Al nombre de Jesús, toda rodilla se doble
El Domingo posterior a la Octava de Navidad aparece ligado en la liturgia romana tradicional a la veneración del Nombre de Jesús. Después de haber hecho memoria el 1 de enero del momento en que le fuera impuesto, en la ceremonia de la circuncisión, ahora se le dedica una fiesta propia.
El primer propulsor de esta devoción fue el franciscano San Bernardino de Siena (1380-1444) que estableció y propagó la representación de las tres primeras letras del Nombre de Jesús (IHS) rodeadas de rayos. Rápidamente se extendió por Italia, favorecida por San Juan de Capistrano (1386-1456). Clemente VII concedió a la Orden de San Francisco el privilegio de celebrar una fiesta especial y sucesivamente extendió Roma este privilegio a las distintas Iglesias. En 1721 Inocencio XIII determinó que la fiesta se celebrase en toda la Iglesia, fijándola en el domingo segundo después de Epifanía que recuerda el banquete de las bodas de Caná. «Es precisamente el día de la boda, cuando el nombre del Esposo pasa a ser propiedad de la Esposa; ese nombre significará que en adelante es suya. Queriendo honrar la Iglesia con un culto especial un nombre tan precioso, unió su recuerdo al de las bodas divinas»1.
Posteriormente, se unió la celebración del Nombre al día en que le fue impuesto, estableciendo la fiesta el domingo entre la Circuncisión (1 de enero) y Epifanía (6 de enero) o el 2 de enero en los años en que no hay tal domingo. La reforma litúrgica de 1969 suprimió esta fiesta2 que fue objeto de una tímida restauración en la edición típica del Misal de 2002 como “memoria libre” el 3 de enero.
I. El nombre que Dios adopta para manifestarse a Moisés en el Sinaí (Ex 3, 14) es en hebreo Yahvé, que quiere decir: «El que es, el Ser por excelencia, el “ens a se”, el Eterno».
Los judíos no se atrevían a pronunciar este nombre y usaban otros términos como Adonai (Señor); Sebaot (Señor de los ejércitos) o Elohim (un sólo Dios). Ignoraban así que «no se ha de atender solo al nombre de Dios, esto es, a sus letras o sílabas, o a la sola palabra, sino que debe levantarse el pensamiento a lo que esa palabra significa, que es la omnipotente y eterna Majestad de Dios trino y uno. Y de ahí se deduce fácilmente, cuan ridícula era la superstición de algunos judíos, que no se atrevían a pronunciar el nombre de Dios que escribían, como si estuviera la virtud en aquellas cuatro letras, y no en el ser divino significado por ellas»3.
En el Nuevo Testamento, con el envío de su propio Hijo, Dios nos reveló su nombre de Padre. El mismo Jesús nos enseñará a rezarle pidiendo: «Santificado sea tu nombre», es decir que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular.
II. El nombre de Jesús, que significa “Salvador” no le fue puesto casualmente, o por dictamen y voluntad de los hombres, sino por disposición divina. El arcángel San Gabriel anunció a María de este modo: «He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31). Y, también por ministerio de un ángel, Dios mandó a San José que impusiera al Niño este nombre: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque su concepción es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). Además, al Hijo de Dios hecho hombre se llama también Cristo, que quiere decir “ungido” y “consagrado”, porque antiguamente se ungía a los reyes, sacerdotes y profetas, y Jesucristo es Rey de reyes, Sumo Sacerdote y Sumo Profeta. La unción de Jesucristo no fue corporal, como la de los citados sino toda espiritual y divina, porque la plenitud de la divinidad habita en Él substancialmente.
En el texto que antes hemos citado, San Pablo expone el significado teológico, trascendental del Nombre de Jesús de un modo expresivo: «Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le sobreensalzó y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra4 se doble en el nombre de Jesús, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 8-11).
El sacrificio expiatorio es el fin y hasta la consecuencia de la Encarnación. Jesús está destinado a ser víctima y desde el momento en que se le impuso el nombre en la Circuncisión empieza ya a derramar unas gotas de sangre redentora, sangre que brotará hasta la muerte el día de la Crucifixión («¡Cuánto te costó ser Jesús!», exclama San Bernardo).
III. Al nombre de Jesús se debe grandísima reverencia por representarnos a nuestro divino Redentor, que nos reconcilió con Dios y nos mereció la vida eterna. Como es lógico, no es la pura materialidad del nombre de Jesús lo que la Iglesia propone a nuestra consideración y nos invita adorar, sino el significado que se esconde detrás del nombre y que -como hemos visto- no es otro que la consideración de Jesús como Salvador, como Mediador y como Víctima.
Los discípulos de Jesucristo fueron llamados cristianos por primera vez en Antioquía (Hch 11, 26). También nosotros que, tomando nuestro nombre de Cristo nos llamamos cristianos, no podemos ignorar cuántos beneficios hemos recibido. Al contrario, debemos consagrarnos a nuestro Redentor y Señor para siempre como lo hemos profesado en el Bautismo, al declarar que renunciábamos a Satanás y al mundo y que nos entregábamos enteramente a Jesucristo.
Habiendo pues, entrado en la Iglesia, conocido la ley de Dios y recibido la gracia de los Sacramentos, vivamos de acuerdo con nuestra condición de consagrados a Jesucristo, Señor y Redentor nuestro, que nos tiene bajo su potestad como a siervos que rescató con su sangre y nos abraza amorosamente llamándonos amigos y hermanos5.
*Es dulce el recuerdo de Jesús,
que da verdaderos gozos al corazón
pero cuya presencia es dulce
sobre la miel y todas las cosas.
Nada se canta más suave,
nada se oye más alegre,
nada se piensa más dulce
que Jesús el Hijo de Dios.
¡Oh Jesús!, esperanza para los penitentes,
qué piadoso eres con quienes piden,
qué bueno con quienes te buscan,
pues ¿qué será para los que te encuentran?
Ni la lengua es capaz de decir
ni la letra de expresar.
Sólo el experto puede creer
lo que es amar a Jesús.
Sé nuestro gozo, Jesús,
que eres el futuro premio:
sea nuestra en ti la gloria
por todos los siglos siempre. Amén.
Breviario romano: Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús: Himno de vísperas
Padre Ángel David Martín Rubio
1 Prospero GUERANGUER OSB, El Año Litúrgico, I, Burgos: Aldecoa, 1954, pág. 362.
2 El comentario del “Consilium” motivó así dicha supresión: «por cuanto la imposición del nombre de Jesús ya se ha recordado en el Evangelio de la misa del 1 de enero» (Augusto BERGAMINI, Cristo, fiesta de la Iglesia, San Pablo: Santa Fe de Bogotá, 1995, pág. 188). La explicación da luz acerca del arbitrismo litúrgico que guió a los reformistas.
3 Catecismo Romano I, 3, 4.
4 En la Vulgata: «en los infiernos». «El nombre de infiernos significa aquellos senos secretos en que están detenidas las almas que no consiguieron la bienaventuranza del cielo. Y en este sentido usan de esta voz las santas Escrituras en muchos lugares. Porque leemos en el Apóstol: “Al Nombre de Jesús se doble toda rodilla, en el cielo, en la, tierra y en el infierno” (Flp 2, 10). Y en los Hechos de los Apóstoles afirma San Pedro: “Que Cristo resucitó desatados los dolores del infierno”. (Hch 2, 24)» (Catecismo Romano, I, 6, 2).
5 Cfr. Catecismo Romano I, 3, 12.
http://www.adelantelafe.com/al-nombr...illa-se-doble/
EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS
Sufre ostensible olvido la conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús, celebrada un poco al desgaire en todo el orbe (neo)católico, siendo que es Nombre que entraña el más hondo de los significados y la más fecunda de las fuerzas. Pues Dios, que con el poder de su Palabra creó el cielo y la tierra con todas sus criaturas, y que es sustancialmente esta misma Palabra que eternamente pronuncia, le dio al hombre (como analogado inferior y como destello, pero como prenda de su rara dignidad) el uso de la palabra y el poder de nombrar las cosas casi desde el mismo instante en que lo puso en el Edén (Gn 2,19).
Si el hombre le puso el nombre a todas las cosas y elige incluso el nombre de sus hijos, a Jesús fue el ángel quien le puso el nombre desde su concepción. Y así como en virtud de la unión hipostática de su Hijo proclamamos con toda justicia a María como Madre de Dios, del mismo modo, por la indisoluble unión de las naturalezas divina y humana en la persona del Salvador, vige para su Santo Nombre aquel segundo mandato del Decálogo tan taimadamente contrariado por los difusores de las nuevas teologías, capaces de apelar de continuo al Nombre de Jesús como a subterfugio y garante para sus extravíos. Los acompañan, en el horrísono coro de sus profanaciones, los sectarios de todas esas sectas que se dicen cristianas surgidas muy al margen de la Iglesia, no menos que las manipuladoras industrias editorial, del espectáculo, etc., ganosas siempre de falsificar sin tregua, de permutar sin pausa las más necesarias certezas. No extraña, pues, que la ponzoñosa flexión de las nociones de «misericordia», «obediencia», entre otras, obtenga su triste audacia de esta inicial tergiversación.
El nombre re-presenta, hace presente lo que se nombra. De ahí que la litánica repetición del solo Nombre de Jesús, sin añadiduras -o, a lo más, con alguna breve súplica de tanto en tanto- constituyese la oración predilecta de los monjes orientales en lejanas edades, reconocida su eficacia para suscitar más vivamente la presencia de Dios. Este Nombre, ante el cual toda rodilla se dobla y que Pedro proclamó «el único que nos ha sido dado bajo el cielo a los hombres para salvarnos» (Act 4,12), significa en la lengua de los hebreos precisamente que «Dios salva», fórmula que por sí sola basta para recordar, al reparo de todo devaneo antropocéntrico, que el hombre necesita ser salvo, y que sólo Dios puede alcanzarle la salvación. Mucho más correcta que aquella imprecisa definición que hace del hombre «la única criatura que Dios ha querido por sí misma» o «por sí mismo», según la ulterior ambigüedad de las traducciones (Gaudium et spes, 24,3), nos despierta al sentido de una dignidad que es todo menos que autónoma y que, perdida de hecho por el pecado, requiere restablecerse por la exclusiva referencia al Salvador.
El exquisito quiasmo acuñado por san Bernardo, que hace del Nombre de Jesús «mel in ore, in aure melos», traduce algo de ese inefable gusto que el Señor infunde a quienes buscan su rostro por la invocación de su Nombre. El mismo que inspiró a san Bernardino de Siena esa efusiva honra que los bienaventurados han sabido dar a Dios, para mayor exaltación de la facultad del habla:
¡Oh Nombre glorioso, Nombre regalado, Nombre amoroso y santo! Por ti las culpas se borran, los enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los atribulados y tentados se robustecen, y se sienten gozosos todos. Tú eres la honra de los creyentes, Tú el maestro de los predicadores, Tú la fuerza de los que trabajan, Tú el valor de los débiles. Con el fuego de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos, crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas contemplativas se extasían; por ti todos los bienaventurados del cielo son glorificados.
In exspectatione: EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS
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