Envidia (I)
Juan Manuel de Prada
Cervantes, que no solía equivocarse nunca, se equivoca sin embargo en el prólogo de la segunda parte del Quijote, cuando afirma que hay dos envidias; y que, junto a la envidia ruin, hay otra envidia «santa, noble y bienintencionada» (lo que hoy, popularmente, llamamos 'sana envidia'). Pero una palabra no puede significar una cosa y la contraria; y lo que Cervantes llama 'envidia santa' es la admiración y el deseo de emular a quien percibimos como superior. Esta virtud (por lo demás tan infrecuente), que permite reconocer las prendas del prójimo y que aspira a imitarlas, es nobleza de espíritu y nada tiene que ver con la envidia, que es tristeza del bien ajeno, tal vez la pasión más innoble y vil que pueda albergar el ser humano, incluso en sus versiones más mitigadas, cuando más que tristeza del bien ajeno es aflicción de la desdicha propia. Pues aun entonces esta versión mitigada de la envidia tiende, antes o después, a gotear sobre la otra y a mezclarse con ella.
La envidia, escribió Quevedo, es flaca «porque muerde pero no come»; y Calderón nos recuerda que «en los extremos del hado / no hay hombre tan desdichado / que no tenga un envidioso, / ni hay hombre tan virtuoso / que no tenga un envidiado». De donde se desprende que la envidia es pecado universal que a todos nos afecta y a todos nos destruye con su insomne mordisco roedor; y que, a la vez que nos atormenta, nos hace estériles. Siempre se ha dicho que la envidia es el pecado por antonomasia de los españoles; en lo que volvería a probarse que el pueblo español sigue siendo muy religioso (aunque su religiosidad esté vuelta del revés), porque la envidia es el pecado teológico por excelencia, ya que en su raíz se halla una rebelión frente a Dios, que repartió desigualmente los dones entre los hombres, haciéndolos a unos guapos y haciéndonos a otros feos. Cosa que el igualitarismo contemporáneo no puede soportar, según se explica en aquellos versos impagables que aprendí de Castellani: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Fontova. / Y me pongo a preguntar: / ¿Querrá verse sin joroba / o nos querrá jorobar?».
Unamuno decía que la envidia era «íntima gangrena del alma española», «fermento de nuestra vida social» y «lepra nacional», elaborando en torno a la envidia un ensayo sobre el carácter español. Muchos extranjeros repararon en esta lacra que nos empuja a los españoles a destruirnos los unos a los otros; así, por ejemplo, John Stuart Mill escribe en Consideraciones sobre el gobierno este juicio tan certero como demoledor: «Los españoles persiguen con saña a todos sus grandes hombres, les amargan la existencia y, generalmente, logran detener pronto sus triunfos». Y es que, en efecto, los españoles (y sospecho que también los vástagos del tronco hispánico) tendemos a afligirnos de las dichas ajenas, tendemos rencorosamente a despreciar todo aquello que no podemos alcanzar, tendemos a negar y eliminar todo lo que destaca por sus méritos y bondades, en un empeño lastimoso (y vano) por hallar consuelo en nuestra mediocridad, nivelando por abajo, haciendo tabla rasa del talento, denostando y ensuciando todo lo que nos parece superior, hasta igualarlo con lo que es inferior.
Además, la envidia española tiene la característica peculiar de no estar generalmente ligada a la mera codicia, como ocurre en la envidia más elemental y primaria, que tiende a pensar que la posesión de un bien por parte del prójimo nos impide disfrutarlo a nosotros. Frente a esta envidia elemental, la envidia española (subrayando su naturaleza 'espiritual') se entrevera de un orgullo que se resiste a reconocerse inferior a nadie (aunque íntimamente se sepa inferior, o sobre todo cuando se sabe inferior) y no soporta reconocer la superioridad del prójimo. Este orgullo acérrimo e inexpugnable provoca en el español un disgusto o malestar espiritual que acaba degenerando en resentimiento y amargura, hasta anegarlo de una envidia 'existencial' que no nace de lo que el prójimo posee o disfruta, sino de lo que el prójimo es. Y el dolor que provoca esta envidia 'existencial' no se cura despojando al prójimo, sino rebajándolo, difamándolo, humillándolo, calumniándolo, arrastrándolo por el fango; y, a la vez, enalteciendo, exaltando, entronizando al que es mediocre, con la condición de que lo sea al menos tanto como nosotros.
Naturalmente, una pasión tan innoble y a la vez universal (sin consuelo posible, además, si no viene de arriba) tenía que ser aprovechada políticamente. De esto hablaremos en nuestra próxima entrega.--...
Envidia (I)
Envidia (II)
Juan Manuel de Prada
A simple vista, una pasión tan universal e innoble como la envidia haría ingobernable cualquier sociedad. En efecto, la envidia, que amarga y destruye tanto a quien la sufre como a quien la suscita, envenena la vida social y genera insolidaridad e individualismo, así como aversión hacia quienes se perciben como superiores, instaurando el reinado de la mediocridad. Todos los regímenes políticos se han tropezado con la cizaña insalvable de la envidia; y con ella han tenido que bregar, tratando de impedir que se extendiese su torva carcoma. Max Scheler, gran estudioso de la envidia, señala que solo hay dos modelos políticos que lograrían atemperar (ya que no reprimir del todo) sus efectos deletéreos: una democracia social, acaso quimérica, que propiciase una solidaridad perfecta entre sus miembros; y una organización jerárquica muy rigurosamente articulada. En cambio, afirma que la sociedad que favorece más la envidia es aquella en que «los derechos políticos y la igualdad social, públicamente reconocidos, coexisten con diferencias muy notables en el poder efectivo y en la riqueza efectiva; una sociedad en que cualquiera tiene 'derecho' a compararse con cualquiera y, sin embargo, no puede compararse de hecho».
¿Acaso no está refiriéndose Scheler, exactamente, a la sociedad en la que vivimos? No es el filósofo alemán el único que ha establecido este vínculo entre envidia y democracia. Así, por ejemplo, Nicolás Gómez Dávila escribió que «en las democracias, donde el igualitarismo impide que la admiración sane la herida que la superioridad ajena saja en nuestras almas, la envidia prolifera». Unamuno afirmaba, por su parte, que, cuando la envidia «su hiel en muchedumbre vacía / de gratitud al llamamiento sorda / suele dejarla y la convierte en horda, / que ella es la madre de la democracia». Bertrand Russell consideraba que las teorías políticas «son siempre el disfraz de la pasión, y la pasión que ha reforzado las teorías democráticas es indiscutiblemente la envidia». Y, para no seguir aburriendo al lector con la coincidencia en este extremo de pensadores tan diversos, aportaremos la opinión de Fernando Savater: «La envidia es la virtud democrática por excelencia (...). Es en cierta medida origen de la propia democracia, y sirve para vigilar el correcto desempeño del sistema (...). Hay un importante componente de envidia vigilante que mantiene la igualdad y el funcionamiento democrático».
Si repasamos las citas anteriores, descubriremos que no solo afirman que la democracia sea incapaz de mitigar la envidia, sino también que la envidia da sentido (es 'refuerzo' de la democracia, según Russell; 'madre', según Unamuno; 'origen', según Savater) a la democracia; como si dijéramos que la envidia le brinda su alma a la democracia. Se trata, desde luego, de una reflexión desazonante; pero son muchos los pensadores que han llegado a la misma conclusión desde puntos de partida muy distintos, casi antípodas. Sa vater llama a la envidia, incluso, «virtud democrática»; pero todos tenemos una experiencia nítida e intransferible de la envidia (por padecerla, por despertarla o por ambas cosas), y sabemos que no es una virtud, del mismo modo que sabemos que lo que la envidia propicia no puede ser virtuoso. Por no emplear palabras con connotaciones morales, podríamos decir (y creo que es una expresión que los autores citados podrían aceptar por 'consenso') que la envidia es 'motor de democracia'.
Como sostiene Savater, la envidia mantiene a los gobernados vigilantes en una demanda constante de igualdad; pero la igualdad que les procura no es efectiva, como sagazmente observa Scheler. Y en una sociedad en que cualquiera tiene derecho a compararse con cualquiera y, sin embargo, no puede compararse de hecho, la envidia no hace sino proliferar como los conejos. Esta proliferación de la envidia la utilizan luego los demagogos, dividiendo a las masas en facciones contrapuestas, a las que llamarán 'privilegiados' y 'oprimidos', o 'retrógrados' y 'progresistas', o 'rojos' y 'azules', o 'negros' y 'blancos', o como les plazca. De este modo, todo el encono social que produce constatar que la igualdad prometida no es efectiva, en lugar de dirigirse contra los urdidores del engaño, se convierte en gresca que incendia el cuerpo social; y los demagogos pueden así apacentarlo, estableciendo alianzas entre quienes tienen envidias comunes para llevar acciones comunes contra los envidiados.
A la larga, una sociedad así se convierte en una junta de caníbales; pero, entretanto, los demagogos hacen su agosto.
Envidia (II)
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