecible, a base de tantas desdichas, pero, a su vez, creciendo en la misma proporción el cúmulo de amargas preocupaciones. El otro, en cambio, de mediana posi- ción, se basta con su fortuna, aunque pequeña y ajustada; los suyos le quieren mucho, disfruta de una paz envidiable con sus parientes, vecinos y amigos; es profundamente religioso, de gran afabilidad, sano de cuerpo, moderado y casto en sus costumbres; vive con la conciencia tranquila. ¿Habrá alguien tan fuera de sus cabales, que dude a quién de los dos preferir? Pues bien, lo que hemos dicho de dos hombres lo podemos aplicar a dos familias, dos pueblos, dos reinos. Salvando las distancias, podremos deducir con facilidad dónde se encuentran las apariencias y dónde la feli- cidad.Así, pues, cuando al Dios verdadero se le adora, y se le rinde un culto auténtico y una conducta moral intachable, es ventajoso que los bue- nos tengan el poder durante largos períodos sobre grandes dominios. Y tales ventajas no lo son tanto para ellos mismos cuanto para sus súbditos. Por lo que a ellos concierne, les basta para su propia felicidad con la bon- dad y honradez. Son éstos dones muy estimables de Dios para llevar aquí una vida digna y merecer luego la eterna. Porque en esta tierra, el reinado de los buenos no es beneficioso tanto para ellos cuanto para las empresas humanas. Al contrario, el reinado de los malos es pernicioso sobre todo para los que ostentan el poder, puesto que arruinan su alma por una mayor posibilidad de cometer crímenes. En cambio, aquellos que les prestan sus servicios sólo quedan dañados por la propia iniquidad. En efecto, los sufri- mientos que les vienen de señores injustos no constituyen un castigo de algún delito, sino una prueba de su virtud. Consiguientemente, el hombre honrado, aunque esté sometido a servidumbre, es libre. En cambio, el malva- do, aunque sea rey, es esclavo, y no de un hombre, sino de tantos dueños como vicios tenga28. De estos vicios se expresa la divina Escritura en estos términos: Cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo29
    Última edición por Michael; 29/07/2013 a las 13:17
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    Antonio Aparisi

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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    LIBRO II


    CAPÍTULO XXI OPINIÓN DE CICERÓN SOBRE ROMA


    1. Pero si no se hace caso de quien ha llamado a Roma corrompida y envilecida en extremo, y les da lo mismo que esté cubierta por un baldón vergonzoso de inmoralidad y de ignominia, con tal que se tenga en pie y siga adelante, presten atención no a que se hizo, como nos cuenta Salustio, corrompida y envilecida, sino, como aclara Cicerón16, a que ya entonces estaba completamente en ruinas y no quedó ni rastro de la República.
    Pone en escena Cicerón al mismo Escipión17, que había hecho des- aparecer a Cartago, disputando sobre Roma, en una época en que, por efecto de la corrupción descrita por Salustio, se presentía a muy corto plazo su ruina. En efecto, la discusión se sitúa en el momento en que había sido asesinado uno de los Gracos18, el que dio origen, según Salustio, a las graves escisiones que surgieron. De esta muerte se hace eco su misma obra. Había dicho Escipión al final del segundo libro: “Entre la cítara o las flautas y el canto de voces debe haber una cierta armonía de los distintos sonidos, y si falta la afinación o hay desacordes, es insufrible para el oído entendido. Pero también esa misma armonía se logra mediante un concierto ordenado y artístico de las voces más dispares. Pues bien, de este mismo modo, concer- tando debidamente las diversas clases sociales, altas, medias y bajas, como si fueran sonidos musicales, y en un orden razonable, logra la ciudad reali- zar un concierto mediante el consenso de las más diversas tendencias. Di- ríamos que lo que para los músicos es la armonía en el canto, eso es para la ciudad la concordia, vínculo el más seguro, y el mejor para la seguridad de todo Estado. Y, sin justicia, de ningún modo puede existir la concordia”19.Pasa luego a exponer con más detención y profundidad la importan- cia de la justicia para una ciudad, así como el enorme perjuicio de su falta. A continuación toma la palabra Filo, uno de los que asisten a la discusión, y solicita que este tema sea tratado con más detenimiento, y que se hable más extensamente de la justicia, por aquello de que un Estado —así dice la gente— no es posible gobernarlo sin injusticia. Escipión, pues, da su con- sentimiento con vistas a discutir y aclarar el tema. Su respuesta es que de nada serviría todo lo tratado hasta ahora sobre el Estado, y sería inútil dar un paso más si no queda bien sentado no sólo la falsedad del principio anterior: “Es inevitable la injusticia”, sino la absoluta verdad de este otro: “Sin la más estricta justicia no es posible gobernar un Estado”20.
    Se aplazó para el día siguiente su explicación, y en el libro tercero la materia está tratada muy acaloradamente. Filo tomó en la disputa el partido de quienes opinan que no es posible gobernar sin injusticia, dejando bien claro que su opinión personal era muy otra, y con toda claridad empezó a defender la injusticia contra la justicia, como si tratase realmente de demos- trar con ejemplos y aproximaciones que aquélla era de interés para el Esta- do, y ésta, en cambio, de nada le servía. Entonces, a ruegos de todos, emprendió Lelio la defensa de la justicia, afirmando, con toda la intensidad que pudo, que nada hay tan enemigo de una ciudad como la injusticia, y que jamás un Estado podrá gobernarse o mantenerse firme si no es con una estricta justicia.
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    Antonio Aparisi

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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

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    2. Pareció este tema suficientemente tratado, con lo que Escipión reanuda su interrumpido discurso. Evoca y encarece su breve definición de república: es “una empresa del pueblo”, había dicho él. Y puntualiza que “pueblo” no es cualquier grupo de gente, sino “la asociación de personas basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses”21. Muestra después la gran utilidad de una definición a la hora de discutir, y concluye de su definición que sólo se da un Estado (“República”), es decir, una “empresa del pueblo”, cuando se gobierna con rectitud y justicia, sea por un rey, sea por una oligarquía de nobles, sea por el pueblo entero. Pero cuando el rey es injusto, él le llama “tirano”, al estilo griego; cuando lo son los nobles dueños del poder, les llama “facción”, y cuando es injusto el mismo pueblo, al no encontrar otro nombre usual, llama también “tirano” al pueblo. Pues bien, en este caso no se trata ya —dice él— de que la Repúbli- ca esté depravada, como se decía en la discusión del día anterior; es que así ya no queda absolutamente nada de República, según la necesaria conclu- sión de tales definiciones, al no ser una “empresa del pueblo”, puesto que un tirano o una facción la han acaparado, y, por tanto, el pueblo mismo ya no es pueblo si es injusto: no sería una “asociación de personas, basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses”, según la defini- ción de “pueblo”.
    3. Por eso, cuando la República estaba tal como la describe Salus- tio22, no era ya la más corrompida e infame, como él dice, sino que ya no existía en absoluto, como lo demuestran con toda evidencia las razones de la discusión que sobre el Estado tuvieron los personajes más relevantes de aquel entonces. Como también el mismo Tulio23, no ya por boca de Esci- pión, sino con sus propias palabras, afirma en el comienzo del quinto libro, después de recordar aquel verso del poeta Ennio: “Si Roma subsiste es gracias a sus costumbres tradicionales y héroes antiguos”24. “Verso este —dice— que, por su concisión y veracidad, podría perfectamente haber sido proferido por algún oráculo de antaño. En efecto, ni estos héroes sin una morigerada ciudad, ni las buenas costumbres sin el caudillaje de tales héroes, hubieran sido capaces de fundar ni de mantener por mucho tiempo un Estado tan poderoso y con un dominio tan extendido por toda la geografía. Así, en tiempos pasados la propia conducta ciudadana proporcionaba hombres de prestigio, y estos excelentes varones mantenían las costumbres antiguas y las tradiciones de los antepasados. En cambio, nuestra época ha recibido el Estado como si fuera un precioso cuadro, pero algo desvaído por su antigüedad. Y no solamente se ha descuidado en restaurarlo a sus colo- res originales, sino que ni se ha preocupado siquiera de conservarle los contornos de su silueta. ¿Qué queda de aquellas viejas costumbres que mantenían en pie —dice el poeta— el Estado romano? Tan enmohecidas las vemos del olvido, que no sólo no se las fomenta, sino que ya ni se las conoce. Y de los hombres, ¿qué diré? Precisamente por falta de hombría han perecido aquellas costumbres. Desgracia tamaña ésta de la que tendremos que rendir cuentas; más aún, de la que de algún modo tendremos que excu- sarnos en juicio, como reos de pena capital. Por nuestros vicios, no por una mala suerte, mantenemos aún la República como una palabra. La realidad, mucho tiempo ha que la hemos perdido.”4. Esto confesaba Cicerón mucho después, es verdad, de la muerte de “el Africano”25, haciéndole discutir sobre el Estado en su obra, pero ciertamente antes de la venida de Cristo. Si estos pareceres hubieran sido expresados después de la difusión y victoria del cristianismo, ¿qué pagano dejaría de imputar tal decadencia a los cristianos? ¿Y por qué entonces los dioses no se preocuparon de que no pereciese y se perdiera aquella Repú- blica que Cicerón, mucho antes de la venida de Cristo en carne mortal, con acentos tan lúgubres deplora haber sucumbido? Miren a ver los admirado- res que ella tiene, cómo fue incluso en la época de antiguos héroes y viejas costumbres, a ver si estaba vigente la auténtica justicia, o tal vez ni siquiera entonces estuviera viva por sus costumbres, sino apenas pintada de colo- res, cosa que el mismo Cicerón, sin pretenderlo, expresó al exaltarla. Pero esto, si Dios quiere, lo trataremos en otro lugar26.
    Me esforzaré en su momento por demostrar que aquél no fue nunca Estado auténtico (“República”), porque en él nunca hubo auténtica justicia. Y esto lo haré apoyándome en las definiciones del mismo Cicerón, según las cuales él brevemente, por boca de Escipión, dejó sentado qué es el Estado y qué es el pueblo (apoyándolo también en otras muchas afirmaciones suyas y de los demás interlocutores de la discusión). En rigor, si seguimos las definiciones más autorizadas, fue, a su manera, una república, y mejor go- bernada por los viejos romanos que por los más recientes. La verdadera justicia no existe más que en aquella república cuyo fundador y gobernador es Cristo, si es que a tal Patria nos parece bien llamarla así, república, puesto que nadie podrá decir que no es una “empresa del pueblo”. Y si este térmi- no, divulgado en otros lugares con una acepción distinta, resulta quizá inadecuado a nuestra forma usual de expresarnos, sí es cierto que hay una auténtica justicia en aquella ciudad de quien dicen los Sagrados Libros: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, Ciudad de Dios!




    Continuará ...



    http://www.cepchile.cl/dms/archivo_3...i_laciudad.pdf
    Última edición por Michael; 29/07/2013 a las 13:30
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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