III. Un tercer aspecto de vuestro apostolado profesional se podría denominar
el de la asistencia a la madre en el cumplimiento pronto y generoso de su función materna
Apenas hubo escuchado el mensaje del ángel, María Santísima respondió: «¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Un «fiat», un «sí» ardiente a la vocación de madre, Maternidad virginal, incomparablemente superior a toda otra; pero maternidad real en el verdadero y propio sentido de la palabra (cf. Gal 4,4). Por eso, al recitar el Ángelus Domini, después de haber recordado la aceptación de María, el fiel concluye inmediatamente: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Es una de las exigencias fundamentales del recto orden moral que al uso de los derechos conyugales corresponda la sincera aceptación interna del oficio y del deber de la maternidad. Con esta condición camina la mujer por la vía establecida por el Creador hacia el fin que Él ha asignado a su criatura, haciéndola, con el ejercicio de aquella función, participante de su bondad, de su sabiduría y de su omnipotencia, según el anuncio del Ángel: «Concipies in utero et paries: concebirás en tu seno y parirás» (cf. Lc 1, 31).
Si éste es, pues, el fundamento biológico de vuestra actividad profesional, el objeto urgente de vuestro apostolado será: trabajar por mantener, despertar, estimular el sentido y el amor del deber de la maternidad.
Cuando los cónyuges estiman y aprecian el honor de suscitar una nueva vida, cuyo brote esperan con santa impaciencia, vuestra tarea es bien fácil: basta cultivar en ellos este sentimiento interno: la disposición para acoger y para cuidar aquella vida naciente sigue entonces como por sí misma. Pero con frecuencia no es así; con frecuencia el niño no es deseado; peor aún, es temido. ¿Cómo podría en tales condiciones existir la prontitud para el deber? Aquí vuestro apostolado debe ejercitarse de una manera efectiva y eficaz: ante todo, negativamente, rehusando toda cooperación inmoral; y positivamente, dirigiendo vuestros delicados cuidados a disipar los prejuicios, las varias aprensiones o los pretextos pusilánimes, a alejar, cuanto os sea posible, los obstáculos, incluso exteriores, que puedan hacer penosa la aceptación de la maternidad. Si no se recurre a vuestro consejo y a vuestra ayuda, sino para facilitar la procreación de la nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo, vosotras podéis sin más prestar vuestra cooperación. ¿Pero en cuántos otros casos se recurre a vosotras para impedir la procreación y la conservación de esta vida, sin respeto alguno de los preceptos de orden moral? Obedecer a tales exigencias sería rebajar vuestro saber y vuestra habilidad, haciéndoos cómplices de una acción inmoral; sería pervertir vuestro apostolado. Este exige un tranquilo, pero categórico "no", que no permite transgredir la ley de Dios y el dictamen de la conciencia. Por eso vuestra profesión os obliga a tener un claro conocimiento de aquella ley divina de modo que la hagáis respetar, sin quedaros más aquí ni más allá de sus preceptos.
Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica
Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna "indicación" o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral en un acto moral y lícito (cf. AAS, vol. 22, págs. 559 y sigs.).
Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina.
Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de vosotras una determinación clara y firme.
Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa —esto es, la que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación— es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita.
Tampoco la autoridad pública tiene aquí derecho alguno, bajo pretexto de ninguna clase de "indicación", para permitirla, y mucho menos para prescribirla o hacerla ejecutar con daño de los inocentes. Este principio se encuentra ya enunciado en la
Encíclica arriba mencionada de Pío XI sobre el matrimonio (l. c., págs. 564, 565). Por eso, cuando, ahora hace un decenio, la esterilización comenzó a ser cada vez más ampliamente aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, tanto perpetua como temporal, e igual del hombre que de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene potestad de dispensar (
Decr. S. Off., 22 febrero 1940. AAS, 1940, página 73).
Oponeos, pues, por lo que a vosotras toca, en vuestro apostolado, a estas tendencias perversas y negadles vuestra cooperación.
Se presenta, además, estos días el grave problema de si la obligación de la pronta disposición al servicio de la maternidad es conciliable y en que medida con el recurso cada vez más difundido a las épocas de la esterilidad natural (los llamados períodos agenésicos de la mujer), lo cual parece una clara expresión de la voluntad contraria a aquella disposición.
Se espera justamente de vosotras que estéis bien informadas desde el punto de vista médico de esta conocida teoría y de los progresos que en esta materia se pueden todavía prever, y, además, que vuestros consejos y vuestra asistencia no se apoyen sobre simples publicaciones populares, sino que estén fundados sobre la objetividad científica y sobre el juicio autorizado de especialistas concienzudos en medicina y en biología. Es oficio no del sacerdote, sino vuestro, instruir a los cónyuges, tanto en consultas privadas como mediante publicaciones, sobre el aspecto biológico y técnico de la teoría, pero sin dejaros arrastrar a una propaganda que no sea ni justa ni conveniente. Pero hasta en este campo vuestro apostolado requiere de vosotras, como mujeres y como cristianas, que conozcáis y difundáis las normas morales a las que está sujeta la aplicación de aquella teoría. Y en esto es competente la Iglesia.
Es preciso, ante todo, considerar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto, aquellos no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en esto la aplicación de la teoría de que hablamos se distingue esencialmente del abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.
Y aquí de nuevo se presenta a Nuestra reflexión dos hipótesis si, ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.
Si en cambio, aquella limitación del acto a los días de esterilidad natural se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según la intención de observar constantemente aquellos tiempos, estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros.
La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano).
El contrato matrimonial, que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, les constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien, a los cónyuges que hacen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, substraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.
De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada "indicación" médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de los tiempos infecundos puede ser "lícita" bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas.
Ahora bien, acaso insistáis, observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absolutamente evitado, y en los que, por otra parte, la observancia de los períodos agenésicos o no da suficiente seguridad o debe ser descartada por otros motivos. Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad. Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente un "no"; es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un "sí". Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por lo tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por lo tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica necesariamente negativa, sin la aprobación de una "técnica" de la actividad conyugal, asegurada contra el riesgo de la maternidad. Y he aquí que con esto sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen está prohibido y excluido en conciencia y que sólo un camino permanece abierto: es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y seguro y una tranquila firmeza.
Pero se objetará que tal abstinencia es imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy distinto. Y como prueba se aduce el siguiente argumento: "Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se presume que quiera obligar con su ley también a lo imposible. Pero para los cónyuges la abstinencia durante un largo periodo es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. La ley divina no puede tener este sentido."
De este modo, de premisas parciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello basta invertir los términos del argumento: "Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible." Como confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes y Él ayuda para que puedas» (Conc. Trid., sess. 6, cap. II: Denzinger, núm. 804; S. Agustín. De natura et gratia, cap. 43, n. 50: Migne, PL, 44, 271).
Por eso no os dejéis confundir en la práctica de vuestra profesión y en vuestro apostolado por tanto hablar de imposibilidad, ni en lo que toca a vuestro juicio interno, ni en lo que se refiere a vuestra conducta externa. No os prestéis jamás a nada que sea contrario a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana! Es hacer una injuria a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo estimarles incapaces de un continuado heroísmo. Hoy, por muchísimos motivos —acaso bajo la presión de la dura necesidad y a veces hasta al servicio de la injusticia—, se ejercita el heroísmo en un grado y con una extensión que en los tiempos pasados se habría creído imposible. ¿Por qué, pues, este heroísmo, si verdaderamente lo exigen las circunstancias, tendría que detenerse en los confines señalados por las pasiones y por las inclinaciones de la Naturaleza? Es claro, el que no quiere dominarse a sí mismo, tampoco lo podrá; y quien crea dominarse contando solamente con sus propias fuerzas, sin buscar sinceramente y con perseverancia la ayuda divina, se engañará miserablemente.
He aquí lo que concierne a vuestro apostolado para ganar a los cónyuges al servicio de la maternidad, no en el sentido de una ciega esclavitud bajo los impulsos de la Naturaleza, sino de un ejercicio de los derechos y de los deberes conyugales regulados por los principios de la razón y de la fe.
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